DIECISÉIS

DIECISÉIS

Tan espantosa fue la visión de aquella gigantesca máquina de guerra, destrozada y llena de brechas, que a pesar de todo seguía avanzando casi imparable, que por un momento ninguno de nosotros se dio cuenta de la especie de hormigas que proliferaban alrededor de sus pies. Sólo cuando el grito atronador de «¡WAAAAAARRRRRGGGHHH!» se hizo oír entre los ecos de la explosión que todavía resonaban dentro de mi cráneo, tomé conciencia de la horda de pielesverdes que corrían sobre el terreno helado por delante de la máquina. Casi todos iban a pie, sólo tenían un puñado de motocicletas y camiones que avanzaban a tumbos para adelantarse al grueso de la tropa, y vi con satisfacción que nuestros Sentinel acudían a toda velocidad para atacar a los vehículos ligeros. Sus cañones láser rugieron repetidamente y abrieron agujeros en los blindados burdamente soldados, y un número satisfactorio de los destartalados vehículos tuvo que detenerse soltando humo.

Sin embargo, mi atención estaba fija en el gargante que se cernía sobre todo como una sombra de destrucción. A pesar de las grandes brechas en su placa blindada de un metro de espesor, y de la ruina en que se había convertido su armamento principal, todavía parecía imparable y seguía avanzando a tumbos de una manera incierta, acompañado de un chirrido de metal torturado y arrastrando un poco la pata izquierda, como si sus heridas lo hicieran cojear.

—¡Fuego a discreción! —gritó Kasteen con voz ronca, poniendo ella misma manos a la obra, y cientos de rifles láser rugieron repetidamente arrancando ecos que rompían como las olas contra las estructuras que todavía quedaban en pie. Los orcos respondieron con entusiasmo, pero, loado sea el Emperador, con tan mala puntería como siempre, de modo que nuestras bajas seguían siendo pocas en comparación con las docenas de ellos que caían y eran pisoteados por sus propios camaradas.

—¡Apunten al gargante! —ordenó Broklaw a las tripulaciones de los Chimera, y docenas de proyectiles pesados empezaron a castigar a la amenazadora torre de metal que seguía avanzando hacia nosotros, agrietando el hielo del campo de aterrizaje con su peso a cada paso vacilante que daba. No parecía preocuparles mucho, pero al menos hacía que la tripulación mantuviera la cabeza baja y que las torretas abiertas sobre sus hombros estuviesen despejadas de artillería, que de lo contrario estaría lanzando una lluvia de fuego de apoyo para su propio y formidable armamento.

—Al menos son previsibles —musitó Kasteen a mi lado.

Fieles a su naturaleza, los orcos nos atacaban directamente a través del campo de aterrizaje, barriéndolo a lo largo en paralelo a la línea de tanques de almacenamiento, que ahora reverberaban tras una bruma de vapor de promethium que salía de su interior a medida que se iban vaciando. Al ver esa bruma inestable se me heló la sangre más de lo que ya estaba. Un disparo perdido bastaría para que todo el complejo saltara en una explosión difícil de imaginar. Y nosotros con él, por supuesto.

—Que no disparen cerca de los tanques de almacenamiento —advertí, y Kasteen asintió con gesto adusto, percibiendo también ella el peligro.

Pensé que al fin y al cabo eso tampoco iba a cambiar mucho las cosas. El gargante seguía balanceando el cañón que le quedaba para apuntar al centro de nuestra formación, que, por supuesto, éramos yo y los oficiales superiores, y empecé a pensar que, en ese caso, sólo nos quedaban minutos. El avance de los orcos parecía casi imparable, por cada pielverde que caía una docena más seguía avanzando ávida de sangre.

—Transbordador tres solicitando coordenadas de aterrizaje. —Una voz nueva irrumpió en la red de comunicaciones y me di cuenta del rugido de un potente motor que empezaba a oírse por encima del fragor de la batalla. Sentí renacer la esperanza…

—Transbordador tres, aborte la aproximación. —La voz de Mazarin intervino, destruyéndola apenas nacida con su tono tranquilo y autoritario—. ¡Hay pielesverdes por todo el campo de aterrizaje!

—De todos modos puedo conseguirlo —replicó el piloto, y la forma imponente del transbordador apareció de repente sobre la refinería, inclinándose para describir una curva cerrada sobre el grueso del ejército orco.

Había algo en su voz que me sonaba familiar, y me pregunté si sería el mismo que nos había traído hasta aquí. Algunos disparos esporádicos de armas ligeras rebotaron en el casco, y contuve la respiración recordando lo accidentado de nuestra llegada al planeta, pero esta vez los orcos no tuvieron suerte y voló por encima de nuestras cabezas con los impulsores de aterrizaje bramando. Algunos de los soldados hicieron señas y gritaron, pero la mayor parte siguió disparando con determinación sobre la horda de bárbaros armados con espadas. Un par de minutos más y los tendríamos encima. Desenfundé mi espada sierra, preparándome para la conmoción del impacto mientras continuaba disparando con el láser a la muralla de carne de orco vociferante que se acercaba con tanta rapidez como la ola de promethium que todavía se filtraba por la mina debajo de nuestros pies.

El gargante dio otro paso adelante, y movido por el pánico o por el instinto reparé por fin en el profundo corte que tenía en la pata. Era una posibilidad remota, pero…

—¡Apunten a la pata izquierda! —grité, y las tripulaciones de los Chimera dispararon una andanada de bólter pesado contra ese punto vulnerable. Por un momento pensé que aquella jugada desesperada no iba a dar frutos, pero cuando el torrente de fuego explosivo hizo mella en el metal retorcido y sobrecargado, el imponente leviatán empezó a balancearse de forma alarmante. El miembro dañado pareció agarrotarse por completo, hasta que cedió con un crujido de metal que se quiebra y que sonó como un trueno en medio de las colinas circundantes, más estruendoso incluso que el fragor de la batalla.

De repente perdió el equilibrio y empezó a caer de una manera absurda, lentamente al principio, y luego cada vez más rápido a medida que se acercaba al suelo. Los orcos que lo rodeaban se dispersaron presas del pánico, como hormigas al ver acercarse una bota, y un número satisfactorio de ellos no lo consiguió.

El impacto sacudió el suelo, agrietando el hielo cientos de metros alrededor de la enorme ruina, tragándose una tercera parte del enorme cuerpo y abriendo fisuras que engulleron a casi un tercio de los pielesverdes que trataban de huir. Desde las profundidades de aquella montaña de metal, el ruido seco de explosiones secundarias sonaba como una tos bronquítica, y el resplandor rojo chillón de las llamas que se iban extendiendo empezó a unirse al humo que había por todas partes.

—¡Acabemos con ellos! —ordenó Kasteen, y los valhallanos respondieron con entusiasmo, lanzándose adelante para combatir cuerpo a cuerpo con los aturdidos supervivientes. Tras un breve intercambio de disparos de armas cortas, todo terminó. Los pocos orcos que quedaban huyeron poniéndose fuera del alcance de nuestros rifles láser, y Kasteen tuvo que poner freno a los más entusiastas comandantes de los pelotones que parecían dispuestos a correr tras ellos con un despliegue de fuego rayano en la pirotecnia. Había supuesto que Sulla encabezaría la carga, pero resultó que su compañía había sido la primera en ser traslada a la nave, de modo que, por una vez, no tuvo ocasión de hacer alguna tontería, lo cual constituía un cambio muy refrescante.

—Creo que deberíamos subir a bordo lo más pronto posible —sugerí. Tenía la sensación de que ya no teníamos derecho a abusar más de nuestra suerte, y Kasteen estuvo de acuerdo conmigo.

—Creo que tiene razón —admitió—. Simia Orichalcae ya no tiene ningún atractivo para mí.

—Ni tampoco para mí —coincidió Broklaw, y salió corriendo para organizar la siguiente etapa de embarque, ya que el transbordador había aterrizado por fin.

Tengo que admitir que el inmenso alivio que sentí al subir por la rampa de carga y oír de nuevo el ruido tranquilizador del metal bajo mis botas me produjo una especie de mareo. De todos modos, no podía sacarme de encima una especie de presentimiento que se intensificaba con cada minuto de más que permanecíamos en la plataforma, y siguió revoloteando por encima de mí de forma incesante mientras la constante corriente de hombres y mujeres de la Guardia iba subiendo a bordo. Kasteen se unió a mí poco después con expresión inquisitiva.

—¿Está buscando algo? —preguntó.

—Esperando no verlo —admití—. Si no me equivoco, será necesario más de un baño para borrar la imagen de los necrones. —Mientras hablábamos yo tenía un amplivisor enfocado sobre la linde del complejo, temiendo ver un destello de metal en movimiento. Kasteen asintió con aire sombrío.

—Es una pena que no pudieran volar el portal —dijo. Coincidí con ella.

—Es una pena que no pudieran volar el gargante —afirmé a mi vez. Nos miramos el uno al otro. Se nos había ocurrido la misma idea al mismo tiempo y fuimos a ver al capitán Federer.

—Íbamos a detonarlo por impulso de voz —confirmó Federer.

Era un hombre de rostro afilado y pelo oscuro, cuyo entusiasmo por resolver problemas sólo era igualado por su falta de aptitudes sociales.

Se había corrido la voz en el regimiento de que en una ocasión había aspirado a ser tecnosacerdote, pero había sido expulsado del seminario por su fascinación enfermiza por la pirotecnia, y sin duda parecía tener una comprensión casi instintiva de la tecnología arcana de la ingeniería de combate. Si los rumores eran ciertos, la pérdida del Adeptus había sido definitivamente nuestra ganancia.

Lo encontramos en la bodega de carga principal del trasbordador ocupándose de la estiba del reducido equipo que había conseguido salvar. Teniendo en cuenta las circunstancias, Kasteen había decidido abandonar nuestros vehículos y provisiones y usar el espacio para embarcar a otro par de pelotones. Viajar aquí sería muy incómodo, pero mucho mejor que quedarse en tierra temiendo que los necrones volvieran a la carga.

—Entonces, ¿usted podría hacer estallar las cargas incluso desde aquí? —pregunté, elevando un poco la voz para que me oyera a pesar del parloteo de los soldados que repetía el eco de la bodega. Algunos de ellos evidentemente habían estado en una situación similar antes, pues desenrollaban sus petates y los convertían en improvisados sillones de aceleración mientras se acomodaban.

—Oh, sí —asintió Federer—. Sólo se necesita un transmisor lo bastante potente. Incluso podría hacerse desde órbita, si se quisiera.

—Tal vez eso sería más seguro —opinó Kasteen—. Al fin y al cabo va a ser una explosión de grandes proporciones.

—Oh, sí. —La cara de Federer se iluminó con algo que sólo puede describirse como un entusiasmo malsano—. Enorme. De hecho, masiva. Del orden de gigatones. —Su mirada adquirió una expresión soñadora.

—No pusimos nada ni remotamente tan potente —precisó Kasteen, ligeramente sorprendida—. Habríamos volado en pedazos también nosotros junto con el gargante.

Federer asintió, y su voz sonó un poco como la de Logash cuando hablaba de los ambulls[73].

—Eso fue antes de que el comisario inundara la mina con promethium —explicó—. A estas alturas el líquido se habrá asentado en los niveles más bajos. Eso significa que las galerías superiores estarán llenas de vapor. De hecho, han creado una bomba FAE de varios kilómetros de ancho[74].

—Suponiendo que los explosivos que colocó no fueran arrastrados por la inundación —dije.

—Los anclamos muy bien. —Federer negó con la cabeza—. No se olvide que contábamos con que un gargante les pasara por encima. Tuvimos en cuenta tensiones del orden de…

—No importa —dije, interrumpiéndolo antes de que empezara. Sabía por experiencia que, en cuanto se entusiasmaba, era difícil volverlo a la cuestión—. Si usted dice que funcionará, estoy seguro de que así será.

—Oh, sí —afirmó vigorosamente.

Debo confesar que, a pesar de que el viaje de regreso a la nave estelar en órbita lo hicimos sin contratiempos, no me sentí totalmente a salvo hasta que oí el ruido de los bornes de anclaje y sentí la solidez tranquilizadora de la cubierta del Puro de Corazón bajo mis pies.

—O sea que aquí están de nuevo —nos saludó Durant cuando llegamos al puente.

Todo era más o menos como lo recordaba de nuestra última visita, excepto que el hololito ahora mostraba una vista panorámica del paisaje nevado del exterior de la refinería. Por la altura y el ángulo supuse que el proyector pictórico estaba montado en algún punto por encima del casco principal del último transbordador que partió de ese ya anochecido lugar, los últimos que habían conseguido retirarse a la seguridad de la bodega de carga en ese preciso momento.

El complejo de la refinería parecía tan desierto como de costumbre, sin embargo, yo mantenía la mirada desconfiada fija en la línea distante de las estructuras.

—Parece usted gratamente sorprendido —dije. Durant hizo el mismo esbozo de encogimiento de hombros que ya había notado antes.

—Sí, bueno, el Munitorium habría puesto pegas a nuestra factura de embarque si los hubiera dejado en tierra —respondió, con una brusquedad un poco excesiva para que fuera cierto.

—Trasbordador uno disponiéndose a levantar vuelo, capitán —informó un oficial subalterno desde un atril que teníamos a la izquierda, y un palpable aire de alivio se extendió por toda la sala.

—Bien —dijo el capitán—. Llevamos tanto tiempo quietos al lado de este maldito planeta que estoy empezando a echar raíces. —Hizo un gesto a Mazarin, que estaba inclinada sobre su puesto de trabajo con Federer, absortos en una discusión—. Sáquenos de la órbita en cuanto lleguen a la bodega.

—Sí, sí, capitán —respondió, y salió corriendo hacia otra consola donde se puso a trabajar en los rituales de activación de motores.

—Será mejor que se den prisa —dije, ya que temía haber visto un atisbo de metal entre los edificios de la refinería que se movía rápidamente hacia el proyector pictórico.

Cuando se acercó pude distinguir a un escuadrón de speeders. Cada uno parecía llevar soldada la mitad superior de un necrón. Todos tenían un arma pesada aparentemente incorporada al brazo derecho, y, ante mis ojos, deslumbrantes haces verdes de malévola energía salieron disparados hacia el casco del transbordador que alzaba vuelo lentamente.

—¡Están rayando la pintura! —rugió Durant, rabioso. Para ser sinceros, estaban haciendo mucho más que eso, ya que dejaban surcos visibles en el metal. De ningún modo atravesaban la superficie, ya que los cascos de los transbordadores son sólidos por decir poco, pero el hecho de que pudieran causar daño, fuera el que fuese, hablaba bien a las claras de la potencia de las armas que portaban.

—Van a por el transbordador —dijo Kasteen, con los ojos fijos en los gravíticos que empezaban a alzar vuelo tras él, revoloteando en torno a la losa de metal que se elevaba lentamente como moscas en pos de un grox. También eran cada vez más numerosos, observé con un estremecimiento de inquietud. El enjambre era cada vez más denso.

—No van a conseguirlo —apunté, alarmado. El piloto estaba haciendo todas las maniobras evasivas que podía, pero la nave había sido construida teniendo en cuenta parámetros más de resistencia que de agilidad, y algunos de los haces mortíferos seguían impactando sobre ella. Sólo era cuestión de minutos que le dieran a algún componente vital…

—No esté tan seguro —me rebatió Durant. Un momento después, los motores principales se activaron, evaporando a todos los gravíticos que tuvieron la mala suerte de estar detrás de la nave cuando ésta lanzó una bocanada de plasma ardiente y se elevó limpiamente en una trayectoria de huida.

—Se están quedando atrás —confirmó Mazarin, y la proyección rotó servicialmente para mostrar cómo los gravíticos que quedaban caían al paso del transbordador. Unos momentos después, la imagen mostró el tranquilizador refugio de nuestro muelle de amarre, y todos dimos un audible suspiro de alivio. (Excepto Mazarin tal vez, pues es posible que sus pulmones hubieran sido reemplazados por implantes).

Con nuestro transbordador fuera de peligro, Durant había resintonizado el hololito con la vista aérea del complejo de la refinería que nos había mostrado cuando entramos en órbita la primera vez.

Mientras él ampliaba la maraña de edificios y depósitos de almacenamiento, que ahora estaban, por suerte, muy por debajo de nosotros, me quedé sin aliento. Una marea reluciente de metal en movimiento salía de la boca de la mina, más guerreros de los que podía contar, formando entre todos una masa amorfa que fluía entre los edificios como el agua en una inundación.

—¡Se han despertado! —exclamé con voz entrecortada al mismo tiempo que se me formaba un nudo enorme en el estómago. Habían impedido que la marea de promethium llegara a su templo, el Emperador sabría cómo, lo que significaba que el portal tal vez estaría aún activo.

»¡Broklaw! —grité, dando gracias por las prisas que habían impedido que me quitara el intercomunicador de la oreja—. ¡A las armas! ¡Preparados para repeler un abordaje! —Todos me miraron como si me hubiera vuelto loco—. Pueden teleportarse ¿lo han olvidado? —les solté, y Kasteen asintió con aire sombrío.

—Por lo que se ve, también pueden nadar[75].

—¡Federer! —llamé—. ¡Éste podría ser un buen momento!

El zapador sonrió satisfecho, intercambió unas cuantas palabras más con el tecnosacerdote volante y pulsó una runa con el dedo.

Todos tenían los ojos fijos en el grupo de edificios del hololito. Daba la impresión de que no pasaba nada.

—No ha estallado… —empecé a decir, cuando una erupción de hielo apareció en el llano, en la entrada del valle. Mazarin hizo algo para aumentar la claridad de la imagen, y todos vimos un enorme cráter que se iba agrandando hasta engullir a los guerreros de metal que estaban cerca. Cayeron dentro como juguetes rotos, cada vez en mayor número a medida que el suelo se iba hundiendo a tal velocidad que no les daba tiempo de huir. Federer alzó los brazos como si acabara de marcar el gol ganador en un partido de scrumball.

—Eso habría sido el fin del gargante —dijo pletórico.

—Apuesto a que sí —respondí, boquiabierto ante la brutal devastación que había producido.

Pero eso sólo había sido el principio. De las entrañas de la sima surgió un fogonazo repentino de luz cuando el vapor de promethium atrapado en las cavernas de las profundidades estalló. Una llamarada de nada menos que un kilómetro de altura brotó del terreno y se extendió por el paisaje nevado a la velocidad del pensamiento, fundiendo en un instante a los guerreros que huían y abriendo fisuras llameantes a su paso.

Ahora también había otras explosiones. Toda la superficie del valle estallaba en forma de piroclastos, roca vaporizada, hielo y necrones, formando una nube baja amenazadora de la que brotaban rayos al saltar descargas electrostáticas de increíble potencia entre las partículas. La refinería desapareció, deslizándose hacia el infierno subterráneo y desvaneciéndose como si jamás hubiera existido…

—¡Preparados para el impacto! —gritó Durant, como si esto fuera sólo un inconveniente sin importancia, y el Puro de Corazón fue sacudido como si se tratara del juguete de un niño por la titánica onda expansiva al hincharse la mismísima atmósfera del planeta bajo la fuerza de las energías liberadas. La tripulación buscó dónde agarrarse, y yo me encontré sujetando a Kasteen, que se había caído hacia atrás contra mí (algo de lo que no tenía la menor queja).

—Un minuto más —dijo Mazarin, manejando los controles que tenía ante sí como el teclado de un pianoforte, y el estremecimiento fue cesando poco a poco. Volvió a sonreír, y yo empezaba ya a sospechar que disfrutaba de la oportunidad de llevar sus motores a situaciones límite—. Menos mal que estábamos tan arriba. De haber estado abajo, donde la atmósfera es más densa, la cosa habría sido un poco más complicada.

—¿O sea que ya está? —preguntó Kasteen con los ojos fijos en el escenario de destrucción de allá abajo. Incluso desde nuestra órbita se podía ver que la nube de polvo cubría la mitad del planeta, y a pesar de todos los horrores que había vivido allí, no pude por menos que sentir una pizca de pesar por la cicatriz en el rostro del prístino mundo que había contemplado desde este mismo lugar apenas unos días antes.

—Eso espero —dije, aunque el nudo de aprensión que me agarrotaba el estómago no desapareció del todo hasta que volvimos a saltar a la disformidad y nos encontramos ya en el camino de vuelta a la seguridad del Imperio.

Aunque algo está claro: por lo que respecta a los necrones no hay ningún lugar ni remotamente seguro, como ahora sabemos muy bien a nuestra propia costa. Al menos, ese nido en particular parecía haber quedado aniquilado, aunque nadie podría volver jamás a comprobarlo; lo primero que hizo Amberley cuando por fin le llegó mi mensaje fue poner a todo el sistema bajo cuarentena inquisitorial[76].

Si en todo este asunto hubo un momento luminoso, fue que pude pasar un poco de tiempo libre con ella, después de las sesiones interminables de información y de que ella hubiera terminado de entrevistar a todos los soldados del regimiento que habían visto u oído algo de lo que habíamos encontrado en aquella miserable bola de hielo y de amenazarlos a todos con la ira del Emperador si alguna vez insinuaban lo más mínimo al respecto. O con la ira de la Inquisición, que, pueden creerme, es todavía más temible.

Amberley estaba de un humor sombrío, nada natural en ella, la última noche que pasamos juntos. La mesa montada para el caso en su suite del hotel estaba cubierta de placas de datos mientras coordinaba los informes de todos los testigos. Alzó la cabeza y me dirigió una triste sonrisa cuando entré.

—Has tenido una suerte enorme —dijo. Sus ojos azules estaban empañados por el cansancio. Asentí y me quedé de pie, a un lado, para que el servidor de habitaciones entrara con una bandeja de comida. Al verla, Amberley enarcó una ceja.

—Me tomé la libertad de ordenar que nos subiesen la cena —apunté—. Parecías ocupada.

—Gracias —respondió.

Se estiró y yo me acerqué para masajearle los hombros a fin de aliviar su tensión mientras el servidor disponía los platos y los cubiertos sobre la mesa del comedor. Cuando quitaron las tapas, sonrió.

—Sorbete de bayas de acken. Uno de mis favoritos. —No me había resultado difícil recordar aquello, de modo que sonreí a mi vez.

—Dijiste que si pudieras no comerías más que eso la última vez que lo pediste.

—¿Eso dije? —Su sonrisa se amplió cuando vio el plato principal—. ¿Qué es eso?

—Filete de ambull —respondí—. Creo que me lo debían.

[La narración de Cain se extiende a lo largo de varios párrafos más, pero como sólo trata de cuestiones personales carentes de interés para el público en general, he optado por terminar este extracto del archivo aquí mismo.]