SIETE

SIETE

La gratitud de los poderosos es una pesada carga.

GILBRAN QUAIL,

Ensayos reunidos

El amanecer se abrió por fin sobre la ciudad herida. Columnas de humo quebraban el azul de porcelana del cielo sobre el recinto mientras el sol iba ascendiendo y dejaba de verse el resplandor de los incendios dispersos. Yo estuve de un humor muy sombrío toda la mañana. Después de que, con gran alivio, consiguiéramos regresar sin tener que disparar a nadie más, salvo a un par de saqueadores tan atiborrados de algún fármaco local que ni siquiera se dieron cuenta de que el camión que trataban de secuestrar estaba lleno de soldados armados hasta que estuvieron muertos, lo único que ansiaba eran unas cuantas horas de sueño. Había estado tan lleno de adrenalina desde que se disparó el arma del asesino que, cuando por fin tuve ocasión de relajarme, me derrumbé como una marioneta a la que le cortan las cuerdas, y ni siquiera la aparición de Jurgen con una tetera llena de infusión de tanna había bastado para reanimarme. De todos modos, presenté mi informe al cuartel general de la brigada lo más rápido que pude, convencido de que cuanto antes aquel triste asunto se convirtiera en un problema para otro, tanto mejor; y después de una hora aproximada de papeleo, me arrastré hasta mi litera con órdenes estrictas de que no se me molestara a menos que me llamara a su presencia el propio Emperador.

Lo cierto es que apenas había conseguido dormir una hora antes de que se produjera el siguiente acontecimiento.

—¡Largaos! —grité cuando los golpes sobre mi puerta se hicieron tan insistentes como para despertarme y duraron lo suficiente como para convencerme de que no iban a cesar a menos que diera alguna respuesta.

—Siento molestarlo, comisario —Broklaw asomó la cabeza por la puerta con aspecto de lamentarlo muy poco realmente—, pero me temo que no puedo. Hay gente que quiere verlo.

Por cansado que estuviera, sabía que no tenía sentido discutir. El simple hecho de que el que me despertara fuera un oficial de su rango y no Jurgen o algún soldado de menor categoría, era bastante elocuente. Bostecé, tratando de poner en marcha mi perezoso cerebro, y no de muy buena gana bajé los pies de la cama.

—Voy en seguida —dije.

Eso resultó una previsión muy optimista. Para cuando conseguí vestirme, echarme un poco de agua a la cara (y por una vez la costumbre valhallana de lavarse con agua helada no me hizo lanzar una sarta de blasfemias, lo cual da una idea de lo atontado que estaba) y conseguí que Jurgen me hiciera un recafeinado doble, habían pasado casi veinte minutos. Seguí sin embargo las indicaciones que me habían dado, orientándome cuidadosamente por el recinto (todavía andaban por allí los Rough Riders), y entré en un edificio que vagamente recordaba que llevaba la señal de los especialistas en comunicaciones de toda la brigada. Eso significaba Inteligencia, por supuesto, y supuse que algún fantasma de alto nivel querría que lo informara personalmente de los acontecimientos de la noche pasada.

De no haberme encontrado tan cansado, probablemente me habría extrañado la cantidad de oficiales de alto rango cuyo paso repetía el eco de los corredores de mármol y la creciente opulencia del mobiliario en la sucesión de antesalas por las que me fueron guiando soldados con uniforme de gala y provistos de rifles láser dorados. Pero todo lo vi a través de una niebla de irritación y ni siquiera se me ocurrió preguntar dónde estaba y quién me había mandado buscar tan perentoriamente.

—Haga el favor de pasar, comisario. —La voz me resultaba familiar, pero, aturdido como estaba todavía por la falta de sueño, me llevó un momento reconocer a Donali. El diplomático me sonreía con auténtica afabilidad, y me indicó una mesa auxiliar en la que había una tetera de infusión de tanna que humeaba incitante junto a varias bandejas enormes de comida.

Le devolví la sonrisa, igualmente encantado de verlo, aunque sus aventuras de la noche pasada evidentemente habían sido por lo menos tan traumáticas como las mías. Su lujoso atuendo estaba ahora arrugado y manchado, olía a humo y a sangre y tenía un parche sobre la frente.

—Es un inesperado placer —le dije, y me serví una abundante porción de salma kedgeree en un plato y una buena cantidad de tanna en la taza más grande que pude encontrar—. Debo admitir que estaba bastante preocupado por su seguridad.

—No fue usted el único. —Donali señaló el vendaje con gesto pesaroso—. Las cosas se pusieron un poco difíciles después de que usted se marchara.

Ocupé un asiento junto a la mesa de reuniones que había en el centro de la habitación. Ya había sentados allí varios oficiales a los que no reconocí, junto con otros hombres y mujeres vestidos de civil. Supuse que éstos serían colegas de Donali por el corte de sus ropas y por su aire de burócratas remilgados. La única que se destacaba era una mujer algo más joven que los demás y que llevaba un elegante vestido verde un par de tallas más pequeño de lo que necesitaba, lo que dejaba al descubierto demasiado escote para una hora tan temprana del día. Además, daba la impresión de estar curiosamente distraída, pues se agitaba y hablaba sola momentos antes de erguirse en su asiento y mirar a todos los demás como si de algún modo la hubiéramos insultado. Podría haberla tomado por una astrópata de no haber sido porque todavía conservaba unos ojos que parecían deambular de un lado a otro desenfocados. Entonces tal vez fuera una psíquica —resolví no bajar mis defensas mentales—, pero como ya he dicho antes, nunca ha representado para mí un problema disimular ante ellos, a pesar de su maldición.

—Siento haberme perdido toda la diversión —dije, respondiendo a las expectativas de todos respecto a mí, y empecé a atacar la comida. Todavía no tenía la menor idea de por qué estaba allí, pero había participado en suficientes campañas como para no sacar el mayor provecho de las raciones cuando las había. Mientras trabajaba con el tenedor aproveché para estudiar las insignias de los oficiales en la esperanza de encontrar alguna clave para averiguar sus identidades y el motivo por el cual estaban allí. En realidad, llegué a la conclusión de que formaban un grupo muy variopinto.

Me encontré con un par de mayores, un coronel y, cuando llegué al hombre sentado a la cabecera de la mesa, a punto estuve de dejar caer mis cubiertos. Sólo podía ser el mismísimo general supremo Zyvan, el comandante en jefe de nuestra pequeña expedición. Jamás había visto una foto suya, pero su rango y sus medallas hablaban por sí solas. Además, había oído suficientes descripciones de sus acerados ojos azules (en realidad un poco acuosos) y de su barba prolijamente recortada (que ocultaba el arranque de la papada) como para dudar de su identidad. Estaba vuelto hacia otro lado, hablando del contenido de una placa de datos con un asistente, y Donali pudo continuar con nuestra conversación cuando se dejó caer en el asiento que había a mi lado.

—No lo sienta —replicó—, la noche pasada usted prestó un servicio mucho mayor que si se hubiera quedado allí.

—Me alegra oírlo —afirmé—. Pero da la impresión de que usted se las arregló muy bien. Los soldados de la guardia de palacio deben de ser mejores de lo que parecen.

—No lo crea. —Negó con la cabeza con disgusto—. La mitad de aquellas antiguallas de armas que tenían no funcionaban, y las que disparaban no podrían ni acertar a una nave estelar. Mantuvimos la posición a duras penas hasta que llegó el pelotón de la FDP. De no haber sido por Orelius y sus guardaespaldas, que tumbaron a los cabecillas, la turba nos hubiera pasado por encima.

—Orelius, vaya. —Tomé agradecido un sorbo de infusión y noté que casi nadie se la bebía. Debo reconocer que es un sabor al que hay que acostumbrarse. Soy uno de los pocos valhallanos que conozco al que le gusta, pero la implicación era halagadora. Era evidente que lo habían preparado por mí. Fuera cual fuere el motivo por el que me habían llamado, querían tenerme contento, lo cual no me disgustaba—. Evidentemente, usted tenía razón sobre él.

—¿Usted cree? —Donali me miró con curiosidad y tuve la sensación de que estaba jugando a algún sutil juego diplomático. Supuse que se trataba de calibrar cuánto había conjeturado de lo que estaba sucediendo entre bambalinas. Asentí, terminando el plato, y me pregunté si podría permitirme ir a por otra ración.

—Usted dijo que ocultaba algo —le recordé.

—Así es. —Puede que estuviera a punto de decir algo más, pero Zyvan volvió a la mesa de conferencias y carraspeó.

«Demonios —pensé—, esto acaba con mi posibilidad de volver a servirme kedgeree». Menos mal que quedaba mucho té en la taza, de modo que bebí otro sorbo mientras miraba a los presentes a través de una niebla de vapor de delicioso aroma.

—Comisario —Zyvan se dirigió a mí de forma directa—, gracias por reunirse con nosotros tan pronto.

—General supremo —acompañé mis palabras con una formal inclinación de cabeza—. De haber sabido que su chef tenía tanto talento, habría venido aún más rápido —añadí, disfrutando del repentino respingo de la mitad de los presentes.

Un comisario, por supuesto, está fuera de la cadena normal de mando, de modo que técnicamente yo no tenía que demostrarle deferencia a él ni a nadie más, pero la mayoría de nosotros hacemos lo que podemos por no recordarles eso a los demás. Como me gusta recordarles a mis cadetes, trátalos con respeto y te retribuirán del mismo modo. Me importa un bledo, por supuesto, pero mantiene las ruedas engrasadas. Mi categoría de héroe ampliamente reconocido me concede un margen mucho mayor, y yo sabía que Zyvan también era conocido por su brusquedad, de modo que tenía la sensación de que un poco de esa rutina de soldado bravucón le gustaría. Además, tenía razón. Me miró con simpatía y mantuvimos una especie de contrapunto de bar de los bajos fondos después de eso.

—Le transmitiré sus felicitaciones —dijo con una media sonrisa, y los aduladores que había en torno a aquella mesa decidieron que también debían mirarme con simpatía—. ¿Le apetece volver a servirse antes de que sigamos adelante?

—Seguir adelante ¿exactamente con qué? —pregunté mientras me dirigía a llenar otra vez mi plato. Había olvidado coger la taza, de modo que llevé la tetera a la mesa y me volví a servir, manteniéndola a mi lado por si me apetecía repetir. Admito que en parte lo hacía por el placer de escandalizar a algunos de aquellos aduladores—. ¿A alguien más le apetece, aprovechando que estoy de pie?

—No, gracias. —Zyvan esperó a que me hubiera sentado nuevamente antes de decidir que quería otro recafeinado y enviar a aquel de sus ayudantes que me había dirigido la mirada más desaprobadora a por él. Al hacerlo, nuestras miradas se cruzaron y vi en sus ojos un brillo inconfundible de picardía. Decididamente me gustaba el general supremo.

—He estado leyendo su informe —dijo cuando hubo llegado su recafeinado—, y creo expresar el parecer de todos los presentes cuando digo que quedé impresionado. —Un coro de asentimiento acompañó sus palabras, y no todos lo hicieron a regañadientes. Donali me sonrió con simpatía mientras asentía, y pensé que, al parecer, había encontrado un amigo en el cuerpo diplomático, lo cual podía resultar muy útil en el futuro. La extraña mujer del traje verde me miró a los ojos un momento.

—Elija sus amigos con cuidado —dijo de repente. Su voz sonó áspera, con unas vocales tan planas que a punto estuve de ahogarme con el té.

—¿Perdone? —pregunté, pero su mirada ya estaba otra vez desenfocada.

—Hay demasiados por ahí —afirmó—. No puedo oírlos a todos. —Uno de los burócratas le pasó una adornada caja de plata, un poco más pequeña que la palma de su mano, y ella sacó un par de tabletas que se tragó enteras. Después de un momento dio la impresión de que volvía a enfocarse.

—Tendrá que tener paciencia con Rakel —murmuró Donali—. Es útil, pero puede ser un poco difícil.

—Es evidente —respondí.

—No es precisamente la emisaria que yo habría elegido para enviar a esta pequeña reunión —prosiguió el diplomático—, pero en las presentes circunstancias supongo que era la única de la que podían prescindir.

—¿Quiénes? —pregunté, pero antes de que pudiera responder, Zyvan llamó a los presentes al orden.

—La mayoría de ustedes sabe por qué estamos aquí —tomó un sorbo de su recafeinado—, pero para aquellos que se acaban de incorporar a estas conversaciones —y me dedicó una mueca cómplice—, permítanme recapitular. Nuestras órdenes consistían en recuperar Gravalax para el Imperio, mediante el uso de las armas si era necesario. —Los militares expresaron su aprobación—. Sin embargo, las proporciones de la presencia militar tau en este planeta cambian radicalmente la situación.

—Todavía podemos expulsarlos de aquí, mi general supremo —intervino uno de los oficiales—. Llevaría más tiempo del que habíamos previsto, pero…

—Acabaríamos empantanados en una campaña larguísima, tal vez durante años —lo interrumpió Zyvan, categórico—. Y, para decirlo sin ambages, dudo que el planeta valga la pena.

—Con todo respeto, general supremo, esa decisión no le corresponde a usted —insistió el oficial que acababa de hablar—. Nuestras órdenes son…

—Son órdenes que yo debo interpretar —lo cortó Zyvan. El oficial se calló y el general se volvió hacia Donali—. ¿Todavía cree que es posible una solución diplomática?

—Así es —asintió Donali—. Aunque de persistir el malestar civil puede llegar a hacerse más difícil. Eso por no mencionar lo del asesinato del embajador.

—Pero ¿todavía están los tau dispuestos a negociar? —insistió Zyvan.

—Lo están —confirmó Donali—. Gracias a la competente actuación del comisario Cain la noche pasada todavía hay un resto de buena fe del que podemos servirnos.

Todos excepto Rakel, que parecía más interesada en la base de su taza de recafeinado, me contemplaron con aire de aprobación.

—Lo que me lleva otra vez a la cuestión del asesinato. —Zyvan trató de llamar la atención de la mujer—. Rakel, ¿ha hecho la Inquisición algún progreso en la investigación?

Supongo que debería haberlo esperado, especialmente tras mis sospechas sobre Orelius la noche anterior, pero casi había tenido la tentación de desecharlas como consecuencia de las fantasías de borracho de Divas que se habían instalado en alguna parte de mi cerebro. Me quedé mirando a Donali.

—¿Usted lo sabía? —pregunté en un susurro.

—Lo sospechaba —respondió en voz baja—. Pero no lo supe con certeza hasta que apareció Rakel esta mañana con un mensaje que llevaba el signo inquisitorial.

—¿Qué decía? —susurré, pasando por alto los intentos de responder de la joven psíquica. Donali se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo? Iba dirigido al general supremo.

—La investigación continúa. Sí —asintió Rakel con vehemencia, haciendo un esfuerzo evidente por concentrarse. Su voz sin relieve, nasal, chirrió contra mis nervios faltos de sueño—. Será informado cuando la conspiración quede al descubierto. —Hizo una pausa ladeando la cabeza, como si estuviera escuchando algo, y se puso de pie repentinamente—. ¿Tiene tarta? —Se dirigió hacia la mesa de la comida para comprobarlo.

—Ya veo. —Zyvan trató de aparentar que le había encontrado a aquello algún sentido.

—Si me permite, general supremo —intervine, tratando de que mi voz reflejara confianza—. Sospecho que pueda haber aquí una facción que tiene interés en provocar un conflicto entre nosotros y los tau.

—Eso me dice el señor Donali. —Con alivio apenas disimulado, Zyvan aprovechó la oportunidad para volver a la cuestión por la que nos habíamos reunido—. Que es el motivo principal por el que lo invité a unirse a nosotros. Su razonamiento me parece sensato.

—No hay tarta. ¡No hay una maldita tarta! —musitó Rakel como fondo mientras daba vueltas alrededor de la mesa de la comida—. No puedo comer eso, es demasiado verde…

—Gracias —le agradecí el cumplido y traté de hacer como si no oyera a la mujer.

—¿Tiene que ver eso con el posible responsable? —preguntó Zyvan.

Negué con la cabeza.

—Soy un soldado, señor. Los complots y las intrigas no son realmente mi especialidad. —Me encogí de hombros—. Tal vez el inquisidor nos lo pueda decir cuando acabe su investigación.

—Tal vez. —Zyvan pareció un poco decepcionado. Sin duda había esperado que yo lo ayudara a conjeturar igual que la Inquisición. Rakel volvió a su asiento con una rosquilla de cyna en la mano y se pasó el resto de la reunión mordisqueándola. Al menos mientras tenía la boca llena se estaba callada.

—La otra razón por la que quería consultarle, comisario, es que ha conocido al gobernador Grice. ¿Qué idea cree usted que tiene de asuntos militares?

—Más o menos la misma que tiene de todo lo demás, hasta donde yo puedo juzgar. —Volví a encogerme de hombros—. El hombre es un imbécil. —Hubo más murmullos de sorpresa alrededor de la mesa, pero Zyvan y Donali hicieron gestos de aprobación.

—Eso me parecía —dijo el general supremo—. Aunque sin duda se sentirá muy gratificado al saber que quedó muy impresionado con usted.

—¿De veras? —No podía imaginar el porqué, hasta que Donali intervino.

—Después de todo, usted le salvó la vida anoche.

—Supongo que así fue —asentí—, no lo había pensado. —Lo cual era absolutamente cierto. Yo había desarmado al tau para salvar mi propio pellejo, y así había sido, ya que en ese momento no pensaba en nada más. Por fortuna, éste era el tipo de cosas que todos esperaban que dijera, de modo que tuve la inesperada satisfacción de recibir una sonrisa de aprobación de uno de los hombres más poderosos del Segmentum. Por supuesto, con el tiempo eso se volvería en mi contra, lo cual no hace sino demostrar que ninguna buena acción queda impune[26].

—Pues bien, él sí ha estado pensando en usted —declaró Donali—. Quiere concederle alguna medalla[27].

—Tal vez tengan que esperar —dijo Zyvan—, tenemos un problema más urgente de que ocuparnos ahora mismo. —Pulsó un control en el brazo de su butaca y la superficie de la mesa se iluminó desde dentro, transformándose en una pantalla hololítica de un tamaño y una resolución como no había visto muchas. De haberlo sabido, habría sido un poco más cuidadoso con la tetera. Limpié el círculo de líquido con mi pañuelo al ver que la imagen se presentaba en el aire, ante mí, con la inestabilidad de un borracho, y finalmente se estabilizó haciéndose descifrable cuando Zyvan se inclinó hacia adelante y descargó un fuerte puñetazo sobre la mesa. Debía de haber trabajado durante bastante tiempo con los tecnosacerdotes, porque después de eso funcionó a la perfección, manteniéndose definida y enfocada más de la mitad del tiempo.

—Ésa es la ciudad —afirmó, confirmando lo obvio. Rakel asintió, dispersando migas por toda la imagen como si fueran meteoros del tamaño de una manzana.

—Todas las personitas parecen hormigas —soltó, apoyando la cabeza sobre la mesa. La escala era demasiado pequeña para mostrar a una persona individualmente, por supuesto, o los vehículos, incluso del tamaño de un Baneblade, pero al fin y al cabo ella era una excéntrica—. Corren, corren. Corren. Miran hacia arriba cuando deberían mirar hacia abajo. Nunca saben lo que puede haber debajo de sus pies, pero deberían, porque pueden tropezar y caer.

Yo no le hacía caso, sólo recogía la información táctica importante con la facilidad instintiva que dan los años de práctica.

—Todavía se está combatiendo. —Pude ver a un puñado de exaltados en la ciudad—. ¿Todavía no han conseguido restablecer el orden los Arbites?

—Hasta cierto punto. —Zyvan se encogió de hombros—. La mayor parte de los alborotadores civiles han muerto o han sido arrestados, y los que no, se aburrieron y se fueron a su casa. Ahora el gran problema son las unidades rebeldes de la FDP.

—¿No pueden ajustarles las cuentas las tropas leales? —pregunté. Desde donde estábamos sentados parecía obvio que los xenoístas estaban en inferioridad numérica. Los leales los superaban por lo menos por tres a uno en la mayoría de los casos. Zyvan pareció disgustado.

—Sería de esperar, pero están atascados. La mitad de ellos se niegan a disparar sobre sus camaradas, y al resto parece como si no les importara todo lo que están haciendo —vaciló—. Es así que el gobernador, en su infinita sabiduría, le ha pedido a la Guardia que intervenga y haga la limpieza por él.

—¡Pero no pueden hacerlo! —Donali estaba espantado—. Si la Guardia se moviliza y entra en la ciudad, los tau harán lo mismo. ¡Será la chispa que encienda esa guerra que estamos tratando de evitar!

—No crea que no lo he pensado —replicó Zyvan con sequedad.

—¡Ese hombre es un cretino! —Donali estaba que echaba chispas—. ¿No es capaz de ver cuáles serán las consecuencias de sus acciones?

—Está aterrorizado —intervine—. Lo único que ve es la perspectiva de que la rebelión se generalice. Si los xenoístas que hay en la población se unen a ellos…

—Estamos perdidos —concluyó Donali.

—No del todo. —Zyvan frunció los labios en un simulacro de sonrisa—. Todavía puedo ganar tiempo. Resumiendo: ¿puede emplearlo en convencer a los tau de que cualquier despliegue de la Guardia en la ciudad no constituye una amenaza para ellos?

—Puedo intentarlo —afirmó Donali sin mucho entusiasmo. Zyvan asintió con la cabeza, como alentándolo.

—No puedo pedir más. —Se volvió hacia mí—. Comisario, ¿diría que los tau tienen motivos para confiar en usted?

Por supuesto que no los tenían, pero no era eso lo que él quería oír, de modo que asentí juiciosamente.

—Supongo que más que en los demás oficiales imperiales. Al fin y al cabo, anoche les ahorré un buen paseo. —Tal como había esperado, la modesta broma a mis expensas cayó bien, ya que coincidía con la idea que tenían estos idiotas de lo que es un héroe. Zyvan pareció satisfecho.

—Bien —dijo volviéndose hacia Donali—. Puede informar a los tau que el comisario Cain supervisará personalmente la operación. Eso puede contribuir a que olviden sus prevenciones.

—Podría ser. —Donali parecía un poco más contento ante esa perspectiva. Mucho más de lo que lo estaba yo, pueden estar seguros. Al fin y al cabo, había sido yo el que había pasado por todo lo de la noche anterior, y la perspectiva de ser enviado otra vez a la línea de fuego no me entusiasmaba.

Claro que se suponía que yo era un héroe, de modo que me quedé allí sentado, impasible, bebiendo a sorbos el té y preguntándome cómo iba a salir de ésta.