ONCE
Para entonces ya habíamos renunciado a cualquier intento de mantener una formación apta para practicar escaramuzas, y marchábamos en cambio en un grupo compacto, pensando sólo en protegernos, como los nativos de algún mundo salvaje que temen a los demonios que acechan más allá de donde alumbra el fuego. La diferencia, por supuesto, era que nosotros sabíamos que los demonios eran reales, y que avanzábamos directos hacia el reino infernal. (Y hablando como alguien que una o dos veces en su vida se ha enfrentado a un demonio, puedo asegurarles que la sensación no se diferenciaba en nada).
Por un acuerdo tácito, habíamos dejado apagados todos los iluminadores excepto el de Magot, de modo que un único haz de luz nos precedía por aquel estrecho y lóbrego pasadizo. Como resultado de ello, las sombras nos cercaban y las sentíamos todavía más sofocantes que antes, a pesar de los reflejos en el hielo que todavía recubría las paredes, intensificando la sensación de funesta amenaza que nos rodeaba.
Para colmo, mis instintos de rata de túnel me decían que otra vez íbamos descendiendo lentamente, adentrándonos cada vez más en las entrañas del planeta, y cuanto más bajábamos, más parecían ceñirse las tinieblas en torno a nosotros, hasta que empecé a sentir el aire más espeso y cálido sobre mi piel, como si me ahogara.
De repente me di cuenta de que los dos fenómenos eran reales, no psicológicos. La temperatura ambiente aumentaba gradualmente, y nuestra única luz se reflejaba cada vez menos en las paredes a medida que la roca oscura empezaba a surgir detrás de su revestimiento de hielo traslúcido. La humedad resultante hacía que el aire fuera pegajoso y denso, y una leve bruma se elevaba del suelo por delante de nosotros. Todavía hacía mucho más frío de lo normal, pero por comparación con las temperaturas que habíamos soportado en la superficie, esto parecía un clima casi tropical. Sin duda los valhallanos empezaban a notarlo. Las dos mujeres se desabrocharon los capotes y Jurgen se quitó el grueso sombrero de piel que metió en uno de los innumerables bolsillos de que iba provisto.
—Dondequiera que fuéramos, creo que ya estamos allí —dijo Magot después de un período indeterminado de silencio durante el cual no oímos nada más que nuestras pisadas, que sonaban atronadoras, y que cuanto más tratábamos de amortiguarlas, más altas nos las devolvía el eco. Asentí, con la boca seca. Ahora se oía un leve zumbido apenas audible, y un ligero olor acre me hacía arder las fosas nasales. Eran cosas que recordaba demasiado bien y que había esperado no volver a experimentar jamás.
—Muévanse con cuidado —les advertí, cosa que, evidentemente, era superflua. Le hice un gesto a Magot—: Apague la luz.
La mujer obedeció, y cada vez más horrorizado comprobé que la oscuridad en torno a nosotros ya no era absoluta. Se veía una débil luminiscencia proveniente de arriba que daba al túnel una tonalidad enfermiza, gangrenosa, que me revolvía el estómago.
—Por ahí abajo. —A estas alturas ya no cabía ninguna duda: cualesquiera que fuesen los secretos que los necrones habían sepultado ahí abajo, nos estaban esperando, y al parecer no había manera de evitar una confrontación con ellos.
—Yo iré delante —se ofreció Jurgen, poniendo su voluminoso melta en posición de disparo—. Esto debería abrirnos camino en caso de que lo necesitemos. —Yo, sinceramente, lo dudaba. Allí adonde nos dirigíamos no había potencia de fuego capaz de establecer una diferencia, pero la perspectiva de que por lo menos nos hiciera ganar un poco de tiempo era reconfortante, de modo que asentí.
—Buen chico —dije, y no sé cómo pero encontré tiempo para disfrutar de la expresión de perplejidad en los rostros de Grifen y Magot. Resultaba fácil subestimar a Jurgen hasta que uno llegaba a conocerlo, y eran pocos los que se molestaban en hacerlo. Traté de parecer tranquilo, pero me temo que no conseguí engañarlos ni por un segundo; las dos mujeres parecían casi descompuestas por la aprensión, y sabiendo lo que nos esperaba, no tengo la menor duda de que mi aspecto debía de ser todavía peor—. ¿Preparados? —pregunté.
—Preparada. —Grifen dio un apretón de aliento a Magot en el brazo y la pelirroja hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—No podría estarlo más —confirmó, y colocó una batería nueva en su rifle láser, sospechaba que más por la tranquilidad que le daba la acción habitual que porque necesitara recargar.
Salimos a una ancha y sombría caverna, llena de maquinaria de diseño extraño y de funciones incomprensibles. En torno a nosotros destacaban en la oscuridad grandes losas geométricas de las cuales salía esa iluminación enfermiza por rendijas y gruesos tubos que parecían de cristal sin serlo, sumiendo todo el espacio en sombras impregnadas de una luz plana y sin dirección. Bajo el pálido resplandor verdoso parecíamos cuerpos de personas muertas hacía tiempo y en descomposición, y me encontré preguntándome cómo podía haber esperado en algún momento salir de esto ileso.
Avanzamos con cautela, pasando de una sombra profunda a otra como ratones en el suelo de una catedral, atenazados casi hasta la náusea física por la sensación de maldad que irradiaba todo lo que nos rodeaba. Al menos una cosa estaba clara: éste no era lugar para los vivos.
—Que el Emperador nos proteja —dijo Grifen en un susurro. Habíamos pasado por una arcada de altura suficiente para permitir el paso de un titán, ciñéndonos a las paredes de la enorme estancia cuyo techo era tan alto que la vista no lo abarcaba, y nos paramos en seco, con la respiración cortada por la perspectiva de lo que nos aguardaba. Aquellas paredes estaban llenas de nichos, todos de la altura y el ancho de un hombre, y en cada uno había un guerrero necrón en cuya superficie metálica se reflejaba la luz fantasmagórica. Al movernos, las sombras parecían reverberar sobre esas formas inhumanas arrancándoles expresiones de profunda malevolencia.
Estuvimos allí quietos un momento, transfigurados por el horror, hasta que me di cuenta con no poco alivio de que ese movimiento aparente no era más que una ilusión, y que todos los guerreros estaban absolutamente inmóviles.
—Están en estasis —susurré, como si el mero hecho de pronunciar las palabras pudiera bastar para despertarlos.
—Entonces, ¿son inofensivos? —preguntó Magot, que seguramente no esperaba que la respuesta fuera la que quería oír.
—No —respondí, confirmando sus temores—. Sólo dormidos. Si llegaran a despertarse… —Recorrí con la vista aquel panorama desazonador. Lo único que se veía eran cuerpos metálicos que se repetían hasta donde abarcaba la vista. Renuncié a calcular cuántos podía haber. Cientos de miles tan sólo en esta cámara. Traté de imaginar los estragos que podía producir semejante ejército suelto por la galaxia y se me encogieron las entrañas pensando en las proporciones de la carnicería que traería aparejada—. Es preciso destruirlos.
—Creo que vamos a necesitar armas más grandes —dijo Grifen secamente, apartó los ojos de aquella legión infinita y alzó su rifle láser como si fuera a disparar. Con los nervios en tensión, paseamos la mirada a izquierda y derecha, alertas a cualquier señal de movimiento que pudiera significar una amenaza, pero, al parecer, en la enorme tumba no había nadie más que nosotros.
—Entonces conseguiremos armas más grandes —la tranquilicé. No había nada en nuestro inventario que pudiera, ni remotamente, hacer ese trabajo, pero un mensaje astropático a la unidad naval más próxima podría hacer venir una fuerza de ataque en cuestión de semanas, y una flotilla de naves de guerra tenía que bastar para arrasar el continente. Un par de andanadas de sus baterías bastarían para extirpar este cáncer por muy arraigado que estuviera.
Por supuesto, el planeta quedaría inhabitable durante generaciones, pero de todos modos a nadie en su sano juicio se le ocurriría poner en el pie aquí en cuanto se supiera de la presencia de necrones, de modo que la cuestión estaba bastante clara. Y si hubiera alguien lo bastante tonto como para poner objeciones, no tenía la menor duda de que Amberley recurriría a toda la fuerza de la Inquisición para acallar a los objetores en cuanto yo la pusiera al tanto de la situación[53].
Seguimos adelante con todo cuidado, tratando de tener a la vista en la medida de lo posible las paredes externas de la caverna; si realmente había una manera de salir de aquí, estaba dispuesto a encontrarla. Simplemente me negaba a considerar la alternativa de que el túnel del ambull por el que habíamos entrado fuera el único acceso, pues eso sólo llevaba a la locura y a la desesperación.
—¡Movimiento! —advirtió Jurgen, fundiéndose con las sombras en la base de un enorme mecanismo que emitía un zumbido sin hacer el menor caso de nuestra presencia. Los demás también nos echamos cuerpo a tierra, refugiándonos donde pudimos. Yo me acurruqué detrás de una excrescencia metálica que parecía al mismo tiempo regular y orgánica y que al tocarla se notaba caliente. Un momento después yo también lo vi. Al principio sólo fueron unas sombras angulosas que presagiaron el primer contacto visual con los propios necrones cuando superaron el recodo del pasillo metálico en cuyas profundidades nos ocultábamos.
En el momento en que aparecieron los monstruos, a duras penas pude sofocar un respingo de absoluto horror. Ya había visto terrores suficientes en Interitus Prime, pero estas creaciones monstruosas los superaban con creces. Al principio los tomé por guerreros necrones ordinarios, temibles de por sí, bien lo sabía, pero éstos eran algo mucho peor. Sus dedos terminaban en largas hojas relucientes, manchadas de una sustancia que parecía negra bajo esta luz nauseabunda, pero que no dudé en decidir que era roja. Lo más aterrador de todo era que sus torsos metálicos estaban ocultos a la vista. Por un segundo, mientras mi mente ofuscada se negaba a reconocer lo que estaba viendo, me pregunté por qué, en nombre del Emperador, estos autómatas insensibles iban a vestirse para protegerse del frío. Fue entonces cuando, a punto de vomitar, me di cuenta. Llevaban encima el pellejo de los orcos a los que habíamos encontrado desollados. (Lo que no pude ver es si alguno de ellos llevaba el del ambull, lo cual, pueden creerme, era bastante fácil en esas circunstancias. Es probable que si el Emperador en persona me hubiese dado un golpecito en el hombro en aquellos momentos yo ni me hubiera dado cuenta).
—¡Por el Trono Dorado! —musitó Grifen, incapaz de contener su asco. Me quedé de piedra, aterrado ante la posibilidad de que hubieran podido oírla, pero comprobé con indecible alivio que las espantosas apariciones seguían adelante sin reparar en ella[54], con los movimientos inhumanamente fluidos que me había acostumbrado a relacionar con todas sus formas, y después de un momento desaparecieron por un ancho paseo que transcurría entre dispositivos arcanos del tamaño de un almacén.
—¿Deberíamos seguirlos? —preguntó Jurgen con su flema habitual, como si no hubiera visto nada más perturbador que mis mensajes matutinos.
Yo agradecí en seguida el sonido de su voz en mi intercomunicador. Era un contacto con la rutina al que me aferré de buena gana y que me ayudó a estabilizar mis destrozadas sensibilidades. Miré a Grifen, que estaba al otro lado. Apenas respiraba y se la veía pálida bajo aquella luz. Magot, por su parte, susurraba entre dientes plegarias al Emperador, abandonado cualquier vestigio de su habitual descaro. Si no hacía algo para obligarlas a salir de su ensimismamiento, lo más probable era que perdieran totalmente el juicio y quedaran catatónicas, ambas perspectivas igualmente poco deseables. La sugerencia de Jurgen al menos tenía la ventaja de mantener a las monstruosidades por delante de nosotros, de modo que asentí.
—Es un plan tan bueno como cualquier otro —reconocí antes de volverme hacia Grifen—. Sargento. Nos ponemos en marcha. —Debo admitir que respondió casi inmediatamente. Se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos y pude ver que estaba empezando a recuperar con dificultad el autocontrol.
—Correcto —confirmó, y estiró la mano para asir el brazo de Magot. La soldado no respondió y Grifen aumentó un poco la presión, obligándola a dar un paso para recuperar el equilibrio. Después de un momento, interrumpió sus rezos y miró a la sargento—. Mari. Mari, nos vamos.
—No deberíamos estar aquí —replicó Magot. Observé con inquietud que estaba al borde de la histeria—. Tenemos que salir de aquí.
—Eso es precisamente lo que vamos a hacer —le aseguré, con más confianza de la que sentía—. Pero necesitamos su ayuda. Necesitamos que esté alerta. ¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo. —Tragó saliva. Todavía subyacía el pánico, pero lo estaba combatiendo. Respiró hondo un par de veces—. Estoy en ello.
—Bien, porque confiamos en usted —la animé con mi tono más sincero—. Si nos mantenemos juntos, lo conseguiremos. Tiene mi palabra.
—No voy a decepcionarlos —aseguró, al borde de la hiperventilación. Griffen le dio una palmada en el hombro. Fue una breve pero firme muestra de contacto humano.
—Sé que no lo harás —le aseguró cordialmente—. De modo que mueve el culo y tratemos de conseguirlo antes de que el infierno se descongele, ¿vale?
—Vale, sargento. —Fuera cual fuese el vínculo que había entre ellas, parecía más fuerte que el terror a los necrones, al menos por el momento.
—En marcha —dije, haciéndole una señal a Jurgen.
No tengo ni idea del tiempo que estuvimos siguiendo a esas espectrales apariciones, pero me pareció una eternidad. El tiempo cambiaba y se emborronaba hasta perder el sentido, un fenómeno que ya había experimentado en las catacumbas de Interitus Prime. A veces atravesábamos bosques de tubos relucientes que extrañamente recordaban a árboles atacados por alguna clase de peste, y otras circulábamos a la sombra de planchas de metal totalmente lisas del tamaño de una nave espacial. Por lo menos dos veces más pasamos por cámaras de estasis, tan llenas de horrores durmientes como la que habíamos encontrado en primer lugar, pero cuando lo pienso, mis recuerdos son borrosos, como si mi mente simplemente se negara a aceptar lo que estaba viendo (puede que para preservar mi cordura). De pronto capté movimiento en mi área de visión periférica y me eché cuerpo a tierra otra vez, buscando cobertura, con una sibilante advertencia a mis compañeros.
Fue justo a tiempo. Un grupo de guerreros necrones corrientes apareció desde un pasaje lateral que, como aquél por el que avanzábamos, parecía más una calle que una simple separación entre máquinas del tamaño de almacenes. Giraron al unísono con una precisión que habría dejado mudo de envidia a cualquier instructor de la Guardia Imperial que se preciase, y siguieron a sus camaradas carniceros hacia el destino que los aguardaba.
Al observarlos más de cerca pude ver marcas de combate en sus brillantes torsos metálicos. Las melladuras y abolladuras hechas por las armas de los orcos ya empezaban a atenuarse a medida que el metal parecía crecer cubriendo sus heridas mediante algún proceso mágico que yo no conseguía entender[55].
Por delante de nosotros y a lo lejos, siguiendo aquel camino ciclópeo, podíamos discernir ahora un resplandor más brillante que el resto, pero de color igualmente repulsivo, y algo en la forma de los mecanismos que nos rodeaban empezaba a parecer vagamente familiar. Empecé a tener una sensación de reconocimiento que se transformó en certeza al acercarnos a aquella luz cadavéricamente vivida, cuya fuente se materializó en el centro de un amplio espacio abierto del tamaño de una pista de aterrizaje estelar.
—Es un portal activo de la disformidad —dije en un susurro mientras hacía, por reflejo, la señal del aquila. No es que esperara invocar ninguna protección especial al hacerlo, por supuesto, pero en esas circunstancias, toda ayuda es poca, pueden creerlo.
—¿Está seguro? —preguntó Grifen, evidentemente atemorizada ante la perspectiva. Dado que no era el momento para interminables explicaciones, me limité a asentir.
—Por supuesto —dije[56]. Delante de nosotros, los desolladores, según supe más adelante que así llamaba la Inquisición a los cobradores de trofeos, se introdujeron en ese resplandor eldritch y desaparecieron, sin duda hacia algún agujero infernal en otro punto de la galaxia. Debo admitir que durante un terrorífico momento me pregunté si acaso se estaban teleportando a alguna nave espacial en órbita, pero tras reflexionar un momento me tranquilicé pensando que no podría haber surgido de la disformidad ninguna nave capaz de llegar aquí sin ser registrada en el sensor del Puro de Corazón mucho antes de que partiéramos a cazar ambulls, de lo que me parecía que había pasado toda una vida. (Sin embargo, mi cronómetro insistía tercamente en que no había pasado ni un día[57]). Un momento después, los guerreros los imitaron, desvaneciéndose como los vestigios que quedan de una pesadilla al despertarse, y el portal de disformidad atenuó su luz al nivel de la iluminación ambiental.
—¡Emperador que estás en la Tierra! —exclamó Magot, que había empezado a recuperar algo de su descaro habitual—. ¡Vaya salida!
—Para mí es suficiente —dijo Grifen con tono sombrío—. Especialmente si es permanente.
—Tal vez los pielesverdes fueran demasiado para ellos —aventuró la pelirroja, esperanzada.
—Yo no contaría con ello —repuse—. Esto era sólo una partida de exploradores. Van a volver.
—¿Cuándo? —preguntó Jurgen sin modificar el tono de su voz aunque con un leve deje de curiosidad. Me encogí de hombros.
—Sólo el Emperador lo sabe —dije, encogiéndome de hombros—. Espero que nos dé tiempo para salir de aquí pitando.
—Me sumo a eso —musitó Magot.
Eché una mirada al portal que, aunque durmiente, parecía palpitar de forma malévola, como a punto de vomitar una ola mareal de guerreros metálicos sobre el planeta en cualquier momento. Por un instante pensé en tratar de hacer algo para destruirlo con los explosivos que nos quedaban, pero rechacé la idea de inmediato. Al fin y al cabo, si era tan resistente como el equipamiento que había visto en Interitus Prime, apenas conseguiríamos hacerle un rasguño con lo poco que llevábamos encima y, además, haríamos mejor en emplear ese tiempo en buscar una salida. (Para ser sincero, la idea de quedarme un minuto más, durante el tiempo que nos llevara preparar las cargas, casi bastaba para echarme a correr presa del pánico; lo único que me impedía hacerlo era la convicción de que eso podía ser nuestra perdición). Por otra parte, cualquier intento de interferir con los mecanismos en ese lugar, muy probablemente atraerían la atención sobre nosotros, cosa que era preferible evitar. Aunque muchas de las máquinas que nos rodeaban parecían haber entrado en reposo con la partida del grupo de reconocimiento, lo cual me hacía sospechar que éramos los únicos allí abajo, era posible que hubiera numerosos sensores o alarmas que una explosión podía activar, así como guardias necrones o sus lacayos mecánicos escondidos en algún lugar y dispuestos a acabar con nosotros en cuanto fueran alertados de nuestra presencia.
—¿Por dónde, señor? —preguntó Jurgen, como si estuviéramos en medio de algún parque buscando el camino más rápido para volver a los barracones. Dudé. Mi instinto no me había abandonado totalmente a pesar de lo arcano de nuestro entorno, y tras un momento señalé hacia nuestra izquierda.
—Las minas deben de estar por allí, si no me equivoco. —Jurgen había estado en demasiados agujeros conmigo como para no confiar en mi sentido de la orientación bajo tierra, y aunque no fuera así, siempre estaba dispuesto a seguir una orden sin rechistar, de modo que hizo un gesto afirmativo y se puso en movimiento en esa dirección. Grifen y Magot empezaron a marchar tras él, así que les cogí el paso y me coloqué entre mi ayudante y las dos mujeres, sintiéndome un poco más seguro (si es que eso era remotamente posible teniendo en cuenta dónde nos encontrábamos) ahora que tenía soldados armados a uno y otro lado.
A pesar de mi convicción cada vez más arraigada de que era poco probable encontrar más de aquellas monstruosidades metálicas a menos que hiciéramos algo para llamar su atención, no estaba dispuesto a bajar la guardia, pueden estar seguros. De hecho, cuanto más nos acercábamos a la seguridad, o al menos a la promesa de ella, tanto más paranoide me volvía. Me sobresaltaba ante el menor sonido, real o imaginario. Examinaba todas las sombras por las que pasábamos, cada vez más convencido de que en cada grieta se ocultaba un enjambre de insectos metálicos o de que un enorme constructo aracnoide se cernía sobre nuestras cabezas, pero invariablemente, mi aprensión resultaba infundada.
—Puedo ver la pared de la caverna —transmitió Jurgen, y apuramos un poco el paso, en un mudo acuerdo de abandonar este lugar infernal lo antes posible. Empecé a ver trozos de construcción hecha de piedra y bien alisada entre la maraña de mecanismos incomprensibles y traté de calcular a qué distancia estábamos, pero mi sentido de la perspectiva se confundía con las extrañas geometrías que nos rodeaban, y me cogió absolutamente por sorpresa cuando al pasar a través de un bosque de tuberías del tamaño de árboles nos encontramos ante la roca desnuda.
—Es absolutamente liso —dijo Magot, pasando la mano por la superficie y con un deje de asombro en la voz. Tenía razón, la superficie era lisa como el cristal, y yo me preguntaba cómo podían haber hecho ese trabajo con semejante precisión. La única explicación que se me ocurría era la de que hubieran empleado algún tipo de magia, lo que por otra parte encajaba con todo lo demás que habíamos visto desde nuestra llegada. Miré a derecha e izquierda esperando encontrar la señal de algún túnel, pero, como era de prever, sufrí una decepción.
—¿Y ahora por dónde? —preguntó Grifen. La verdad, no tenía la menor idea, pero recordaba vagamente el recorrido de los túneles de los ambulls plasmado en el auspex de Logash, que eran más numerosos hacia la derecha de donde suponía que debíamos estar, de modo que señalé en esa dirección con toda la autoridad de que fui capaz.
—Por ahí —dije—, y rogad al Emperador un milagro.
—Todo este lugar es un milagro ¿no es cierto? —preguntó una voz nueva. Giré sobre mis talones con la pistola láser dispuesta para disparar, y me detuve un instante antes de apretar el gatillo. El que hablaba me resultaba vagamente familiar, y un momento después distinguí una figura humana cubierta con una túnica color esmeralda (que en realidad era blanca, por supuesto, fuera de esa fantasmagórica iluminación) cuyos ojos lanzaban destellos verdes cuando se reflejaba la luz en ellos—. Alabado sea el Omnissiah, cuyo regalo ha sido revelado a los dignos a pesar de todos los esfuerzos del no creyente.
—¡Logash! —exclamé, no muy seguro de si se habría vuelto loco o no—. Lo dábamos por muerto. —Pero no lo estaba; mala suerte. Aquella pequeña comadreja traicionera nos había dado el esquinazo en medio de la tormenta y había vuelto corriendo en cuanto pudo. Sólo el Emperador sabe lo que esperaba conseguir con un par de toneladas de escombros sellando la entrada a la tumba, pero los fanáticos son así, carecen por completo de sentido común, y, de todos modos, el ambull extraviado le había resuelto el problema. Por supuesto, él lo interpretó como una señal de Su Divina Majestad, o de la parodia de relojería a la que rinden culto, y siempre tuvo la intención de volver allí, aunque no dijo ni pío al respecto.
—El Omnissiah guió mis pasos —dijo—, y los obstáculos cayeron ante mí. ¡Alabado sea el Omnissiah! —Alzó la voz y yo me estremecí por dentro, seguro de que atraería una atención indeseada. Le pedí silencio con un gesto, y al volverme me encontré con que el rifle láser de Magot lo estaba apuntando.
—¿Cómo es que los cabezas de lata no lo cogieron? —preguntó la mujer, con el dedo un poco más cerrado sobre el gatillo de lo que yo creía conveniente.
Para ser franco, por lo que sentía en ese momento podría haberlo matado y me hubiera dado lo mismo, pero el ruido del disparo sería repetido por el eco como el bombardeo de un Estremecedor, y no estaba dispuesto a correr ese riesgo. Desvié con suavidad su rifle apoyando una mano en el cañón. Logash no pareció ofendido, sin embargo, y respondió con una ancha sonrisa.
—Los sagrados guardianes no repararon en mí, como era de esperar dada mi escasa valía. Hay aquí misterios que se resisten a mi capacidad de penetración, pero no cabe duda de que seres de mayor sabiduría pueden comulgar con los espíritus máquina de este asombroso lugar.
—Suponiendo que consigamos salir de aquí para decírselo —intervino Grifen con tono de amargura.
—El Omnissiah proveerá, puede estar segura —afirmó Logash, que sin duda había perdido totalmente la chaveta (aunque con los tecnosacerdotes no es fácil saberlo). Me resultaba difícil de creer que los necrones simplemente hubieran hecho caso omiso de él, pero supongo que era un complejo enorme y no era totalmente imposible que no hubiesen reparado en él tal como había sucedido con el resto de nosotros, aunque no tenía la menor duda de que habría andado moviéndose por ahí abiertamente, mirándolo todo como un pasmarote recién salido de cualquier sumidero y llegado a un centro comercial en lugar de esconderse como lo habría hecho cualquiera con un micrón de sentido común.
—Pues no les pasaron desapercibidos los orcos. —Magot señaló hacia fuera y Logash asintió con entusiasmo.
—Viles violadores de los precintos sagrados. Los guardianes los eliminaron como se merecían. —Ahí estaba otra vez, pensé con un cosquilleo de inquietud. Cualquiera capaz de usar la palabra «sagrado» para referirse a esta cámara de los horrores estaba evidentemente desquiciado. Supongo que el espectáculo de toda esa tecnología por ahí le había sobrecargado el cerebro.
—Bueno, está bien —intervine con entusiasmo un poco excesivo, y probé a palmearle la espalda. Vi con alivio que se ponía a andar a mi lado—. Todo estará en orden cuando les contemos a los demás lo que ocurre aquí.
—Oh, sí, debemos hacerlo. —Logash asintió ansiosamente y sacó su auspex.
Tal vez puedan formarse una idea de cuál era mi estado de ánimo si les digo que realmente me alegré de verlo. Todos los demás nos reunimos ansiosamente mientras él hacía surgir el mapa de los túneles de los ambulls que habíamos hecho antes, los representados en rojo extrapolados de los que realmente habíamos recorrido.
—¿Hay otro túnel aquí cerca? —preguntó Magot, poniéndose de puntillas para mirar por encima del brazo del tecnosacerdote, que asintió y señaló hacia la izquierda.
—Debería haber otro tramo de los ambulls a unos doscientos metros en esa dirección. —Por fortuna nadie me dijo nada, aunque, para ser justos, también había otros túneles un poco más lejos en la dirección que yo había elegido originalmente. No obstante, no era momento para ponerse quisquilloso, de modo que asentí y palmeé al tecnosacerdote en el hombro (que era duro debajo de la túnica y hacía un ruido sordo al golpearlo).
—Bueno —dije—. Entonces, a buscarlo.