NUEVE

NUEVE

—Vamos a tener que buscarlo —dije, lamentando cada segundo extra que aquello nos haría permanecer en medio del espantoso frío. Para empezar, llené mis pulmones con el aire helado y llamé al tecnosacerdote con todas mis fuerzas. Sin resultado, por supuesto, ya que el viento aullador y el efecto amortiguador de la nieve se combinaban para apagar hasta el ruido más potente. Por fortuna, tenía algo más que la fuerza de mis pulmones con lo que contar, ya que el intercomunicador que llevaba en el oído todavía estaba sintonizado con la frecuencia general, del escuadrón y no perdí tiempo en comunicar a todos el problema que se nos había presentado.

—Hemos perdido al tecnosacerdote —transmití, reprimiendo el impulso de añadir algunos adjetivos calificativos—. ¿Alguien lo ha visto?

Como esperaba, la única respuesta fue un coro de negativas.

—Al menos el camino de regreso será más silencioso —añadió Magot, con mucha más franqueza que tacto. No era ésa la cuestión, por más que estuviera de acuerdo con ella.

—Completen el barrido —ordenó Grifen con énfasis suficiente como para desalentar cualquier otra ligereza. Los soldados respondieron, protestando a su vez con notable falta de entusiasmo. Grifen se volvió hacia mí—. Si va por delante de nosotros, nos toparemos con él, y si se ha quedado atrás, lo encontraremos, en el camino de regreso.

Tengo que admitir que era mucho menos optimista que ella al respecto. Al fin y al cabo, y a todos los efectos, era absolutamente invisible en medio de los remolinos de nieve, y no creía que tuviéramos la menor oportunidad de encontrarlo en estas condiciones a menos que tropezáramos con él por accidente. Sin embargo, si alguien era capaz de encontrar su rastro, supuse que serían los valhallanos, de modo que respondí asintiendo con la cabeza.

—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha —dije, repitiendo las palabras que ella misma había dicho un par de horas antes.

No era tan sencillo, por supuesto. Como ya he mencionado, el viento barría el desfiladero que estaba sembrado de rocas grises y melladas. Éstas asomaron repentinamente del movedizo manto de nieve, como promesa de un momento de alivio frente al viento que cortaba como cuchillas, pero una y otra vez resultó una mera ilusión. La topografía irregular simplemente convertía la avalancha de aire en ráfagas que lanzaban puñados de nieve en estas bolsas de refugio ilusorio, añadiendo un ataque inesperado de punzantes cristales de hielo a una experiencia dolorosa de por sí. El único consuelo, si así puede considerarse, es que la escasa superficie de piel que llevaba expuesta todavía a esas alturas ya estaba totalmente entumecida.

Resbalé y me deslicé pendiente abajo detrás de Grifen, agradeciendo la imperturbable presencia de Jurgen detrás de mí; varias veces me echó una mano para evitar que cayera de bruces en la nieve que nos llegaba hasta la rodilla. Los valhallanos andaban con absoluta seguridad, y en ningún momento dieron muestras de hilaridad ante mi vacilante progreso. Al mirar hacia atrás pude ver que los surcos que habíamos dejado a nuestro paso ya empezaban a cubrirse por efecto de las siempre cambiantes ventiscas, y que sin el instinto infalible de mis compañeros en medio de estas horrorosas condiciones lo más probable era que no hubiéramos vuelto a encontrar jamás la entrada de la cueva. Al menos eso era una especie de alivio, ya que las posibilidades de que los pielesverdes dieran con ella por casualidad empezaban a parecerme tranquilizadoramente remotas.

Sin embargo, cualquier huella que pudiera haber dejado Logash en la bajada se borraría tan completamente como las nuestras, de modo que una vez más parecía poco probable que nos topáramos con él como no fuera por pura suerte.

Supuse que con tantos elementos potenciadores no era probable que muriese de frío, al menos de inmediato, aunque en ese preciso momento estaba empezando a considerarlo como una especie de bendición.

Para entonces yo había perdido de vista a todos mis compañeros. Sólo me quedaba la tranquilizadora presencia de Jurgen. Sus abrigos de camuflaje se fundían de modo tan perfecto con la tormenta de nieve que resultaban absolutamente invisibles. Dicho sea de paso, lo mismo pasaba conmigo, ya que mi oscuro uniforme de comisario estaba tan cubierto con los copos que empujaba el viento que parecía una de esas efigies irreconocibles que los niños de toda la galaxia esculpen cuando empieza el invierno. (En Valhalla, hacer muñecos de nieve es una especie de mezcla entre una forma de arte seria y un deporte de competición que da como resultado algunas creaciones muy sorprendentes que lo dejan a uno maravillado, pero eso es harina de otro costal).

Estaba a punto de decidir que todo esto era inútil y de ordenar a todos que volviesen, dejando que Logash se enfrentase como pudiera a los elementos, cuando la voz de Magot sonó crepitante en mi intercomunicador.

—Contacto, noventa metros pendiente abajo. —Yo apenas podía ver a un metro por delante de mí, pero ella parecía muy segura. Seguía tratando todavía de obligar a mis entumecidos labios a articular una respuesta, cuando surgió en la red la voz de Grifen.

—¿Es el mecano?

—Negativo. —Había tensión en la voz de Magot—. Veo mucho movimiento ahí abajo.

Por supuesto, eso sólo podía significar una cosa, y yo ya estaba echando mano de mi pistola láser con los dedos completamente entumecidos e insensibles, cuando volví a oír su voz confirmándolo.

—Pielesverdes a montones.

—¿Cuántos? —pregunté, consiguiendo con esfuerzo sobrehumano sostener el arma entre mis dedos hinchados por el frío. Por fortuna, los potenciados funcionaban tan bien como siempre, lo cual me permitía al menos sujetar con firmeza la culata, pero en el mejor de los casos me resultaría problemático pulsar el gatillo con mi dedo índice auténtico y congelado[42].

—Es difícil de decir —replicó Magot—. Están muy dispersos —eso no tenía nada de sorprendente teniendo en cuenta las circunstancias, ya que el terreno era poco propicio para sus habituales cargas masivas y desorganizadas—, pero no menos de doce.

—Contacto —interrumpió Simia, y con un repentino estremecimiento de horror me di cuenta de que estaba al lado izquierdo del desfiladero, al menos a trescientos metros de la posición de Magot. Era imposible que estuviera viendo al mismo grupo—. Yo veo siete. No, ocho. Tal vez más.

—Yo también —añadió Hail desde nuestro flanco derecho—. Desde aquí parece todo un escuadrón[43].

—Repliéguense —ordené. Eso hacía por lo menos treinta, tal vez más. Demasiados como para que pudiéramos con ellos, ni siquiera con la capacidad de los valhallanos para aprovechar las condiciones del terreno y del tiempo necesario para montar una emboscada efectiva. Además, confirmó mis peores temores (sumados a la idea de que los necrones se removían en la oscuridad bajo nuestros pies). Era evidente que los camaradas del orco muerto que habíamos encontrado habían conseguido establecer contacto con el grueso de su ejército y estaban de vuelta con una fuerza de asalto y dispuestos a aprovechar la brecha que habían descubierto en nuestras defensas—. Tenemos que asegurar la cueva pase lo que pase.

—Confirmado —dijo Grifen, pasando por alto cualquier objeción que sus subordinados pudiesen estar a punto de expresar.

No es que yo realmente esperase alguna, pero la antipatía de los valhallanos por los pielesverdes era muy profunda, y la tentación de dispararles antes de retirarse debía de ser muy fuerte. Debo reconocer que, sin embargo, nadie cedió a la tentación, de modo que empecé a respirar un poco mejor mientras volvíamos pendiente arriba hacia el esperado refugio de la cueva. Con un poco de suerte, podríamos escapar antes de que se enterasen siquiera de que estábamos allí.

Debo confesar que la idea de escapar de aquel viento que helaba los huesos era tan fuerte y tan avasalladora que casi perdí la noción de lo que me rodeaba. Iba a tientas por la nieve, como un autómata, siguiendo las profundas huellas de Jurgen, pensando sólo en poner un pie delante del otro. La imagen de la boca del túnel y del refugio que representaba contra el frío se imponía a todo lo demás, desalojando todo lo que no fuera la determinación de seguir moviendo mis miembros entumecidos y congelados. Fue pues una auténtica sorpresa oír el sonido inconfundible de una ráfaga de bólter estrellándose contra un afloramiento rocoso a pocos metros de distancia.

Movido por una sensación de peligro inminente, salí de inmediato de mi estado de amnesia temporal y me di la vuelta, pistola láser en mano, en busca de un blanco. Una forma enorme salió de la nieve, avanzando a una velocidad increíble y esgrimiendo un hacha de burda factura. Tan ansioso estaba de derramar mi sangre que al parecer había olvidado la primitiva pistola bólter que llevaba en la otra mano. Disparé por reflejo, descubriendo que mi dedo, acicateado por el pánico, era capaz de apretar el gatillo ante una situación concreta. Le abrí un boquete en el torso, pero la criatura se tambaleó y siguió avanzando antes de caer al suelo alcanzada de lado por un segundo disparo.

Agradecí la ayuda de Grifen con una inclinación de cabeza, y ella me respondió con un gesto de la mano izquierda, ya que la derecha seguía sosteniendo el rifle láser listo para disparar.

—Por aquí —señaló. Avancé a trompicones en su dirección, seguro de que Jurgen estaría conmigo, como siempre, y en esto pronto comprobé que estaba en lo cierto. El silbido inconfundible del melta a mis espaldas hizo que me volviera justo a tiempo para ver a mi ayudante derribar con una sola descarga de energía térmica a un pequeño grupo de esas criaturas que evidentemente venía detrás de la primera. Tras examinar durante un momento los alrededores, bajó el arma y empezó a avanzar hacia nosotros con la nieve hasta las rodillas con la misma actitud indiferente que si estuviera dando un paseo vespertino. Es posible que, según las costumbres de su mundo natal, así fuera.

—Aquí arriba, comisario. —Lunt me tendió la mano desde un grupo de rocas y me levantó hasta la cima sin que le costara, al parecer, ni el menor esfuerzo. Grifen trepó detrás de nosotros, casi sin aminorar la marcha, y un momento después asomó Jurgen por el borde. Ahora llevaba la pesada arma colgada para facilitar el ascenso, y venía precedido, como siempre, por su inconfundible olor.

—Pensé que éste sería un buen lugar para reagruparnos —comentó Grifen. Miré a mi alrededor, sintiendo una especie de tibieza ahora que estábamos un poco protegidos del viento implacable, y asentí con aire aprobador. Había elegido una posición elevada rodeada de rocas caídas desde la cual podríamos vigilar la entrada del túnel desde una altura aproximada de un par de metros. Eso era razonar bien: al fin y al cabo, si los orcos habían conseguido llegar allí antes que nosotros, no tenía sentido acercarnos hasta la boca de la cueva con una gran pancarta que dijera «aquí estoy, dispárame». Aunque me esforcé para ver algo a través de los remolinos de nieve, no pude distinguir gran cosa, pero como ya he dicho antes, me fiaba del instinto de la mujer en lo relativo a los pielesverdes.

Comprobé con satisfacción que Hail y Simia también habían conseguido llegar a nuestro refugio. Ambos nos saludaron con la mano cuando Jurgen y yo aparecimos, y a continuación se dedicaron a otear el horizonte por encima de las mirillas de sus rifles láser. Yo estaba a punto de tratar de contactar con Magot y de preguntarle cuál era su posición cuando un estruendo de detonaciones de bólter láser y un bramido orco de dolor que llegó desde algún lugar a nuestra izquierda respondió a esa pregunta de forma harto satisfactoria. La diminuta pelirroja en persona apareció unos instantes después, sonriendo con aire de malévola diversión.

—Ahí estaba ese pielverde haciendo un alto para mear —informó con regocijo— y le metí un tiro por…

—¿Está muerto? —la interrumpí mientras ella seguía disfrutando de la aprobación de sus camaradas, que parecían encontrarlo tan gracioso como ella.

—Más muerto que Horus —confirmó. Bien. A estas alturas las huellas de Magot estarían totalmente borradas y, con suerte, los orcos no tendrían la menor idea de dónde estábamos ni de a cuántos de nosotros tendrían que enfrentarse. A menos que encontrasen e interrogasen a Logash, por supuesto, en cuyo caso apostaría algo a que averiguarían todo lo que quisieran en muy poco tiempo. Eso sólo me dejaba una opción.

—Vamos a volver a la cueva en cuanto veamos que está despejada —dije—. Y preparados para hundirla detrás de nosotros.

—¿Y el tecnosacerdote? —preguntó Grifen. Era evidente que no la preocupada demasiado, pero se atenía estrictamente al informe de su misión con admirable tenacidad.

—Tendrá que apañárselas —respondí, y cruzando mi mirada con la suya agregué—: Asumo la responsabilidad. —Estaba de más decirlo, ya que eso venía con el fajín rojo.

—Usted manda, comisario.

Bueno, tenía razón sobre eso, pero me di cuenta de que abandonar a un humano a merced de los orcos no iba a sentar bien entre la tropa, aunque fuera un molesto soplagaitas que se lo había buscado, de modo que adopté un aire de lo más solemne.

—No me gusta hacerlo —dije—, pero nuestro deber es, ante todo, para con el Emperador, el regimiento y nuestra misión. El coronel tiene que saber lo de la presencia de necrones aquí. Eso lo cambia todo, y hasta entonces las vidas de todos nuestros camaradas están en peligro.

Todos asintieron con igual solemnidad, en apariencia totalmente satisfechos con dejar colgado al pequeño tecnosacerdote ahora que yo había conseguido dar a la cuestión visos de noble sacrificio. De modo que nos dispusimos a seguir adelante.

Al mirar hacia atrás pendiente abajo, forzando la vista para penetrar el manto de nieve arremolinada y tratar de detectar alguna señal de otra partida de orcos, me pareció ver un atisbo de algo que avanzaba lenta y silenciosamente por el paisaje helado. Respiré hondo, tratando de gritar algo, pero el impulso se enfrió al desaparecer el borrón de aparente movimiento en aquel blanco caleidoscopio. Cabía la posibilidad de que fuera sólo lo que deseaba ver, pensé, y aunque hubiera sido Logash, jamás me habría oído con el aullido del viento. Más tarde, cuando tuve la tranquilidad necesaria para reflexionar sobre ese momento, sentí un estremecimiento al ver lo cerca que había estado de condenarnos a todos.

—Parece que está despejado —anunció Griffen después de unos momentos dedicados a observar la entrada de la cueva.

Nos pusimos en marcha con cuidado, confiando en el efecto camuflaje de la nieve y en la protección, aunque escasa, que ofrecían las rocas. Me di cuenta de que los soldados eran muy disciplinados y avanzaban por etapas como si estuviéramos en combate, esperando hasta que uno de sus camaradas estuviera en posición de ofrecer fuego de cobertura antes de pasar al siguiente refugio. Yo hice lo mismo, adaptándome al ritmo con el instinto resultante de una larga práctica.

Por fin nos encontramos reunidos en torno a la boca de la cueva. Entré en ella agradecido por no sentir ya las agujas del viento en mi piel, y respirando con dificultad por lo difícil que resultaba restablecer la circulación. Por unos instantes tuve la sensación de que me había alcanzado un lanzallamas, luego el dolor cedió y pasó de inaguantable a simplemente atroz. A pesar de todo, mi instinto de supervivencia no decayó, y superé el malestar lo suficiente como para barrer el túnel por delante de mí con el haz de mi iluminador, manteniendo el cañón de mi pistola láser alineado con él. (Por supuesto, en la mayoría de las circunstancias, ésa es la mejor manera de convertirse en blanco de un ataque, pero de todos modos mi figura se recortaba sobre el fondo de la boca del túnel, lo cual hacía que diera igual en caso de que hubiera alguien acechando en la oscuridad). En realidad, no había nada esperando para acabar conmigo, y después de unos segundos me tranquilicé.

—Todo despejado —confirmé, y Jurgen se unió a mí de inmediato, apuntando con su melta en dirección al túnel que se abría ante nosotros. Teniendo presente lo que tendríamos que pasar para volver junto a nuestros camaradas, eso me dio toda la tranquilidad que era posible dadas las circunstancias. Me volví a mirar al resto de los soldados, que habían ocupado posiciones en los refugios que habían conseguido encontrar inmediatamente al lado de la boca del túnel. Grifen se volvió y me hizo una seña desde detrás de una pequeña piedra, y a continuación se quedó paralizada ante el sonido inconfundible de disparos de bólter que llegaba hasta nosotros traído por el viento.

—¿Qué demonios? —preguntó, olvidando al parecer por un momento que todavía estaba transmitiendo a la red de todo el escuadrón y no al canal de mando. Lunt hizo una mueca y preparó su lanzallamas.

—Eso parece una diferencia de opiniones. —Por supuesto que podía haber tenido razón, ya que los pielesverdes suelen tener una propensión clara a dirimir sus disputas de la manera más básica, pero el mero volumen de fuego que podía oír parecía desmentirlo. Sonaba como una lucha encarnizada. Bueno, si lo era, mejor. Cuanto más se mataran los unos a los otros, tanto mejor. Por otra parte… Agucé el oído para captar el sonido que más temía, el formidable e inconfundible ruido del arma gauss de un necrón, pero si sonaba por alguna parte, el estruendo era engullido por el viento.

—Puede que hayan encontrado al mecano —dijo Hail lentamente. Era evidente que no le gustaba la idea. Asentí, compartiendo la misma imagen mental del tecnosacerdote huyendo a ciegas en medio de la nieve mientras los pielesverdes disparaban con entusiasmo sus viejas armas mientras corrían tras él. Parecía algo desagradable y posible.

—¿No deberíamos tratar de ayudarlo? —preguntó Simia. Negué con la cabeza con toda la pesadumbre de que fui capaz.

—Ojalá pudiéramos —mentí—. Pero jamás llegaríamos a él antes que ellos, y a menos que queramos que su sacrificio sea en vano, tenemos que informar de lo que hemos descubierto.

—El comisario tiene razón —me apoyó Grifen—. Repleguémonos y dispongámonos a volar la entrada.

Sin embargo, antes de que nadie pudiera moverse, distinguimos unas siluetas enormes a través de la nieve arremolinada que cargaban en nuestra dirección con la furia asesina propia de su especie. Por algún capricho de las condiciones climatológicas, los remolinos de nieve eran más ligeros en aquella zona, lo que nos permitía una percepción incómoda y clara de ellos a medida que iba aumentando la visibilidad. Los burdos bólter rugieron, y esquirlas de piedra saltaron de los afloramientos rocosos que rodeaban la boca de la cueva. Grifen preparó su rifle láser.

—Fuego a discreción —dijo.

—¡Espere! —ordené un instante después, y, gracias al Emperador, todos tuvieron la presencia de ánimo necesaria para obedecer—. ¡Permanezcan agachados y no se muevan! —De repente me asaltó la idea de que no nos disparaban a nosotros; la mayor parte de los impactos se desviaban hacia nuestra izquierda, y me pareció que en vez de cargar hacia la cueva lo que hacían era buscar refugio en ella. Y eso, unido al cosquilleo en las palmas de las manos y un repentino retortijón de tripas, me hizo sospechar que probablemente se trataba de una sola cosa. Los valhallanos se quedaron absolutamente quietos, fundiéndose con el paisaje nevado como sólo ellos son capaces de hacer, hasta tal punto que, incluso sabiendo dónde estaban, me resultaba difícil distinguirlos.

Un segundo después se confirmaron mis peores sospechas cuando un haz brillante y verdoso, del color de una herida infectada, atravesó el aire con un sonido que recordaba de forma totalmente vivida, un sonido de tela rasgada que hizo impacto de pleno sobre uno de los orcos. En menos de un segundo pareció disolverse: la piel, los músculos y el esqueleto se transformaron en vapor, dejando sólo el eco de un aullido de agonía inhumana como indicio de su muerte.

—¡Emperador que estás en la Tierra! —exclamó Grifen con voz entrecortada por el horror, y debo admitir que yo mismo estaba temblando de terror. El haz se enfocó sobre otra víctima, desintegrándola, y a ése se sumaron otro, y otro más.

Los orcos se dispersaron y empezaron a disparar a su vez, con precisión algo mayor ahora que sus atacantes habían revelado sus posiciones tan consideradamente. Los remolinos de nieve se abrieron, permitiendo ver lo que yo tanto temía y lo que me había atrevido a esperar que no volvería a ver antes de ingresar en la tumba: extraños guerreros metálicos que avanzaban silenciosos, cubiertos con caparazones que parecían esqueletos. Sin duda eran encarnaciones de la muerte que venían a por todos nosotros.

—De modo que son así vistos de cerca. —Jurgen, tan imperturbable como siempre, inquebrantable su fe en la protección del Emperador a pesar de haber recibido un disparo en la cabeza en Gravalax, alzó el melta. Su tono revelaba una leve curiosidad. Claro que, teniendo en cuenta algunos de los horrores a los que nos habíamos enfrentado juntos a lo largo de los años, supongo que pensó que era algo más de lo mismo. Una cosa tengo que reconocerle a Jurgen: a pesar de su aspecto nada agradable, tenía más valor que ningún otro hombre que haya conocido jamás. O eso o era demasiado tonto para entender la magnitud de los peligros que nos amenazaban[44].

Alcé una mano para detenerlo.

—Espera —dije en un susurro—. Nuestra única posibilidad es impedir que nos vean. —De eso podía dar testimonio en base a mi experiencia personal, porque mi propensión natural a huir y esconderme había sido lo que me había salvado en Interitus Prime cuando todos los demás resultaron muertos. Vi con alivio que Jurgen asentía, aunque no bajó el arma, dispuesto a usarla en caso necesario.

Por entonces, los orcos se habían tirado al suelo, refugiándose detrás de las rocas más próximas y disparando a su vez a los guerreros necrones con su proverbial falta de puntería. Sin embargo, y como era inevitable, el puro volumen de la potencia de fuego empezó a surtir efecto y numerosos proyectiles dieron en el blanco. Tal como había visto antes, los implacables guerreros metálicos recibían los impactos sin inmutarse, y las detonaciones contra sus pellejos de metal parecían tener como único efecto el de difuminar el color de la maldita aleación de la que estaban hechos, fuera cual fuese.

No obstante, algunos de los disparos eran más efectivos que el resto, más por suerte que por buen juicio. Antes nuestros ojos, uno de los proyectiles orcos estalló contra la batería incorporada al arma del autómata que lideraba el grupo, y un instante después una explosión hizo saltar por los aires al arma y el necrón que la llevaba.

Ante esto, los orcos estallaron en un rugido triunfal, y unos cuantos de los más incautos emprendieron una carrera hacia delante, al parecer en un intento de entablar combates cuerpo a cuerpo con sus relucientes atacantes metálicos. Como era inevitable, la mayor parte de ellos murieron, destripados por los desolladores gauss, pero, por increíble que parezca, un par de ellos cerraron la distancia blandiendo sus burdas y pesadas hachas.

Uno tuvo poca suerte, o fue demasiado lento, y su objetivo se volvió con extraña precisión y lo ensartó en la hoja de combate montada en el extremo de su arma. Una sangre espesa y salobre manó de una herida que abrió a la criatura desde la ingle hasta la clavícula, y el necrón desprendió el cuerpo destripado de su arma con aire de fatigado desdén. El orco cayó pesadamente sobre la nieve, donde un charco de sangre se fue extendiendo rápidamente y empezó a congelarse formando una losa oscura.

El otro pielverde bloqueó el golpe destinado a él y giró en redondo para golpear el cuello del necrón. El metal burdamente forjado chocó con la hechicería de eones de antigüedad en un destello cegador de energía, y la cabeza del guerrero muerto cayó pesadamente en la nieve. El triunfo del orco duró poco, ya que los haces coordinados de los dos necrones supervivientes lo transformaron en vapor en un abrir y cerrar de ojos.

—Jamás pensé que pudiera ponerme de parte de los pielesverdes —dijo Magot en voz baja, expresando un sentimiento que supuse todos compartíamos.

Los orcos supervivientes mantuvieron su posición con la obstinación brutal propia de su especie, vertiendo el fuego de sus pequeñas e imprecisas armas en torno a las esqueléticas figuras metálicas y arrancando casi siempre terrones de nieve y trozos de hielo a su alrededor, pero consiguiendo también numerosos blancos que, por primera vez, dieron la impresión de obligar a las pesadillas andantes a tomarse tiempo para pensar. El viento traía ahora el sonido de armas más distantes que libraban batallas igualmente desesperadas, y me permití albergar cierta esperanza.

—Retrocedan todos —ordené en voz baja—. Permanezcan a cubierto. Con un poco de suerte tal vez podamos escabullimos mientras están demasiado ocupados para reparar en nosotros.

—Confirmado —dijo Grifen con alivio evidente en la voz. Los demás empezaron a replegarse hacia la seguridad del interior de la cueva, casi siempre arrastrándose hacia atrás y manteniendo sus armas apuntadas hacia la desigual batalla que se desarrollaba delante de nosotros.

Mientras los dos necrones habían concentrado su fuego en los orcos que estaban detrás de las piedras, éstos habían mantenido su posición, un gran error, como yo hubiese señalado de buena gana a cualquiera que me hubiera consultado. Los orcos son criaturas notablemente tozudas, movidas únicamente por la rabia y el odio, de modo que no me sorprendió nada cuando el que había quedado tendido en un charco de su propia sangre de repente asió el tobillo de su antiguo atacante y le dio un mordisco con toda su fuerza bestial. Mortalmente herido como estaba, era evidente que no tenía intención de morir dejando algún asunto sin terminar, y el necrón cayó pesadamente, con la pantorrilla derecha desprendida de la articulación de la rodilla.

Con un bramido triunfal, el orco empezó a golpear sin clemencia al guerrero caído con el trozo desprendido de su propia pierna, haciendo un ruido parecido al toque de campanas de una catedral (desafinado, por supuesto) y dejando un montón considerable de abolladuras en su torso y en su cráneo. Yo no pensé ni por un momento que eso pudiera servir para incapacitar a la odiosa criatura, de modo que no me sorprendió cuando enarboló su espada de combate con la misma fría precisión que ya había visto antes y le cortó el cuello al pielverde. En los ojos del bruto vi brillar una chispa de asombro cuando su cabeza se desprendió de los hombros con la consiguiente efusión de sangre y fue a caer sobre el vapuleado torso metálico de su asesino.

Abruptamente, cesó el fuego distante que habíamos oído desde un poco antes de ver a los orcos por primera vez y sobrevino un aullido de euforia bárbara. Daba la impresión de que el grueso de las fuerzas orcos habían ganado la batalla, aunque sin duda habían pagado un precio terrible. (Por supuesto, eso no hizo mella en ellos, ya que no son una especie particularmente sentimental por mucho que nos esforcemos en creerlo). Los dos necrones que teníamos delante dejaron de moverse de repente, como si escucharan algo, y a continuación simplemente desaparecieron junto con los restos de sus camaradas caídos. Sin duda, su partida fue señalada por el mismo crepitar de aire, que pasó a ocupar el súbito vacío dejado por su campo de desplazamiento, pero el aullido del viento me impidió oírlo.

—¡Por las entrañas del Emperador! —Grifen negó con la cabeza, evidentemente tratando de comprender lo que acabábamos de ver—. ¿Adónde han ido?

—Espero que directamente de vuelta al infierno —rezongó Magot.

—O muy cerca —apostillé. En ese momento estarían ya informando de lo que habían visto y haciendo planes para una incursión de mayor envergadura, lo sabía con desapasionada certeza.

Los orcos restantes estaban abandonando sus refugios y rodeaban el lugar de donde habían desaparecido los necrones al tiempo que recuperaban lo que podían de los cadáveres de sus compañeros caídos. El viento trajo hasta nosotros exclamaciones guturales de sorpresa y confusión.

—¿Qué hacemos con los pielesverdes? —preguntó Simia. Vacilé. No eran nuestra prioridad más absoluta, y con suerte servirían para distraer la atención de cualquier necrón mientras nosotros nos escabullíamos por los túneles para advertir a Kasteen y a los demás. Claro que habían encontrado ya la boca de la cueva, y si les daba por explorar nos seguirían a una distancia demasiado corta como para sentirnos cómodos.

De repente, la decisión dejó de estar en mis manos. El orco más grandote del grupo, al que yo había tomado por el jefe[45], señaló hacia la boca del túnel y rugió una especie de orden. Después de una última mirada a los cadáveres de los caídos, media docena de pielesverdes empezaron a acercarse a nosotros. No tenía elección. La seguridad de la misión y, lo más importante, mi propia seguridad, lo exigían.

—Matadlos a todos —ordené.