CATORCE
Una cosa debo reconocerles a Welard y a su grupo de asalto, eran todo lo rápidos y sigilosos que yo podía haber esperado. Jurgen y yo teníamos que trabajar duro para seguirles la marcha, aunque avanzaban con tanta cautela como si tuvieran al enemigo a la vista. Dos o tres de ellos cubrieron el túnel que teníamos delante mientras los otros corrían a toda velocidad para ocultarse en las grietas o en los retazos de sombra antes de pasar a asumir a continuación los puestos de cobertura para permitir que sus camaradas avanzaran a su vez. Todo esto lo hacían con una precisión misteriosa, aparentemente sin sentirse embarazados por el tamaño de las bombas melta que llevaban, comunicándose sólo por señales manuales y evitando el uso de los intercomunicadores, lo cual yo agradecía, ya que sentía terror con cada sonido superfluo que nos llamaba la atención. Pero mientras avanzábamos siguiendo la ruta que se había grabado de forma indeleble en las sinapsis responsables de mi capacidad para circular bajo tierra, no vi ni uno solo de los signos que tanto temía. Ningún reflejo metálico en la oscuridad por delante de nosotros, ningún resplandor de osario verde que nos advirtiese de la presencia de la encarnación de la muerte.
Avanzábamos en la semioscuridad, con los iluminadores atenuados, de modo que las luces deslumbrantes que se reflejaban en el hielo circundante durante mi anterior incursión en las profundidades brillaban por su ausencia. Ahora, en lugar del refulgente resplandor de fondo al que me había habituado, las luces no nos devolvían más que un brillo mate, de aspecto casi orgánico, como si estuviéramos avanzando por el esófago de algún leviatán engendrado por la disformidad. La idea no resultaba nada tranquilizadora, y el estremecimiento que me recorrió no se debía sólo al frío.
Por fin llegamos al túnel sin salida donde había caído Penlan, poniendo al descubierto la existencia de los túneles del ambull debajo de la mina, y allí nos detuvimos para reagruparnos.
—Es aquí —les advertí a todos—. De aquí en adelante aumentan considerablemente nuestras posibilidades de encontrarnos con un necrón. —Lo que quería decir es que era «prácticamente inevitable», pero evité pronunciar esas palabras. No sólo por deferencia hacia los sentimientos de Welard y de sus hombres, que tenía la certeza de que habrían respondido con la misma falta de emoción que habían demostrado hasta entonces, sino porque yo mismo no quería enfrentarme con esa idea. Welard removió su puro, que para entonces tenía una delgada capa de escarcha que cubría las apretadas hojas de tabaco de las que estaba compuesto y que producía un irritante crujido entre sus dientes cuando hablaba.
—Nos encontrarán preparados. —Hizo un gesto con la mano izquierda—. Hastur. —Uno de los soldados dio un paso adelante para cubrir el agujero con el rifle infernal mientras el resto descendía hacia la oscuridad con la precisión de un equipo de demostración.
Oí un par de chasquidos en mi intercomunicador, casi como si estuviera captando alguna interferencia extraviada de algún lugar, pero que sabía era la señal del grupo de avanzada confirmando que allí abajo todo estaba despejado. El sargento me sonrió. Por primera vez tuve la sensación de que realmente disfrutaba con esto.
—¿Vamos? —preguntó, y desapareció por el agujero en pos de sus hombres.
Jamás sabré por qué no me limité a negar con la cabeza y salir corriendo hacia la superficie, atento sólo a llegar al último trasbordador que abandonara el planeta. Por supuesto, todavía tenía que cuidar mi fraudulenta reputación, que en los últimos años se había convertido en un arma de doble filo que me arrastraba a estas espectrales situaciones con la misma disposición que si pudiera inclinarlas a mi favor, pero en este preciso momento me sentí reacio a rendirme a ella. Y no podía negarse que mis posibilidades de supervivencia serían un poco mejores con una pantalla de tropas de asalto cubriéndome de los necrones en lugar de andar deambulando a solas por las catacumbas. Recorrí con la mirada la estrecha cámara y me encontré con los ojos de Jurgen. Verlo me tranquilizó de inmediato, a pesar de su habitual aspecto desaliñado, un recordatorio visible (y olfativo) de todos los peligros que habíamos pasado y superado juntos. Me sonrió y alzó su voluminoso melta.
—Usted primero, señor —dijo—, le cubriré la espalda. —Una tarea, debo decir, que desempeñó admirablemente en todos nuestros años de servicio conjunto. Le devolví una sonrisa forzada.
—No lo dudo —respondí. Entonces, antes de poder cambiar de idea, cogí la cuerda y me deslicé hacia las entrañas del infierno.
Caí pesadamente, pero lo hice de pie y conseguí hacerme a un lado mientras Jurgen se descolgaba detrás de mí. Los soldados de asalto miraron con cierto desdén nuestra actuación, cuya torpeza quedó más de manifiesto un momento después por el descenso de Hastur, que remató con la destreza de un acróbata.
—¿Hacia dónde? —preguntó Welard.
—Por aquí. —Señalé la dirección correcta y esperé a que el grupo de asalto atravesara la entrada primero para colocarme detrás de ellos. A cada paso que dábamos, el nudo que tenía en el estómago se apretaba más al insinuarse en mi mente, inextricablemente entremezclado con imágenes de lo que había visto en Interitus Prime, el recuerdo del lugar al que nos dirigíamos. No dejaba de repetirme que esta vez sería diferente, ya que ahora no huía presa del pánico por un laberinto desconocido, sino que me encaminaba a un lugar conocido en el que, por la gracia del Emperador, ya había estado antes y del que había escapado para contarlo. Kasteen tenía razón, los necrones estarían totalmente ocupados con los pielesverdes; ni siquiera sabían que estábamos allí…
—He encontrado algo —dijo el que abría la marcha, despertándome de la ensoñación y haciéndome volver a los confines claustrofóbicos del túnel de los ambull. Nos acercamos. La débil luz de nuestros iluminadores atenuados se reflejó en algo que había en el suelo del pasadizo.
—¿Le dice algo, señor? —preguntó Jurgen, enfocando con su débil haz algo que sólo él había notado.
Aparte de mí, él era el único del grupo que había recorrido antes estos estrechos túneles y que era capaz de reparar en cualquier cambio. Se me pusieron de punta los pelos de la nuca, algo mucho más frecuente en la ficción popular que en la vida real, y que puedo asegurarles no deja de ser una sensación incómoda. Mi ayudante estaba apuntando con su iluminador un cilindro clavado en el recubrimiento helado del túnel. Tenía más menos el espesor de mi antebrazo y estaba enterrado a más profundidad de la que podía penetrar la lámpara, de modo que no podíamos ver el extremo.
—Han estado aquí —murmuré. La única explicación posible era un disparo perdido de un desollador gauss que había impactado en la pared del túnel. Miré en derredor y encontré algunos otros impactos siniestros.
—Entonces, ¿a quién le disparaban? —preguntó Jurgen. Era una buena pregunta. Si los orcos habían penetrado hasta esta profundidad en los túneles, nuestra misión se iba a complicar mucho. Me adelanté para reunirme con Welard y el hombre que abría la marcha, que estaban contemplando perplejos un pequeño montón de objetos metálicos incrustados en el hielo y ominosamente manchados de rojo.
—¿Qué cree que son, señor? —preguntó, con un aire de indudable confianza por primera vez desde que nos habíamos encontrado. Miré la maraña de tubos y cables por un momento y me vino a la boca un sabor a bilis al darme cuenta de qué era.
—Son implantes mecánicos —dije, tragando saliva—. Le han sido arrancados a alguien —de modo que era ahí donde había ido a parar Ernulfph. Tal vez no fueran sus restos, por supuesto, pero lo más probable era que este patético resucitado hubiera encabezado cualquier descabellada expedición en la que participara. Me pregunté vagamente si encontraríamos rastros de otras víctimas o si se habrían evaporado todas, así, sin más.
No obstante, había algo indudable. Gracias a esos idiotas, a estas alturas los necrones sabrían que había humanos en Simia Orichalcae, y lo más probable es que nos tendieran una emboscada. Esto se ponía cada vez mejor.
Bueno, no tenía sentido quedarse allí preocupándose por esa posibilidad. El tiempo era de vital importancia, de modo que puse a todo el mundo en marcha y volví atrás, junto a Jurgen.
—Estate preparado —le advertí—, las cosas podrían estar a punto de…
Me interrumpió el grito de muerte del hombre que iba a la cabeza que se encendió y se desintegró en el resplandor necrótico de una de aquellas infernales armas gauss, y en seguida tuvimos encima a los guerreros metálicos cuya aparición tanto había temido.
—Apunten bien —dijo Welard con calma, y los soldados que quedaban vivos lanzaron una andanada de fuego de rifles infernales contra nuestros atacantes. El resplandor de los impactos láser sobre el necrón que encabezaba el grupo me deslumbró, a continuación su pecho se abrió, perforado por el disparo de precisión, y cayó sobre el resbaladizo suelo dejando tras de sí un nuevo blanco que ya apuntaba con otro desollador gauss.
Lo que es justo es justo: Welard y sus hombres sabían lo que se hacían. Como ya he mencionado antes, los túneles de los ambulls eran estrechos, lo cual obligaba a los monstruosos autómatas a atacarnos casi en fila india, pero la disciplina de los nuestros era excelente, y tras sufrir la primera baja iniciaron una rutina bien aprendida, con los de la primera fila cuerpo a tierra, los que iban detrás de rodillas y los últimos de pie, de modo que todo el escuadrón podía concentrar su fuego al unísono. El segundo necrón perdió la cabeza, literalmente, y cayó con pesadez encima del primero con el ruido de alguien que da un puntapié a una lata llena de metales de desecho. Mientras lo veía caer me di cuenta, con un estremecimiento de horror, de que el primer guerrero metálico, al que creíamos haber destruido, se ponía de pie lentamente.
—Jurgen —dije, y mi ayudante dio un paso adelante apuntando su melta. Los soldados se apartaron ágilmente de su camino y mantuvieron una descarga de fuego de sus rifles infernales para cubrirlo mientras apuntaba, y se protegieron los ojos cuando apretó el gatillo.
El resplandor de energía actínica me impresionó la retina a pesar de tener los ojos cerrados, y todo en derredor sonó el rugido del hielo al transformarse de forma instantánea en vapor. De pronto, el aire que me llegó a la cara fue cálido y húmedo, como si hubiera sido teleportado a alguna distante selva pluvial. Mientras parpadeaba para despejar la vista, no vi nada más que amasijos de metal fundido rodeados de pedazos de estatuaria, algunos de los cuales todavía se retorcían para congelarse casi de inmediato bajo el hielo que volvía a formarse rápidamente. Luego, en un instante, se desvanecieron como si nunca hubieran estado allí, dejando detrás únicamente nubes de vapor y alguna melladura de forma extraña en el suelo del túnel.
—Despejado —confirmó Hastur, ocupando el lugar de su desintegrado compañero y guiándonos hacia la oscuridad. Welard hizo un gesto de aprobación a Jurgen, una inclinación de cabeza casi imperceptible, al pasar a su lado, supongo que era lo más próximo a dar las gracias a un extraño, y salió a la carrera en pos de sus hombres. No pude por menos que comparar la reacción del equipo de Grifen ante la pérdida de Lunt con la actitud resignada y realista del grupo de asalto ante la pérdida de uno de los suyos. Se lo mencioné al sargento.
—La misión es lo primero —respondió con expresión dura, y no pudo decir nada más al respecto. Tampoco yo tenía ánimo para conversaciones sin sentido, de modo que lo dejé correr y seguí aguzando el oído para captar el menor sonido que pudiera indicar la aproximación de más de esos monstruosos guardianes.
Sin duda la suerte del Emperador nos acompañó, ya que muy pronto contemplé el odioso resplandor que anunciaba que estábamos a punto de llegar a nuestro objetivo. Avanzamos pegados a la pared rocosa y helada del túnel hacia la entrada de la imponente caverna por la cual yo había escapado hacía apenas unas horas. Teníamos puestos los cinco sentidos en detectar cualquier señal indicativa de que nos hubieran descubierto.
Todo estaba silencioso, al margen de aquel maldito zumbido y del latido de mi corazón, que era como una descarga de artillería. Salimos al espacio abierto que tan ardientemente había esperado no volver a ver. La aprensión hacía que me picara el cuero cabelludo, y tuve que echar mano hasta del último vestigio de autocontrol para dar la sensación de calma delante de Welard y sus hombres. Estos apuntaban sus armas sobre cada posible escondite, sobre cada sombra teñida de verde proyectada por aquellos imponentes y misteriosos mecanismos. No daban muestras de estar desconcertados por la absoluta sensación de maldad que desprendía todo lo que nos rodeaba.
—¿Por dónde? —preguntó el sargento. Señalé en la dirección del portal y asintió con la cabeza—. Adelante —ordenó.
Nos deslizamos sigilosamente por el enorme espacio en el que Jurgen y yo habíamos estado apenas unas horas antes, siempre pegados a las sombras de las imponentes máquinas, en medio de esa mortecina luz de osario que le daba a todo un barniz de pubescencia. Algunos de los ingenios estaban marcados con los peculiares jeroglíficos a base de barras y círculos que había visto en Interitus Prime, y les puedo asegurar que los recuerdos que volvían ante aquella visión no contribuían en nada a aquietar mis temores. A estas alturas, mis nervios estaban más tensos que las cuerdas de un arpa, y probablemente fue esta sensación de exacerbada paranoia lo que me permitió captar un sonido casi inaudible, un leve chirrido que me recordaba al de los gusanos taladradores. Llamé la atención del sargento al respecto.
—Cinco metros, a las dos en punto. Detrás de ese… lo que sea. —Welard asintió e indicó a un par de sus hombres que flanquearan la reluciente maraña de tubos que despedían un brillo verdoso. Los demás nos agrupamos, listos para hacer frente a cualquier amenaza que surgiera. Preparé mi pistola láser y mi espada sierra. No es que pensara que la espada fuera a ser muy útil contra el metal, pero me había prestado muy buenos servicios en muchas ocasiones y sentir su peso en la mano me tranquilizaba.
—Contacto. Ninguna amenaza —confirmó uno de los soldados. Su voz sonó levemente atenuada en mi intercomunicador y volvió el silencio. Corrí hacia delante a reunirme con ellos, maldiciendo su laconismo.
—Explíquese —exigí, igualmente escueto y temiendo transmitir durante el tiempo suficiente para ser detectado. Si el soldado estaba sorprendido, no dio muestras de ello.
—Es un mecano —respondió lisa y llanamente.
Pero no un mecano cualquiera, por supuesto, el sentido del humor del Emperador llega más lejos. Incluso antes de reunirme con ellos yo ya tenía un presentimiento que quedó ampliamente justificado al echar una mirada al bulto tembloroso que trataba de esconderse debajo la tubería de mayor tamaño.
—Logash —dije. El joven tecnosacerdote debió de haber reconocido mi voz, porque se volvió y alzó la vista hacia mí. Aunque sus ojos metálicos hacían casi imposible discernir cualquier expresión, una especie de reconocimiento empezó a abrirse camino por el terror absoluto que inundaba su cara.
—¿Comisario Cain? —Su voz temblaba como la de un adolescente. Si no estaba ya majareta antes de esto, sin duda se había vuelto ahora—. Tenía usted razón, tenía razón. No teníamos derecho a penetrar en los sagrados misterios del Omnissiah…
—¿Dónde están los demás? —lo interrumpí, poniéndome en cuclillas a su lado y hablándole con voz sosegada. No he tenido mucha experiencia con desequilibrados, dejando de lado al extraño cultista del Caos, pero he visto casos suficientes de fatiga de combate y sus síntomas me parecían similares; superado por los horrores que había presenciado, simplemente se había encerrado en sí mismo—. ¿Dónde está el mago Ernulfph?
—Muerto —respondió con tono quejumbroso, moviendo los ojos inexpresivos sin enfocarlos en nada—. Derribado por los guardianes por culpa de nuestra arrogancia. Deberíamos haberle hecho caso a usted, deberíamos haberlo escuchado…
Luchando contra la tentación de decirle «si ya se lo había dicho yo» aunque con cierta dificultad, lo puse de pie con toda la suavidad de que fui capaz. (Y que, para ser sincero, no era mucha. Estaba totalmente catatónico, pero por fin lo conseguí).
—¿Lo va a llevar con nosotros? —inquirió Welard con un tono que no dejaba dudas sobre lo que pensaba al respecto.
—No podemos dejarlo aquí —asentí. El sargento pareció indeciso, y por un momento vaciló, pensando, sin duda, que nuestra misión realmente pendía de un hilo, y que el hecho de sumar a nuestro grupo a un lunático babeante no iba a facilitar las cosas.
Claro que, por otra parte, Logash había estado aquí abajo más tiempo que ninguno de nosotros, y podía tener información capaz de salvarnos la vida, o al menos ayudarnos a volar el portal. Como tantas otras en mi vida, era una decisión casi imposible de hacer y que nadie podía tomar por mí, pero precisamente es por eso que llegué a lucir esta estrafalaria gorra. Presioné el brazo del tecnosacerdote, recordando el intento de Grifen de sacar a Magot de su estupor no muy lejos de donde estábamos ahora.
—Tenemos que irnos —dije y vi con alivio que Logash asentía y acomodaba su paso al de Jurgen y al mío—. Supongo que Ernulfph le pidió que lo guiara hasta aquí.
—Yo recordaba el camino —asintió el tecnosacerdote—. El Omnissiah nos guió…
—Ya, ya veo —lo interrumpí—. ¿Qué sucedió a continuación? —Su rostro se contrajo.
—Entramos en el templo y los guardianes se nos echaron encima. Algunos cayeron allí mismo, en un supremo acto de obediencia al dios máquina. Otros huyeron, pero los guardianes los persiguieron sin clemencia. —Eso explicaba al menos los restos que habíamos encontrado en el túnel, unos cuantos debían de haber conseguido llegar hasta allí antes de que los arrinconaran. Logash me miró con expresión tensa, angustiada—. Fueron rápidos y terribles —musitó—, y estaban rodeados por un aura de horror.
Bueno, eso se parecía mucho a todos los necrones que yo me había encontrado, y en ese momento no di importancia a sus palabras al tomarlas como una figura retórica, aunque no tardaría en descubrir la razón que tenía.
—Contacto —dijo Hastur, abriendo fuego. Los demás lo imitaron y yo busqué cobertura, arrastrando a Logash conmigo hacia las sombras. Un momento después, un olor acre a calcetines sucios indicó que Jurgen se había unido a nosotros.
Preparé mi pistola láser, buscando un objetivo, y comprobé agradecido que el grupo de asalto se enfrentaba con absoluta pericia a la avanzadilla de los guerreros metálicos. Eran los cazadores de pieles que habíamos visto antes, o al menos una copia idéntica de ellos. Avanzaban con velocidad aterradora, con sus largas hojas cortando el aire, sibilantes, a un lado y a otro. Sin embargo, en vez de pieles de orco, los de la primera fila llevaban pieles humanas, todavía frescas y chorreando sangre. Los delgados regueros de sangre parecían negros bajo aquella luz cadavérica que lo bañaba todo, jaspeando los torsos de metal. Mientras apuntaba al que iba delante directamente en el centro de la frente, me di cuenta con un estremecimiento que su obsceno traje todavía conservaba el vestigio de una cara; y, para colmo, una cara que reconocí.
—¡Ernulfph! —susurré. Se me revolvió el estómago cuando la criatura que iba debajo se tambaleó cayendo hacia atrás. Me aseguré de ello con una andanada de disparos y a continuación fijé la atención en la monstruosidad que lo seguía. Es cierto que el mago había sido un idiota pomposo, pero nadie merecía un destino como ése.
—¡Los tenemos detrás! —advirtió Hastur antes de que la voz se le quebrara en un grito desgarrador. Me volví justo a tiempo para ver cómo caía derribado por uno de los autómatas provisto de hojas cortantes y era eviscerado en cuestión de segundos. Su sangre corrió por los lados del voluminoso armario de metal desde detrás del cual, apenas un instante antes, había estado disparando con su rifle infernal sobre el grueso de nuestros viles atacantes. Un momento después, el desollador se puso de pie. La piel todavía húmeda del desdichado soldado se pegaba a su torso de metal por el efecto adherente de su propia sangre.
—¡Maldita sea! —grité—. ¡Jurgen!
A mi señal, mi ayudante lanzó otra andanada de su melta al centro del grupo, abriendo una brecha en medio de ellos con la misma eficiencia de antes. Una vez más, los necrones, arrasados por la plena potencia de la descarga quedaron simplemente aniquilados, evaporándose tan completamente como las víctimas de las terribles armas que ellos mismo portaban, mientras que los que quedaron en las márgenes del arrasador estallido de energía se tambaleaban, con las extremidades y los torsos cercenados y ablandados como la cera de una vela. Por un momento pensé que se reharían de esa manera tan desconcertante que había visto antes, pero los supervivientes simplemente desaparecieron. No sé cómo, pero el cadáver de Hastur desapareció junto con ellos. El motivo por el que se lo llevaron es un misterio cuya respuesta les aseguro que no quiero conocer jamás[69].
—¿Distancia al objetivo? —preguntó Welard mientras los supervivientes se reagrupaban. Aparte de una única mirada a la sangre que recubría la superficie metálica y que señalaba el lugar donde Hastur había muerto, no dio más muestras de sentirse afectado por la suerte que había corrido su camarada, y los demás parecían igualmente centrados en el resultado de nuestra misión, dedicados a examinar los alrededores en busca de alguna señal de renovada actividad necrónica. Agradecí su vigilancia, aunque su total falta de emoción ya empezaba a resultarme un poco inquietante.
—Unos trescientos metros —dije, tratando de centrarme en lo que teníamos por delante.
Welard asintió e hizo señas a los supervivientes de su escuadrón de que avanzaran. Jurgen y yo íbamos detrás, igual que antes, aunque ahora plenamente conscientes de que podía venir un ataque desde cualquier dirección, lo cual me hacía mantener una vigilancia aún más diligente de nuestro entorno. Puse a Logash en movimiento otra vez con un pequeño tirón en el brazo, y apretó el paso, aparentemente muy dispuesto a seguir todas mis órdenes, toda vez que había demostrado que tenía razón acerca de lo inconveniente que era estar aquí.
Unos instantes después atisbé un brillante resplandor detrás de una de aquellas voluminosas máquinas y se lo hice notar al sargento.
—Es ahí —señalé mientras lo veía palpitar como el latido de un corazón enfermo y luchando contra la oleada de terror que me invadió de repente—. El portal. —El resplandor se intensificó por un momento, acompañado por un ruido atronador de aire desplazado que retumbó y fue propagado por el eco en aquella caverna del tamaño de una ciudad, como si presagiara una tormenta tropical—. Y está activo. —Traté de no pensar en la cantidad de refuerzos que podían haber llegado de repente, más bien demasiados, a juzgar por la cantidad de aire que habían desplazado al materializarse.
—No por mucho tiempo —afirmó Welard. Aparentemente, su confianza no se había debilitado por la pérdida de un tercio de sus hombres.
—Movimiento —advirtió uno de los soldados con el mismo tono desapasionado de siempre—. A las once en punto, treinta metros. —Nos volvimos para hacer frente a la nueva amenaza y el cuarteto de soldados de asalto preparó sus rifles infernales mientras Jurgen ponía el melta en posición de disparo. Logash empezó a temblar violentamente.
—Que el Omnissiah proteja tus circuitos —farfulló—, que este indigno relé acelere los electrones de tu gran computación, preservándonos de fundirnos… —y otras jerigonzas propias de los tecnosacerdotes. Cuál no sería mi sorpresa al mirar a las tropas de asalto y comprobar que temblaban casi tanto como él.
—Que el Emperador sea con nosotros —rezaba entre dientes el que tenía más cerca—. Que nos proteja con el escudo de su voluntad…
Algo iba decididamente mal, pensé. Después de todo lo que habían pasado sin inmutarse, resultaba difícil de aceptar que se sintieran tan abrumados por un simple grupo de guerreros que a duras penas nos superaban numéricamente. Pero Welard tenía la mandíbula apretada y había mordido el puro, cuya mayor parte había caído al suelo sin que se diera cuenta. El rifle infernal le temblaba en las manos, tanto que casi era imposible que diera en el blanco, y también él rezaba uno de los catecismos de mando que sin duda le habían inculcado machaconamente los tutores de la schola, con bastante más eficacia de la que yo había empleado en juzgar su conducta hasta entonces.
Empezó a disparar sin control a los guerreros que se aproximaban, y como si eso fuera una señal, los demás también abrieron fuego. Los disparos láser empezaron a detonar sin orden ni concierto en torno a los necrones sin que ni uno solo diera en el blanco, casi con la misma imprecisión que los orcos. En estos guerreros había algo que los diferenciaba de los demás que habíamos visto, una actitud más resuelta, semiconsciente, que hacía que los escalofríos me recorrieran toda la espalda mientras yo asimilaba más detalles de su aspecto. Eran menos esqueléticos que los otros y parecían compuestos a partes iguales de cerámica y de metal, y tenían tubos y cables retorcidos en torno a sus huesos metálicos que se flexionaban como la musculatura de un ser vivo al moverse. Delgados zarcillos de desesperación empezaron a enredarse en torno a mi alma mientras se aproximaban, amenazando no sólo con la muerte, sino con la aniquilación. El miedo al que estaba acostumbrado podía dominarlo y controlarlo, al menos hasta cierto punto, pero esto era diferente, un terror básico que brotaba desde lo más hondo de mi ser y amenazaba con inundar mi mismísima conciencia. Levantando la pistola láser que tenía en la mano, y agradeciendo, por irónico que parezca, los implantes que me permitían mantener el pulso a pesar de la traición de mi propio cuerpo, disparé al que iba en cabeza, abriéndole un agujero limpio en medio de la frente.
—¡El horror! ¡El horror! —Logash estaba a mis pies, hecho un ovillo y aferrado a mis tobillos, mientras los soldados del grupo de asalto rompían la formación y huían en todas direcciones con gritos de terror—. ¡Vuelve el horror!
—¡Jurgen, quítamelo de encima! —grité. Sólo el peso muerto del balbuciente tecnosacerdote impidió que yo también saliera corriendo. Luché contra aquel embate de emociones básicas, sintiendo que estaba amenazado el mismísimo sentido de mí mismo, de un modo que no había experimentado desde que la bruja Slaaneshi había tratado de sacrificar mi alma a su perversa deidad en Slawkenberg hacía ya más de una década, y me dejé llevar únicamente por el instinto. La lanza verde de un desollador gauss pasó casi rozándome y abrió un buen agujero en el armario de paredes lisas que tenía junto a mí. Disparé a mi vez, alcanzando a mi atacante en el pecho y haciéndolo balancearse un momento antes de que reanudara su avance imparable.
—Vamos, señor. —Mi ayudante estaba ahora a mi lado, separando los dedos de Logash de mi bota, lo cual no fue nada fácil teniendo en cuenta que estaban engarfiados por un rictus de terror complicado aún más por los implantes potenciados. La presión que sentía sobre mi alma se aligeró de repente, como si la hubiera eliminando de un portazo. Tiré de Logash y lo puse de pie mientras me colocaba detrás de Jurgen y éste disparaba el melta.
Una vez más la potente arma hizo su trabajo, eliminando a nuestros atacantes más inmediatos, pero en esta ocasión no iba a haber un respiro para que se teleportaran a lamerse las heridas. El grupo se había dispersado para dar caza a los soldados que habían huido despavoridos, y sólo quedaba un par de ellos. Al buscar alrededor alguna señal de los que hasta ese momento habían sido nuestros compañeros, vi a dos de ellos derribados por disparos de desollador que gritaban y se evaporaban ante mis ojos. Welard estaba en una esquina con la espalda protegida entre dos estructuras del tamaño de un Chimera, con los ojos desenfocados. Evidentemente había perdido la razón, y el rifle infernal colgaba olvidado de su mano mientras él farfullaba incoherencias. Todavía seguía implorando una ayuda del Emperador que nunca llegó cuando el jefe de los autómatas le cortó la cabeza de un solo golpe, recibiendo sobre su propio cuerpo la lluvia de sangre.
—Vamos —dije con urgencia—. ¡Tenemos que salir de aquí! —Logash estaba empezando a recuperar lo que le quedaba de juicio y negaba lentamente con la cabeza.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó. Yo estaba empezando a entenderlo, pero no había tiempo para largas explicaciones, y en nuestro último encuentro Amberley nos había dejado bien clara a Jurgen y a mí la vital importancia de no revelar a nadie el don de mi ayudante, de modo que me limité a agarrar por el brazo al tecnosacerdote y a ponerlo en movimiento.
—No se separe de Jurgen —le indiqué, y nos echamos cuerpo a tierra entre un armario metálico sin relieves de unos tres pisos de altura y un bucle de conducción que parecía un reluciente intestino verde. De repente sonó un débil grito que confirmó la pérdida del último miembro del grupo de asalto.
Con el corazón queriendo salírsenos del pecho estuvimos quietos durante un tiempo, tal como indudablemente había hecho Logash antes, mientras aquellas apariciones funestas empezaban lo que tenía todo el aspecto de ser una búsqueda metódica. Sin embargo, observé con alivio que algo parecía desorientarlos cada vez que se acercaban a nuestro escondite, ya que se desviaban al llegar a unos metros de nosotros, algo que sólo me atrevía a atribuir a las peculiares cualidades de Jurgen[70].
Al fin, cuando todo pareció otra vez tranquilo, decidí que era hora de movernos. La evacuación debía de estar ya muy adelantada, y me proponía instalarme en un trasbordador y a salvo en el Puro de Corazón antes de que algo más tuviera ocasión de salir mal.
—¿Y qué pasa con el portal, señor? —preguntó Jurgen.
Me encogí de hombros.
—No creo que podamos hacer nada al respecto ahora. —Lo cual era cierto, ya que las cargas melta, que eran lo único con posibilidades de destruirlo, se habían esfumado con los soldados del grupo de asalto que eran quienes las transportaban—. Parece que después de todo vamos a tener que llamar a la Flota Imperial. —Mala suerte para la galaxia, por supuesto, pero es muy extensa y ni siquiera un ejército necrónico podía hacerle mucha mella. Al menos eso esperaba. De modo que fuimos desandando el camino con cuidado hacia el túnel por donde habíamos venido, pasando de un escondite a otro como habíamos hecho antes y permaneciendo inmóviles a cada señal de movimiento.
Con enorme alivio puedo decir que no tropezamos con ninguna otra de esas terribles apariciones, aunque vimos a los guerreros más comunes a cierta distancia. El túnel abierto por los ambulls no tenía vigilancia, lo cual fue el colmo de la felicidad, y volví al santuario de los túneles de hielo con una ligereza de espíritu que resultaba casi intoxicante.
Por supuesto, era demasiado bueno para durar, y no duró, como era inevitable.