QUINCE
Después de recorrer los túneles de los ambulls sin encontrar ni el olor siquiera de los necrones, empezaba a pensar que podríamos tener la suerte de reunimos con nuestros camaradas sin más incidentes, y debo confesar que me invadía una especie de euforia cuando subimos por la cuerda y salimos a las galerías inferiores de la mina propiamente dicha. Después de los estrechos pasadizos de los ambulls, los techos altos y los anchos túneles hechos por el hombre parecían tan amplios y cómodos como un bulevar urbano. Conseguimos llegar a la superficie en poco tiempo, a paso rápido y en línea. Logash parecía haber recuperado un poco la razón ahora que habíamos dejado detrás el escondite de aquellos malditos, aunque tratándose de un tecnosacerdote eso es siempre relativo, y seguía el ritmo que marcábamos Jurgen y yo sin dificultad aparente.
Mi ayudante y yo llevábamos nuestros iluminadores a la máxima refulgencia ahora que nos encontrábamos en lo que yo imaginaba, enternecido, que era terreno más seguro, y los haces alumbraban una distancia considerable por delante de nosotros. El hielo que nos rodeaba hacía rebotar la luz como lo había hecho antes, haciendo saltar los fotones en los azules reverberantes y chispas agrupadas como estrellas que tan bien recordaba, de modo que pasaron uno o dos segundos antes de que me diera cuenta de que el resplandor de delante no venía de las paredes, sino que era un reflejo sobre una superficie metálica.
—¡Fuera luces! —grité al darme cuenta, y al decirlo me aparté hacia un lado, lo cual, sin duda, me salvó la vida. Un haz verde como la bilis atravesó el espacio en el que estaba de pie hacía apenas un instante, iluminando fugazmente la oscuridad que ahora nos envolvía, ya que Jurgen había seguido mi ejemplo y los tres nos habíamos refugiado tras un relieve antes de que desvaneciera otra vez como si fuera un relámpago. La situación era una de las más terribles en que me haya encontrado jamás; permanecer allí nos convertía en blancos fijos cuando los necrones avanzaran, mientras que el más leve rastro de luz traicionaría nuestra posición.
Otro par de deslumbrantes fogonazos verdes pasaron cerca de nosotros como para confirmar lo dicho. Si huíamos a ciegas por el túnel, sólo conseguiríamos un tiro en la espalda, eso si antes no resbalábamos sobre la superficie helada y acabábamos en el suelo. Al parecer, nuestra única opción era quedarnos donde estábamos y luchar, aunque a juzgar por las posiciones de los destellos de las armas, los guerreros metálicos estaban demasiado dispersos como para ofrecer un blanco evidente para el melta de Jurgen, lo cual anulaba la única ventaja que teníamos.
Acababa de sacar mi pistola láser y me disponía a hacer unos cuantos disparos especulativos con la esperanza, sin duda vana, de que los necrones se lo pensaran dos veces antes de lanzarse sobre nosotros (por lo que había visto antes, no me daba la impresión de que se dejaran intimidar fácilmente), cuando sentí que alguien me daba un golpecito en el brazo.
—Por aquí —susurró Logash, y oí el leve sonido de alguien que se arrastraba por el suelo a mi izquierda. Un momento después oí el mismo sonido por el lado donde estaba Jurgen (que no era difícil de detectar, ya que tenía intacto el sentido del olfato), y me di cuenta con un estremecimiento de esperanza de que los ojos potenciados del tecnosacerdote podían ver en la oscuridad que nos rodeaba.
Como no tenía nada que perder me arrastré rápidamente en la dirección de su voz, guiado por indicaciones ocasionales de «todo recto» o «un poco a la izquierda… no, la otra izquierda, quería decir la mía…» pronunciadas apenas en un susurro, hasta que me encontré contra la superficie helada de la pared. Estaba a punto de preguntar «¿y ahora qué?», cuando una mano enguantada acompañada por el inconfundible olor de Jurgen me cogió por el brazo.
—Aquí dentro, comisario —susurró, lanzándome encima una vaharada de mal aliento, y me encontré deslizándome por una estrecha grieta en el hielo. Después de unos cuantos metros describía un ángulo cerrado, dejándonos totalmente apartados del hueco principal. Iodos contuvimos el aliento cuando un repiqueteo de pies metálicos pasó junto a nuestro escondite.
—Bien hecho —dije, cuando estuve seguro de que fuera reinaba el silencio. Ajusté mi iluminador al mínimo. Los rostros de mis compañeros surgieron de la penumbra: el de Logash, pálido; el de Jurgen, tan impasible como siempre. El tecnosacerdote asintió con la cabeza.
—Loado sea el Omnissiah por nuestra liberación… —empezó, y rápidamente lo hice callar.
—Sí, bueno, muchas gracias —interrumpí—. ¿Alguna idea de adonde conduce esto? —No estaba en el diagrama que había visto antes, pero eso no tenía nada de sorprendente, ya que tenía todo el aspecto de ser más una falla natural que una excavación[72]. Logash se quedó pensando un momento.
—Al parecer lleva al área principal de procesamiento —dijo por fin—, suponiendo que tenga salida. —Bueno ése era un riesgo que estaba dispuesto a correr, ya que la alternativa era enfrentarnos a una cantidad de necrones que sólo el Emperador sabía. Esperaba que estuviesen simplemente explorando la mina y no que pretendieran invadirla, pero no tenía un interés especial en quedarme a comprobarlo. Al menos de esta manera teníamos más posibilidades de evitarlos.
Aproximadamente una hora después empecé a pensar que habríamos hecho mejor arriesgándonos a enfrentarnos a los necrones. La falla era estrecha y desigual, de modo que eran más las veces que teníamos que subir cuestas o deslizamos por pendientes que avanzar andando, y por todas partes había trozos cortantes de hielo con los que tropezábamos o que sobresalían de las paredes a alturas y ángulos calculados para hacer daño o algo peor. En varias ocasiones tuvimos que andar a gatas ya que el techo era demasiado bajo para poder andar, y en otra nos vimos obligados a arrastrarnos ya que ni siquiera se podía ir a gatas. El voluminoso melta de Jurgen quedaba atascado con desesperante frecuencia, y teníamos que rebajar el hielo con nuestros cuchillos de combate para poder liberarlo. (Por supuesto que mi espada sierra habría hecho el trabajo en una décima parte del tiempo que nos llevaba, pero en un espacio tan reducido uno de nosotros podría haber perdido un miembro por accidente, de modo que seguía enfundada). Cada vez que esto sucedía pensaba en abandonar la incordiante arma, pero nos había resultado útil demasiadas veces como para deshacernos de ella a la ligera, de modo que me limitaba a rechinar los dientes con cada retraso y a seguir adelante.
Mi sentido de la orientación no era menos seguro aquí abajo que en cualquier otro pasadizo subterráneo, de modo que por lo menos tenía el consuelo de saber que habíamos recorrido casi un kilómetro desde nuestro encuentro en la galería principal y que avanzábamos más o menos en la dirección del centro del complejo, cuando Logash se detuvo. Seguía yendo en cabeza simplemente porque el pasadizo era demasiado angosto como para intentar un cambio de posición, lo cual me había dejado a mí el último, detrás de Jurgen, con la incómoda sensación de que si los guerreros de metal encontraban la entrada de la falla y se decidían a perseguirnos, yo sería el primero en enterarme. Esa idea era desagradable y me producía un hormigueo en el centro de la espalda, de modo que decidí no pensar en ello.
—¿Qué pasa? —pregunté. El tecnosacerdote se encogió de hombros.
—Se acaba aquí —dijo. De no haber estado Jurgen de por medio, podría haberlo estrangulado. Negué con la cabeza. No podía creérmelo.
—No puede ser —dije por reflejo, pero con la seguridad de estar en lo cierto; me lo decían mis instintos de rata de túnel. Por un momento me pregunté por qué estaba tan seguro, hasta que me di cuenta de que sentía una leve corriente de aire en la cara—. Aquí sopla el aire.
—El pasadizo parece continuar —asintió Logash—. Pero no sirve para nada a menos que podamos pasar por una abertura de cinco centímetros. —Realmente, eso era difícil de creer. El pasadizo se había estrechado otras veces, por supuesto, pero que pudiera estrecharse tanto y tan rápido iba en contra de toda mi experiencia en ese entorno. Así se lo dije, quizá con demasiada vehemencia, y Logash se apretó contra la pared de hielo para que pudiera verlo personalmente. Indudablemente, nuestro camino estaba bloqueado por una superficie convexa cuya curva descendía hasta casi tocar el suelo. En cierto modo la forma me resultaba familiar, y entonces me di cuenta de que era la parte inferior de un enorme cilindro de tres o cuatro metros de diámetro.
—¿Qué diablos es eso? —pregunté. Logash lo golpeó con la mano, produciendo el inconfundible ruido sordo del metal grueso.
—Una de las tuberías principales de extracción —dijo—. Llega hasta la planta procesadora de la superficie.
—¿Y qué hay en su interior en este momento? —pregunté mientras una idea tan audaz que no me atrevía casi a considerarla empezaba a tomar forma mientras hablaba.
Logash se encogió de hombros.
—Nada, ahora que la planta está cerrando… —dejó la frase sin terminar al llegar evidentemente a la misma conclusión que yo. Alargué una mano hacia él pasando por delante de mi ayudante.
—¿Puede ponerse detrás de Jurgen? —pregunté.
—Puedo intentarlo. —No era fácil, puedo asegurarlo, pero después de lo que pareció una eternidad de meneos y juramentos, él y yo conseguimos ponernos en cuclillas tras la escasa cobertura que pudimos encontrar y Jurgen apuntó su arma pesada contra la tubería. Como otras veces antes, nos vimos rodeados por un rugido de vapor cuando disparó, de modo que tuvo que pasar un rato antes de que se disparara. Entonces vimos que había conseguido abrir un agujero de un metro de diámetro en la pared de la conducción.
—Tendremos que dar parte al servicio de mantenimiento —manifestó Logash al pasar, como si el lugar fuera a estar en funcionamiento otra vez ahora que los necrones se hallaban aquí. Después de esperar un poco a que el metal se enfriara, Jurgen se metió por el agujero y entró en la tubería.
Yo lo seguí de inmediato, empujando al tecnosacerdote por delante de mí. De golpe me encontré en un tubo de metal que producía eco y que tenía casi el doble de mi altura. El suelo estaba cubierto de nieve medio derretida que se volvía a congelar rápidamente a medida que se disipaba el calor del melta. Del techo curvo colgaban estalactitas de hielo allí donde el revestimiento uniforme de escarcha había sido perturbado por nuestra fogosa entrada.
—Por aquí —dije, tomando otra vez la delantera y subiendo la suave pendiente lo más rápido que podía sobre la resbaladiza superficie. Por supuesto, Jurgen no tenía problema para seguirme, ya que había nacido en condiciones como éstas, y Logash, al parecer, tenía algún tipo de potenciador del equilibrio, ya que parecía andar con tanta firmeza como los valhallanos. A pesar de mi desafortunada tendencia a resbalar de vez en cuando y de que la ligera curva del suelo no facilitaba en absoluto la marcha, el pasadizo ancho y sin obstáculos me resultaba casi euforizante después del estrecho confinamiento del desfiladero, y, si me permiten decirlo, iba a buen paso.
Después de un rato empecé a oír un leve susurro y me di cuenta de que el intercomunicador había tomado contacto con la red de voz del regimiento. Estábamos más cerca de la superficie de lo que había pensado, y el alivio me inundó casi hasta dejarme sin respiración. Si todavía había alguien aquí, no llegaba demasiado tarde para meterme en un trasbordador.
Era evidente que no iban a esperar si me daban por muerto, por supuesto, de modo que no perdí tiempo en ponerme en contacto con Kasteen e informarla de cuál era el estado de nuestra misión.
—¡Comisario! —Su voz reflejaba sorpresa y alegría a partes iguales—. Empezábamos a pensar que no lo había conseguido.
—A punto estuve —admití—. Nos estaban esperando. No llegamos a acercarnos siquiera al maldito portal.
—Ya veo. —Su tono fue de resignación—. ¿Cuántos supervivientes?
—Sólo Jurgen y yo. —No tenía sentido entrar en largas explicaciones, de modo que pasé por alto la presencia de Logash—. Los necrones andan por la mina. ¿Han salido ya a la superficie?
—No. —Su voz se desvaneció un momento, supuestamente al volver la cabeza para hablar con alguien, a continuación volvió a oírse con tono de urgencia—. Espere un… —El enlace quedó mudo.
Absorto en mi conversación con la coronel casi ni me había dado cuenta de que la tubería aparentemente se terminaba allí. Al estirar el cuello y alumbrar con mi iluminador hacia arriba, pude ver que describía un giro abrupto y se perdía hacia lo alto.
—¿Y ahora qué? —pregunté. Logash sonrió y señaló una serie de peldaños de metal que sobresalían de la escarcha, resbaladizos a causa el hielo—. Estará bromeando.
Pues no, no lo estaba. Se limitó a cogerse de una barra y empezó a subir, con tanta seguridad como un catachan a un árbol. Después de un momento, me encogí de hombros y subí tras él. Jurgen me siguió, como de costumbre.
—¿Qué pintan estos peldaños aquí? —preguntó.
—Los servidores de mantenimiento los usan cuando se cierran los tubos —explicó Logash—. Por aquí debería haber un panel.
Concentrado como estaba en no patinar en los traicioneros peldaños resbaladizos por el hielo, me sobresaltó el sonido de la voz de Kasteen otra vez en mi oído. A punto estuve de caer, y quedé colgado sólo por la gracia del Emperador y por la fuerza de mis dedos potenciados.
—Hemos perdido contacto con dos de los piquetes de los niveles medios —me informó—. Vamos a enviar refuerzos.
—¡No! —le repliqué, tal vez con demasiada vehemencia—. ¡Saque a todo el mundo de los túneles! ¡Es la única posibilidad que tienen! —Atascados en un espacio cerrado, incapaces de concentrar el fuego, serían presas fáciles. Eso ya lo había visto antes con toda claridad—. Cubra las entradas con todo lo que tengan y atáquenlos cuando salgan. —Probablemente no nos serviría de nada al final, pero por lo menos serían ellos los que se encontrarían en un cuello de botella. Traté de no pensar en su capacidad para teleportarse o para atravesar paredes…
—Recibido —respondió Kasteen, claramente dispuesta a confiar en mi mayor experiencia con estos abominables enemigos, y cortó.
Consideré lo que me acababa de decir y no me gustaron las conclusiones a las que estaba llegando. Era evidente que los necrones se estaban moviendo a través de las minas en número considerable si habían sido capaces de acabar con dos de nuestros escuadrones sin darles siquiera ocasión de enviar un mensaje de voz. Tal vez los que se hallaban en estasis estuvieran reviviendo y se estuvieran sumando a los recién llegados…
—Lo he encontrado —dijo Logash por encima de mí, con una alegría nada natural dadas las circunstancias, y empezó a rascar la cubierta de hielo de la pared, rociándome con una ligera capa de nieve en polvo. Evidentemente sabía lo que estaba haciendo. Extrajo una delgada sonda metálica de uno de sus dedos y empezó a manipular una melladura que había en un lado de la tubería—. Vaya, esto debería conseguir…
Una sección de la pared que había junto a su mano se retrajo de repente con un chirrido que me hizo doler los dientes y dejó entrar un haz de luz y de aire cálido en nuestro gélido entorno. El tecnosacerdote desapareció de mi vista, y después de un momento de trepar lo seguí agradecido, alzándome hasta un suelo de malla metálica iluminado por una tenue luz encastrada en la pared contigua. A pesar de su escasa potencia, el brillo amarillento resultaba increíblemente acogedor. Me volví para echarle una mano a Jurgen, que venía detrás de mí.
La cámara en la que nos encontrábamos era pequeña. Apenas cabíamos los tres, y al mirar alrededor me di cuenta de que no era más que un descansillo en una larga escalera metálica que se perdía en la distancia por encima de nuestras cabezas y por debajo de nosotros, hacia profundidades de vértigo. Logash examinó algunas runas grabadas en el exterior del panel de acceso por el que habíamos salido de la tubería y asintió satisfecho.
—Bueno —dijo.
—¿De qué se trata? —pregunté desconfiado. Dado su nivel de estabilidad mental, eso podría haber significado cualquier cosa a estas alturas. El joven tecnosacerdote señaló con un gesto vago todo lo que nos rodeaba.
—Estamos en uno de los pozos principales de mantenimiento. Deberíamos llegar a la capilla principal de mantenimiento unos cuantos niveles más arriba.
—La mejor noticia que he tenido en todo el día —resoplé—. Usted primero.
Eran más que unos cuantos niveles, por supuesto. Debíamos de llevar subiendo casi media hora cuando Logash se detuvo ante otro panel de acceso en la monótona pared de metal. Yo ya había perdido la cuenta de los tramos de escaleras que habíamos subido. Sin embargo, mis rodillas no, y me dolían horriblemente, pero es sorprendente lo motivado que uno puede estar con un ejército de autómatas pisándole los talones, y seguí adelante. Jurgen, por supuesto, no daba muestras de cansancio ni de incomodidad a pesar de cargar con la pesada arma.
—Debería ser éste. —Logash vaciló, y noté que la puerta era más grande y más elaborada que cualquiera de las que habíamos visto mientras subíamos, decorada con el símbolo del engranaje del sacerdocio.
—Bien —dije—. Entonces, salgamos de aquí.
—No estoy seguro de que deba abrirla —replicó el tecnosacerdote lentamente mientras nos miraba a Jurgen y a mí con una expresión desconfiada—. Éste es un lugar santo. Sólo el personal ordenado y consagrado puede pasar de este punto…
—Magnífico —exclamé—. Estamos llevando a cabo una misión del Emperador. ¿Acaso puede haber algo más sanro que eso? —Logash pareció confundido.
—Ésa sería una cuestión ecuménica —repuso—. No estoy seguro de estar cualificado para juzgar…
—No se preocupe —lo interrumpí—, yo sí. Ahora, ¿va a abrir la maldita puerta o tendrá que hacerlo el hermano Jurgen? —Mi ayudante dio un paso adelante y preparó su melta. Logash accionó la runa de activación con una prisa casi obscena.
No estoy seguro de qué esperaba encontrar dentro, pero mi primera impresión fue de una complejidad tecnológica abrumadora. A diferencia de la tumba necrónica que teníamos debajo, cuyas incomprensibles brujerías palpitaban con palpable malevolencia, ésta era una capilla impregnada de la benevolencia del espíritu máquina, puesto al servicio del bien de la humanidad y bendecido por los tecnosacerdotes que normalmente trabajaban aquí. Hice un gesto automático de obediencia a la gran cristalera emplomada con una imagen del Emperador (por supuesto, bajo la apariencia del Omnissiah, pero el Emperador al fin y al cabo), que proyectaba sombras de color sobre los apretados escritorios de madera oscura y atriles de bronce reluciente, provisto cada uno de una pantalla pictórica que representaba algún aspecto del funcionamiento de la planta.
—Traten de no tocar nada —nos advirtió Logash, pasando al lado de Jurgen, que estaba haciendo la señal del aquila con la boca más abierta que de costumbre.
No hay peligro, pensé, apartándome cuidadoso del atril más próximo, cuando me llamó la atención la imagen de la pantalla. Mostraba una imagen borrosa e inestable de lo que parecía una de las galerías de la mina, y contemplé con horror la sombra inconfundible de un guerrero necrón. Un momento después apareció otra de las monstruosidades metálicas, y luego una tercera.
—Logash —llamé. El tecnosacerdote dejó de hacer genuflexiones ante el altar de la esquina, evidentemente molesto, y se dispuso a reunirse conmigo. Señalé la imagen—. ¿Dónde está esto?
—Sector cinco, nivel catorce —respondió tras una breve consulta de algunas runas del atril. Ajustó los controles y la imagen cambió, mostrando otra galería. Después de un momento, el necrón que encabezaba la marcha apareció allí—. Pasando hacia sector tres.
—¿Desde aquí se puede ver la totalidad de la mina?
Hizo una señal afirmativa.
—Los rituales de enfoque son muy similares a los de su hololito. Puede usar este atril si le es de utilidad. —Iras unos minutos de instrucción, el encendido de una varita de incienso y el rezo de unas cuantas plegarias sobre mí, me dejó que siguiera adelante con un aire de alivio evidente.
La imagen que se iba formando era, cuando menos, sombría. No tardé mucho en establecer que los niveles inferiores estaban infestados de necrones, cientos de ellos, y que sistemáticamente barrían los túneles pasando cada vez a niveles más altos. Llamé a Kasteen.
—Según mis cálculos, tenemos una media hora antes de que lleguen a la superficie —dije—, y eso con suerte. —Al menos los pocos soldados que pude ver ya estaban en los niveles más elevados y se retiraban, de modo que había hecho caso a mi aviso anterior. Un proyector pictórico exterior me había mostrado la plataforma de aterrizaje abarrotada de cientos de hombres y mujeres, por no mencionar los vehículos, que esperaban pacientemente su turno para abordar uno de los transbordadores. Con una sensación de náusea en el estómago empecé a darme cuenta de que la enorme mayoría de ellos todavía estaría allí cuando los necrones salieran a la superficie.
—Estaremos preparados —prometió Kasteen, pero yo ya sabía que era una promesa sin sentido. Serían masacrados, no cabía duda, y lo peor de todo era que yo jamás llegaría a ponerme a salvo en la nave estelar. Tenía que haber algo que pudiéramos hacer para frenarlos, si pudiera pensar en algo…
—Logash —llamé, pero esta vez no me hizo caso, absorto en alguna tarea en uno de los otros atriles. Me acerqué hasta él y lo agarré del brazo—. Logash, esto es importante.
—Y esto también —replicó con un deje de irritación en la voz—. Los rituales de estabilización de los tanques de almacenamiento deben hacerse cada seis horas, y ya estamos fuera de plazo. Debe darse cuenta de lo volátil que es el promethium refinado…
—Oh, sí —respondí mientras una idea de tal audacia que casi ni yo mismo podía darle crédito empezó a tomar forma. Miré a través de la imagen de cristal del Emperador al complejo del otro lado, donde estaban los enormes tanques de almacenamiento, tan enormes como bloques de viviendas—. ¿Cuánto promethium hay en los tanques en este momento?
—Más o menos ocho millones de litros —dijo—. Como las naves cisterna no pueden aterrizar con los orcos por ahí, se ha acumulado bastante. Sin embargo, le aseguro que todavía están dentro de parámetros de seguridad aceptables.
—Yo más bien confiaba en que no fueran seguros —dije, y si hubiera tenido algo parecido a unas cejas estoy seguro de que las habría enarcado en ese momento. Señalé la maraña de tuberías que rodeaban a los tanques de almacenamiento—. ¿Conectan esas tuberías directamente con la mina?
—No, directamente no. —Me miró totalmente desconcertado—. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque si pudiéramos verter todo ese líquido por el hueco, realmente les daría a los necrones algo de qué preocuparse —afirmé. Una sonrisa empezó a extenderse por la cara del tecnosacerdote.
—Eso significaría saltarse unos cuantos rituales de seguridad —declaró, considerando la idea—, pero puede hacerse.
—Excelente —exclamé, sintiendo que por fin recuperaba un poco el optimismo—. Entonces será mejor que se ponga a ello.
—Por supuesto. —Se inclinó sobre el atril farfullando palabras incomprensibles, intercaladas ocasionalmente con lo que parecía una risita aguda, mientras manipulaba los controles. La posibilidad de exterminar a las criaturas que habían masacrado a sus amigos evidentemente le estaba removiendo muchas emociones, y empecé a preguntarme si su frágil salud mental resistiría el tiempo necesario para poner en marcha nuestro plan. Sin embargo, no había nada más que hacer como no fuera observar en silencio mientras pasaban los minutos y los autómatas de la pantalla pictórica se acercaban peligrosamente a la superficie.
—¿Infusión de tanna, señor? —Jurgen apareció de pronto sobre mi hombro, ofreciéndome el termo que había traído como una excusa pueril para incorporarse a la expedición, y tomé agradecido el aromático líquido, repentinamente consciente de lo cansado y hambriento que estaba. Todavía no había conseguido encontrar el emparedado que había metido en alguno de sus bolsillos, lo cual me produjo un alivio a duras penas disimulado, de modo que nos conformamos con las barras de ración estándar que no sabían a nada identificable.
—¡Listo! —exclamó Logash por fin, soltando otra risita. Su cara tenía un rubor sobrenatural, y le temblaban los dedos sobre los controles del atril. Fue la primera vez que vi temblar unos implantes potenciados.
—En el nombre del Emperador —asentí con solemnidad.
—¡In nominae Ernulfus! —dijo con tono vengativo mientras pulsaba un interruptor.
Por un momento pareció que no pasaba nada, hasta que tomé conciencia del retumbo sordo que parecía llenar todo el complejo. Las runas de varios de los atriles empezaron a ponerse rojas y brillantes, y un polvo de nieve se desprendió de la ventana exterior. Luego, durante unos instantes que parecieron eternos, dio otra vez la impresión de que no pasaba nada.
—¡Mire, señor! —Jurgen señalaba la pantalla pictórica que yo había dejado sintonizada con uno de los niveles superiores. Un torrente de líquido apareció de repente, llenando la galería de lado a lado, barriendo todo lo que encontraba a su paso, arrancando de las paredes trozos de hielo del tamaño de tanques superpesados y arrastrándolos por delante de sí. Entonces el proyector pictórico cayó de su soporte y la pantalla se oscureció. Pasé a otro justo a tiempo de ver un grupo de guerreros necrones, mucho más cerca de la superficie de lo que yo había creído posible, atrapados por la ola gigantesca, arrastrados y arrojados de un lado para otro como muñecas de trapo. De haberlos creído capaces de alguna emoción habría pensado que estaban mudos de asombro antes de darse la vuelta y tratar de huir, sin éxito, porque los arrasó a todos. Me pregunté si se desvanecerían, hechos pedazos por aquella irresistible marea de promethium puro. Tampoco les habría servido de nada; su tumba estaba en el punto más bajo del complejo de túneles y seguramente se inundaría en un momento dado, aunque Logash había calculado que el torrente tardaría unos veinte minutos en llegar hasta abajo. No es que necesitaran respirar, por supuesto, pero al menos no podrían usar el portal hasta que encontraran alguna manera de extraer el líquido de la cámara, momento en el cual, con suerte, la Flota Imperial habría llegado hasta aquí para estabilizar el planeta.
En términos generales, pensé, un resultado muy satisfactorio.
Todavía me sentía bastante pagado de mí mismo cuando me reuní con Kasteen y Broklaw en la plataforma de aterrizaje poco tiempo después, tan inflado por la euforia que por una vez ni siquiera me importó aquel frío que calaba hasta los huesos. La extensión de hielo era un hervidero de actividad. Los motores de los Chimera rugían mientras los supervisores los disponían para el embarque y los preparaban para el viaje y los soldados formaban por escuadrones para ocupar su lugar en los transbordadores de salida. Un movimiento vago que capté con el rabillo del ojo resultó ser un Sentinel que avanzaba ágilmente por nuestro flanco, atento a la presencia de tropas hostiles.
—Bien hecho, comisario. —Broklaw me estrechó la mano con fuerza—. No creo que nadie pudiera hacer ni remotamente lo que usted ha conseguido hoy.
—Bueno, la próxima vez que demos con una tumba de necrones, lo invito a intentarlo —le dije. Sonrió, tomándolo como una broma, pero lo que fuera que hubiera contestado quedó ahogado por el estruendo de un motor de transbordador cuando una de las naves de servicio del Puro de Corazón se elevó en el aire. Kasteen lo señaló con un gesto mientras rugía por encima de nuestras cabezas y empezaba a hacerse cada vez más pequeño en el cielo plomizo.
—Ése es el quinto —me dijo, elevando un poco el tono de voz para que pudiera oírlo a pesar del ruido que nos inundaba los oídos—. Ya han embarcado dos compañías completas. —Eso significaba que todavía quedábamos más de la mitad, alrededor de seiscientos soldados, en tierra. Todavía sería necesaria otra media docena de vuelos. Calculé el tiempo que eso llevaría y no me gustó el resultado. Si bien habíamos neutralizado la amenaza de los necrones, todavía había muchos orcos por ahí…
—¿Cuál es la situación con los orcos? —le pregunté a Broklaw, pero antes de que pudiera responder, se produjo una explosión titánica entre los edificios de la refinería que redujo el edificio principal del Administratum a escombros en un instante. Cayeron pedruscos a nuestro alrededor mezclados con trozos de hielo y lo que desazonadoramente parecían fragmentos de tejido humano.
Por un momento no supe qué pensar. Me seguían zumbando los oídos y miré en derredor en busca de algún daño en los depósitos de almacenamiento, convencido de que algo debía de haber detonado el promethium derramado. Entonces lo vi, tan alto como el edificio que acababa de destruir, avanzando entre los escombros. Su casco estaba abierto y destrozado en una docena de lugares, su cañón principal había desaparecido, pero al menos uno de los secundarios era todavía capaz de producir una masacre. A pesar del retraso que le habían impuesto los necrones, el gargante había llegado por fin.