OCHO

OCHO

De más está decir que la decisión de seguir adelante con nuestra misión no fue del agrado de todos, aunque el único que hizo saber su descontento fue Logash.

Grifen y su equipo eran lo bastante profesionales para comprender la necesidad de procurar la seguridad de nuestros camaradas, por no mencionar nuestra propia seguridad, de modo que seguimos adelante en medio de un incómodo silencio. Lo único que se oía era el crujido de nuestras botas sobre la gruesa helada que todavía recubría el suelo del túnel y las imprecaciones sotto voce del tecnosacerdote. Por otra parte, pueden estar seguros de que nadie era más reacio que yo a seguir adelante. Todo el instinto de autoprotección que poseo me urgía a abandonar las cuevas de inmediato y encontrar alguna excusa para meterme en el primer trasbordador que me llevase a la seguridad relativa del Puro de Corazón.

—¿Comisario? —me preguntó Jurgen, y de repente me di cuenta de que estaba pronunciando entre dientes uno de los Catecismos de Mando, algo que juro que jamás había hecho conscientemente desde que dejé la schola. Con eso queda patente lo apabullado que estaba.

—No, nada —dije precipitadamente, simulando carraspear para desalojar una flema en medio de la oscuridad circundante—. Estaba despejando la garganta.

—Ah, vale —asintió con su imperturbabilidad habitual, y siguió caminando, con el melta listo para disparar.

Logash me echó una mirada aviesa.

—El miedo es el asesino de la mente, ¿verdad? —preguntó, lo cual me reveló al menos que su oído estaba sobrenaturalmente potenciado—. Creo que ya hemos demostrado eso por hoy. —Apenas podía creérmelo: aquí estábamos, atrapados entre dos enemigos con los que esperábamos no toparnos jamás, y todavía seguía rumiando su rabia por no haber podido saquear la maldita tumba.

—Yo por lo menos conservo la cordura suficiente para saber que debo tener miedo —le solté a modo de respuesta. Intercambiamos miradas airadas, como dos colegiales cuyo vocabulario es demasiado limitado para sostener un intercambio de insultos verbales, y estoy seguro de que habríamos descendido a los empujones y acusaciones mutuas de no ser porque la voz de Hail irrumpió en mi intercomunicador.

—Veo luz más adelante.

Un estremecimiento de aprensión me recorrió de pies a cabeza. Todavía estábamos a gran profundidad, y aunque el suelo del túnel había ido ascendido suavemente a lo largo de los dos últimos kilómetros, mi natural afinidad por estas condiciones me decía que no estábamos en absoluto cerca de la superficie.

—Mantengan las posiciones —ordené, olvidada ya mi irritación con el truculento tecnosacerdote, y corrí a reunirme con ella. El olor familiar de Jurgen me siguió y pasamos al lado de Lunt y de Simia. El corpulento especialista en armas pesadas nos miró y empezó a preparar el lanzallamas lo que, ahora que estábamos por delante de él, hacía que su iniciativa resultara menos tranquilizadora de lo que habría sido en otras circunstancias.

Al aproximarnos a la posición de Hail apagué mi iluminador, y Jurgen me imitó un momento después. Como era mi costumbre, cerré los ojos al hacerlo, sabiendo que así mi visión nocturna se adaptaría un poco más rápido, ya que cosas así pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte en estas situaciones, lo cual es cierto en muchos casos. Vi con alivio que Hail había atenuado su propia luz, o bien por experiencia o bien por sentido común, de modo que no había nada que interfiriera en mis percepciones mientras avanzaba hasta su lado.

—Por aquí, señor. —El susurro llegó de una de las sombras más profundas, donde la mujer se había camuflado haciéndose casi invisible. Su piel era muy oscura, casi del color del recafeinado, y ella aprovechaba al máximo esta ventaja natural[38]. Al moverse, su silueta se recortó sobre el fondo de una luz suave y grisácea que surgía de algún punto del túnel por delante de nosotros. Suspiré aliviado. Lo que había temido era encontrarme con la asquerosa luminosidad verdosa que lo impregnaba todo en la tumba de necrones en la que había penetrado antes, y al caer en la cuenta de que lo que nos salía al encuentro no tenía nada que ver con ellos, sentí algo muy parecido a la euforia.

—¿Alguna señal de movimiento? —pregunté. Hail negó con la cabeza, un movimiento apenas visible en la oscuridad que, más que ver, intuí.

—Nada hasta ahora —dijo.

—Bien. —Me quedé quieto un momento, permitiendo que mis sentidos de rata de túnel se adaptaran a este cambio de entorno. A medida que mis ojos se iban acomodando, el pálido resplandor pareció afianzarse, tomando la forma de un tenue disco irregular del tamaño aproximado de la uña de mi pulgar que resaltaba el relieve de la piedra más oscura que lo rodeaba. También sentí un débil soplo de aire en la cara, cargado de un olor frío y húmedo. Por imposible que pareciera, daba toda la impresión de una grieta que comunicara con la superficie—. Supongo que es eso —concluí.

—¿No estamos en un lugar demasiado profundo? —inquirió Logash junto a mi codo. Perdido en mis cavilaciones no había notado que lo tenía pegado a mí, y me produjo un sobresalto que él celebró sin disimulo.

—Podría ser el fondo de una grieta —insinuó Jurgen. Me parecía posible, ya que él había nacido en un mundo como éste, de modo que asentí.

—Eso explicaría lo del orco muerto —sugerí—. Simplemente cayó por aquí hasta los túneles. —Tal vez la caída lo había matado y los ambulls que se lo llevaron a casa tuvieron suerte, sin más, aunque según mi experiencia hacía falta más que una caída de unos cuantos centenares de metros por un agujero para acabar con un pielverde, especialmente si aterrizaba de cabeza.

—De modo que toda esta expedición ha sido una colosal pérdida de tiempo —concluyó Logash.

—Nada de eso —dije, negando con la cabeza—. Si un orco encontró el agujero, otros podrían hacerlo, y pueden descolgarse con una cuerda con tanta facilidad como cualquier otra especie. —Por supuesto, eso no es del todo cierto, pero son obcecados y testarudos, y a veces basta con eso.

—Entonces será mejor ir y comprobarlo —apuntó Hail, supongo que más por el gusto de contradecir al tecnosacerdote que por apoyarme a mí, aunque de todos modos agradecí la muestra de solidaridad.

—Estoy de acuerdo —asentí, poniéndome en marcha mientras los demás ocupaban sus puestos a mi alrededor y seguíamos adelante hasta el resplandor que se iba haciendo gradualmente más intenso. A medida que nos acercábamos, la tenue corriente de aire se fue haciendo más fuerte, y las temperaturas bastante tolerables de los túneles empezaron a descender con rapidez, tanto que me encontré otra vez tiritando a pesar de lo grueso que era mi capote.

—Huele como a nieve —dijo Grifen, cautelosa—. Debemos de estar acercándonos. —Yo estaba dispuesto a aceptar su opinión. Después de todo, ella conocía la nieve y el hielo igual que yo los túneles. Me sorprendió levemente que incluso la estoica valhallana se arrebujara un poco más en su abrigo. Si podía confiar tanto como creía en su instinto, eso no auguraba nada bueno.

El caso es que estábamos incluso más cerca de lo que yo pensaba. Superamos un recodo, rodeando un afloramiento de roca con vetas muy profundas que Logash identificó sin que yo le prestara la menor atención, y entonces el frío helador que había experimentado después de estrellarse el trasbordador me dio en plena cara junto con un débil rayo de sol que resultó casi cegador después de la penumbra de los túneles.

—¡Por las tripas del Emperador! —exclamé, tapándome la boca y la nariz con la bufanda y sintiendo como si el frío se me clavara en los pulmones. Por increíble que parezca, el túnel de los ambulls había horadado la superficie varios cientos de metros más abajo de lo que debería haber sido posible. Era indudable que volvíamos a estar fuera.

—Interesante —comentó Logash sin tiritar siquiera, que el Emperador confunda su pellejo sintético. La nieve se arremolinaba en torno a nosotros, metiéndosenos en los ojos y oscureciendo todo lo que teníamos delante. Se lo pensó un momento—. Tal vez un pequeño valle que se adentra en las montañas…

Lo tuve en cuenta, haciéndolo coincidir con una estimación aproximada de nuestra posición sobre las imágenes orbitales que había visto en la pantalla hololítica del puente del Puro de Corazón. Era perfectamente posible que hubiéramos salido al corazón de la cadena que formaba uno de los lados del valle que protege el complejo de la refinería y nos encontráramos al pie de algún desfiladero que comunicase con el otro lado.

En ese caso, serían buenas y malas noticias al mismo tiempo. Mala por cuanto había realmente un camino por los túneles que atravesaba nuestras defensas; buena porque estaríamos a mucha distancia del grupo principal de los orcos que nos asediaban. Lo único que podía haber tan abajo en el otro lado de la cadena eran partidas despistadas o de exploración como la que habíamos encontrado antes.

Aunque yo ya estaba temblando, la idea bastó para que un escalofrío me recorriera de pies a cabeza. No había manera de saber cuántos de esos grupos habrían ido por delante de la avanzadilla principal[39], y si alguien ya hubiera descubierto la entrada del túnel y enviado la información, el grueso del ejército podría aprestarse a sacarle ventaja. Bueno, a lo mejor no tantos, pero sí una fuerza lo suficientemente grande como para causarnos verdaderos problemas en caso de aparecer por detrás de nuestra línea defensiva. (No es que fueran a resistir ni un segundo una vez que llegara el gargante, por supuesto, de modo que iba a tener que apoyar el pulgar en la palma de la mano[40] en la esperanza de que Kasteen hubiera ideado alguna estrategia para ocuparse de ello mientras nosotros andábamos recorriendo los túneles).

—Huellas. —Magot estaba de rodillas sobre el hielo a unos metros de la cortina de nieve arremolinada, observando con atención. Yo no veía nada, pero una vez más deposité toda mi confianza en la afinidad natural de los valhallanos con estas espantosas condiciones climáticas. Grifen se acercó y se puso en cuclillas al lado de su amiga.

—Eso parece —confirmó—. Yo diría que botas de orco.

—¿Cuántos? —conseguí decir a través de la bufanda que amortiguaba mis palabras y a pesar de que tenía los músculos faciales casi paralizados por el frío. Magot se encogió de hombros.

—Un par tal vez —no parecía del todo segura—. Aquí el suelo está muy deteriorado.

—Un orco —confirmó Logash, barriendo el suelo con sus ojos metálicos y con un deje de impaciencia en la voz—. Y huellas de ambull. El pielverde debió de haberse caído por aquí, molestó al ambull y acabó sirviendo de almuerzo.

—¿Sólo un orco? —pregunté—. ¿Está totalmente seguro?

—Por supuesto —insistió Logash—. Está clarísimo para cualquiera que tenga los ojos adecuados para ver estas cosas. —Por lo general me habría resultado irritante el tono de típica arrogancia en la voz del tecnosacerdote, lo admito, pero en ese momento sentí una especie de alivio. Supuse que estaba superando su mal humor, pero tenía cosas más apremiantes que considerar.

—Entonces, ¿qué pasó con los demás? —me pregunté en voz alta. Los orcos eran odiosos y pendencieros, pero dentro de su estilo brutal, curiosamente sociables, y era poco probable que nuestra solitaria víctima de los ambulls anduviera sola por allí. Es cierto que sus amigos no habrían perdido mucho tiempo en buscarlo una vez que hubieran notado su desaparición, pero, con todo, era posible que anduvieran cerca. Y eso significaba que podían caerse por allí tan fácilmente como su malogrado compañero.

—Buena pregunta —reconoció Logash—. Supongo que querrá explorar y asegurarse de que no hay más ahí fuera, ¿no?

Bueno, en realidad eso era lo último que quería hacer, pero era necesario, y ahora que alguien lo había mencionado, no podía volverme atrás.

—Es la única manera de estar seguros —dije, asintiendo y ocultando razonablemente bien mis pocas ganas de hacerlo. Sin embargo, creí notar la sombra de una sonrisa vengativa en la cara del tecnosacerdote.

En el exterior, las condiciones eran incluso peores de lo que yo podría haber imaginado. La nieve seguía arremolinándose a nuestro alrededor, empujada por un viento más afilado que el cuchillo de desollar de una bruja eldar, y por reflejo cerré los ojos a algunos pasos de la boca de la cueva. Fui presa del pánico cuando me di cuenta de que no podía volver a abrirlos: las lágrimas provocadas por el viento se habían congelado sobre mi cara y no me permitían abrirlos. Estaba a punto de ceder al impulso de volver sobre mis pasos (una forma segura de precipitarme hacia la muerte por una grieta o de morir de hipotermia apartado del ojo vigilante de mis compañeros) cuando un brazo tranquilizador se posó en mis hombros. Aspiré agradecido el olor acre de Jurgen, como si fuera el aroma de una buena cosecha, levemente sorprendido al comprobar que no había perdido el olfato.

—Aguante, comisario. —Algo se apoyó sobre mi cara y el ardor de los ojos se alivió un poco. Parpadeé para despejarlos, obligándolos a abrirse, sintiendo los cristales de hielo parcialmente derretidos deslizarse por el rabillo de los ojos. Vi el rostro borroso de Jurgen, al menos la parte de él que podía verse entre la bufanda y el grueso gorro de piel, oscurecido por un par de gafas para la nieve idénticas a las que me daba cuenta de que estaban protegiendo mi propia vista—. Con eso debería bastar.

—Gracias, Jurgen —conseguí articular a pesar de que tenía los músculos de la cara prácticamente inmovilizados. Su bufanda se movió como ocultando una sonrisa.

—Por suerte siempre llevo unas de más.

Eso fue lo más cerca que estuvo nunca de formular un reproche, aunque tenía todo el derecho a hacerlo, por supuesto. Las gafas formaban parte del equipamiento estándar de un regimiento valhallano, y yo tenía un par en algún lugar de mi alojamiento, pero jamás se me habría ocurrido que pudiera llegar a necesitarlas en las profundidades de la mina, donde no eran normales estas condiciones árticas. Fue así que una vez más tuve que dar las gracias al Emperador por la minuciosidad de mi ayudante.

Observé sin sorpresa que los soldados del primer equipo llevaban también un par, pero, como en el caso de Jurgen, estas condiciones eran normales para ellos. ¡Por la disformidad! Daba la impresión de que estaban disfrutando con estas temperaturas infernales.

—¿Es frío suficiente para usted, señor? —preguntó Magot alegremente, al parecer sin tener la menor idea de lo inaguantable que me resultaba.

—No me vendría nada mal un tazón de tanna ahora mismo —reconocí, pensando que lo mejor era tomarlo a broma, aunque sufría un poco más de lo que estaba dispuesto a reconocer (más bien mucho más). De esa manera me tendrían más vigilado sin quejarse.

—A mí también me vendría bien un caldo —admitió antes de volver a ocupar su puesto en cabeza.

—Sabe muy bien que esto es una pérdida de tiempo —farfulló Logash. Juro que me habría pasado totalmente desapercibido de no haber hablado, ya que su túnica blanca era casi invisible en medio de la nieve, y sólo su cara pálida y sus ojos metálicos se veían con claridad. Daba la impresión de estar suspendido en el aire delante de mí, como una versión del acto de la levitación de Mazarin—. De haber habido más orcos por aquí, a estas alturas estarían a kilómetros de distancia o muertos por congelación.

Su conversación era encantadora, pensé, y ni siquiera se daba cuenta de las temperaturas bajo cero. Una vez más me pregunté qué sería exactamente lo que se escondía bajo esa túnica.

—Son mucho más resistentes de lo que supone —señalé, y Lunt hizo un gesto afirmativo al pasar.

—Mi abuelo encontró una vez a uno congelado en un glaciar, en mi pueblo, un resto de las invasiones. Cuando lo llevaron de vuelta al campamento y lo descongelaron, revivió y trató de matarlos. Es cierto, fue lo que él nos contó.

Él y todos los demás abuelos valhallanos, por supuesto. El orco salido del hielo era uno de los cuentos populares más difundidos en el planeta, pero yo dudaba de que Logash lo supiera, así que asentí como confirmación.

—De modo que yo, en su lugar, no dejaría de mirar por encima del hombro —añadí. No podría asegurarlo, pero creo que Lunt me guiñó un ojo, disfrutando al liar al tecnosacerdote y tratándome como si yo también fuera valhallano. Como me he pasado una buena parte de mi carrera sirviendo con ellos, a menudo me doy cuenta de que se me han pegado algunas modalidades lingüísticas, preferencias culinarias y toda una serie de cosas. Supongo que no tiene nada de sorprendente que me trataran como uno de los suyos en muchos sentidos[41].

—Estamos en un desfiladero —me aseguró Grifen, echando una mirada en derredor a la topografía apenas visible—. Se nota por la forma de los copos. —A mí me parecían una movediza pared blanca, pero asentí como si entendiera lo que quería decir. En realidad, no necesitaba saberlo. De hecho, uno de los principios más importantes del liderazgo es saber cuándo se debe confiar en el juicio de los subordinados, pero siempre es una buena idea parecer interesado.

—¿Puede averiguar por dónde se han ido los orcos? —pregunté.

—No habrán dejado ninguna huella que podamos seguir con esta ventisca, pero por ahí —señaló lo que me pareció una dirección al azar— está cerrado por la cabecera del valle. Yo diría que ladera abajo.

—Está bien —decidí—. Comprobaremos hasta la boca del desfiladero. Si hay algún pielverde por aquí, lo encontraremos. Si no lo hay, podemos volver y hundir la cueva después de pasar.

—Eso podría ser difícil —señaló Grifen—. Hemos utilizado la mayor parte de nuestras cargas para sellar… lo que fuese que había en aquel corredor.

—Ya pensaremos en algo —dije, aparentando más confianza de la que sentía. El torbellino constante de la nieve me estaba empezando a producir náuseas, tenía el estómago agarrotado y me dolía la cabeza como si alguien me la estuviera apretando en una prensa. Cuanto antes termináramos con esto, mejor—. Jurgen todavía tiene el melta, y estoy seguro de que nuestro amigo mecano podrá señalarnos algunos puntos débiles en el techo.

—Supongo que tiene razón —admitió la sargento, y miré alrededor esperando la respuesta de Logash, pero el hosco tecnosacerdote se había desvanecido en la tormenta de una manera tan absoluta como si jamás hubiera existido.