TRES

TRES

Los viejos amigos son como los cobradores de deudas, tienen tendencia a presentarse cuando menos los esperas.

GILBRAN QUAIL,

Colección de ensayos

En mi ruidoso deambular por toda la galaxia he visto muchas ciudades, desde las altísimas torres de la propia sagrada Terra hasta las cloacas llenas de sangre del osario de algún demonio incursor de los eldar[9], pero pocas veces he visto algo tan extraño como las anchas calles de Mayoh, la capital planetaria de Gravalax. Habíamos desembarcado sin problemas, con el recién bordado estandarte del 597.º ondeando orgullosamente con la brisa que soplaba a través de la extensión de rococemento del aeropuerto estelar mientras yo resistía la tentación de felicitar a Sulla por su arte con la aguja. No estaba seguro de que hubiera tenido algo que ver con su confección, pero no era eso lo que me disuadía de hacerlo. No era de las que se toman a bien una broma, y todavía contemplaba con cierto resentimiento los cambios que yo había introducido. Debo reconocer que éramos todo un espectáculo y que los demás regimientos nos miraban de soslayo mientras marchaban, aunque eso tal vez se debiera a lo sorprendente que resultaba una unidad mixta[10].

—Todos presentes y contados, coronel —informó Broklaw con un saludo de manual antes de ocupar su sitio junto a Kasteen. Ella asintió, hinchó el pecho y luego vaciló cuando estaba a punto de dar la orden.

—Comisario —dijo—, creo que debería corresponderle a usted el honor. Este regimiento ni siquiera existiría de no ser por usted.

No me importa admitir que eso me conmovió. Aunque tengo la autoridad global en cualquier unidad a la que soy destinado, los comisarios están siempre al margen de la cadena de mando, lo cual significa que realmente no encajo en ninguna parte. Al permitirme dar la orden de partir, Kasteen demostraba de la forma más práctica que pueda imaginarse que yo formaba parte del 597.º al igual que ella, o que Broklaw o que hasta el último ordenanza de letrinas. La desusada sensación de pertenencia me dejó sin habla por un momento, antes de que la parte más racional de mi mente empezara a regocijarse pensando en lo mucho que eso facilitaría mi propia supervivencia. Asentí, asegurándome de parecer adecuadamente conmovido.

—Gracias, coronel —respondí simplemente—, pero creo que el honor nos corresponde a todos. —A continuación hinché el pecho y grité—: ¡En marcha!

Y nos pusimos en marcha. Si a ustedes les parece que es algo sencillo es que no lo han pensado detenidamente.

Para adoptar cierta perspectiva, un regimiento está formado de hasta media docena de compañías, en nuestro caso cinco, cada una de las cuales se compone de cuatro o cinco pelotones. La excepción era la Tercera Compañía, que era nuestro apoyo logístico y estaba formada sobre todo de vehículos de transporte, unidades logísticas y todo lo demás que razonablemente pueda figurar en una PO&E. En suma, contando cinco escuadrones por pelotón, de diez soldados cada uno, más un elemento de mando para mantenerlos a todos en formación, hacen casi mil personas una vez sumados los diversos especialistas y las diferentes capas de la estructura global de mando.

Para que todo fuera aún más confuso, Kasteen había decidido dividir a los escuadrones en equipos de tiro de cinco hombres, previendo que pudiera surgir algún conflicto en las áreas urbanas o sus alrededores. El enfrentamiento con los tiránidos en Corania la había convencido de que en una lucha urbana es más fácil coordinar formaciones más pequeñas que escuadrones completos[11].

Todo esto daba como resultado un despliegue muy marcial cuando nos pusimos en movimiento, con los estandartes al viento y la banda tocando los acordes del Si llegara a olvidarte, oh Terra como si le guardaran rencor al compositor. Realmente no había habido tiempo para ensayos con todo el nerviosismo a bordo del Cólera Justa, pero suplían con entusiasmo lo que les faltaba en maestría y todos se lo estaban pasando en grande. Era un hermoso día, con un leve olor a sal que traía la brisa desde el cercano océano; al menos hasta que nuestros Chimeras y camiones de transporte se pusieron en marcha y empezaron a pedorrear lanzando vapor de promethium al aire.

Pretendíamos causar impresión con nuestra llegada, y por el Emperador que lo conseguimos, cuando nos dispusimos a marchar los diez kloms[12] que aproximadamente nos separaban de la ciudad. A la mayor parte de la tropa le gustó la perspectiva de hacer ejercicio, disfrutando del aire puro y del sol después de tanto tiempo encerrados entre cubiertas, y avanzaban por la carretera a buen paso con los rifles láser al hombro. Puesto que yo era un chico de colmena, casi me daba lo mismo, pero creo que me sentí contagiado por la atmósfera general de jolgorio, y no tengo empacho en admitir que me embargó una especie de bienestar difuso durante la marcha.

Kasteen y Broklaw no podían marchar, por supuesto, ya que debían dar una impresión de grandiosidad en medio de sus subordinados, de modo que iban al frente del regimiento en un Salamander, y yo aproveché la excusa para hacer lo mismo.

—No puedo tener a los oficiales más importantes del regimiento maquinando a mis espaldas —había dicho en la reunión informativa, sonriendo para indicar que realmente no pensaba lo que decía y sirviéndoles a todos una taza de recafeinado recién hecho para demostrar que era parte del equipo. Fue así que me monté en el compartimento abierto de la parte trasera de un vehículo de exploradores que Jurgen mantenía un poco por detrás del de ellos para respetar el protocolo y subrayar la impresión de mi proverbial modestia, y aproveché la oportunidad para sentirme bastante pagado de mí mismo. El ruido sincronizado de dos mil botas sobre la superficie de la carretera y la barahúnda de la banda casi ahogaban el traqueteo de nuestro motor, y seguramente presentábamos una imagen espléndida cuando dejamos atrás la principal puerta de carga del aeropuerto estelar y empezamos a acercarnos a la ciudad.

Fue entonces cuando otra vez empecé a sentir el escozor en las palmas de las manos. No había ninguna causa identificable a la que pudiera achacar mi creciente inquietud, pero decididamente algo estaba llamando la atención de mi subconsciente y susurrando «Algo no va bien…».

Cuando entramos en la ciudad propiamente dicha, mi inquietud se intensificó. No me sorprendió comprobar que en las calles no había tráfico, ya que las autoridades locales habían despejado el camino para nosotros. Mil soldados y su equipamiento correspondiente ocupan mucho sitio, y no éramos el primer regimiento que había desembarcado. A decir verdad, los ocasionales tacos que se oían con claridad a pesar del ruido expresaban con contundencia que las filas delanteras hubieran preferido que los Rough Riders hubieran sido retenidos un poco más en lugar de ser enviados inmediatamente delante de nosotros. Dicho sea de paso, tampoco creo que Kasteen estuviera demasiado entusiasmada con la idea de tener que contemplar una calle llena, de lado a lado, de traseros de caballo durante toda la marcha. Sin embargo, las anchas calles estaban demasiado tranquilas para mi gusto, y también eran excesivamente abiertas. No es que sea agorafóbico, como algunos habitantes de las colmenas que nunca se sienten cómodos al aire libre, pero esas calles tenían algo que me hacía pensar en francotiradores y en emboscadas.

Ésa era la razón de que fuera escudriñando los edificios mientras pasábamos, y mi intranquilidad iba en aumento cuanto más veía de ellos. No es que tuvieran nada raro, como las extrañas formas arquitectónicas de una incursión en el Caos que parecen distorsionar la realidad y cuya mera visión es dolorosa, ni como la brutal funcionalidad de las viviendas de los orcos, pero había algo en sus formas aerodinámicas que parecía vagamente inhumano. Me recordaban a cierta arquitectura eldar por su elegante simplicidad, y por fin me di cuenta de qué era: no había ángulos por ninguna parte. Hasta las esquinas habían sido redondeadas y suavizadas. Pero debajo de este extraño estilo, las formas eran reconocibles como almacenes, bloques de apartamentos y manufactorías, como si toda la ciudad hubiera estado al sol demasiado tiempo y hubiera empezado a derretirse.

Eso solo habría bastado para advertir la acción de una insidiosa influencia alienígena, pero antes de que llegáramos a destino iba a ver mucho más que eso.

—Aquí hay algo muy irregular —le dije a Jurgen, que brevemente alzó la cabeza y me indicó que él pensaba lo mismo.

—Algo huele mal —dijo, sin rastro de ironía—. ¿Ha visto a los civiles?

Ahora que lo mencionaba, su número había sido notablemente escaso a lo largo del camino. Por lo general, un gran desfile militar los atrae en manadas que agitan sus banderas del aquila y sus iconos del Divino, y se quedan roncos gritando al ver a tantos de los mejores hombres del Emperador dispuestos a perseguir al enemigo y permitiéndoles volver a sus insignificantes vidas sin miedo a tener que combatir por sí mismos. Pero las aceras estaban medio vacías, y por cada tendero, ama de casa o jovencito que nos saludaban y ovacionaban echando miradas de soslayo a sus vecinos, había otro que nos miraba con desdén o con rabia. Eso hizo que me corriera un escalofrío por la espalda, despertando recuerdos incómodos y demasiado recientes del amotinamiento en el comedor, y de los soldados ebrios de sangre a un pelo de volverse en mi contra.

Por lo menos ahora nadie gritaba ni nos arrojaba cosas. Todavía. Por si acaso, me agaché disimuladamente y puse mi pistola láser y mi espada sierra donde pudiera sacarlas inmediatamente si llegaba a necesitarlas.

Y en ese preciso momento reparé en la primera de las pancartas. «¡ASESINOS, VOLVEOS A CASA!», decía, en temblonas letras mayúsculas escritas sobre lo que parecía una sábana vieja. Alguien la había colgado de un poste de iluminación de modo que atravesara la calle de lado a lado, convenientemente por encima de nosotros, pero lo bastante baja como para rozar de manera irritante la cabeza y los hombros de todo el que pasara por debajo montado en un vehículo.

O, lo que es lo mismo, a caballo. Vi que uno de los oficiales de los Rough Riders alzaba la mano con gesto irritado y tiraba de ella hasta arrancarla.

«Muy inoportuno», dije para mis adentros, esperando que diera lugar a algún disturbio entre la multitud, pero aparte de algunos silbidos provenientes de un pequeño grupo de adolescentes, no sucedió nada. No obstante, mi sensación de que algo iba mal se hacía cada vez más manifiesta. Había una especie de tensión de fondo en el aire, como un eco más ligero de la violencia incipiente que había percibido a bordo del Cólera Justa.

—¡Volved con vuestro Emperador y dejadnos en paz! —gritó una bonita chica en cuya cabeza rapada sólo quedaba una trenza que le llegaba hasta los hombros, y sentí como si me hubieran arrojado un cubo de agua fría. «Vuestro Emperador». Las palabras habían sido inconfundibles.

—¡Herejes! —dijo Jurgen con desprecio.

No podía dar crédito. ¿Sería posible que el Gran Enemigo estuviera asentado aquí, así como los tau? Sin embargo, el sentido común apuntaba lo contrario. De ser así, habríamos bombardeado el lugar desde la órbita, sin duda, y se habría enviado a los Astartes para extirpar el tumor antes de que pudiera propagarse.

Sin embargo, las cosas no habían llegado tan lejos como yo temía. Al volver la cabeza vi a un escuadrón de Arbites que se abrían camino entre la multitud y la emprendían a palos con los jóvenes. Aquí todavía se mantenía el orden por la gracia del Emperador, pero ¿por cuánto tiempo?

Eso, mucho me temía, dependía de nosotros.

* * *

Llegamos a nuestra zona de estacionamiento sin más incidentes y nos desplegamos por un complejo de almacenes y manufactorías que habían sido dispuestos para nosotros. Recuerdo que no éramos el único regimiento acuartelado allí, ya que el Imperio llevaba algún tiempo preparándose contra una prevista incursión de los tau, y pensé que con el complemento del Cólera Justa (tres regimientos además del nuestro) hacían un total aproximado de treinta mil. Eso debería haber sido más que suficiente para vigilar un planeta remoto, incluso repartidos por todo el globo, pero circulaban rumores de que aún se esperaban más refuerzos, lo que me preocupaba más de lo que quería admitir. Con semejante acumulación de fuerzas daba la impresión de que los alienígenas estaban empeñados en hacerse con este lugar y que lo que se esperaba de nosotros era que lo retuviéramos por las malas.

Estábamos acuartelados junto a uno de los regimientos blindados de los valhallanos —creo que el 14.º— pero no podría identificar a la mayor parte de los demás. A pesar de todo, había evidencias indiscutibles de que los Rough Riders estaban por allí cerca, de modo que había que mirar dónde ponía uno los pies, pero al margen de eso no tenía ni idea, salvo en lo relativo a otra unidad que conocía muy bien, por supuesto, y de la que me ocuparé dentro de un momento.

Todavía me perseguía la sensación del recorrido por la ciudad, de modo que fue un alivio encontrarme con que Broklaw estaba apostando centinelas en nuestro sector del recinto cuando dejé que Jurgen se encargara de mi alojamiento y fui a dar un paseo para hacerme con el entorno. No he llegado a los dos siglos de vida por no haber comprobado dónde estaban los mejores refugios y las vías de retirada, y encontrarlas era siempre una prioridad cuando me encontraba en un lugar desconocido.

—Buena idea, mayor —lo felicité, y él me respondió con una sobria sonrisa.

—Deberíamos estar a salvo aquí —dijo—, pero nunca están de más las precauciones.

—Sé a qué se refiere —coincidí—. Hay algo en este lugar que realmente me produce cierto repelús. —Los almacenes que nos rodeaban tenían ese peculiar aspecto redondeado que ya había observado antes, y la sutil sensación de impropiedad hacía que se cerniera sobre mí una aprensión tan imprecisa como el olor corporal de Jurgen. Pero el mayor conocía su trabajo, e instaló cañones láser en emplazamientos rodeados de sacos terreros para cubrir las brechas entre los edificios que nos rodeaban, y colocó francotiradores en los tejados. Yo estaba admirando su minuciosidad cuando el suelo empezó a sacudirse y se presentaron un par de nuestros centinelas, entre ruidos metálicos y zumbidos. Describieron un arco con sus pesadas armas multiláser y ocuparon posiciones frente a las principales puertas de carga que daban acceso a la planta baja donde nuestros vehículos estaban aparcados.

Algo más tranquilo después de haber visto esto, me fui abriendo camino por el recinto, pasando a zonas controladas por otras unidades, observando el familiar ir y venir de soldados y hallando la sensación familiar de caos controlado y el zumbido de fondo de los motores de los vehículos extrañamente tranquilizadores. No estaba muy seguro de la distancia que había recorrido cuando la nota de un motor más alta y grave que las demás se destacó en el bullicio que me rodeaba.

Por un momento me asaltó esa sensación informe de reconocimiento que uno siente cuando algo que ya conocía muy bien y que nunca llegó a asimilar conscientemente vuelve a llamarle la atención después de algunos años, y entonces volví la cabeza con una sonrisa nostálgica. Un pesado transporte Troyano, llevando a remolque un obús Estremecedor, se abría camino por una vasta superficie despejada que probablemente se había utilizado antes como aparcamiento de vehículos privados de los hombres que trabajaban aquí en épocas más felices pero que ahora había quedado inactiva por falta de equipamiento y de suministros. No había visto ninguno de éstos de cerca en mucho tiempo, pero lo reconocí en seguida ya que había iniciado mi larga y nada gloriosa carrera en una oscura unidad de artillería. Se agolpó en mi mente un cúmulo de recuerdos, algunos incluso agradables, y fue tan avasallador que por un momento ni siquiera oí la voz que me llamaba por mi nombre.

—¡Cai! ¡Eh, aquí!

Tengo que reconocer que jamás he estado lo que podría decirse sobrado de amigos, forma parte del trabajo supongo, pero de los pocos que he hecho a lo largo de los años, sólo uno se tomó la prerrogativa de usar esa forma familiar de mi nombre. Es así que, a pesar de lo que había cambiado en el tiempo que hacía que no nos veíamos, el oficial que corría por el recinto hacía mí, sonriendo como un tonto, era inconfundible.

—¡Toren! —grité a mi vez mientras él esquivaba a otro Troyano justo a tiempo de no ser aplastado contra el suelo como un bicho—. ¿Cuándo te han hecho mayor? —La última vez que había visto a Toren Divas acababa de ser ascendido a capitán y luchaba contra la resaca cuando me despidió del 12.º de Artillería de campaña. Recuerdo haber pensado por entonces que tal vez fuera el único de la batería al que apenaba mi partida—. ¿Y qué diablos estás haciendo aquí, por el trasero del Emperador?

—Supongo que lo mismo que tú. —Llegó a mi lado jadeando, con la proverbial sonrisa ladeada en el rostro—. Mantener el orden, eliminar a los herejes, lo de siempre. —Ahora tenía cabellos grises en las sienes y había tenido que hacerle un agujero más al cinturón, pero conservaba el mismo entusiasmo juvenil del día que lo había conocido—. Lo que me sorprende es encontrarte a ti en un lugar perdido como éste.

—Lo mismo digo —respondí, volviendo la cabeza para indicar todo lo que nos rodeaba—. Parece mucha parafernalia para meter miedo a un hatajo de paletos revoltosos.

—Si los tau se movilizan, vamos a necesitarlos a todos —dijo Divas—. Tienen un armamento que hay que verlo para creerlo. Tienen esa especie de diablos, y son tan rápidos como la infantería del Astartes pero dos veces más grandes, y sus tanques hacen que las armas de los eldar parezcan artilugios hechos por los orcos…

Como de costumbre, daba la impresión de que disfrutaba con la perspectiva de combatir, lo cual resulta fácil cuando se está a kilómetros por detrás del frente, arrojando bombas a lo lejos, pero no tanto cuando uno se encuentra a un enemigo lo bastante cerca como para que pueda escupirle. Y si eso es todo lo que piensan hacer, ya puede darse uno por contento, a menos que se trate de uno de esos xenos, a quienes el Emperador confunda, que están provistos de vesículas de veneno.

—Pero seguramente no llegaremos a eso —aventuré—. Ahora que estamos aquí, serían necios si intentaran aterrizar. —Divas se rio y me dejó atónito.

—No necesitan hacerlo. Ya están aquí. —Ésta fue una información nueva y nada grata, y me quedé mirándolo con cara de idiota.

—¿Desde cuándo? —pregunté con voz ahogada. Debo ser el primero en admitir que no suelo ser muy concienzudo cuando se trata de leer las placas de datos, pero estaba seguro de que una cosa tan crucial para mi bienestar no me hubiera pasado desapercibida. Divas se encogió de hombros.

—Al parecer, desde hace unos seis meses. Ya estaban desplegados en el planeta cuando el Llama Purificadora nos dejó caer aquí hace tres semanas.

La noticia me pareció decididamente mala. Yo me había imaginado una bonita incursión para practicar el tiro sobre revoltosos civiles o, en el peor de los casos, un ataque de lucimiento contra una extraña unidad de renegados FDP, pero ahora nos enfrentábamos a un enemigo que nos obligaría a ganarnos muy bien nuestro sueldo. ¡Por las entrañas del Emperador! Si la mitad de lo que había oído sobre los tau y su tecnohechicería era cierto, tal vez fuéramos nosotros los que recibiéramos la patada en el culo. Dimas sonrió al ver mi expresión, malinterpretándola por completo.

—De modo que tal vez tengas algo de diversión, después de todo —dijo, palmeándome en la espalda. De buena gana lo habría matado.

* * *

Por supuesto que no lo hice. Como ya he dicho, no tenía tantos amigos como para darme el lujo de dilapidarlos y, por otra parte, Divas llevaba aquí tiempo suficiente para haber tenido acceso a información vital de la que yo no disponía, por ejemplo, la ubicación del bar más próximo al que podíamos ir sin llamar demasiado la atención.

Fue así que nos pusimos a andar por las calles de Mayoh, sirviendo mi uniforme de comisario para pasar ante la guardia del recinto sin problema, aunque se nos hizo la advertencia de rigor.

—Tenga cuidado, señor. Ha habido disturbios en Los Altos[13], según dicen. —Eso no tenía significado para mí, de modo que sonreí y asentí diciendo que tendríamos cuidado, y comprobé con Divas que no nos fuéramos a acercar a ese lugar en cuanto estuvimos donde no pudieran oírnos.

—Buen Emperador, no —dijo frunciendo el entrecejo—. Está erizado de herejes. La única manera de ir por allí es ir acompañado por un escuadrón de Hellhounds para limpiar el lugar. —De más está decir que él jamás había visto lo que le pueden hacer a un hombre las armas incendiarias, de lo contrario no hubiera insistido en esta idea. Yo sí lo he visto, y no se lo desearía ni a mi peor enemigo. Bueno, bien pensado, en realidad hay uno o dos a los que sí se lo desearía, y me quedaría tan feliz tostando nueces de caba mientras ellos gritaran. De todos modos, ésos ya están todos muertos a estas alturas, o sea que no tiene sentido.

—¿Y de dónde salieron todos? —pregunté mientras nos íbamos abriendo camino por las calles. Ya empezaba a ponerse el sol, los iluminadores y los letreros de los cafés parpadeaban volviendo a la vida, y en torno a nosotros se iba haciendo más densa la multitud. Pequeños grupos de paseantes se hacían a un lado para darnos paso, intimidados sin duda por nuestros uniformes imperiales y por las armas de mano que portábamos, con respeto unos y otros con resentimiento. De estos últimos los había que usaban la curiosa tonsura que se había puesto de moda entre los jóvenes herejes, que llevaban la cabeza rapada salvo por un largo mechón. Tendría que pasar algún tiempo antes de que reparara en lo que aquello significaba, pero aun así me daba cuenta de que representaba algún tipo de alianza, y que aquellos que lo llevaban eran proclives a la traición si se iniciaba un tiroteo. Sin embargo, por ahora se contentaban con pronunciar insultos entre dientes.

—Son ciudadanos locales —dijo Divas, que iba tan tranquilo a mi lado sin hacerles el menor caso. De todas las maneras de acabar muerto, el ser arrastrado a una trifulca en un callejón perdido habría sido una de las más embarazosas—. Todo el planeta está infestado de xenófilos.

Me pareció un poco exagerado, pero más tarde descubriría que no estaba tan equivocado. Abreviando, los locales llevaban varias generaciones comerciando con los tau, lo cual no era precisamente sensato, pero ¿qué se puede esperar de un hatajo de palurdos de un lugar perdido del universo? El resultado era que la mayoría de ellos estaban bastante acostumbrados a ver xenos por allí, y a pesar de los denodados esfuerzos de la eclesiarquía local para advertirles que de aquello no podía salir nada bueno, a muchos ciudadanos habían empezado a pegárseles ideas malsanas. Y ahí llegábamos nosotros, dispuestos a volverlos a la senda del Imperio antes de que el daño fuera irreparable, y estoy seguro de que todo el mundo coincidirá en que era un empeño muy noble por nuestra parte.

—El problema es —concluyó Divas, vaciando de un trago su tercer amasec— que el núcleo duro ha llegado tan lejos que no love así. Piensan que los tau son lo mejor que ha circulado por la galaxia desde que el Emperador estaba en pañales y que nosotros somos los malvados que venimos a quitarles sus juguetes nuevecitos.

—Bueno, eso podría ser un poco más difícil ahora que los tau sacan las uñas —repuse—, pero me sorprende lo dispuestos que están a correr el riesgo —añadí, mientras sentía el calor del licor ahumado abriéndose camino hacia mi estómago—. Tienen que saber que nunca les permitiremos quedarse con el lugar sin pelear por ello.

—Según ellos, su presencia aquí sólo obedece a la necesidad de salvaguardar sus intereses comerciales —dijo Divas. Los dos dimos un bufido sarcástico ante la idea. Sabíamos que frecuentemente el Imperio había dicho eso mismo antes de lanzar la invasión de alguna desgraciada basura de mundo. Por supuesto que cuando lo hicimos era cierto, y mi trabajo me obligaba a disparar a cualquiera que pensase lo contrario.

—Entonces es trabajo para los diplomáticos —afirmé, pidiendo otra ronda. Una camarera de acogedoras curvas se acercó, llena de fervor patriótico, y volvió a llenarnos los vasos.

Si algo tengo que reconocerle a Divas es que sabía dar con un buen bar. Éste, el Ala de Águila, pertenecía sin duda al sector leal. El amplio sótano estaba lleno de humo y de regulares de las Fuerzas de Defensa Planetaria encantados de ver por fin a auténticos soldados y rabiosos con el gobernador por no haberles permitido disparar contra los alienígenas años atrás. El dueño era un cabo de la reserva de la FDP retirado después de veinte años de servicio, y parecía abrumado por el honor de tener a un par de auténticos oficiales de la Guardia por allí. En cuando Divas me presentó y yo me mostré debidamente modesto respecto de mis anteriores aventuras en nombre del Emperador, no quiso ni oír hablar de que pagáramos la cuenta. Cuando nos cansamos de firmar autógrafos para algunos de los civiles presentes —todos los cuales nos instaron a matar a unos cuantos de los «pequeños bastardos azules» en su nombre— y de flirtear con la camarera, nos retiramos a un tranquilo reservado donde poder hablar sin que nos interrumpieran.

—Supongo que a los diplomáticos les vendría bien un poco de ayuda en esto —apuntó Divas tocándose un lado de la nariz en tono conspiratorio mientras alzaba el vaso. Bebí un poco más con lentitud, muy consciente de que pronto tendríamos que empezar a desandar el camino recorrido por una ciudad potencialmente hostil y que sería mejor mantener la cabeza despejada.

—¿Ayuda de quiénes? —pregunté.

—¿De quiénes va a ser? —Divas metió el dedo en el vaso y trazó una letra I estilizada cruzada por un par de trazos transversales sobre la superficie de la mesa que borró rápidamente con la mano. Me reí.

—Ah, claro, de ellos. Tienes razón. —Todavía no he conocido un lugar donde la situación política marche sobre ruedas sin oír rumores de agentes de la Inquisición actuando en la sombra, y a menos que yo sea el chico de los recados en cuestión, nunca creo una sola palabra de ello. Además, si no hay rumores de ningún tipo, puede decirse sin ánimo de equivocarse que probablemente hayan incurrido en alguna tontería[14].

—Puedes reírte —Divas acabó su bebida y volvió a colocar el vaso sobre la mesa—, pero se lo he oído decir a uno de los adeptos del Administratum, que juró que se lo había oído… a alguien más. —Una expresión de leve desconcierto se reflejó en su cara—. Creo que necesito un poco de aire.

—Creo que sí lo necesitas —asentí. Dejando de lado lo que había tomado por ridículas fantasías suyas sobre la Inquisición, me había dado mucho en que pensar. A este respecto, la situación era sin duda mucho más compleja de lo que había creído, y necesitaba reconsiderar las cosas con cuidado.

Fue así que nos despedimos de nuestros amables anfitriones, especialmente de la camarera, que pareció triste ante la idea de mi partida, y subimos la escalera que llevaba a la calle.

El frío aire nocturno me golpeó como una ducha refrescante, dejándome totalmente despierto, y miré en derredor mientras Divas se comunicaba en voz alta con el Emperador en alguna oportuna alcantarilla. Por fortuna, el bar al que nos había conducido estaba en una tranquila calle lateral, de modo que nadie vio mancillar la dignidad del uniforme imperial. En cuanto me aseguré de que no habría más erupciones, lo ayudé a ponerse de pie.

—Antes tenías más aguante —lo reprendí, y sacudió la cabeza pesaroso.

—Esa bazofia local. No es como lo que solíamos beber. Y debería haber comido algo…

—Habría sido un derroche inútil —lo consolé, mirando en derredor para tratar de orientarme—. Dicho sea de paso, ¿dónde diablos estamos?

—En la zona de los muelles —me dijo en confianza, manteniéndose ya casi firme sobre sus pies—. Por aquí. —Se dirigió hacia la calle iluminada más próxima. Me encogí de hombros y lo seguí. Después de todo él ya llevaba aquí tres semanas y habría tenido tiempo de situarse.

Sin embargo, mientras avanzábamos por la bien iluminada calle empecé a sentir cierta inquietud. Es cierto que habíamos hecho el camino hasta el bar muy absortos en la conversación, pero nada de lo que ahora veía me resultaba familiar y empezaba a preguntarme si no se habría dejado llevar por un exceso de confianza.

—Toren —le dije un rato después, al reparar en el número creciente de rapados y de miradas asesinas entre los viandantes—. ¿Estás seguro de que éste es el camino de regreso a nuestra zona de estacionamiento?

—A la nuestra no. —La sonrisa burlona volvió a aparecer en su cara—. A la suya. Pensé que te gustaría echarle una mirada al enemigo.

—¿Que pensaste qué? —exclamé con un respingo, atónito ante semejante necedad. Entonces caí en la cuenta de que Divas se había tragado el mito de mi supuesto heroísmo sin cuestionárselo en ningún momento, y eso había sucedido cuando me vio cargarme a todo un enjambre de tiránidos armado sólo con mi espada sierra cuando éramos casi unos críos. En realidad, aquello fue un mero accidente, pues no tenía la menor idea de que los malditos gusanos estaban ahí hasta que me di de bruces con ellos, y de no haber sido porque acabé llevándolos a la zona dominada por nuestra artillería, lo cual me salvó el día, me hubieran despedazado. Tal vez a él le pareciera que darnos un paseo hasta el campamento enemigo y meter las narices en él era el tipo de cosa que yo hacía por diversión—. ¿Has perdido la cabeza?

—No es nada peligroso —me aseguró—. Todavía no estamos oficialmente en guerra con ellos. —Bueno, eso era cierto, pero de todos modos yo no tenía la menor intención de precipitar las cosas.

—Y hasta que lo estemos, no vamos a provocarlos —respondí, ateniéndome a lo que es el deber de un comisario. Divas pareció decepcionado, como un niño al que se le niega un dulce, y pensé que tal vez era mejor que le diera a aquello una mano de barniz para responder a sus expectativas sobre mí—. No podemos poner nuestra diversión por delante de las responsabilidades que tenemos para con el Emperador, por tentadoras que sean.

—Supongo que tienes razón —dijo con cierta reticencia, y empecé a respirar un poco. Todo lo que tenía que hacer ahora era conseguir que volviera a los barracones antes de que se le ocurriera alguna otra idea estúpida. De modo que lo agarré por el brazo y le hice dar la vuelta.

—Y ahora ¿cómo volvemos a nuestro recinto?

—¿Qué tal en una bolsa para fiambres? —preguntó alguien. Me volví y sentí que se me caía el alma al suelo. Alrededor de una docena de locales estaban detrás de nosotros. La luz de la calle arrancaba destellos de sus cabezas rapadas, y en las manos llevaban diversas armas improvisadas. Debían de pensar que tenían un aspecto muy rudo, pero cuando uno se ha encontrado cara a cara con los orcos y con los esclavistas de los eldar, no se deja intimidar tan fácilmente. Bueno, yo sí, es cierto, pero no lo demuestro, que es de lo que se trata.

Además, yo tenía una pistola láser y una espada sierra, que según mi experiencia siempre pueden con una palanca. De modo que apoyé una mano tranquilizadora sobre el hombro de Divas, ya que él estaba lo bastante borracho como para tragarse el anzuelo, y sonreí con displicencia.

—Creedme —les dije—, no os interesa iniciar nada.

—Tú no vas a decirme qué es lo que a mí me interesa. —El que hablaba por el grupo dio un paso adelante y se puso a la luz. «Bien», pensé, «haz que sigan hablando»—. Pero eso es lo que hacéis los imperiales, ¿verdad?

—No te sigo —afirmé, aparentando una leve curiosidad. Un movimiento que vi con el rabillo del ojo me dijo que nos habían cortado la retirada. Un segundo grupo surgió de la boca del callejón, a nuestras espaldas. Empecé a calcular nuestras posibilidades. Si hacía intención de sacar la pistola láser, se abalanzarían sobre mí, pero tal vez tendría ocasión de hacer un disparo. Si conseguía matar al jefe y correr al mismo tiempo tenía una buena oportunidad de atravesar la línea y salir a toda pastilla. Eso suponiendo que consiguiera sorprenderlos o intimidarlos lo suficiente como para que vacilaran y me dieran tiempo a sacarles una ventaja conveniente. Con un poco de suerte se volverían contra Divas, lo que me daría la oportunidad de escapar, pero no podía estar seguro de ello, de modo que seguí tratando de ganar tiempo y de encontrar una oportunidad mejor.

—¡Estáis aquí para haceros dueños de nuestro mundo! —gritó el cabecilla. Cuando se puso totalmente a la luz vi que tenía la cara pintada de azul, de un delicado tono pastel. Eso debería haberle dado un aspecto ridículo, pero en conjunto el efecto era algo carismático—. ¡Pero no lo conseguiréis!

—¡Precisamente a lo que hemos venido es a garantizar vuestra libertad, imbécil xenófilo! —Divas se desprendió de mi brazo y se lanzó hacia adelante—. ¡Pero eres tan descerebrado que no lo ves!

Fantástico. Viva la diplomacia. Sin embargo, mientras él parecía decidido a reeditar la Carga de Gannack[15], yo habría podido salir corriendo.

Por supuesto, no tuve esa suerte, ya que los herejes que nos rodeaban avanzaron sobre nosotros formando una cuña. Apenas conseguí sacar mi pistola láser y descerrajar un tiro que se llevó media cara de uno de los del grupo, lo cual, debo reconocerlo, no representó demasiada diferencia para su encanto personal, antes de que una barra de hierro me golpeara en la muñeca. Yo había estado en suficientes trifulcas para ver venir el golpe y esquivarlo, lo que me ahorró una fractura o algo aún peor, pero eso no me evitó el dolor que me recorrió todo el brazo y me lo dejó entumecido. Abrí los dedos y me agaché, tratando de coger la preciosa arma, pero resultó inútil. Una rodilla se me clavó en las costillas, dejándome sin respiración y caí al suelo, frío, duro, raspándome la piel de los nudillos, consciente de que era hombre muerto a menos que pudiera escabullirme de alguna manera.

—¡Toren! —grité, pero Divas tenía sus propios problemas y no iba a obtener ayuda por ese lado. Me encogí, tratando de proteger mis órganos vitales, y traté frenéticamente de echar mano de mi espada sierra. Por supuesto, eso era lo que tendría que haber hecho en primer lugar, mantener a raya a la turba con ella, pero lamentarse de lo hecho es tan inútil como el juramento de un hereje, y ahora aquella maldita cosa estaba atrapada bajo el peso de mi cuerpo. Me debatí frenéticamente, sintiendo los golpes de puños y botas contra las costillas. Por suerte eran tantos que los unos tropezaban con los otros, y mi capote de reglamento era tan grueso que absorbía en parte los impactos, de lo contrario hubiera corrido peor suerte aún.

De repente se oyó un grito:

—¡Greechaah!

Fue un grito inhumano que hizo que se me erizaran los pelos de la nuca, incluso en las condiciones en que me encontraba. Mis asaltantes vacilaron y aproveché para escabullirme a tiempo de ver al más grandote de ellos saltando por los aires impulsado por una fuerza brutal.

Por un momento creí que estaba alucinando, pero el dolor que sentía en las costillas era demasiado real. Una cara dominada por un enorme hocico ganchudo me miraba, rematada por una cresta de plumas teñidas o pintadas según un dibujo bastante complejo, y un aliento ardiente y fétido me golpeó la cara produciéndome náuseas.

—¿Está usted comparativamente intacto? —preguntó aquella cosa en un curioso acento gótico. Es difícil reflejarlo por escrito, pero era una voz que salía de la glotis y reducía las consonantes a chasquidos cortantes. A pesar de todo, era perfectamente comprensible. Mi estupefacción provenía, ante todo, del hecho de que algo con ese aspecto pudiera hablar.

—Sí, gracias —dije después de un momento con voz ronca. Mi experiencia me ha demostrado que cuando uno no sabe lo que está sucediendo, no hace ningún daño ser cortés.

—Eso es gratificante —apuntó la cosa, echando a un lado con displicencia al hereje que sujetaba con la mano izquierda. Los demás estaban alrededor sin saber qué hacer, como escolares perezosos cuando aparece el tutor y les estropea la diversión. Entonces extendió hacia mí la misma mano delgada y escamosa provista de unas garras cortantes como dagas. Tras un momento que me dejó sin respiración, adiviné lo que pretendía hacer y acepté la ayuda que me ofrecía para ponerme de pie. Cuando lo hice, se volvió hacia el hosco grupo de herejes.

—Esto no contribuye al bien mayor —dijo—. Dispersaos y evitad conflictos. —Vaya, eso era una amenaza con todas las de la ley. Pero para mi sorpresa y (preciso es admitirlo) mi enorme alivio, el pequeño grupo de camorristas se deshizo entre las sombras. Miré a mi rescatador con cierta aprensión. El (o ella, con los kroot es difícil saberlo, y sólo a otro kroot le importaría averiguarlo) era apenas más alto que yo, sin embargo, tenía un aspecto absolutamente intimidador. Son capaces de vencer a un orco en el combate cuerpo a cuerpo, y yo, aunque no estaba dispuesto a apostar por el pellejo verde, sabía que si quería verme muerto ya lo estaría a esas alturas. Recuperé mi pistola láser caída y traté de recobrar el aliento.

—Le estoy agradecido —manifesté—. Debo admitir que no lo entiendo, pero le estoy agradecido. —Devolví mi arma a su funda con cierta dificultad. El brazo se me estaba empezando a hinchar y sentía que los dedos no me respondían. Mi rescatador emitió un curioso chasquido que yo supuse era su forma de reír.

—Oficiales imperiales muertos por partidarios de los tau. No es nada deseable cuando la situación política está tan tensa.

—No es nada deseable en ninguna circunstancia cuando uno de ellos soy yo —mascullé, y el xenos repitió su chasquido. Eso hizo que me acordara de Divas, y avancé dando tumbos para comprobar cómo estaba. Todavía respiraba, aunque estaba inconsciente y tenía una brecha profunda de lado a lado de la frente. Tenía suficientes conocimientos sanitarios como para saber que no tardaría en recuperarse, aunque tendría un dolor de cabeza de campeonato cuando se despertara. Pensé que lo tenía bien merecido, le serviría para pensárselo mejor antes de hacer que casi me mataran.

—Tengo el honor de ser Gorok, del clan T’cha —se presentó la criatura—. Soy kroot.

—Sé lo que es —dije—. Los kroot mataron a mis padres. —Por ese motivo acabé en la Schola Progenium y luego en el Comisariado en lugar de seguir con el destino que me esperaba de llevar algún negocio discreto de mala reputación para habitantes de los barrios bajos y comerciantes con más dinero que seso. Lamentaba levemente aquello, no tanto por la pérdida de mis padres, que no se hacían notar demasiado cuando estaban vivos, para ser sincero. Pero nunca está de más comerle a alguien la moral. Mi nuevo conocido no pareció muy afectado, sin embargo.

—Confío en que lucharan bien —repuso. Yo lo puse en duda. Sólo se habían incorporado a la Guardia para salir de aquella colmena de los Arbites, y sin duda habrían desertado a la primera oportunidad. Después de todo, la genética influye.

—No demasiado bien —repliqué, y Gorok volvió a lanzar su risa peculiar. Era una experiencia ligeramente inquietante que algo tan inhumano pudiera entenderme con más facilidad que mi propia gente.

—Vaya con cuidado, comisario —dijo—, y hágase fuerte a costa de sus enemigos. No sea que vayamos a tener algún conflicto.

Bueno, agradezco por ello al Emperador. Pero en cierto modo yo dudaba de que fuera a suceder, y, por supuesto, tenía razón. Sin embargo, me sorprendió lo rápido que se desencadenó la crisis.