TRECE

TRECE

Está claro que no podía negarme, ¿no les parece? ¿Cómo iba a negarme delante de toda esa gente? Había caído víctima de mi propia retórica, y volverme atrás a estas alturas habría arruinado esa reputación que no merecía. Y lo que es peor, habría perdido el respeto de las tropas, lo cual era tal vez lo único que me quedaba capaz de preservar mi miserable pellejo. De modo que hice unos cuantos comentarios modestos y apropiados sobre lo mucho que apreciaba la confianza de todos y diciendo que esperaba no decepcionarlos antes de sumirme en un estado de absoluto terror que, por suerte, suele confundirse con la fatiga.

Como resultado de ello, el resto de la reunión transcurrió en una especie de niebla por lo que a mí respecta, y si se discutió alguna otra cosa de importancia, ni me enteré[65]. Volví en mí a tiempo para escuchar un informe sobre un plan suicida para inhabilitar al gargante, que Broklaw les aseguró a todos que sería eficaz si los orcos que iban al mando eran lo bastante estúpidos como para caer en una trampa evidente, aunque dada la inteligencia demostrada por los que había encontrado en mi variada carrera, era una apuesta bastante segura. Aparte de eso, no me interesaba nada que no fuera mi tazón de tanna, que Jurgen, tan atento como siempre, rellenaba de vez en cuando.

Me tomó, pues, por sorpresa, cuando todos los civiles se pusieron de pie y se marcharon. Seguramente los amanuenses y los mecanos se pelearían en la puerta por ver quién tenía precedencia, mientras Morel y la delegación del gremio de los mineros pasaba delante de ellos con toda tranquilidad. Por fin la sala quedó en silencio.

—Todo salió bien —apuntó Broklaw. Seguramente no era lo que quería decir.

—De todos modos han accedido a la evacuación —asintió Kasteen—. No es que tuvieran otra posibilidad, pero al menos no tendremos que emplear tropas para obligarlos a subir a los transbordadores a punta de fusil.

—No cuente con ello —la rebatí—. En cuanto hayan tenido tiempo para pensarlo, los tecnosacerdotes se resistirán a marcharse. —Al menos la mayoría de los mineros y el personal del Administratum se habrían ido ya, lo cual sólo dejaría a unos doscientos civiles en el planeta. Un par de vuelos de trasbordador, no más que eso; aunque llevarse al regimiento sería mucho más costoso cuando llegara el momento de abandonar el planeta.

—Entonces pueden quedarse y combatir con los necrones —dijo Kasteen—. No voy a poner en peligro a nuestra gente si empiezan a marear la perdiz.

—Me alegra oírlo —declaré.

No es que aquello fuera a cambiar algo para mí, después de que mis moléculas fueran dispersadas por un rifle gauss de los necrones. Y eso, si tenía suerte. Pensé en los otros monstruos con sus chaquetas de piel de orco y deseé fervientemente no encontrarme con ellos nunca más. Con gran esfuerzo conseguí dar a mis pensamientos un giro más productivo. Todavía no estaba muerto, y por el Emperador que no tenía intención de estarlo si podía encontrar la menor ocasión de escabullirme de la misión suicida a la que yo mismo me había empujado.

—¿Cuál es la situación táctica?

No habíamos hablado de ello delante de los civiles, por supuesto, a ellos era mejor distraerlos con generalidades vagas y evitando decididamente frases como «estamos aviados», que no harían más que alterarlos.

A modo de respuesta, Kasteen activó otra vez el hololito y Mazarin apareció en su puesto en el puente del Puro de Corazón, cabeceando levemente por efecto de la corriente de aire que entraba por una escotilla cercana.

—Nada de esto tiene mucho sentido para mí —admitió con tono alegre—, pero los soldados son ustedes. ¿Qué les parece? —Kasteen, Broklaw y yo miramos las descargas del último sensor de la nave estelar en órbita. Era indudable que el avance de los orcos había perdido empuje, cediendo ante nuestra línea de batalla y replegándose en algunos lugares para reunirse sobre su flanco izquierdo. Broklaw frunció el entrecejo.

—El gargante se ha desviado —dijo.

Bueno, gracias al Emperador, pensé, al menos no tendría que preocuparme de que la trampa para tontos que les habían montado hiciera que toda la mina se derribara sobre mi cabeza mientras yo estaba allí abajo, a oscuras, enfrentándome otra vez a los necrones… Las manos empezaron a temblarme levemente mientras pensaba en eso, de modo que las metí en los bolsillos de mi capote y estudié el hololito con gesto sombrío. Algo sobre la redistribución de las fuerzas orcos apelaba a mi subconsciente, y empezó a picarme el cuero cabelludo hasta que finalmente me di cuenta de qué era.

—La entrada del túnel que encontramos estaba más o menos por aquí —dije, señalando un punto en el flanco opuesto de la montaña con respecto al valle que tan acertadamente estábamos defendiendo. El grueso de las fuerzas de los pielesverdes se estaba moviendo en esa dirección, y el inesperado desvío del gargante no era sino parte del movimiento general. Y sólo había una razón obvia por la cual la atención de los orcos podría haberse desviado de la batalla en curso contra nosotros.

—¡Maldita disformidad! —bramó Kasteen con la respiración entrecortada una vez que llegó a la misma conclusión—. ¡Los cabezas de lata están atacando a los verdosos!

—Y con un contingente nada despreciable, a juzgar por el número de refuerzos que desplazan —apuntó Broklaw, estudiando la pantalla con mayor atención. Por supuesto, no tenía por qué ser así, ya que los orcos por naturaleza acuden al punto donde esperan que el combate sea más feroz. No obstante, era lo que sugerían los datos.

—¡Perfecto! —exclamó Kasteen, dejándome boquiabierto—. ¿Saben lo que significa?

—No. —Mazarin se encogió de hombros en la esquina del hololito, donde su imagen se redujo al tamaño de mi mano—. Mi departamento no. —Claro que, en cualquier caso, Kasteen no se había dirigido a ella.

—¡Significa que los malditos necrones están despiertos! —declaré. Una extraña mezcla de terror y de alivio me recorrió la espina dorsal—. Ahora no tenemos ni la menor esperanza de llegar al portal. —Traté de fingir decepción al tiempo que me preguntaba cuál sería la mejor manera de meterme en el primer trasbordador hacia la nave.

—No necesariamente —intervino Mazarin, y la chispa de esperanza que me había embargado se apagó y desapareció. Por fortuna, lo único que había de ella en la habitación era su imagen, porque podría haberla estrangulado con mis propias manos (cosa que no me hubiera hecho demasiado bien teniendo en cuenta la cantidad de metal que parecía haber en lo que quedaba de su cuerpo.)—. Si interpreto correctamente estos picos de energía, el portal se activa aproximadamente cada diecisiete minutos.

—¿Y eso qué significa exactamente? —preguntó Kasteen, interesándose demasiado para mi gusto en lo que la mujer cercenada tenía que decir. Mazarin se encogió de hombros, a menos que fuera el aire acondicionado que tenía detrás que había activado otra tecla y la había hecho dar un salto.

—Es probable que los necrones de aquí estén todavía en estasis. Los que combaten contra los orcos vienen de algún otro lugar.

—Guardando así la tumba antes de despertar a los demás —dijo Broklaw. Kasteen asintió.

—Parece posible —me miró—. Y no tienen la menor idea de que andamos detrás de ellos. Puede entrar y salir antes incluso de que se den cuenta de que está usted allí.

—Vaya suerte —dije, apretando los puños dentro de los bolsillos hasta hacerme sangre con las uñas.

—No voy a mentirles —dije. Después de eso sentí una vaga sensación de desconexión cuya razón tardé todavía un rato en comprender, hasta que me di cuenta de que, contrariando el hábito de toda una vida, la afirmación siguiente era verdad. El duro haz de los iluminadores sobre la principal zona de estacionamiento que había en la parte interior de la boca de la mina aplanaba los colores del equipo disperso en torno a nosotros, incluido el montacargas eléctrico contra el cual yo me apoyaba en una pose que confiaba pareciera informal en lugar de revelar la debilidad de mis rodillas—. Las posibilidades que tenemos de volver de esta misión son prácticamente nulas. Pero tampoco exagero si digo que las vidas de todos los que habitan este planeta, por no mencionar muchos otros, dependen de que triunfemos o no —recorrí con la mirada los rostros impasibles que tenía delante de mí. Ni uno solo parpadeó. Seguí adelante, un poco descolocado—. Creo que sois el mejor equipo para este trabajo y por eso os escogí. Pero sólo voy a llevar conmigo a voluntarios dispuestos. Si alguien quiere retirarse, tiene mi palabra de que no se tomará contra él ninguna medida disciplinaria ni se hará figurar el incidente en su hoja de servicio —puesto que yo estaría muy ocupado en estar muerto como para ocuparme de ello… Traté de apartar la idea de mi cabeza.

—Estamos dispuestos —dijo el sargento de las tropas de asalto. El puro cortado y apagado que llevaba en una comisura de la boca se movía de una forma desconcertante mientras hablaba. Supuse que sería alguna tradición de su escuadrón que no lo encendiera hasta haber completado la misión. El reducido grupo de hombres que había detrás de él asintió en silencio. Ni uno solo se apartó de la formación, lo cual me habría resultado sorprendente de no haberme pasado un par de horas buscando en los registros al escuadrón más agresivo y disciplinado de todo el regimiento.

Y eso eran el sargento Welard y su escuadrón: soldados de asalto de la vieja escuela (y en el sentido más literal, ya que llevaban juntos desde que los asesores de la schola progenium de Valhalla habían decidido que eran por naturaleza carne de cañón). Eran además uno de los pocos equipos en los que no habían entrado mujeres después de la unión de los regimientos anteriores que ahora formaban el 597.°, ya que no tenía sentido rotar los reemplazos por las bajas que habían sufrido en Corania[66] y dondequiera hubieran combatido antes de eso. Las tropas de asalto formadas en la Schola suelen combatir mejor que la mayoría porque llevan mucho tiempo juntos y se conocen tan bien que tienen una compenetración instintiva que nadie venido de fuera podría compartir plenamente, pero la desventaja de esto es que una vez que quedan reducidos a un puñado pasan a ser prácticamente inútiles, y jamás he comprendido por qué la Guardia insiste en mantener la tradición[67]. No obstante, en este momento lo que yo necesitaba eran hombres que cumplieran las órdenes sin pensar, y Welard y su equipo encajaban perfectamente.

—Me complace saber que mi confianza no fue infundada —dije. Además de Welard había cinco soldados regulares de los diez que eran originalmente, de modo que estaban al borde de caer por debajo del umbral crítico en el que dejarían de ser una unidad de combate efectiva. De todos modos, servirían. En esta misión lo importante no era el número, nuestra única esperanza era actuar rápida y sigilosamente, y eso, lo sabía, era algo en lo que destacaban. (En la ronda constante de rivalidades y bromas prácticas entre las diferentes facciones en la época que pasé en la schola, los cadetes de los grupos de asalto eran los más aptos para introducirse furtivamente en los dormitorios y habitaciones comunes para hacer tropelías, y siempre ponían las trampas más imaginativas, aunque sigo sosteniendo que les llevábamos ventaja en el juego de pelota. De hecho, el único equipo que derrotó alguna vez a los cadetes del comisariado fueron los novicios de la Adepta Sororitas, que parecían convencidos de que el objeto del juego era enviar al mayor número posible de oponentes al sanitorium y no marcar goles).

—Haremos el trabajo —dijo Welard, pasando el puro a la otra comisura de la boca, y los otros cinco asintieron al unísono. Su silencio resultaba desconcertante, pero supongo que era una consecuencia natural de su compenetración. Ni una palabra ni un gesto de más, hasta tal punto que cubiertos por sus capotes y sombreros, con la cara prácticamente en sombras, parecían casi tan faltos de emoción como servidores. O como los propios necrones. Los rodeaba un aura de letalidad casi palpable que empezó a resultarme casi confortable hasta que recordé a qué nos enfrentábamos.

—¿Alguna pregunta? —no hubo ninguna respuesta, de modo que me erguí, me enderecé la gorra y traté de parecer confiado—. Bien, entonces, adelante.

La evacuación ya estaba en marcha cuando nos pusimos en camino hacia los niveles inferiores. Un flujo constante de mineros, zánganos del Administratum y tecnosacerdotes se dirigía a las plataformas de aterrizaje con el paso tenso y apurado del pánico apenas contenido. Soldados armados con rifles láser guardaban los túneles por los que ellos avanzaban. Nosotros íbamos contra la marea que se abría casi milagrosamente ante nosotros. Cada paso que nos alejábamos de la seguridad era para mí como caminar sobre cuchillos. Un murmullo de voces nos rodeaba como melaza, golpeándonos los oídos pero superponiéndose de tal modo que no podíamos distinguir ni palabras ni frases individuales.

—Comprobando comunicadores —dije, más por distraerme que por otra cosa, y Welard y los demás soldados de asalto se identificaron, uno por uno, aunque, a decir verdad, y debería sentirme avergonzado de ello, estaba tan ocupado luchando contra mi propia aprensión, que no me quedó constancia de ninguno de sus nombres. Al parecer, todos los intercomunicadores funcionaban, de modo que asentí animadamente—. Muy bien.

—Orden general —surgió la voz de Kasteen—. Si alguien ve al mago Ernulph, que lo comunique de inmediato —hubo una pausa irritante, sólo quebrada por el suave susurro de la estática—. ¿Alguien tiene idea de dónde puede estar? —otra pausa—. Si alguien lo ve, informe enseguida.

Fantástico. Parecía que los tecnosacerdotes no estaban dispuestos a dejar su presa así como así e iban a permanecer escondidos hasta que nos fuéramos. Claro que mientras no se interpusieran en nuestro camino, no era mi problema.

Los túneles por los que avanzábamos eran ahora más estrechos y el aire se iba volviendo más frío a medida que entrábamos en los accesos a la mina. Me dije que el temblor que parecía ir apoderándose de mi cuerpo era simplemente el resultado del descenso de la temperatura. Antes de que pasara mucho tiempo, las paredes que nos rodeaban estaban cubiertas de hielo, y poco después de eso, ya no había nada que el hielo pudiera cubrir: estábamos otra vez en la mina propiamente dicha.

Ante nosotros se abría una caverna que ofrecía un violento contraste con la luz de los iluminadores montados en postes en torno a su perímetro donde, a intervalos, se veían las entradas de los principales túneles. El suelo estaba sembrado de cajones de equipamiento y almacenaje, y reconocí el lugar como una de las principales áreas de servicio por las que habíamos pasado en nuestra cacería de ambulls sin tener ni la menor sospecha de los horrores que nos esperaban a mayor profundidad. Éste era el punto en el que realmente empezaba nuestro viaje.

—Movimiento. —Uno de los soldados levantó su rifle infernal y los demás se fundieron con los detritos industriales de los alrededores con una velocidad de vértigo, dejándome incómodamente expuesto. Una figura solitaria acechaba en la boca del túnel que se abría ante nosotros, medio oculta en las tinieblas del otro lado.

Tras un momento recuperé mi compostura, cuando la parte racional de mi mente intervino para recordarme que ni orcos ni necrones se molestaban en esconderse. Avancé despreocupadamente, esperando encontrar a algún minero extraviado o a algún tecnosacerdote terminando un trabajo de último momento antes de sumarse a la evacuación. Cuando me acerqué a la figura solitaria sentí una alegría inexplicable al captar un olor familiar.

—Jurgen —llamé—. ¿Qué diablos está haciendo aquí? —Mi ayudante salió de su escondite y los soldados de asalto también abandonaron sus refugios. Parecían un poco avergonzados—. Pensaba que estaba cargando nuestros petates en el trasbordador.

—Ya me he ocupado de todo, señor. —Sacó un recipiente térmico—. Pensé que le gustaría llevar un poco de té para más adelante. Y un emparedado. —Rebuscó en uno de sus bolsillos un momento—. Está aquí en algún lugar…

—Ya veo —dije, acallando con una rápida mirada las risitas sarcásticas de un par de soldados a mis espaldas—. ¿Y el melta? —Se encogió de hombros y la pesada arma que llevaba colgada a la espalda se desplazó con el movimiento de sus hombros.

—No podía dejar que usted cargase con sus provisiones, señor. No sería adecuado.

—Bien —dije, sorprendido una vez más por la profundidad de su lealtad. Por primera vez tuve la sensación de que, después de todo, podía salir de una pieza de esta absurda expedición—. Entonces supongo que será mejor que venga con nosotros.

—Muy bien, señor —saludó con su gracia habitual, que no era mucha para ser sinceros, aunque lo compensaba con creces con su entusiasmo, y se puso a caminar a mi lado. Indiqué a Welard y a sus hombres que tomaran la delantera y nos internamos en la oscuridad, hacia los terrores que nos esperaban en las profundidades heladas de más abajo.