DIEZ
Esa fue una orden que los valhallanos estaban muy dispuestos a acatar, y lo hicieron con diligencia, abriendo fuego contra los pielesverdes cuando todavía estaban fuera. Los cogimos totalmente por sorpresa, y el primer par de ellos cayó bajo una granizada de fuego láser antes de tener siquiera ocasión de reaccionar.
Sin embargo, los demás fueron rápidos y evaluaron la situación con notable sagacidad tratándose de criaturas tan imbéciles[46] y volvieron a dispersarse para no ser objetivos tan claros. Un par de ellos se refugió detrás de un grupo de rocas y empezó a disparar contra nosotros. Por fortuna, su puntería no fue mejor que la habitual, de modo que no produjeron bajas, pero consiguieron acercarse lo suficiente como para que tuviéramos que aprovechar al máximo nuestra propia cobertura, ya que sus proyectiles estallaban embarazosamente cerca de nuestra posición. Algo me dio un pinchazo en la mejilla y me limpié un poco de sangre que me había producido una esquirla de roca. Estábamos demasiado cerca para combatir con comodidad, de modo que me interné un poco más en la oscuridad de la cueva, apoyando mi pistola láser contra un conveniente afloramiento de roca para mejorar la precisión de mi respuesta.
Viendo que estábamos efectivamente protegidos, los cuatro que quedaban al descubierto avanzaron corriendo, blandiendo sus espadas y gritando con toda la fuerza de sus pulmones, tal como suelen hacerlo. Mientras se acercaban iban disparando sus armas de mano esporádicamente, sin molestarse siquiera en apuntar, lo cual hacía mucho ruido pero sólo conseguía un efecto práctico: que mantuviéramos las cabezas agachadas.
—¡Lunt! —grité—. ¡Ocúpese de los de las rocas!
—Sí, señor —respondió con firmeza mientras levantaba con cautela el cañón de su lanzallamas por encima de la roca tras la cual se protegía.
Lancé una andanada de disparos láser contra los tiradores emboscados, si es que se puede dignificar con este término a los perpetradores de disparos tan inexactos, y vi con alivio que Hail y Simia seguían mi ejemplo. Grifen y Magot concentraron su fuego sobre los orcos que cargaban delante de nosotros, frenando momentáneamente su ímpetu cuando el orco grandote de yelmo astado que los encabezaba[47] recibió un disparo en la rodilla. Se tambaleó y cayó de bruces en la nieve haciendo que dos de sus subordinados tropezaran con él. Por un momento, la lluvia de fuego decayó mientras los pielesverdes caídos trataban de desenredarse intercambiando obscenidades guturales y golpes que habrían dejado inconsciente a un grox antes de ponerse de pie otra vez.
No obstante, ese tiempo le bastó a Lunt, que se alzó cuan alto era y dirigió un chorro de promethium ardiente contra el grupo de rocas que protegían a los que disparaban. Con un rugido que parecía más de rabia que de dolor, los dos orcos salieron de su escondite transformados en antorchas vivientes y cargaron contra nuestra posición. Cuatro rifles láser dispararon al unísono, apuntándolos mientras se movían. El que venía detrás cayó, pero el de delante seguía avanzando, rodeado del vapor de la nieve que se evaporaba en torno a él, mientras ya se le veía la osamenta achicharrada a través de la carne crepitante.
—¡Por las entrañas del Emperador! —Lung trató de apuntar su arma para lanzarle otra andanada, y en ese momento cayó de espaldas, con una expresión de dolorosa sorpresa en la cara y un cráter sangriento en medio del pecho. Miré inmediatamente al principal grupo de orcos, que otra vez estaban de pie y cuyas burdas armas levantaban una lluvia de nieve y escombros en torno al especialista en armas pesadas caído. Como es típico entre ellos, se concentraban sólo en la amenaza más visible, haciendo caso omiso del resto de nosotros. Un error fatal.
—¡Jurgen! —grité, señalando al grupo que ahora estaba a distancia suficiente para convertirse en blanco del melta.
Con sonrisa aviesa, mi ayudante apuntó con cuidado, directamente al jefe cojo que seguía celebrando la muerte de nuestro compañero. (Había visto suficientes heridas de bólter como para saber que semejante impacto le habría causado la muerte instantánea, atravesando la armadura antifrag que llevaba debajo del capote para detonar dentro de su caja torácica. Ahora no había nada que hacer por Lunt como no fuera vengar su muerte). El melta volvió a emitir su silbido transformando la cortina intermedia de nieve en vapor y reduciendo al jefe orco y a los dos que estaban junto a él a un montón de restos rodeados de una nube. El único superviviente se volvió, mirando con una especie de perplejidad, con el brazo izquierdo colgando inerme y chamuscado por la descarga, luego se dio vuelta y se largó (lo cual viene a demostrar que entre ellos hay algunos que no son tan tontos como parecen).
Me puse de pie y apunté con cuidado, apoyando la pistola láser en mi antebrazo izquierdo como si estuviera en la línea de fuego y tratando de controlar el temblor que parecía haberse apoderado de mi cuerpo. No sé si era una reacción tardía al terror que me había inspirado la visión de los necrones, la ira por la repentina y brutal muerte de Lunt, o simplemente que mi castigado cuerpo empezaba a responder al aumento relativo de la temperatura. A pesar de todo, estaba firmemente decidido a acabar con la asquerosa criatura. Apreté el gatillo, agradeciendo la firmeza que mis dedos potenciados daban a mi puntería, y fui recompensado con una gota de ícor que afloró entre los omóplatos del pielverde. Grifen y Magot se sumaron a mí en cuanto cayó entre bramidos de dolor, y lo despachamos como la bestia que era.
Mientras estaba allí de pie, exhalando lentamente a medida que liberaba tensión de mi dolorido cuerpo e iba controlando paulatinamente el temblor, observé que el orco en llamas seguía avanzando a tumbos hacia nosotros, con el paso vacilante de un borracho que se tambalea de derecha a izquierda pero sin dejar de avanzar, con la idea fija de llegar hasta sus torturadores. Fue un espectáculo realmente fantasmagórico, y estaba a punto de ordenar a los soldados que lo remataran cuando de repente cayó al suelo en medio de una nube de vapor surgida de la nieve y, por fin, se quedó quieto.
Reinó el silencio, quebrado sólo por el gemido incesante del viento y la respiración jadeante de mi gargantea.
—¿Lunt? —preguntó Grifen. La falta de relieve de su voz era respuesta suficiente a su pregunta.
—Muerto —confirmó Hail, de pie junto a su cuerpo lacerado donde la sangre y las vísceras ya empezaban a cubrirse de hielo. Con un esfuerzo me acerqué y miré al soldado muerto sin saber exactamente lo que sentía. (Aparte de mi habitual sensación de profundo alivio por no ser yo el que yacía allí, lo cual bien podría haber sucedido, por supuesto).
—Cumplió con su deber —afirmé, el mayor elogio que se me ocurrió, y todos asintieron con sobriedad. Grifen hizo una señal a Hail y Simia.
—Nos lo llevamos —decidió—. Nos turnaremos.
Hice un gesto negativo, consciente de cómo debía de sentirse al perder por primera vez a un soldado bajo su mando. Nunca es fácil, puedo asegurarlo, pero después de un tiempo se aprende a aceptarlo. Digan que digan, el Emperador no puede proteger a todos, por eso me preocupo tanto de hacerlo personalmente.
—Ojalá pudiéramos —dije, con el mayor tacto—, pero no tenemos tiempo. Tenemos que volver lo más rápidamente posible —casi esperaba que ella protestara, pero asintió a regañadientes.
—Entonces volveremos a buscarlo más tarde —insistió.
Volví a negar con la cabeza.
—Me temo que no podemos —repliqué, haciendo gala otra vez de todo mi tacto mientras cuatro pares de ojos me taladraban. (Jurgen, por supuesto, aceptaba todo lo que yo dijera sin rechistar, ya que su sumisa e irreflexiva defensa de la autoridad ocupaba el lugar más destacado entre sus bien ocultas virtudes).
—¿Por qué no?
Observé con satisfacción que Grifen no ponía mi decisión en tela de juicio, sino que se limitaba a pedir una explicación a la que, supongo, todos teníamos derecho.
—No podemos dejar ningún indicio de nuestra presencia aquí —señalé—. Ahora mismo, los necrones sólo conocen la presencia de los pielesverdes. —Al menos eso esperaba—. Nuestra esperanza más firme de regresar para advertir a los demás depende de escabullimos mientras ellos se concentran en la amenaza que conocen.
—Los orcos —asintió Grifen, comprendiendo a su pesar—. Pero si encuentran el cuerpo de Lunt, también vendrán a por nosotros. Ya veo.
—Lo lamento —repetí—, pero es la única manera. —Hice una señal a Jurgen de que se adelantara y él preparó el melta.
Por un momento pensé en tratar de salvar el lanzallamas, pero sería más bien un estorbo, ya que los depósitos eran demasiado voluminosos como para que alguien los sumara a su equipo, y el mecanismo disparador parecía dañado por el fuego de bólter. Busqué en los bolsillos de Lunt por si tenía efectos personales que pudiera querer su familia en Valhalla (si es que la tenía). Pensándolo mejor, recogí su pistola láser, que le entregué a Jurgen para que la llevara. Tal vez fuera conveniente que llevara algo menos peligroso para el resto de nosotros en caso de que volviéramos a encontrarnos en una situación de combate cuerpo a cuerpo. Entonces le hice un gesto con la cabeza, retrocedí, y él apretó el gatillo. El cuerpo de Lunt se volatilizó en forma de vapor en cuestión de segundos, ayudado por el volátil promethium que quedaba en los depósitos del lanzallamas. Secundado por los demás, pronuncié unas palabras rituales encomendando su alma al Emperador.
Éramos un grupo de aspecto sombrío cuando emprendimos el regreso, pueden estar seguros de ello. La ventisca ya empezaba a cubrir la marca que había dejado en la roca el calor del melta que había enviado a nuestro camarada a unirse con Su Majestad. A veces, cuando me siento en mi estudio, aquí en la schola, y observo las llamas en la chimenea a través de una copa de amasec, no pudo evitar pensar en todos los valientes hombres y mujeres a los que he visto caer en un campo de batalla y de los que ni siquiera queda una lápida para recordar que alguna vez estuvieron allí, y reflexiono que tal vez yo sea el último hombre vivo que recuerde que han existido, y que cuando yo desaparezca, ese último rastro de ellos desaparecerá conmigo. Entonces doy gracias al Emperador por haber sobrevivido y por haber visto mi última guerra, y por haber podido sortear el infortunio tanto tiempo como para morir en la cama (o en la cama de alguien, con suerte)[48].
Hicimos un alto en la boca de la cueva y Grifen empezó a hacer un rápido inventario de los explosivos que nos quedaban.
—No hay tiempo para eso ahora —dije, urgiendo a nuestro grupo para que siguiera adelante esperando no delatar demasiado mi impaciencia—. Cada minuto cuenta.
—Cierto. —Acomodó su paso al mío—. Y no tiene sentido poner sobre aviso a los cabezas de lata, ¿verdad?
—Exacto —respondí. Derribar el túnel no sólo alertaría a la patrulla de los necrones de nuestra presencia, sino que los apartaría de los orcos, y lo último que yo quería era llamar su atención sobre el resto del complejo de túneles. Es cierto que, de todos modos, ya podrían haber encontrado el acceso a las minas, pero habría apostado a que una vez descubierta una salida, y con un enemigo esperando al otro lado, pasarían todo lo demás por alto hasta que hubieran exterminado a los pielesverdes, o al menos a todos los que pudieran encontrar en las inmediaciones. Le expliqué todo esto a Grifen, y ella asintió.
—Me parece lógico —dijo.
—Lo que no entiendo —intervino Jurgen lentamente— es cómo lograron salir de la tumba. Yo también había andado dándole vueltas a eso. Pensaba que habíamos hundido una parte suficiente del techo como mantenerlos encerrados durante mucho más tiempo, pero tenían acceso a tecnohechicerías que dejaban a los tau a la altura de unos bárbaros de la Edad de Piedra, de modo que no tenía sentido subestimarlos.
—Pronto lo sabremos —afirmé, y la aprensión me cubrió como un sudario.
Normalmente me habría sentido muy aliviado de volver a los túneles, donde me sentía bastante cómodo, pero saber que había necrones por allí, posiblemente recorriendo incluso los mismos pasadizos estrechos por los que avanzábamos con tanta cautela, se me hacía un nudo en el estómago. Habría preferido avanzar en la oscuridad, para que la extraña luminiscencia verde de sus armas gauss nos advirtiera de su presencia, pero yo era el único que tenía la ventaja de mi sentido de colmena para los túneles. Ellos habrían avanzado a tumbos en la oscuridad, y además haciendo más ruido que un grox en una cacharrería. De modo que avanzábamos a paso redoblado, la larga zancada del soldado veterano que devora kilómetros sin que el agotamiento se cebe en él, y los haces de nuestros iluminadores se reflejaban con igual brillantez que antes en las paredes congeladas.
—Hay algo al frente —admitió Simia un par de kilómetros más adelante, en su turno de abrir la marcha. Sentí el hormigueo en las manos que me produce siempre el miedo mientras la formación aminoraba el paso y preparaba las armas para cubrir el túnel.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—No lo sé. —En el intercomunicador, su voz parecía más intrigada que alarmada—. Hay mucha sangre.
Bueno, eso ya era algo: si sangraba no era un necrón. Cerramos la formación, avanzando unos doscientos metros para aproximarnos a él, que seguía avanzando con cautela. Iluminó lo que parecía un gran montón de carne. A su alrededor el hielo era de color carmesí, resbaladizo por la sangre congelada, tal como él había dicho. Me di cuenta de que era una cantidad excesiva para que fuera el cuerpo de un humano, pero a medida que íbamos acercándonos nos dimos cuenta del verdadero tamaño.
—Es un ambull —afirmó Hail, con la voz sofocada por la sorpresa.
—Ya no —añadió Magot como contribución.
—¿De dónde habrá salido? —preguntó Jurgen, demostrando su habitual talento para lo obvio. Grifen se encogió de hombros.
—El mecano debe de haber contado mal. —Eso al menos estaba claro. Lo que más me preocupaba era cómo había muerto. Me acerqué más para inspeccionar el cadáver, y más me valdría no haberlo hecho. Debajo de la capa de hielo se veía el cuerpo lleno de cortes sangrantes. Lo que lo había matado, lo había hecho en combate cuerpo a cuerpo, con unas cuchillas afiladas y con precisión quirúrgica.
—¿Dónde está su pellejo? —se preguntó Simia en voz alta. Grifen volvió a encogerse de hombros.
—¿Usan alfombras los necrones?
—No que yo sepa —respondí, volviendo a poner en marcha a todo el grupo. Había algo en el animal muerto que me inquietaba, no me importa admitirlo. Los necrones con los que me había encontrado antes mataban eficiente y fríamente, pero esta carcasa desollada hablaba de un sadismo refinado y gozoso del tipo del que yo relacionaba con los renegados eldar, que hacen presa de los de su propia especie con la misma despreocupación que de los humanos[49].
Cuando dejamos atrás el macabro trofeo, quedando cualquier rastro de él engullido por la oscuridad sofocante que se cernía en torno al diminuto refugio de luz proyectada por nuestros iluminadores, mi aprensión se hizo aún mayor. Cada paso que dábamos nos acercaba más a aquella tumba escondida y a los horrores que pudiera contener. (Yo tenía una idea más aproximada que los demás después de mis experiencias en las profundidades de sus catacumbas, de modo que tendrán que perdonarme si confieso que dar aquellos pasos se fue haciendo cada vez más difícil, ya que tenía que recurrir a mis reservas de fuerza de voluntad para no darme la vuelta y salir corriendo despavorido y dando voces hacia la luz del día).
Al final se apoderó de mí una especie de entumecimiento fatalista. En cualquier caso, volver atrás era impensable, ya que los ejércitos orcos nos matarían tan implacablemente como los necrones si tratábamos de volver por donde habíamos venido, y nuestra única esperanza era volver al complejo de la refinería y a la protección que ofrecía. (Por más que pareciera magro refugio ahora mismo, cogido entre un gargante y quién sabe qué terrores del principio de los tiempos).
Mi sentido de la orientación, tan fiable como siempre, me decía que debíamos de estar casi encima de la entrada que habíamos encontrado, e insté a mis compañeros a extremar todavía más las precauciones. Vi con alivio que no necesitaban que los alentaran demasiado, ya que el carácter opresivo de los túneles y el conocimiento de lo que nos esperaba pesaba sobre ellos igual que sobre mí. Yo no había dejado de sostener mi pistola láser en la mano derecha desde el enfrentamiento con los orcos, y ahora, con la izquierda, aflojé el correaje donde llevaba mi espada sierra, siempre tan fiable. Al igual que la pistola, llevaba conmigo más años de los que quería admitir, de modo que en mi mente había dejado de existir como arma, o incluso como objeto por derecho propio; ahora, cuando sacaba la espada con su zumbido característico, era simplemente una extensión de mi propio cuerpo[50]. Saber que estaba allí me resultaba sumamente tranquilizador, y respiré un poco mejor al superar la última vuelta del túnel antes del derrumbe que habíamos provocado.
Habíamos atenuado todas las luces excepto la de Simia, permitiendo así que nuestros ojos se acostumbraran un poco más a la penumbra al tiempo que lo cubríamos a él desde la oscuridad que todo lo oculta mientras avanzábamos. Al principio todo parecía ir bien: el montón de rocas, piedra y hielo desprendidos estaba en medio del túnel, reduciéndolo a la mitad de la anchura que yo recordaba. No obstante, sentía ese cosquilleo en las palmas de las manos, por lo general un indicador fiable de algo que mi mente consciente todavía no había captado pero que no marchaba del todo bien, de modo que aminoré la marcha, pasando revista a la pila de escombros a la luz del iluminador de Simia, y esperé que mi instinto de rata de túnel me diera la clave que había pasado por alto.
Por más que miraba, el montón de escombros parecía no haber cambiado en absoluto, de modo que eso no podía ser. Mis ojos se fijaron en una profunda zona de sombra a unos cuantos metros de él, y a continuación en la textura poco definida de la pared del túnel, donde la luz de nuestros iluminadores rebotaba en reflejos chispeantes a los que nos habíamos habituado tanto a esas alturas que casi ni los notábamos…
—Simia, pared del túnel, a unos cinco metros del derrumbe. —Le di las coordenadas y esperé que el hombre que iba a la cabeza enfocara su iluminador.
—¡Por las entrañas del Emperador! —Grifen apuntó hacia arriba con su rifle láser, y su exclamación expresó en palabras la reacción de todos. La sombra no era sombra, por supuesto, la textura de la pared del túnel debería haber sido visible allí también, tal como había tratado de advertirme mi subconsciente. En la roca se abría ahora un nuevo pasadizo que conducía a donde sólo el Emperador sabía. Presumiblemente, obra de nuestro ambull masacrado.
—Marcas de garras —confirmó Simia, paseando el haz de su iluminador por el contorno de la boca del nuevo túnel y enfocando después el interior del mismo. Su postura se modificó de pronto y el rifle al que estaba adosado el iluminador se alzó poniéndose en posición de disparar—. ¡Por el Trono Dorado!
Corrimos hasta su posición, presintiendo el sabe Emperador qué, y nos apiñamos a la entrada del túnel. Al principio parecía igual que las demás excavaciones de los ambulls que habíamos recorrido, pero cuando seguí el haz de luz y vi lo que éste iluminaba, tragué saliva.
—Orcos —dijo Jurgen, tan flemáticamente como si me estuviera ofreciendo un tazón de infusión de hoja de tanna recién hecha.
—¿Seguro? —intervino Magot con una mezcla de horror y de satisfacción—. Resulta difícil saberlo así, sin piel.
Eran seis en total, todos muertos, todos desollados igual que el ambull. Debajo de la delgada capa de hielo parecían modelos anatómicos para la instrucción de aprendices sanitarios (en caso de que los pielesverdes se interesaran por amenidades tales como la cirugía, por supuesto)[51].
—¿Qué los mató? —preguntó Hail que estaba todo lo pálida que podía estar.
Para ser sincero, en ese momento a mí ya nada me importaba. Su presencia allí era una prueba fehaciente de que al menos un grupo había penetrado en los túneles por delante de nosotros, y que un número indeterminado de ellos podría estar en esos mismos momentos haciendo estragos en nuestras líneas defensivas. Eso por no mencionar que estaban entre nosotros y nuestra seguridad. Todo lo que sabía era que en cierto modo los necrones tenían que ser responsables, y que fuera cual fuese el horror escapado de la tumba que había acabado con ellos de aquella manera, era algo con lo que yo no quería toparme. Con un cosquilleo premonitorio me di cuenta de que el nuevo túnel corría casi paralelo al de los necrones que habíamos bloqueado, y de repente sentí una urgencia irreprimible de estar en algún otro lado lo más pronto posible.
—Mire esto, señor. —Con una expresión de leve curiosidad en la cara, Jurgen me mostró uno de los primitivos bólter que habían usado los orcos. Había sido abierto de lado a lado, y el metal brillaba donde una hoja de filo inimaginable lo había cortado en dos junto con la mano que lo sostenía, a juzgar por la cantidad de sangre congelada pegada a la culata. Automáticamente pasé revista al equipo desperdigado en torno a los cuerpos, buscando alguna clave que permitiera adivinar cuál había sido su propósito. No era fácil estar seguro, pero algo en las armas que llevaban y en los escasos trozos de tela que no estaban manchados de sangre me recordó a los exploradores que habían derribado nuestro trasbordador. Por supuesto, ésa era una deducción lógica, pero tenía algo muy perturbador. Hablaba de la posibilidad de que nos enfrentáramos a orcos que, a diferencia de la mayor parte de su especie, eran capaces de moverse con sigilo y tender una emboscada en lugar de anunciar su presencia a gritos y disparando indiscriminadamente.
—¿No deberíamos comprobar qué hay al final del túnel? —preguntó Grifen con evidente reticencia en la voz.
—No —negué con la cabeza, y tuve que aplicar todo mi autocontrol para parecer tranquilo y de una pieza en lugar de responder a gritos—. Nada es más importante que informar de lo que hemos encontrado.
—Además —intervino Magot, señalando con un gesto ambiguo a los orcos mutilados—, eso tiene todo el aspecto de una señal muy clara de «prohibido el paso».
—Respetemos la señal, entonces —dije.
—No voy a oponerme —asintió Grifen.
—Un momento. —Hail había vuelto al túnel principal y estaba protegiendo nuestra retaguardia, de pie junto a la pila de escombros que había bloqueado la entrada a la tumba (y que, gracias a nuestro ambull extraviado, había resultado una absoluta pérdida de tiempo)—. Me parece haber oído algo.
—¿Podría ser un poco más específica? —pedí, bajando instintivamente el tono de voz, aunque nadie más lo oiría por el intercomunicador que ella llevaba en el oído.
—Movimiento. Al otro lado del derrumbe. —También ella hablaba en voz baja. Simia corrió a prestarle apoyo, atenuando el iluminador que nos quedaba y sumiéndonos en la oscuridad. Yo nunca había sido propenso a la claustrofobia, supongo que por las condiciones en que me crié, pero en ese momento, el peso de la oscuridad que nos rodeaba me resultó aplastante. Llegué incluso a agradecer el olor familiar de Jurgen, que al menos me recordaba que tenía un aliado allí abajo en el que podía confiar. Saqué la espada sierra de su vaina.
Agucé el oído, tratando de captar algún cambio en el ruido ambiente, descartando el sonido de mi propia respiración y los latidos de mi corazón agitado. Al principio no oí más que el susurro de los pulmones de mis compañeros y el leve roce de sus ropas mientras se colocaban en posición de combate. Entonces me llegó, diferenciándose de los ecos: el sonido de botas sobre la escarcha y voces guturales susurrando en orco.
—Dejemos que se acerquen —susurré en voz baja, y oí el murmullo tranquilizador de respuesta del resto del equipo mientras me agachaba para ofrecer el menor blanco posible—. Atacaremos cuando aparezcan rodeando los escombros.
Era una buena estrategia, y probablemente habría funcionado de no haber sido por la inexperiencia de mis compañeros en la lucha en túneles y en eso de moverse sigilosamente en la oscuridad. Nunca supe si había sido culpa de Hail o de Simia, pero cuando se refugiaron detrás de la pila de escombros, uno de ellos empujó una piedra.
Aguanté la respiración cuando salió rodando por el hielo y las pisadas que se acercaban se detuvieron. En la oscuridad se oyó que alguien olfateaba ostensiblemente, a lo que siguió una conversación en un tono que para los pielesverdes era un susurro. Capté la palabra «humiez[52]», que había oído suficientes veces como para estar seguro, y así supe que nuestra emboscada había sido descubierta.
Detrás de los escombros se veía ahora el resplandor de una luz anaranjada que relucía como el fuego, y un oscuro presentimiento se apoderó de mí. Al parecer, uno de los pielesverdes que se acercaban llevaba un lanzallamas que al mismo tiempo que servía de apoyo pesado tenía una luz piloto que ofrecía iluminación al grupo. Recordé vívidamente a los orcos que había achicharrado Lunt y decidí centrar mi ataque en el portador de aquella arma. De todas las formas de muerte que había visto en los campos de batalla de la galaxia, morir quemado me parecía la más desagradable.
—Repliéguense —dije en voz baja quizá sin necesidad, ya que estoy seguro de que los demás estaban pensando lo mismo. Entonces apunté con mi pistola láser al punto en que el túnel se estrechaba y por donde debían aparecer los pielesverdes y esperé.
Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa cuando vi que no cargaban a ciegas hacia delante, como yo había esperado. Un par de pequeños objetos salieron volando por la brecha, rebotaron en el suelo cubierto por la helada y tomaron diferentes direcciones.
—¡Granadas! —gritó Simia justo antes de que detonaran y la metralla volara por los aires en todas direcciones. Simia cayó hacia atrás con el cuerpo lleno de horribles heridas. Ni siquiera la armadura antifrag que llevaba debajo del capote fue capaz de parar todas las esquirlas, y varias manchas de color carmesí empezaron a extenderse mientras trataba de ponerse de pie. Hail tuvo más suerte, su compañero había recibido la mayor parte, pero pude ver que también ella estaba herida en el brazo izquierdo que sangraba profusamente y le colgaba inerme a un lado del cuerpo. De un salto se plantó en medio de la brecha, gritando furiosa, y disparó su rifle láser con una sola mano en automático contra los pielesverdes, sin duda sorprendidos, que había al otro lado. Debe de haber herido al menos a uno, a juzgar por los aullidos de rabia y de dolor que resonaron en el espacio cerrado.
—¡Hail! ¡Atrás! —le gritó Grifen, pero era demasiado tarde: una andanada de disparos la acribilló y la hizo caer en medio de una lluvia de sangre y vísceras; y entonces los orcos se nos echaron encima. Simia trató de alzar su rifle láser cuando el primero apareció en el estrecho paso, pero antes de que pudiera pulsar el gatillo, una enorme cuchilla voló por los aires y le partió el cráneo en dos. El pielverde dio un bramido triunfal, pero le duró poco, ya que Magot y yo le disparamos casi al unísono y cayó con la cabeza destrozada. Grifen mantuvo un fuego discrecional contra la brecha por la que tenían que aparecer, tratando de disuadir a los demás de seguir adelante, pero fue una tentativa inútil. Cuando un orco está soliviantado desaparece su instinto de autoconservación, y parece feliz de morir con tal de llevarse a unos cuantos enemigos consigo. Otro pielverde se introdujo por el estrechamiento disparando con su burda pistola láser, y vi con horror que el brillo del arma incendiaria se hacía más intenso, lo cual indicaba que el que la llevaba sería el siguiente en aparecer.
—¡Jurgen! —grité, señalando—. ¡Encárgate del lanzallamas! —Mi ayudante asintió y apuntó cuidadosamente con el melta. Después de eso ya no tuve tiempo para pensar en lo que hacían él ni ninguno de los demás, porque tenía encima a un pielverde que amenazaba con descargar su pesada espada sobre mi cabeza.
Me agaché e instintivamente alcé la espada sierra para bloquearlo. Sentí el pesado estremecimiento del mecanismo cuando los dientes de adamantium mordieron brutalmente el metal burdamente forjado. Brotaron chispas, diminutos soles anaranjados que abrieron pequeños cráteres en el hielo que cubría el suelo, antes de que girara el cuerpo desviando la carga frontal del bruto hacia la pared. Lanzó un rugido cuando su cabeza chocó contra la firme roca cubierta de hielo y se volvió hacia mí soltando hilos de baba por los colmillos. Ahora sí que estaba fuera de sí.
Le hice un corte en la pierna, una herida que habría dejado incapacitado a cualquier humano, pero que al parecer para él era poco más que un rasguño. Alzó su pesada espada para bloquear el golpe, tal como yo había previsto, y entonces lancé un corte hacia arriba que alcanzó a la odiosa criatura en el cuello. Se me quedó mirando un momento, como preguntándose de dónde salía toda esa sangre. En cualquier otra especie, ése habría sido un golpe mortal, pero me había enfrentado suficientes veces a los pielesverdes como para subestimar su resistencia. Después lancé un tajo lateral y le separé la cabeza de los hombros.
El combate cuerpo a cuerpo no debe de haber durado más de un segundo o dos. Cuando aparté los ojos de él quedé deslumbrado por el destello del melta.
—Le di —confirmó Jurgen mientras yo parpadeaba para librarme de la imagen residual y me maldecía por mi falta de cuidado. Tal grado de desorientación podría haberme costado la vida allí abajo.
—¡Cuidado! —Se me cortó la respiración cuando Magot se lanzó hacia delante y, asiéndome por la cintura, me sacó del camino de una roca enorme y poco amistosa que se había desprendido del techo. Cayó justo en el lugar donde había estado menos de un segundo antes.
—Gracias —dije, esforzándome todavía por distinguir la imagen de la pelirroja en medio de la niebla verde y brillante que me separaba del resto del mundo. Me pareció ver una sonrisa y me di cuenta de que ella había vuelto a encender su iluminador.
—A sus órdenes —contestó.
—¡Todo el techo se está derrumbando! —gritó Grifen, y en ese momento tomé conciencia del estruendo que me confirmaba sus palabras. Al parecer, la explosión que habíamos provocado aquí antes lo había dejado todo más inestable de lo que pensábamos, algo que supongo que una vieja rata de túnel como yo debería haber previsto de no haber estado tan aterrorizado por los necrones.
—¡Atrás! —grité, alertado por fin por los instintos de mi niñez; daba la impresión de que lo peor estaba por delante de nosotros. De modo que corrimos a refugiarnos en el nuevo túnel abierto por el ambull y esperamos a que cesara el ruido.
—¡Emperador que estás en la Tierra! —exclamó Grifen cuando el polvo se hubo asentado por fin. No era para menos. De los nueve soldados con los que había salido, sólo quedaba Magot, y seguramente sentía mucho la pérdida de tantos de sus subordinados. Relucientes motas de hielo bailaban a la luz de nuestro iluminador mientras tratábamos de evaluar el alcance de lo que teníamos ante nosotros. Donde antes estaba bloqueada la mitad del pasadizo se alzaba ahora una pared impenetrable de escombros cortándonos el camino. No había ni señal de los orcos ni de nuestros camaradas caídos.
—Sí que la hemos liado, ¿verdad? —comentó Magot. Meneé la cabeza, sin atreverme a hablar. Tenía toda la impresión de que estaba en lo cierto.
—Puedo probar con otro disparo —sugirió Jurgen—. A ver si despejamos el camino. —Lo más probable era que se derrumbara aún más y encima acabara con nosotros.
Negué decididamente con la cabeza.
—No creo que sea una buena idea —dije, sorprendido por mi moderación a pesar de las circunstancias.
—Podríamos volver —sugirió Grifen—. Tratar de llegar a la refinería en la superficie. —Por encima de una cadena montañosa erizada de orcos. En medio de una ventisca, para colmo. Eso sería un suicidio, y el tono dubitativo con que lo dijo hablaba a las claras de que se había dado cuenta mientras lo decía.
—Sólo tenemos una posibilidad —afirmé, rechazando mentalmente la idea antes de decirla. Traté de recordar el mapa de los túneles de los ambulls que Logash había estado compilando en su auspex y la superpuse al nuevo trazado que acabábamos de descubrir. Con mucha suerte, tal vez desembocara en uno de los otros no mucho más adelante y nos permitiera superar el bloqueo que nos cortaba el paso.
Por otra parte, tenía una trayectoria más o menos paralela a la del pasadizo que habíamos tratado de bloquear al principio, y parecía bastante evidente que los necrones ya lo estaban utilizando. De seguir adelante, lo más probable era que acabáramos muertos.
Bueno, lo más probable es mejor que definitivamente, que era la perspectiva que nos ofrecían las demás opciones, de modo que, a fin de cuentas, era nuestra única posibilidad. Formábamos un grupo sombrío y silencioso cuando nos pusimos en marcha. Habíamos quedado reducidos a la mitad de los que éramos cuando pasamos antes por aquí, y además nos enfrentábamos a la posibilidad de terribles peligros.
Traté de no mirar a los orcos mutilados al pasar junto a sus cuerpos silenciosos y congelados, y me pregunté si mi decisión no significaría una condena para todos.