DOS

DOS

Una palabra bondadosa siempre es más eficaz si va acompañada de la tortura.

Inquisidor MALDEN

—¿Lo que trata de decirme —dije dándole vueltas al plato que sostenía en la mano— es que tres personas han muerto, catorce están todavía en la enfermería y un comedor perfectamente operativo ha quedado destrozado porque a sus hombres no les gustaban los platos en los que les servían la comida? —Broklaw se removió visiblemente en una de las sillas que había hecho que Jurgen trajera a mi oficina para la conferencia. (Le había dicho que trajera las más incómodas que pudiera conseguir, ya que todo ayuda cuando uno pretende afirmar su autoridad). Pero la desazón del mayor no se debía sólo a eso. Kasteen todavía intentaba a ojos vista reprimir una sonrisa irónica que yo me proponía borrar en un momento.

—Bueno, eso tal vez sea una exageración… —empezó Broklaw.

—Eso es exactamente lo que sucedió —intervino Kasteen con acritud. Levantó el plato. Era porcelana de buena calidad, delicada pero resistente, y una de las pocas piezas que había quedado intacta después del motín en el comedor. Tenía grabado el penacho del 296.º en el centro.

Me volví hacia la pizarra de datos que había sobre mi escritorio y de forma ostensible fui pasando las páginas de los informes y de las declaraciones de los testigos que había estado reuniendo durante toda la semana.

—Según la declaración de este testigo, el primer puñetazo lo dio la cabo Bella Trebek, miembro del 296.º antes de la fusión. —Alcé una ceja inquisitiva mirando a Kasteen—. ¿Quiere hacer algún comentario, coronel?

—Fue objeto de una provocación flagrante —afirmó Kasteen, perdiendo la sonrisa, que pareció quedar suspendida en el aire un momento antes de saltar a la cara de Broklaw.

—Es cierto —asentí como sopesando la situación—. Quien la provocó fue un tal sargento Tobías Kelp que, según consta aquí, tiró su plato al suelo y dijo que el diablo se lo llevara si comía… —traté de aparentar que buscaba la cita exacta—… un trozo de aquella remilgada tarta en aquella pretenciosa vajilla de gala. ¿Le parece eso un comentario razonable, mayor?

El gesto sardónico volvió a desaparecer.

—No especialmente, señor —respondió, evidentemente intrigado por el cariz que iba tomando este interrogatorio—, pero todavía no conocemos todas las circunstancias.

—Creo que las circunstancias están perfectamente claras —dije—. Los soldados que antes formaban parte del 296.º y del 301.º se detestan cordialmente desde que se fundieron los dos regimientos. En esas circunstancias, el uso de la vajilla del regimiento 296.º fue considerado un insulto por los elementos más lelos del antiguo 301.º. —Broklaw enrojeció al oír aquello. ¡Bien. Que se pusiera furioso! La única forma de salvar la situación era hacer cambios radicales, y eso no funcionaría a menos que consiguiera que los oficiales de mayor grado se convencieran de que era necesario.

»Eso nos lleva a otra cuestión —proseguí con ecuanimidad—. Para empezar: ¿quién fue el estúpido que ordenó que se usara esa vajilla? —Durante una fracción de segundo dirigí a Kasteen casi la más intimidante de mis miradas antes de fijarla en la oficial subalterna que estaba sentada a su derecha—. Teniente Sulla, creo que fue usted, ¿no es cierto?

—¡Era el día de la fundación! —replicó. Aquello me cogió realmente por sorpresa. No estoy acostumbrado a que la gente me replique cuando uso esa mirada, pero lo oculté gracias a la prolongada práctica—. Siempre usamos la vajilla de gala del regimiento en el día de la fundación. Es una de nuestras tradiciones más arraigadas.

—Lo era —intervino Broklaw con una sonrisa mordaz y divertida—. A menos que tenga algún pegamento tradicional…

Las dos mujeres se congestionaron de rabia. Por un momento pensé que iba a tener que sofocar una trifulca en mi propia oficina.

—Mayor —dije, reafirmando mi autoridad—. Estoy seguro de que el 301.º también tenía sus propias tradiciones para el día de su fundación. —Era una apuesta bastante segura ya que prácticamente todos los regimientos celebran de alguna manera el aniversario de su fundación. Broklaw empezaba ya a asentir cuando reparó en mi uso del tiempo pasado y una expresión muy próxima a la aprensión pasó como un relámpago por su rostro. Me recliné en mi sillón que, a diferencia de los asientos que ellos ocupaban, me había asegurado de que estuviera convenientemente tapizado, y miré con gesto aprobador. Siempre es conveniente mantener a la gente en vilo—. Me complace saberlo. Esas tradiciones son importantes. Una parte vital del esprit de corps del que todos dependemos para llevar al Emperador a la victoria. —Kasteen y Broklaw asintieron con cautela y casi al mismo tiempo. Bien. Al menos había algo en lo que estaban de acuerdo. Sin embargo Sulla enrojeció de ira.

—Entonces tal vez podría explicárselo a Kelp y a sus secuaces camorristas —replicó. Suspiré, tratando de mostrarme tolerante, y coloqué mi pistola láser sobre el escritorio. Los ojos de los oficiales se dilataron un poco. Broklaw adoptó una expresión cautelosa, Kasteen, una de alarma apenas contenida, y Sulla se quedó con la boca abierta.

—Por favor, no interrumpa, teniente —dije en tono ecuánime—. Todos podrán hablar cuando les llegue el momento. —En la sala se respiraba cierto nerviosismo. Por supuesto, yo no tenía intención de dispararle a nadie, pero no les iba a gustar lo que iba a decir a continuación, y nunca está de más tomar precauciones. Sonreí para demostrar que era inofensivo y se relajaron un poco.

—No obstante, acaban de demostrar a la perfección lo que pretendo dejar claro. Mientras las dos partes de este regimiento sigan pensando que son unidades separadas, jamás se va a recuperar la moral. Eso significa que son ustedes incómodos para el Emperador y un grano en el trasero para mí. —Hice una pequeña pausa para darles ocasión de asimilar mis palabras—. ¿Estamos de acuerdo al menos en eso? —Kasteen asintió, y por primera vez desde el comienzo de la reunión su mirada se cruzó con la de Broklaw.

—Creo que sí —dijo—. La cuestión es qué se puede hacer al respecto.

—Buena pregunta. —Le pasé una placa por encima del escritorio. La cogió y Broklaw se inclinó por encima de su hombro mientras ella la leía—. Podemos integrar las unidades empezando por los escuadrones. A partir de esta misma mañana cada escuadrón se compondrá a partes más o menos iguales de soldados de cada uno de los antiguos regimientos.

—¡Eso es ridículo! —soltó Broklaw, una fracción por detrás de la exclamación nada propia de una dama que lanzó Kasteen—. Los hombres no van a aceptarlo.

—Y mis mujeres tampoco —afirmó Kasteen coincidiendo con él. Todo iba bien. Conseguir que hicieran causa común contra mí era el primer paso para hacer que cooperaran debidamente.

—Pues tendrán que hacerlo —dije—. Esta nave se dirige a una potencial zona de guerra. Puede que entremos en combate apenas unas horas después de nuestra llegada, y cuando eso suceda tendrán que confiar en el soldado que tengan a su lado, sea quien sea. No quiero que maten a mi gente porque no confía en sus propios camaradas, de modo que tendrán que entrenarse juntos y trabajar juntos hasta que empiecen a comportarse como un regimiento de la Guardia Imperial y no como un atajo de preescolares. Y después van a enfrentarse juntos a los enemigos del Emperador, y espero que salgan victoriosos. ¿Está claro?

—Perfectamente claro, comisario —dijo Kasteen con gesto firme—. Empezaré a revisar la PO&E[4].

—Tal vez sería más conveniente que lo hiciera con la ayuda del mayor —sugerí—. Entre los dos deberían ser capaces de seleccionar equipos de tiro que al menos tuviesen oportunidades razonables de apuntar con sus rifles láser al enemigo y no a sus compañeros.

—Por supuesto —asintió Broklaw—. Ayudaré encantado. —El tono de su voz no condecía, pero al menos las palabras eran conciliadoras. Era un comienzo, aunque decididamente no les iba a gustar lo que venía a continuación.

—Lo que nos lleva a la nueva denominación del regimiento. —Esperaba un estallido cuando oyeran esto, pero los tres oficiales que tenía ante mí se limitaron a mirarme con estupor. Supongo que estarían tratando de convencerse de que no habían oído bien lo que acababa de decir—. La actual no hace sino poner de relieve la división entre los antiguos 301.º y 296.º. Necesitamos un nuevo nombre, señoras y señores, una identidad única bajo la cual podamos marchar a combatir unidos y resueltos como verdaderos servidores del Emperador. —Aquello era materia delicada y por un momento pensé que lo iban a aceptar sin rechistar. Sin embargo fue Sulla, la de la cara de caballo, la que encendió la mecha.

—¡No puede abolir el 296! —dijo casi gritando—. ¡Nos honra un pasado de siglos batallando!

—Eso si se cuenta como batalla abofetear a colonos irritables —se encendió Broklaw como yesca—. El 301 ha luchado contra orcos, eldar, tiránidos…

—¡Ah! ¿Es que había tiránidos en Corania? ¡Supongo que estaba demasiado absorta haciendo punto para darme cuenta! —La voz de Sulla subió otra octava.

—¡Silencio! ¡Los dos! —La voz de Kasteen era tranquila pero firme y sus dos subordinados se callaron, atónitos. Le agradecí con una inclinación de cabeza que me hubiera evitado el tener que hacer yo el trabajo. Después de todo, estaba empezando a tener la impresión de que realmente tenía dotes de mando—. Oigamos lo que tiene que decir el comisario antes de empezar a poner objeciones.

—Gracias, coronel —dije antes de continuar—. Lo que yo propongo es considerar la fecha de la fusión como una nueva fundación. Le he pedido al astrópata de la nave que se pusiera en contacto con el Munitorum y, en principio, han aceptado. Actualmente no hay ningún regimiento que lleve el nombre de 597.º de Valhallan, de modo que he propuesto que lo adoptemos como nuestra nueva identidad.

—Ya veo, doscientos noventa y seis más trescientos uno —asintió Kasteen—. Muy sagaz. —Broklaw también asintió.

—Una buena manera de preservar la identidad de los antiguos regimientos —dijo—, pero combinados en uno nuevo.

—Ésa fue siempre la intención —confirmé.

—¡Pero eso es ultrajante! —exclamó Sulla—. No puede borrar de un plumazo todo un regimiento poniéndole un nuevo nombre.

—El Comisariado da a sus servidores poderes discrecionales amplios —afirmé con tono mesurado—. La forma de interpretarlo es una cuestión de apreciación y a veces de temperamento. No todos los comisarios hubieran resistido la tentación de evitar más disensiones en las filas por ejemplo aplicando el diezmo. —Eso era cierto, sin duda. Incluso los habría, aunque pocos, que llegarían a ejecutar aleatoriamente a uno de cada diez de los soldados a su mando para desalentar a los demás, y si había existido alguna vez un regimiento tan indisciplinado como para merecer una medida tan drástica, era éste, y ellos lo sabían. Tenían suerte de contar con Cain el Héroe en lugar de algún psicópata de gatillo fácil. He conocido a uno o dos a lo largo de mi vida, y lo mejor que puede decirse es que no suelen durar mucho, especialmente una vez que empieza el tiroteo. Sonreí para demostrar que no tenía intención de ello.

»Si la nueva denominación resulta inaceptable —añadí—, la Legión Penal 48.ª también está disponible, me dicen. —Sulla se echó hacia atrás y Kasteen esbozó una sonrisa forzada, no muy segura de la seriedad de mis palabras.

—A mí me parece bien el 597.º —dijo—. ¿Mayor Broklaw?

—Un excelente acuerdo —asintió el hombre lentamente, dejando que la idea cuajara—. Habrá cierto revuelo en las filas, pero si alguna vez un regimiento necesitó un nuevo comienzo, es éste.

—Totalmente de acuerdo —lo secundó Kasteen. Los dos oficiales se miraron con renovado respeto. Eso también era buena señal.

La única que no parecía muy feliz era Sulla. Broklaw lo notó y buscó su mirada.

—Alégrese, teniente —dijo—. Tendría un nuevo día de fundación… —Hizo una breve pausa y me miró buscando confirmación mientras hablaba—. 258. —Yo asentí—. Tendrá casi ocho meses para idear nuevas tradiciones para celebrarlo.

* * *

Por supuesto, los cambios que había impuesto no cayeron demasiado bien entre la tropa, al menos en un principio, y casi toda la culpa me la achacaban a mí. Claro que yo nunca había esperado ser popular; desde que fui seleccionado para el cuerpo de comisarios supe que no podía esperar de la tropa mucho más que resentimiento y desconfianza. A medida que mi inmerecida fama fue creciendo como una bola de nieve, eso empezó a ser cada vez más infrecuente, pero por entonces yo todavía lo daba más o menos por sentado.

Sea como sea, gradualmente la reorganización en la que había insistido empezó a funcionar y los ejercicios de entrenamiento a los que sometimos a los soldados estaban empezando a hacerlos sentir otra vez como miembros de la Guardia Imperial. Instituí un premio semanal de una tarde libre para el pelotón más eficiente del regimiento, y la duplicación de las raciones de cerveza para los miembros del escuadrón más disciplinado, lo cual contribuyó notablemente. Sentí que habíamos superado una etapa la mañana en que oí a uno de los nuevos escuadrones mixtos conversando en el repintado comedor en lugar de dividirse en dos grupos separados como solían hacerlo al principio, y jactándose de la posición destacada que habían alcanzado frente a un pelotón rival. En la actualidad, por lo que me cuentan, la «ronda de Cain» es una tradición muy arraigada en el 597.º, y la competencia por la ración extra de cerveza sigue siendo todavía muy encarnizada. En conjunto, supongo que hay cosas peores por las que ser recordado.

El único problema que quedaba por resolver, por supuesto, era la cuestión de los responsables del motín. Kelp y Trebek estaban implicados, sin duda, junto con algunos otros que habían sido positivamente identificados como responsables de la mayor parte de los muertos y los heridos. Sin embargo, por el momento decidí dejar aparcada la cuestión de los castigos. Las reformas globales que había puesto en marcha, y la subsiguiente mejoría de la moral, todavía eran frágiles y no me atrevía a ponerlas en peligro ordenando ejecuciones.

Fue así que hice lo que cualquier hombre sensato en mi lugar habría hecho; me demoré con la excusa de llevar a cabo una minuciosa investigación, mantuve a los culpables apartados donde, con suerte, la mayor parte de sus camaradas los olvidarían con tanta conmoción y quedé a la espera de que sucediera algo. Era un buen plan y habría funcionado bien, al menos hasta que llegáramos a una zona de guerra en algún lugar y tuviera la ocasión de transferirlos sin que nadie se enterara, de no haber sido por mi buen amigo el capitán Parjita.

Técnicamente estaba en su derecho de solicitar copias de todos los informes que había compilado, y yo no pensé que hubiera ningún daño en dejar que los tuviera. Lo que había olvidado era que el Cólera Justa era algo más que una sucesión de corredores, dormitorios y naves de instrucción; era su nave, y él era la autoridad suprema a bordo. Después de todo, entre los muertos se contaban dos miembros de su policía militar y no estaba dispuesto a quedarse sentado mientras los culpables se salían con la suya. Quería sentar a los asesinos ante una corte marcial antes de que abandonáramos la nave para asegurarse de que fueran castigados de una manera satisfactoria para él.

—Ya sé que quiere ser exhaustivo —dijo una noche mientras preparábamos el tablero del regicida en su camarote—, pero francamente, Ciaphas, creo que se está excediendo. Ya sabe cuáles son las facciones culpables. Fusílelos y acabemos con esto.

Negué con la cabeza pesaroso.

—¿Y qué ganaríamos con eso? —pregunté—. ¿Les devolveríamos la vida a sus hombres?

—No se trata de eso. —Me extendió las dos manos cerradas en las que ocultaba sendas piezas del juego. Elegí la izquierda y me enteré de que jugaría con las azules. Una desventaja táctica sin importancia que estaba seguro podría superar. Para ser sincero, el regicida no es realmente mi juego (prefiero un tablero de tarot y una mesa llena de novatos con más dinero que sentido común), pero era una forma agradable de pasar el tiempo—. Realmente no puede haber otro veredicto. Y cada día que se demora permite que esa escoria cobarde siga ocupando mis calabozos, comiendo mi comida, respirando mi aire. —Se estaba poniendo muy sentimental. Empecé a sospechar que había más que una simple relación de mando entre él y uno de los policías muertos[5].

—Créame —le dije—, nada me complacería más que poner punto final a este triste asunto, pero la situación es complicada. Si los hago fusilar, todo el regimiento podría volver a amotinarse. La moral está empezando justamente a recuperarse.

—Lo entiendo —asintió Parjita—, pero ése no es mi problema. Tengo una tripulación en que pensar y ellos quieren que sus camaradas sean vengados. —Hizo su jugada inicial.

—Ya veo. —Moví una de mis piezas, jugando para ganar tiempo en más de un sentido—. Entonces es evidente que ya se debería haber hecho justicia.

* * *

—¿Se ha vuelto loco? —preguntó Kasteen mirándome desde el otro lado de mi escritorio y tratando de olvidar la presencia de Jurgen, que rondaba por allí ocupándose de algún informe rutinario con el que no podía molestarme a mí—. Si condena ahora a los culpables volveremos al principio de todo. Trebek es muy popular entre… —Dirigió una rápida mirada a Broklaw sentado a su lado y dejó en suspenso la observación que había estado a punto de hacer—. Entre una parte de la tropa.

—Lo mismo sucede con Kelp —intervino Broklaw rápidamente para apoyarla. Exactamente la reacción con la que yo contaba; ahora que el regimiento estaba empezando a marchar bien, Kasteen y Broklaw cumplían con sus papeles de comandante y subcomandante a la perfección, como si la falta de sintonía entre ellos jamás hubiera existido. Bueno, hasta cierto punto. Todavía había entre ellos, ocasionalmente, un aire de cortesía forzosa, pero iban por buen camino. Y para ser sinceros, era mucho más de lo que me hubiera atrevido a esperar al descender de aquella lanzadera.

—Estoy de acuerdo —dije—. Gracias, Jurgen. —Mi asistente había aparecido a mi lado con una infusión de hoja de tanna, como tenía por costumbre cuando estaba en mi oficina a estas horas de la mañana—. ¿Podría traer un par de tazas más?

—Por supuesto, comisario. —Salió arrastrando los pies mientras yo me servía mi propio té y empujaba la bandeja a un lado del escritorio. El vapor cálido, aromático, me relajó, como siempre.

—Para mí no, gracias —dijo Broklaw precipitadamente cuando Jurgen volvió con un par de tazas que sujetaba con una sola mano por el borde. Kasteen parpadeó levemente, pero aceptó el suyo. Lo dejó sobre el escritorio, frente a ella, y lo cogía de vez en cuando para subrayar algún punto de sus observaciones, pero en ningún momento se lo acercó realmente a los labios para tomar un sorbo. Habría servido para el cuerpo diplomático de no haber sido tan sincera.

—El problema es —continué— que el capitán Parjita es la autoridad suprema a bordo de la nave, y que está en todo su derecho de insistir en una corte marcial. Si no le permitimos que lo haga, puede invocar su privilegio de mando y hacer que, de todos modos, Kelp y los demás sean ejecutados. No podemos permitir que suceda eso.

—¿Qué sugiere entonces? —preguntó Kasteen volviendo a apoyar la taza en la mesa después de un sorbo insinuado—. Después de todo, se supone que la disciplina del regimiento es su responsabilidad.

—Precisamente. —Tomé un sorbo de mi propio té, saboreando el gusto amargo que dejaba, y asentí como sopesando las cosas—. Y he conseguido convencerlo de que no puedo permitir que se mine mi autoridad si queremos convertirnos en una unidad de combate operativa.

—¿Ha conseguido que accediera a algún tipo de compromiso? —preguntó Broklaw, entendiendo en seguida lo que yo quería poner de relieve.

—Así es. —Traté de no parecer demasiado pagado de mí mismo—. Él puede celebrar su corte marcial de acuerdo con las normas, pero en cuanto hayan llegado al veredicto de culpabilidad, dejarán en manos del Comisariado la tarea de dictar sentencia.

—Pero eso nos deja igual que antes —apuntó Kasteen, evidentemente intrigada—. Usted los hace ejecutar y la disciplina se va a la disformidad. Otra vez.

—Tal vez no —dije mientras tomaba otro sorbo de infusión—. No si somos cuidadosos.

* * *

A lo largo de los años he visto más tribunales de lo que me habría gustado, incluso los he presidido en alguna ocasión, pero si algo aprendí de todo esto es que resulta fácil obtener de ellos el resultado que uno busca. El truco consiste en exponer el caso de la manera más clara y concisa posible. Eso, y asegurarse desde el principio de que los miembros del tribunal estén del lado de uno.

Hay varias maneras de asegurarse de que así sea. Los sobornos y las amenazas están a la orden del día, pero es conveniente evitarlos, especialmente porque se puede llamar la atención de los inquisidores, que siempre nos superan a los demás en estos métodos y no les gusta que los demás recurran a ellos[6]. Además, ese tipo de cosas suele dejar un regusto de culpabilidad que más tarde puede perseguirlo a uno. Según mi experiencia, es mucho más eficaz comprobar que los demás componentes del panel sean unos idiotas honestos, faltos de imaginación, con un acendrado sentido del deber y un conjunto todavía más fuerte de prejuicios para poder conseguir el resultado deseado. Si piensan que uno es un héroe y están pendientes de todo lo que uno dice, tanto mejor.

De modo que cuando Parjita anunció su veredicto de culpabilidad en todos los cargos y se volvió hacia mí con un gesto de autocomplacencia, yo ya tenía mi estrategia bien definida de antemano. En la sala, que no era otra cosa que una cámara de oficiales que solían usar los de menor graduación de la nave y que había sido adaptada apresuradamente, reinó el silencio.

En el momento en que comenzó el juicio, había cinco soldados inculpados. Eran muchos menos de los que quería Parjita, pero en aras de la imparcialidad y de la limitación del daño había conseguido convencerlo de que me permitiera proceder sumariamente con la mayoría de los casos destacados. Los culpables de delitos menores habían sido degradados, azotados o asignados a limpiar las letrinas durante un tiempo previsible, y devueltos después sin problema a sus unidades, donde, gracias a la insondable forma de razonar de la tropa, yo me había convertido en la encarnación de la justicia y la clemencia. A esto había contribuido un ligero toque de juiciosa mitificación por parte de los oficiales de mayor rango, quienes habían hecho circular la especie de que Parjita estaba empeñado en ejecuciones masivas y que yo había dedicado las últimas semanas a ejercer toda mi autoridad como comisario para conseguir clemencia para la gran mayoría, cosa que había conseguido finalmente contra toda probabilidad. El resultado final, al que había contribuido no poco mi ficticia reputación, fue que un par de docenas de alborotadores potenciales habían sido devueltos calladamente a las filas, dando gracias por el castigo que habían recibido, y la moral se había mantenido sólida entre las tropas.

El problema al que ahora me enfrentaba era el del núcleo duro de los reincidentes, que indudablemente eran culpables de asesinato o de intento de asesinato. Eran cinco los que ahora se enfrentaban al tribunal, con una actitud desconfiada y resentida.

A tres de ellos los reconocí en seguida del tumulto en el comedor. Kelp era el hombre grande y musculoso al que había visto acuchillar, y Trebek, descubrí sin la menor sorpresa, era la mujer menuda que había estado a punto de destriparlo. Se encontraban cada uno en un extremo de la fila de prisioneros y se echaban miradas de furia el uno al otro, miradas que hacían extensivas a Parjita y a mí, y de no haber sido por las esposas, estoy seguro de que hubieran saltado cada uno a la yugular del otro sin vacilar. En el centro estaba el joven soldado al que había visto atacar al preboste con un plato roto; según su expediente, su nombre era Tomas Holenbi, y tuve que mirarlo dos veces para asegurarme de que era el mismo hombre. Era bajo y delgaducho, llevaba el pelo rojo revuelto y tenía la cara llena de pecas. Había pasado casi todo el juicio con expresión confundida y al borde de las lágrimas. De no haber visto con mis propios ojos su arranque de furia homicida, difícilmente lo hubiera creído capaz de una violencia tan insensata. Lo más irónico del caso es que no era un soldado de combate sino que formaba parte del personal sanitario.

Entre él y Trebek había otra mujer, una tal Griselda Velade. Era fornida, morena, y evidentemente tampoco entendía nada. Era la única del grupo que había matado a un compañero suyo, y todo el tiempo afirmaba que lo único que había intentado era defenderlo. Había sido un golpe desafortunado que le había aplastado la laringe y había hecho que se asfixiara tirado en el suelo del comedor. De más está decir que Parjita no se lo había tragado, o que no le importaba si su intención había sido o no asesinarlo. Lo único que quería era poner a todos los valhallanos que pudiera delante del pelotón de fusilamiento.

Al otro lado de Holenbi estaba Maxim Sorel, un hombre alto, ágil, de pelo rubio y corto y con la fría mirada de un asesino. Sorel era un tirador certero, especialista en láser de largo alcance que segaba vidas a distancia con la misma frialdad con la que podía aplastar a un insecto. De todos ellos, era el único que me daba miedo. Los demás se habían dejado llevar por la turba sedienta de sangre y hasta cierto punto no habían sido realmente responsables de sus acciones, pero Sorel había introducido un cuchillo entre las junturas de la armadura de un policía militar simplemente porque no había visto motivo alguno para no hacerlo. La última vez que había mirado a unos ojos como ésos, pertenecían a un hemónculo eldar.

—Si dependiera de mí —anunció Parjita—, los haría fusilar a todos.

Volví a mirar a la fila de prisioneros y observé sus reacciones. Kelp y Trebek lo miraron desafiantes, retándolo a cumplir su amenaza. Holenbi parpadeó y tragó saliva. Velade dio un sonoro respingo y se mordió el labio antes de empezar a hiperventilar. Sorprendido, vi que Holenbi se acercaba a ella y le daba una palmadita reconfortante en la mano. Claro que habían estado en celdas contiguas durante semanas, y supongo que habían tenido tiempo para conocerse. Sorel se limitó a parpadear, una falta absoluta de respuesta emocional que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

—No obstante —prosiguió el capitán—, el comisario Cain ha conseguido convencerme de que el Comisariado está mejor preparado para mantener la disciplina en el seno de la Guardia Imperial, y me ha pedido que se le permita dictar sentencia ateniéndose a las reglas militares y no a las navales. —Me miró y cordialmente me hizo una inclinación de cabeza—. Comisario, son todos suyos.

Cinco pares de ojos se volvieron hacia mí. Me puse de pie con total parsimonia, colocando la placa de datos sobre la mesa delante de mí.

—Gracias, capitán. —Me volví hacia el trío de figuras de uniforme negro que estaban sentadas a mi lado—, y gracias a ustedes, comisarios. En este caso, su asesoramiento me ha sido de gran ayuda. —Tres solemnes cabezas asintieron mirando hacia mí.

Éste era el truco. Mi anterior contacto con los demás comisarios a bordo había dado inesperadamente sus frutos, demostrándome a quién podían convencer con más facilidad mis argumentos. Un par de mocosos ávidos de notoriedad, poco más que cadetes, y un viejo y agotado perro de campaña que se había pasado casi toda la vida en el campo de batalla. Y todos ellos se sentían halagados de aquí a Terra por ser dignos de la confianza del famoso Ciaphas Cain. Me volví hacia los prisioneros.

—El deber de un comisario es duro muchas veces —afirmé—. El reglamento está para ser obedecido, y la disciplina para ser aplicada. Y ese reglamento impone sin duda la pena capital por asesinato a menos que existan circunstancias atenuantes, circunstancias que debo admitir me he esforzado por encontrar en este caso en la medida de mis posibilidades. —Ahora los tenía a todos mordiendo el anzuelo. Los ventiladores del techo sonaban con tanta fuerza como el motor de un Chimera—. Y debo reconocer, con gran decepción, que no he tenido éxito.

Casi todos los presentes respiraron audiblemente. Parjita exhibió una expresión triunfal, seguro de que obtendría la venganza de sangre que ansiaba.

—Sin embargo —proseguí tras una pequeña pausa. El capitán frunció levemente el entrecejo y en la cara de Velade surgió una sombra de esperanza—, como mis estimados colegas sin duda reconocerán, uno de los mayores pesos que debe soportar un comisario es la responsabilidad de procurar que se cumpla no sólo la letra sino también el espíritu del reglamento. Y teniendo eso en mente me tomé la libertad de consultar con ellos sobre una posible interpretación de esos reglamentos que pensaba podría ofrecer una solución a mi dilema. —Me volví hacia el pequeño grupo con gesto teatral, aprovechando la oportunidad para dejar bien claro que no dependía sólo de mí disuadir a Parjita de su pelotón de fusilamiento, sino del propio Comisariado—. Nuevamente les doy las gracias, caballeros. No sólo en mi nombre sino también en nombre del regimiento en el que tengo el honor de servir.

Me volví hacia Kasteen y Broklaw, que observaban todo el proceso desde un lateral de la sala, y también a ellos les dediqué una inclinación de cabeza. Les estaba pasando la mano por el lomo, no me importa admitirlo, pero siempre he disfrutado de ser el centro de atención cuando eso no implica al fuego enemigo.

—La principal preocupación de un comisario debe ser siempre la eficiencia de la unidad a la cual es asignado —dije—, y, por extensión, la eficacia en el campo de batalla de toda la Guardia Imperial. Es una pesada responsabilidad, pero estamos orgullosos de llevarla sobre nuestros hombros en nombre del Emperador. —Los demás comisarios asintieron con servilismo autocomplaciente—. Y eso hace que siempre sea reacio a sacrificar la vida de un soldado preparado, sean cuales sean las circunstancias, a menos que sea la única manera de ganar para Su Gloriosa Majestad las victorias que desea.

—Supongo que va a llegar a alguna conclusión —me interrumpió Parjita. Asentí como si me hubiera hecho un favor en lugar de cortar un parlamento que había estado ensayando ante el espejo de mi oficina casi toda la mañana.

—Así es —dije—, y la conclusión es la siguiente: mis colegas y yo —nada tenía de malo recordarles a todos que esto era un consenso conseguido tras arduas conversaciones, no sólo una conclusión mía— no encontramos sentido en ejecutar sin más a estos soldados. Su muerte no nos ayudará a obtener ninguna victoria.

—Pero el reglamento… —empezó Parjita. Esta vez me tocó a mí interrumpirlo.

—Especifica que la muerte es la pena para esos delitos. Sin embargo, no especifica que tenga que ser una muerte inmediata. —Me volví hacia los confundidos y aprensivos prisioneros—. Es la decisión del Comisariado que sean confinados todos hasta que llegue la ocasión de trasladarlos a una legión penal, donde una muerte honrosa en el campo de batalla les llegará sin duda en su debido momento. Mientras tanto, si surgiera la oportunidad de un destino de gran riesgo, tendrán el honor de presentarse voluntarios. En cualquier caso, pueden esperar la oportunidad de redimirse a ojos del Emperador. —Volví a recorrer con la vista el pequeño grupo. La truculencia de Kelp y Trebek se había visto mitigada por la sorpresa; Holenbi todavía no podía asimilar el curso que habían tomado los acontecimientos; Velade casi sollozaba, aliviada; y Sorel… mantenía su mirada inexpresiva, como si nada de eso fuera con él—. Caso cerrado.

Esperé a que se hubieran retirado, ayudados por los bastones de los policías militares que los escoltaban, y me volví hacia Parjita.

—¿Lo deja satisfecho la sentencia, capitán?

—Supongo que tendrá que ser así —dijo con amargura.

* * *

—Enhorabuena, comisario. —Kasteen alzó una copa de amasec para brindar por mi victoria, y todos los presentes en el comedor lanzaron una ovación. Sonreí con modestia y me dirigí hacia la mesa ocupada por los oficiales de mayor rango mientras los hombres y mujeres aplaudían y me vitoreaban, comportándose como si yo fuera el Emperador en persona que les estuviera haciendo una visita. Casi parecía que algunos de ellos quisieran palmearme en la espalda, pero el respeto a mi posición y una comprensible renuencia a acercarse demasiado a Jurgen, que, como de costumbre, venía pegado a mis talones, los mantenían a raya. Alcé las manos pidiendo silencio al llegar a mi silla, entre Kasteen y Broklaw, y el silencio se fue imponiendo poco a poco.

—Gracias a todos —dije, haciendo que mi voz sonara levemente conmovida, como para dar a entender que a duras penas podía contener la emoción—. Es un honor excesivo por limitarme a hacer mi trabajo. —Siguió un coro de negativas y adulaciones, tal como yo había previsto. Volví a pedir silencio—. Bueno, si insisten… —Esperé que cesaran las risas—. Mientras disfruto de la atención de todos, y es una novedad reconfortante para un oficial político… —Más risas. Los tenía comiendo de mi mano.

Volví a imponer silencio, adoptando un semblante algo más serio.

—Yo también quisiera expresar mi agradecimiento. En el poco tiempo que he tenido el privilegio de servir en este regimiento ustedes han superado mis expectativas más optimistas. Las últimas semanas han sido difíciles para todos nosotros, pero puedo afirmar con confianza que jamás he servido en un cuerpo más dispuesto al combate y más capaz de conseguir la victoria cuando llegue el momento. —Con confianza, sin duda. ¿De verdad? Eso era otro cantar. Pero tuvo el efecto deseado. Cogí una copa de la mesa e invité a todos los presentes a un brindis—. Por el 597.º. ¡Un glorioso comienzo!

—¡Por el 597.º! —corearon todos, hombres y mujeres, embargados por la emoción barata y la retórica aún más barata.

—Bien dicho, comisario —murmuró Broklaw mientras me sentaba. Las ovaciones todavía eran ensordecedoras—. Creo que por fin nos ha convertido en un verdadero regimiento.

Por supuesto, había hecho algo todavía más importante. Me había consolidado como una figura popular entre los soldados rasos, lo cual significaba que me cubrirían las espaldas si alguna vez yo era lo bastante descuidado como para encontrarme impensadamente cerca del combate puro y duro. Reunirlos a todos en una eficaz fuerza de combate era un plus muy útil.

—Me limito a hacer mi trabajo —dije con toda la modestia de que era capaz, que, por supuesto, era lo que todos ellos esperaban. Y se lo tragaron.

—Y justo a tiempo —añadió Kasteen. Mantuve una expresión compuesta, pero sentí que mi buen humor empezaba a evaporarse.

—¿Hemos recibido órdenes? —preguntó Broklaw. La coronel asintió, hundiendo el tenedor en su ensalada de adeven.

—Una remota bola de tierra llamada Gravalax.

—Nunca la había oído nombrar —dije.