CINCO

CINCO

La traición con traición se paga.

Proverbio del Templo Callidus

Hay algo que debo reconocerles a los tau: sin duda saben cómo hacer una entrada impresionante. Shui’sassai llevaba una sencilla túnica blanca que hacía que todos los dignatarios del Imperio parecieran ridículamente vestidos, e iba rodeado de otros de su especie con un atuendo similar. No obstante, era imposible no adivinar quién estaba al mando, ya que su carisma llenaba el salón y cuantos lo rodeaban iban tras él, mientras avanzaba con confianza por el pulido suelo de madera hacia Grice, como las gaviotas que siguen a un barco pesquero. Por entonces no imaginaba lo adecuada que era esa imagen mental[19].

En lo que sí reparé de forma casi instantánea fue en la tonalidad azulada de su piel y la de sus compatriotas, cosa que ya me esperaba después de las cosas que había dicho Divas y de los informes que había leído. Lo que no me esperaba era la solitaria trenza que brotaba de su cráneo rasurado, adornada con cintas de diversos colores que contrastaban vivamente con la absoluta simplicidad de los ropajes. Entendí entonces el significado del extraño peinado que lucían sus acólitos humanos y que había observado varias veces desde nuestra llegada, así como la cara pintada del líder de la banda callejera. Todo eso me provocó un estremecimiento desazonados Si tantos ciudadanos habían sido tan abiertamente influidos por estos advenedizos alienígenas, la situación realmente era espantosa, y mis oportunidades de mantenerme al margen de problemas eran, cuando menos, dudosas.

También me recordó a otra cosa, y después de un momento recordé la decoración que Gorok, el kroot, había aplicado a la cresta de su cabeza. Era evidente que las razas del imperio tau no veían mal la adopción de las costumbres y modas de las distintas culturas que desdibujaban sus propias identidades en nombre de su unión, algo que cualquier leal ciudadano imperial habría considerado tan horroroso como yo. Había visto personalmente lo que sucedía cuando los traidores y los herejes abandonaban su humanidad para seguir las tortuosas enseñanzas del Caos, y el pensamiento de lo fértil que encontrarían al Imperio las abominaciones nacidas de la disformidad si alguna vez quedaba inadvertidamente expuesto a la influencia alienígena de los tau y sus secuaces me heló la sangre.

Los esbirros de Shui’sassai también llevaban la trenza de pelo adornada, aunque un poco menos llamativamente, y me pregunté si aquello representaba alguna sutil graduación de categoría entre ellos o sólo tendría fines decorativos.

—Pequeña alimaña pagada de sí misma. —Donali volvió a aparecer a mi lado y pronunció las palabras con la boca casi cerrada mientras su mirada se cruzaba con la del xenos y alzaba su copa a modo de saludo—. Se cree que tiene todo el planeta en sus manos.

—¿Y lo tiene? —pregunté, más por cortesía que porque esperara realmente una respuesta.

—Todavía no —Donali observó a la delegación xenos realizando su saludo ritual a Grice—, pero sí tiene al gobernador en el bolsillo.

—¿Está seguro de eso? —pregunté. Donali debió de haber detectado algo en mi tono porque su atención se centró inmediatamente en mí; una sensación que me resultó un poco desconcertante.

—¿Sospecha que podría responder a… otras influencias? —sugirió, observando mi cara para ver si mostraba la más ligera reacción. Bueno, le deseaba buena suerte, ya que una vida de simulación me había hecho casi impenetrable. Señalé a Orelius con un movimiento de cabeza. Estaba observando la conversación entre Grice y el diplomático tau con desconfianza, aparentando que no le prestaba la menor atención.

—Vaya conversación que ha tenido nuestro amigo el comerciante independiente con Su Excelencia esta misma noche —le dije—, y ni uno ni otro parecían muy satisfechos.

—¿Ha hablado usted con Orelius? —Una vez más me encontré en medio de un combate oral de esgrima. Por las entrañas del Emperador, pensé irritado ¿es que por aquí nadie dice lo que piensa?

—Intercambiamos algunas palabras —respondí, encogiéndome de hombros—. Al parecer piensa que el tiroteo está a punto de empezar…

El disparo de una pistola bólter sonó cerca de la pista de baile, y yo me tiré al suelo para refugiarme detrás de un sofá muy mullido incluso antes que la parte racional de mi mente hubiera identificado el origen del sonido. Puede que yo no sea un paradigma de todas las virtudes, pero me gusta pensar que mi instinto de supervivencia compensa con creces cualquier carencia moral que pueda tener.

Donali se quedó de pie, boquiabierto, mientras el salón era un estallido de pánico y de chillidos. La mitad de los invitados empezaron a correr en cualquier dirección, mientras que los demás miraban en derredor con aturdido estupor. Las caras copas de cristal se hacían añicos al tirar la gente sus bebidas, y empezaron a aparecer las espadas y todo tipo de armas de mano imaginables.

—¡Traición! —gritó uno de los tau, mirando furioso a su alrededor y sacando algún tipo de arma de entre los pliegues de su túnica. Shui’sassai había caído, cubierto de sangre, y por mi larga experiencia supe que no volvería a levantarse.

El proyectil del bólter había estallado dentro de su cavidad torácica, redecorando las inmediaciones con visceras de tau que, me causó cierto asombro notar, eran de un color más oscuro que las humanas, lo que supuse tenía algo que ver con el color de la piel[20].

—Kasteen —activé mi micro transmisor—. ¿Dónde está?

—Cerca del escenario. —Alcé la cabeza mientras ella se acercaba en cuclillas a Amberley, que miraba a la multitud como alucinada.

—¿Vio de dónde salió el disparo?

—No. —Vaciló una fracción de segundo—. Estaba en otra cosa. Lo siento, comisario.

—No tiene por qué sentirlo —dije—. Nadie sabía que esto iba a convertirse en zona de guerra. —La verdad, eso era lo que parecía estar sucediendo, por incómodo que fuera. Casi todo el que tenía un arma ceremonial la había sacado llevado por el pánico, excepto Kasteen y yo mismo, y buscaba contra quién usarla. Eso significaba que identificar al asesino resultaba prácticamente imposible.

—¡Animales gue’la! ¿Es así como respondéis a las propuestas de paz? —El tau que agitaba su arma sin control se estaba volviendo histérico. Pensé que en cuestión de segundos dispararía el arma o, lo más probable, alguien le dispararía a él antes de que tuviera ocasión. Fuera como fuere, iba a iniciar una masacre, y yo no tenía intención de dejarme coger en medio.

—Lustig —transmití—. Jurgen. Nos vamos ahora. Puede que haya resistencia.

—Señor. —La voz de Jurgen sonaba tan flemática como siempre.

—¿Comisario? —La de Lustig reflejaba la duda que estaba tan bien entrenado para plantear. Pero yo no estaba por la labor de dejar que la guardia de honor se lanzase a un intercambio de disparos sin advertencia. Iba a necesitarlos para poder salir de aquí.

—El embajador tau acaba de ser asesinado —dije, e inmediatamente maldije mi propia estupidez. El canal no era seguro, eso significaba que cualquier puesto de escucha que hubiera a uno y otro lado podría haber captado mi transmisión. Pero bueno, ya era tarde para preocuparse por eso. Mi prioridad absoluta era salir de allí pitando y de una pieza. Por desgracia, eso significaba pasar junto a la delegación tau, que parecía haberse convertido en un imán para todos los botarates imperiales dispuestos a disparar que había en el salón.

Sólo se podía hacer una cosa. Con una curiosa sensación de déjà vu, avancé abriendo los brazos a ambos lados del cuerpo, apartados de mis armas.

Tengan en cuenta que casi no había pasado ni un minuto y que el salón estaba alborotado. Prácticamente todos estaban gritando algo a alguien, y nadie escuchaba. El resto de los tau estaban chapurreando en su propia lengua. A mí me sonaba como si estuvieran friendo chuletas de grox, pero el significado era obvio: «Sacad de aquí esa cosa ensangrentada antes de que nos maten a todos». Y los demás huéspedes les gritaban y también entre sí: «¡Suelta eso!». Me di cuenta de que con semejante maraña de facciones e intereses enfrentados en el salón se produciría un auténtico baño de sangre en cuanto alguien apretara el gatillo. Probablemente con eso contaba el asesino para borrar su rastro.

—Coronel, conmigo. —Por lo menos Kasteen podría cubrirme la espalda. La vi bajar del escenario y empezar a caminar hacia mí entre la apiñada multitud. Amberley ya había desaparecido. Una chica sensata.

—¡Usted! ¡Fue usted quien lo hizo! —El tau encañonó a Grice con su pistola curiosamente informe. El gobernador parecía haber perdido hasta el último resto de color, si eso era posible, y farfullaba incoherencias.

—¡Eso es ridículo! ¿Qué podría ganar…?

—¡Más mentiras! —El tau se desasió de las manos de sus colegas que trataban de contenerlo—. ¡La verdad o morirá!

—Eso no contribuye al advenimiento del bien mayor —intervine, repitiendo las palabras del kroot. No estaba seguro de lo que querían decir, pero esperaba que les sonaran más a los tau que cualquier otra variante de «deje el arma antes de que le dispare», que al parecer no tenía demasiado efecto.

Funcionó mejor de lo que me habría atrevido a esperar. Todos los tau del grupo, incluido el maníaco con el arma, se me quedaron mirando con lo que yo tomé por estupor. Era más difícil leer en sus rostros que en el de los humanos o los eldar, pero resulta más fácil cuanta más práctica se tiene, y actualmente yo puedo captar prácticamente hasta las medias verdades mejor escondidas.

—¿Qué diablos quiere decir eso? —preguntó Kasteen en voz baja por el intercomunicador, abriéndose camino entre la multitud y llegando a mi lado. Observé con alivio que todavía no había sacado sus armas, lo que iba a facilitar mucho las cosas.

—Maldito sea si lo sé —respondí antes de dar un paso adelante para que los xenos pudieran verme mejor.

—¿Qué sabe usted del bien mayor? —preguntó el tau bajando un poco el arma pero apuntando todavía a Grice. Sus compañeros vacilaron, preguntándose todavía si sería seguro desarmarlo. Era evidente que Grice pensaba que sí, ya que sudaba más que Jurgen leyendo una placa de datos porno.

—No mucho —admití—. Pero sumar más muertes al acto de traición de esta noche no va a ayudar a nadie, eso es seguro.

—Sus palabras tienen mérito, oficial del Imperio —dijo otro de los tau con precaución, sin dejar de vigilar al que tenía el arma.

—Me llamo Cain —me presenté, y un coro de voces lo repitió a mi alrededor en un susurro.

—Es él, ése es Ciaphas Cain… —La reacción pareció dejar perplejo a mi nuevo amigo…

—¿Toda esta gente lo conoce?

—Parece que me he hecho un nombre —admití.

—El comisario Cain es bien conocido como hombre íntegro —intervino una nueva voz. Orelius se abría camino entre la multitud flanqueado por sus guardaespaldas. Por deferencia suya, llevaban las pistolas enfundadas.

—Es cierto —lo apoyó Donali, volviendo a poner la iniciativa en manos oficiales—. Puede confiar en su palabra. —Lo cual, bien mirado, no decía mucho de su capacidad como diplomático. Claro que él no me conocía tan bien como me conozco yo.

—Soy El sorath —dijo el interlocutor tau, tendiéndome la mano al modo humano. Se la estreché y la sentí algo más caliente de lo que yo esperaba. Probablemente tenía algo que ver con la piel azulada.

—¿Acaso su amigo…? —Señalé al tau con el arma.

—El’hassai —me informó amablemente El’sorath.

—¿Vio alguien realmente quién hizo el disparo? —pregunté, dirigiendo la pregunta a El’hassai, como si simplemente estuviéramos manteniendo una conversación normal. Por primera vez pasó por su cara la sombra de una duda.

—Estábamos hablando con éste. —La pistola volvió a apuntar a Grice—. Oí que Shui’sassai decía «Qué…» y entonces sonó el disparo. Cuando me volví no vi a nadie más ahí. ¡Tiene que haber sido él!

—Pero usted no vio realmente el asesinato —insistí. El’hassai negó con la cabeza, un gesto que supuse que habría aprendido en su larga asociación con los humanos.

—No puede haber sido nadie más —insistió.

—¿Vio usted al gobernador con un arma?

—Debe de haberla escondido. —Cierto, la recargada vestimenta de Grice podría haber ocultado casi cualquier cosa entre sus voluminosos pliegues, pero yo trataba de imaginarme a esa indolente bola de sebo sacando una pistola, matando al embajador y guardándola a continuación en cuestión de segundos, y tuve que reprimir una sonrisa.

—Hay cientos de personas en este salón —dije con calma—. ¿No es más probable que haya sido una de ellas? Tal vez un sirviente en el que usted ni siquiera reparó.

—Mucho más probable —reconoció El’sorath extendiendo una mano para coger la pistola. Después de un momento, El’hassai entró en razón y se la entregó. Se oyó un suspiro generalizado de alivio en todo el salón.

—Esto será investigado —afirmó Donali—, y se castigará al culpable. Tiene mi palabra.

—Conocemos muy bien lo que valen las promesas imperiales —replicó El’sorath sin el menor rastro de sarcasmo—, pero llevaremos a cabo nuestras propias indagaciones.

—Por supuesto. —Grice se enjugó la cara con la manga de la túnica, temblando como un plasmoide e incapaz de recuperar un atisbo de dignidad—. Nuestros Arbites los mantendrán informados de todo lo que podamos descubrir.

—No esperaba menos —dijo El’sorath.

—Estamos en posición, comisario —avisó Lustig por el intercomunicados Kasteen y yo nos miramos.

—¿Cómo están las cosas ahí fuera? —preguntó la coronel.

—Reinan el pánico y la confusión, señora. Y parece que algo sucede en la ciudad.

—Tal vez deberían volver a su recinto —le sugirió Donali a El’sorath, sin conocer los ominosos mensajes que estábamos recibiendo—. Mi chofer…

—No conseguiría recorrer cincuenta metros desde la puerta —intervino Kasteen. Cambié la frecuencia a la red táctica, como había hecho ella, sin duda, y oí un balbuceo confuso de voces en mi oído. Las unidades de la FDP se estaban movilizando en apoyo de los escuadrones antidisturbios de los Arbites y el malestar se estaba extendiendo por la ciudad como la mermelada por la superficie de una tostada.

—¿Qué quiere decir? —se estremeció Grice buscando a su alrededor un lacayo a quien culpar. Las tropas de seguridad del palacio estaban empezando a desplegarse por fin, protegiendo las salidas, aunque yo no esperaba gran ayuda de ellas si realmente había que defender el lugar. Mucha armadura dorada de gala que no pararía ni una pedrada y rifles láser anticuados con esos cañones ridículamente largos que sólo había visto antes en museos y lo más probable era que no se hubieran disparado desde hacía dos milenios.

—Hay disturbios por toda la ciudad, Excelencia. —Daba la impresión de que Kasteen realmente estaba disfrutando al darle la mala noticia—. Las multitudes están atacando las casas del sector del Arbites y los barracones de la FDP, culpando al Imperio de la muerte del embajador.

—¿Cómo pudieron saberlo? —farfulló Grice—. La noticia no puede haberse difundido…

Por un momento me pregunté si mi inoportuna transmisión a Lustig habría sido la causa de todo esto, pero entonces recuperé el sentido común. No había habido tiempo para difundir la información aunque alguien pudiera estar escuchando. Sólo había una explicación posible.

—Una conspiración —dije—. El asesino tenía cómplices encargados de difundir el rumor incluso antes de que el suceso tuviera lugar. Esto no sólo pretendía dar al traste con las negociaciones, sino dar la señal para un levantamiento a gran escala.

—¡Más mentiras! —El’hassai llevaba algunos minutos tranquilo, contemplando el cadáver del embajador como si esperara que se incorporase y empezara a darnos las respuestas—. ¿Cree usted que íbamos a sacrificar a uno de los nuestros para conseguir el control de este lugar?

—Yo no creo nada —respondí con tacto—. No soy más que un soldado. Pero alguien está orquestando esto, y el Emperador sabe por qué. Si no es su gente, entonces tal vez se trate de una facción imperial que trata de ocultar quiénes son sus partidarios aquí.

—Pero ¿quién podría pensar en una cosa así? —balbució Grice. Miré a Orelius. Mis sospechas sobre él se intensificaron. Sin duda la Inquisición era despiadada y tenía los recursos para hacerlo.

—Eso deben decidirlo cabezas más sabias que la mía —dije, y por un momento los ojos penetrantes del comerciante independiente se cruzaron con los míos.

—Nuestra preocupación principal debe ser la seguridad de su delegación —insistió Donali—. ¿Podríamos hacer venir un gravitatorio?

—Podemos intentarlo. —Al menos El’sorath mantenía el control. Sacó una especie de transmisor de voz de entre los pliegues de su túnica y en su idioma sibilante transmitió un mensaje. Fuera cual fuere la respuesta, pareció satisfecho y tranquilizó a los demás, incluso El’hassai pareció calmarse un poco.

—Se ha enviado un vehículo aéreo —dijo, guardando el microtransmisor—. Llegará pronto.

—Y mientras tanto, mi guardia garantizará su seguridad personal —le aseguró Grice, llamando a unos cuantos de sus hombres. El tau los miró con escepticismo.

—Fueron manifiestamente incapaces de hacerlo en el caso de Oran Shui’sassai —señaló El’sorath con tono mesurado. El color gris de Grice se acentuó.

—Si alguien tiene una idea mejor, estaré encantado de escucharla —soltó, echando mano de una gran copa de amasec de la bandeja de uno de los servidores que seguían circulando por el salón, ajenos a la conmoción reinante.

—Creo que el comisario llegó con una guardia de honor —dijo Orelius—. Sin duda, a un hombre de su reputación se le puede confiar una tarea tan delicada.

«Muchas gracias», pensé. Pero estando en juego semejante reputación, lo único que podía hacer era decir que era un honor inmerecido. Lo que, por otra parte, era absolutamente cierto.

Donali y los tau estuvieron totalmente a favor en cuanto se hubo expuesto la idea, de modo que me encontré conduciendo a una pequeña manada de xenos y diplomáticos hacia el exterior. Lustig y los demás, con los rifles láser amartillados, acudieron presurosos en cuanto nos vieron salir y se situaron en torno a nosotros.

—Estad alertas —les advirtió Kasteen—. El asesino anda suelto. No confiéis en nadie aparte de nosotros.

—Especialmente los diplomáticos —añadí. Donali me dirigió una mirada punzante y sonreí para hacer ver que bromeaba.

—Este lugar no me gusta nada —le dije a Kasteen en voz baja—. Es demasiado expuesto. —Ella se mostró de acuerdo.

—¿Qué sugiere?

—Hay unos arbustos por allí —señalé, dando las gracias por la paranoia instintiva que me había hecho estudiar los posibles escondites a nuestra llegada—. Al menos nos darán cierta cobertura. —Además, estaban fuera del área iluminada alrededor de la casa, menos expuestos a ojos escrutadores y a equipos sensores.

Hacia allí nos dirigimos, pues, con los soldados a paso redoblado y los tau siguiéndolos con notable facilidad. A Donali le costaba un poco, pero se las arregló para conversar con El’sorath a lo largo de todo el camino, pasando del tono monótono del gótico imperial a los sonidos sibilantes de la lengua tau para lo que yo suponía eran observaciones demasiado sensibles para nuestros oídos.

No es que yo tuviera tiempo para tratar de oír lo que decían, aunque esa hubiera sido mi inclinación. El tráfico de voz de la banda táctica cobraba mayor urgencia a medida que la situación se iba deteriorando.

—El gobernador ha impuesto la ley marcial —le transmití a Donali, que se tomó muy bien la noticia, limitándose a destrozar a patadas dos arbustos ornamentales antes de calmarse lo suficiente para responder con palabras.

—Sabía que lo haría. Cretino.

—Supongo que usted no piensa que eso vaya a ayudar —comenté con tono seco.

—Es casi tan útil como apagar un incendio con promethium —dijo. Hasta yo entendía la lógica de ese razonamiento. Los tumultos por sí solos ya eran bastante malos, pero sacar a la calle a varios miles de soldados de la FDP como los que yo me había encontrado en el Ala del Águila, ansiando una excusa para cortar cabezas, era buscar problemas. Y eso suponiendo que ninguno de ellos simpatizara secretamente con los xenos.

—Mientras a ninguno de los trolls de la FDP se le meta en la cabeza atacar a los tau… —dejé la frase a medio camino; no quería redondear la idea. La posibilidad de que los alienígenas se vieran obligados a defenderse utilizando toda la maquinaria de guerra que Divas me había descrito con tanto entusiasmo, era terrorífica, porque si eso sucedía habría que recurrir a los palurdos que habíamos movilizado para detenerlos. Y, dejando a un lado mi proverbial deseo de mantenerme lo más alejado posible de la zona de peligro, no estaba para nada seguro de que pudiéramos hacerlo.

—Nuestro enclave está rodeado de ciudadanos descontentos —anunció El’sorath después de otra breve conversación incomprensible por su propio microtransmisor—, pero todavía no hay hostilidades manifiestas.

«Bueno, loado sea el Emperador por esos pequeños favores», pensé, y me aparté a un lado para hablar con Kasteen, que todavía seguía pendiente de la red táctica.

—Hay una multitud de alborotadores que se dirige hacia aquí —dijo—. Y un pelotón de FDP con órdenes de proteger el recinto del palacio. Cuando lleguen, habrá sangre.

Yo mismo escuché el tráfico unos momentos, superponiendo los informes de situación con mi mapa mental, todavía algo imperfecto, de la ciudad. Si no me equivocaba, teníamos apenas diez minutos antes de que empezara la matanza.

—Entonces, asegurémonos de estar en otra parte —dije—. En cuanto nuestros pequeños amigos azulados se marchen, salimos pitando.

—Comisario —Kasteen me estaba mirando un poco sorprendida—, ¿no deberíamos quedarnos a ayudar?

¿Ayudar a un hatajo de niños de mamá con armadura dorada a mantener una posición fija virtualmente indefendible contra una multitud de lunáticos sedientos de sangre? No mientras yo pudiera hacer algo al respecto. Sin embargo, tenía que exponer la cuestión con un poco más de tacto.

—Su intención es muy loable, coronel —señalé—, pero sospecho que desde el punto de vista político, sería muy imprudente. —Me volví hacia Donali en busca de apoyo, inesperadamente contento de que el diplomático estuviese allí—. A menos que yo esté interpretando mal la situación, claro.

—No creo que esté usted equivocado —reconoció, evidentemente reacio a coincidir conmigo. En su pellejo, yo tampoco estaría demasiado contento de ver que los únicos soldados competentes de las inmediaciones se iban a retirar rápidamente—. Por el momento es todavía una cuestión interna de los gravalaxianos.

—Mientras que si nos implicamos, corremos el riesgo de abrir el camino al resto de la Guardia —terminé—. Lo cual sería tan desestabilizador como una incursión tau.

—Ya veo. —Kasteen pareció desanimada, y de pronto me di cuenta de que esperaba una oportunidad para ponerse a prueba junto con su regimiento. Le sonreí alentador.

—Ánimo coronel —le dije—. El Emperador tiene una galaxia llena de enemigos. Estoy seguro de que podremos encontrar algo más digno de nosotros que una gentuza armada con piedras.

—Estoy segura de que tiene razón —admitió, pero sin perder su leve aire de desaliento.

Bueno, tendría que superarlo. Otra vez cambié de canales.

—Jurgen. Diríjase hacia aquí ahora —transmití—. Vamos a tener que salir muy de prisa.

—Voy para allí, señor. —El ronquido del motor lo precedió, y el gran camión militar abrió surcos paralelos en la pista inmaculada para cuya reparación serían necesarias generaciones de jardineros; hizo que el vehículo se detuviera junto a nosotros con su habitual desdén por el uso convencional de los frenos y de las marchas.

—Bien hecho —saludé a mi maloliente asistente, que abrió de golpe las puertas del transporte y dejó el motor en marcha.

El tiempo empezaba a pasar con lentitud. Lustig había desplegado a los soldados de acuerdo con unas pautas defensivas de libro, aprovechando la cobertura disponible, y pude ver que los dos pelotones de tiro se habían colocado en posiciones de mutuo apoyo tal como había sido la intención de Kasteen. Tenían un aspecto firme y disciplinado, con la cabeza puesta en su trabajo y sin rastro del viejo rencor que yo casi temía que pudiera volver a aflorar la primera vez que nuestros soldados se encontraran juntos en combate.

Por supuesto, quedaba todavía por superar la prueba definitiva, pero aquello era mucho más que un ejercicio y seguían respondiendo bien. Empecé a albergar esperanzas razonables de volver de una pieza a nuestra área de acuartelamiento protegiéndome detrás de ellos.

—Escuche. —Kasteen ladeó la cabeza. Agucé el oído para oír por encima del zumbido del motor de nuestro camión, pero al principio no oí nada; después pude distinguirlo: el débil susurro de una lanzadera de gravedad cero que se aproximaba a gran velocidad y el zumbido de cuyas turbinas entubadas era muy diferente del poderoso rugido de un speeder Astartes o una motocicleta a reacción eldar. Era la primera vez que me encontraba ante la tecnohechicería de los tau, y su silenciosa eficiencia me resultó sutilmente inquietante.

—Allí —señaló Donali con el dedo el casco metálico curvo que pasó por encima de nosotros y dio un giro para alinearse siguiendo los faros de nuestro camión. Di las gracias al Emperador para mis adentros, aunque estaba seguro de que no estaría escuchando, y me volví hacia El’sorath.

—Hágalos subir —dije, y me quedé observando el movimiento rápido y fluido de los soldados de Lustig aprestándose a cubrir la superficie de césped inmediata—. Parece bastante seguro.

Algún día voy a aprender a no decir cosas como ésa. En cuanto las palabras salieron de mis labios y el diplomático tau alzó su microtransmisor para ponerse en contacto con el piloto, un haz de luz surgió de las calles que rodeaban la muralla de la mansión.

—¡Santo Emperador! —exclamó Kasteen en un susurro mientras yo soltaba algo mucho menos correcto. Le arranqué de las manos el intercomunicador a un estupefacto El’sorath.

—¡Lárguense de aquí! —grité, sin saber siquiera con seguridad si el piloto hablaría gótico. De todos modos, al cabo de unos segundos la duda fue ociosa.

El misil impactó en el casco del vehículo, penetrando en la delgada plancha de metal, y explotó en una viva bola de fuego color naranja. Los restos llameantes empezaron a caer a nuestro alrededor, pero la ruina ardiente del fuselaje siguió su trayectoria y acabó estrellándose, sin producir daño, sobre una de las alas del palacio. El impacto produjo una explosión secundaria, probablemente el combustible de las células energéticas. El ruido fue increíble e hizo que nos encogiéramos, como si fuera algo físico, y durante un buen rato quedó impresa en mi retina la imagen residual.

—¿Qué ha sucedido? —Donali miraba estupefacto las figuras que salían, despavoridas y dando voces, de lo que quedaba del palacio.

—¡Más traición gue’la! —gritó El’hassai, mirando con furia en derredor como si esperara que en cualquier momento nos lanzáramos sobre él. A decir verdad, cada vez que abría la boca me sentía más tentado de hacerlo, pero con eso no iba a conseguir salir de allí sano y salvo. Para tener ocasión de hacerlo tenía que tranquilizar a Donali y a los xenos.

—Me inclino a creerlo —lo secundé. El absoluto estupor que le produjeron mis palabras hizo que se callara—. Da la impresión de que nuestro asesino tiene secuaces en la FDP.

—¿Cómo puede asegurarlo? —preguntó Donali, que evidentemente no estaba dispuesto a creerlo.

—Eso fue una granada perforante —explicó Kasteen—. Somos la única unidad de la Guardia presente en la ciudad, y nosotros no la hemos disparado. ¿Quién nos queda, entonces?

Bueno, demasiadas posibilidades para mi gusto, pero no era momento de entrar en detalles. Me colé en la red táctica usando mi código prioritario de comisario.

—Granada perforante lanzada en las inmediaciones del palacio del gobernador —dije brevemente—. ¿Quién es responsable?

—Lo siento, comisario, esa información no está disponible.

—¡Pues averígüelo y haga fusilar a ese tirador descerebrado! —De pronto tomé conciencia de que había elevado el tono de voz. Kasteen, Donali y el reducido grupo de tau me miraban con reflejos amarillos en sus caras a la luz del palacio en llamas. Vacilé. Empezaron a ocurrírseme cursos de acción más considerados—. No, espere —corregí, con evidente alivio del invisible operador de voz—. Haga que todos los miembros de ese escuadrón sean arrestados y retenidos para ser interrogados. —Evité la mirada interrogadora de Donali.

—Todavía no sabemos si fue alguien que actuó llevado por el pánico, si fue un ataque deliberado contra los tau supervivientes, o un acto de pura estupidez —expliqué—, pero si fue un atentado para rematar lo que había iniciado el asesino, nos podría conducir hasta los conspiradores.

—Si es usted capaz de identificar a los atacantes —recalcó El’sorath, asintiendo con la cabeza, un gesto humano que en él resultaba extrañamente perturbador.

—Si es una conspiración, habrán borrado su rastro —predijo Donali con gesto sombrío—. Pero supongo que vale la pena intentarlo.

—Lo que no entiendo —intervino Kasteen, frunciendo el entrecejo—, es por qué no esperaron a que el transporte aéreo volviera a despegar. Seguramente, si lo que querían era matar a los demás tau, no tenía sentido derribarlo cuando estaba llegando.

—No, coronel, eso es exactamente lo que tiene sentido. —Al darme cuenta de repente sentí como un puñetazo en el estómago. Algo que tiene de positivo ser paranoide es que a veces se empiezan a ver cosas que los demás no ven—. Al matar al embajador pretendían hacer que salieran corriendo. Las multitudes en la calle pretendían no dejarles ningún lugar adonde ir. Ahora se supone que tienen una sola opción.

—Hacer venir a los militares para que los saquen de aquí —asintió, siguiendo el hilo de mi razonamiento. Donali puso el último toque que faltaba.

—Y provocar un conflicto directo con las fuerzas imperiales. Lo único que no podemos permitir que suceda si queremos evitar una guerra total por este miserable planeta.

—Entonces tenemos que morir —dijo El’sorath, como si estuviera hablando de dar un paseo por el parque—. El bien mayor así lo requiere. —Sus compañeros parecían estar en sus cabales, pero ninguno lo rebatió.

—No —fue Donali quien lo hizo. No estaba dispuesto a permitir que ningún pequeño mártir azul se inmolara ante sus ojos—. Lo que hace falta es que vivan, para continuar las negociaciones de buena fe.

—Eso sería preferible —reconoció El’sorath. Yo empezaba a sospechar que el tau tenía sentido del humor—. Pero no veo la manera de conseguir un resultado tan deseable.

—Coronel, comisario —Donali nos miró a Kasteen y a mí un momento después de que un presentimiento me advirtiera de que esto podía llegar a suceder—, ustedes tienen un vehículo y un escuadrón de soldados. ¿Quieren tratar de llevar a casa a estas personas? —Por un momento estuve dándole vueltas a la idea de que los xenos fueran personas. Supongo que la formación diplomática de Donali le hacía ver las cosas de una manera algo diferente que al resto de nosotros[21], pero no pude encontrar una excusa para negarme, por mucho que lo intenté—. No sólo por el bien del planeta. Por el mismísimo Emperador.

Bueno, yo había usado esa expresión suficientes veces en mis tiempos como para apreciar la ironía, pero era una apelación a la que no podía dar la espalda sin sacrificar mi duramente ganada reputación, y aunque yo soy el primero en admitir que es del todo inmerecida, me ha resultado útil demasiadas veces como para permitirme echarla por la borda.

Además, por poco saludable que pudiera resultar pasar de contrabando un camión lleno de xenos a través de una ciudad en llamas, quedarse allí para ser cogido en el fuego cruzado de los alborotadores y de la FDP se presentaba como una perspectiva mucho peor. De modo que me revestí de mi sonrisa más heroica y asentí con la cabeza.

—Por supuesto —dije—. Pueden contar con nosotros.