CINCO
De todas las experiencias que he vivido en más de un siglo de servicio al Trono Dorado, podría haber prescindido perfectamente de andar a rastras por una red de túneles en penumbra, buscando un enemigo que podía estar acechando en casi cualquier sitio. No sé por qué, pero si me enseñan un enemigo del Emperador, es muy probable que pueda señalar hacia el agujero más cercano casi con la certeza absoluta de encontrar su recóndita guarida ahí abajo. Adoradores del Caos, enjambres de genestealers, mutantes, lo que sea, todos parecen correr a refugiarse en los rincones más oscuros que puedan encontrar; y, por supuesto, entonces tiene que haber alguien que vaya tras ellos y los obligue a salir[19].
Y con mucha más frecuencia de la que me gustaría, ese alguien resulto ser yo. En parte supongo que se debe a mi sobrevalorada reputación (cuando hay que hacer algo peligroso, ¿quién mejor que un héroe del Imperio para cargar con ello?), pero, a decir verdad, sospecho que, tal y como Kasteen le dijo a Logash, en la mayor parte de los casos realmente soy el hombre adecuado para el trabajo (al menos en teoría mis instintos de antiguo habitante de colmena para los túneles son una gran ventaja, pero en la práctica el entusiasmo para dicho trabajo es inexistente, pueden creerme).
En este caso, sin embargo, aunque no estaba exactamente contento de volver a los túneles, me resultaba mucho más atractivo que la otra posibilidad. Cierto, había una misteriosa bestia de la que preocuparse, pero ya la había herido una vez y no pensaba que fuera a oponer demasiada resistencia, no con un escuadrón entero de soldados para respaldarme, y el indispensable Jurgen, que se las había arreglado para conseguir un melta. Había hecho lo mismo en Gravalax, y ambos habíamos encontrado razones para agradecer su previsión. De hecho, tras ese pequeño incidente, se había aficionado a aquel artículo de equipamiento en particular, y solía llevárselo cuando pensaba que podríamos encontrar más resistencia de la que esperábamos. Más tarde resultó que iba a tener ocasión de estar todavía más agradecido por esa pequeña costumbre suya. Pero, para ser sincero, si hubiera sabido lo que íbamos a encontrarnos allí abajo, hubiera preferido cargar contra los orcos, incluso contra el gargante, con una pata de silla rota antes que volver a poner el pie en aquellas cavernas.
Sin embargo, tal como estaban las cosas, permanecía feliz en mi ignorancia, e incluso estaba lo bastante relajado como para bromear con mi ayudante cuando apareció junto a mi hombro, precedido como siempre de su particular variedad de aromas.
—¿Se acordó de traer los malvaviscos esta vez? —pregunté, haciendo la misma broma que Amberley cuando había visto el melta que llevaba en Gravalax. Él sonrió avergonzado.
—Me debo de haber despistado, señor.
—No se preocupe. Tan sólo hará falta encontrar alguna otra cosa para que la tueste —dije.
—No estoy seguro de que eso sea muy sensato —dijo Logash, apresurándose a unirse a nosotros, y mirando con cierto recelo la enorme arma térmica—. Eso prácticamente vaporizaría a la criatura.
—Junto con un trozo bastante grande de la pared que tuviera detrás —coincidí. Los meltas están diseñados para atravesar el blindaje de los tanques, y utilizar uno para aniquilar a una sola criatura podría parecer exagerado para la mayoría de la gente, pero en lo que a mí concierne, eso no existía, especialmente si se trataba de una cosa del tamaño de la bestia que ya había visto fugazmente.
—Entonces nunca sabríamos lo que era —objetó Logash. Yo me encogí de hombros.
—Tendré que superar tamaña decepción —dije, y después me apiadé de su expresión abatida—. Pero estoy seguro de que no hará falta llegar a eso. La elección de arma de Jurgen es únicamente para contingencias imprevistas.
—Ya veo —dijo, asintiendo, y trató de imaginar qué tipo de contingencias serían ésas. Bueno, lo iba a averiguar en breve.
—Aquí estamos —dijo el soldado que iba en cabeza, y su voz sonó metálica en el comunicador. La sargento del escuadrón, una mujer joven, fornida y de baja estatura, que se llamaba Grifen, ordenó hacer un alto, y Logash se calló, ansioso por ver a nuestra presa. Habría preferido que me acompañaran Lustig y su equipo, ya que habían estado allí abajo antes, pero Penlan estaba demasiado entumecida por sus heridas para enfrentarse a más paredes de hielo y yo no quería el apoyo de un escuadrón que tuviera sus fuerzas disminuidas. Además que, como veteranos, eran necesarios en la línea principal, especialmente con la amenaza del gargante aproximándose.
El escuadrón de Grifen había tenido pocas oportunidades de combatir hasta ahora, y la misma sargento acababa de ser ascendida, así que aquella pequeña excursión me había parecido la ocasión perfecta para que se estrenara en el mando sin demasiada presión (qué ironía, teniendo en cuenta cómo salieron las cosas). Sus soldados parecían bastante competentes, y habían superado el impulso de mirar boquiabiertos las formaciones de hielo y los reflejos destellantes en los primeros minutos, entrando en la rutina de la caza de xenos con una eficiencia que resultaba tranquilizadora.
Miré túnel abajo, donde los haces de nuestros iluminadores se reflejaban en el montón de trozos de hielo caídos que señalaban los límites del agujero por el que había caído la otra vez. Tenía la belleza fantasmagórica de siempre, y a pesar de lo triste de nuestra misión me encontré deleitándome en su visión mientras me volvía para hablar con Grifen.
—Es aquí —dije—. El final del mapa. Una vez pasemos este punto estamos en territorio desconocido.
—Entendido, señor. —Hizo un saludo esmerado, ocultando su nerviosismo para cualquiera menos hábil que yo en la lectura del lenguaje corporal. Comenzó a dar órdenes a su escuadrón—. Vorhees, encabeza el grupo. Drere y Karta, cubridlo. Hail, Simia, vigilad nuestras espaldas. Nos pondremos en marcha tan pronto como el comisario dé la orden, así que moveos —a pesar de su poca experiencia, era buena motivando a la gente, y comencé a sentirme algo más tranquilo acerca de nuestros compañeros de viaje (al menos de la mayoría…).
—¿Hay alguna huella? —preguntó Logash ansioso. Grifen lo miró levemente sorprendida, como si se le hubiera olvidado por un momento que íbamos con un civil. Se encogió de hombros.
—Díganoslo usted, que para algo es el experto —supongo que cualquier otra persona hubiera sido tan sensata como para darse cuenta de que le estaban haciendo un desaire, pero Logash, como la mayor parte de los tecnosacerdotes con los que me he topado, tenía las mismas aptitudes sociales que una alfombrilla de baño[20]. En vez de calmarse, como cualquier persona normal, asintió entusiasmado, y comenzó a agitar un auspex por todas partes como si fuera un incensario.
—Hay algunas estrías interesantes en la capa de hielo —dijo—, que podrían corresponder a marcas de garras debajo de ésta. Aun así son demasiado imprecisas para poder asegurarlo, pero…
Crucé la mirada con la de la sargento, y enarqué las cejas en una pantomima de exasperación tolerante.
Ella me dedicó una sonrisa nerviosa, insegura acerca de cómo responderle a un comisario con sentido del humor, y sin duda intimidada por mi reputación.
—Creo que si su gente está lista, podríamos seguir adelante —dije, con la certeza de que lo estarían, y ella dio la orden rápidamente.
—Vorhees, frente y centro. Vamos a conseguir un nuevo trofeo para la pared del comedor. —Logash me lanzó una mirada triste, de la cual hice caso omiso, y el soldado que iba en cabeza se dejó caer hábilmente por el agujero del suelo.
—Estoy abajo —dijo, todavía con la voz atenuada a través del comunicador—. No hay señales de vida. —El resto de su equipo[21] lo siguió, descolgándose hacia abajo por el oscuro agujero. El brillo de sus iluminadores era ahora visible, y se extendió a través del suelo de hielo como el primer eco del alba surgiendo en algún lugar a un klom o dos por encima de nuestras cabezas[22], ondulándose como una aurora boreal.
—Nuestro turno —dije, con una alegría que esperaba que nadie notara que era forzada, y me dirigí con aire confiado hacia el agujero, tratando de eliminar el recuerdo de mi vertiginosa caída hacia lo desconocido el día anterior. Salté por la pendiente, y el sostén de la cuerda me resultó más reconfortante de lo que pensaba. De repente me di cuenta de que los tacones de mis botas estaban haciendo crujir los cristales de hielo del suelo. La estancia estaba tal y como la recordaba: sin rasgos distintivos, salvo por la boca del túnel que habíamos venido a investigar. Sólo que esta vez estaba llena de soldados. Un instante después Jurgen se deslizó junto a mí. El pesado melta, que llevaba colgado a la espalda, lo hizo inclinarse hacia un lado, pero recobró el equilibrio y lo volvió a colocar en su sitio. El pequeño grupo de soldados que nos rodeaba se apartó uno o dos pasos.
Logash llegó después, agarrándose demasiado fuerte a la cuerda, por lo que descendió en una serie de tirones y giros violentos. Los guardias observaron su progreso con mal disimulado regocijo, expectantes por si se producía una caída ignominiosa. Sin embargo, en su favor debo decir que lo consiguió, dejando escapar un gran suspiro al alcanzar el suelo de la caverna.
—¿Está usted bien? —pregunté, extendiendo una mano para tranquilizarlo. Él asintió.
—Sí, estoy bien. Es que, para ser sincero, no me gustan demasiado las alturas. —Se fijó en la salpicadura de icor que estaba donde había disparado a nuestra presa y se dirigió rápidamente a examinarlo sin decir una palabra.
Poco después lo oí murmurar decepcionado por el modo en que nuestras huellas habían perturbado cualquier rastro que aquella cosa hubiera podido dejar.
Levanté la vista para comprobar los progresos de Grifen y los cuatro soldados que quedaban, que estaban descendiendo sin problemas. Cuando volví a bajar la mirada, el pequeño tecnosacerdote estaba discutiendo furioso con el soldado Vorhees. Me encaminé hacia ellos para investigar, preguntándome una vez más si haberlo traído causaría más problemas de los que valía la pena.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunté, tratando de parecer razonable. Vorhees estaba sujetando al joven tecnosacerdote por la parte superior del brazo con firmeza, conteniéndolo a ojos vista. El soldado hizo un gesto brusco con la cabeza, señalando irritado la entrada del túnel por el que había desaparecido la criatura.
—Intentó pasar delante de mí —dijo. Dirigí el haz de mi iluminador hacia la oscuridad, arrancando miles de destellos de las paredes irregulares. Después me volví para fulminar a Logash con la mirada.
—Pensaba que le había quedado claro que debía permanecer junto a Jurgen —dije. Mi ayudante había aceptado el encargo especial de hacerle de guardaespaldas con la misma flema que el resto de las órdenes, y supongo que a Logash se le podría perdonar el hecho de que no le hiciera demasiada gracia. Sin embargo, en ese momento aquélla no era mi principal preocupación. Se desasió de un tirón de Vorhees con una petulancia que me recordó a la de un chaval enfurruñado, y señaló hacia el suelo del túnel que estaba iluminado por el haz de mi iluminador.
—Estaba buscando huellas —dijo, y era evidente que quería decir mucho más—. El suelo aquí está demasiado pisoteado para poder encontrar nada.
—Bien. De acuerdo —dije. Me volví hacia Vorhees—. Téngalo vigilado. Que no se aleje a más de cinco metros. —Volví la vista hacia Logash—. Eso debería ser suficiente, ¿no?
—Oh, desde luego. —Avanzó un par de pasos por el túnel, iluminado por el haz del iluminador que Vorhees había adosado a la culata de su arma, y se puso en cuclillas para agitar el auspex a su alrededor. Con la seguridad de que aún podía oírme, me volví sonriente hacia Vorhees.
—Quizá lo apresemos antes si le dejamos algo de cebo.
—Merece la pena intentarlo —coincidió, sonriendo a su vez. Logash hizo caso omiso, concentrado en sus rituales de adivinación de datos. Tras unos instantes volvió a donde estábamos, aún murmurando mientras estudiaba la pantalla de la pequeña máquina.
—¿Y bien? —preguntó Grifen—. ¿Ya puede decirnos lo que es?
Logash parecía confuso.
—Bueno, hay indicios. Si estuviéramos en otro lugar, podría adivinarlo, pero el hábitat está mal…
—Entonces denos todos los datos que pueda —lo animé suavemente. Grifen asintió, apartándose el pelo negro de los ojos como si estuviera tratando de descifrar las runas de la pantalla, pero era todo jerga de tecnosacerdote y ninguno de nosotros podía encontrarle sentido alguno. Logash se encogió de hombros.
—Está claro que excavó estos túneles —dijo—. Hay marcas de garras en las paredes y en el techo, al igual que en el suelo. —Un atisbo de miedo se extendió entre la mayoría de los soldados. El estrecho túnel era lo bastante alto como para andar erguido, incluso para mí[23], y si no era lo bastante ancho como para que camináramos de dos en dos, al menos tenía la amplitud suficiente para poder ver más allá del hombre que iba delante (y también disparar, que era lo más importante). La criatura debía de tener bastante alcance, al menos eso estaba claro.
—Bueno, no vamos a encontrar nada si nos quedamos aquí parados —señalé, más por tranquilizar a las tropas que por otra cosa—. Y aún tenemos que hacer un mapa de estos túneles —así que nos pusimos en marcha en la oscuridad, con los nervios de punta por la expectación cargada de temor.
Me sentía más a gusto allí abajo que cualquiera de mis compañeros, a excepción, posiblemente, de Jurgen, que sencillamente aceptaba la situación como hacía con todo lo demás, con un estoicismo taciturno. Aquellos túneles eran distintos de los túneles a los que estaba acostumbrado, sin embargo. Giraban y serpenteaban aparentemente de manera aleatoria, con innumerables ramificaciones que terminaban en un punto muerto o giraban sobre sí mismos para volver al túnel del que veníamos, o se dividían en más túneles radiales. Tuve varias oportunidades para agradecerle al Emperador mi sentido de la orientación, sin el cual me habría perdido en un instante, pero el instinto que me permite saber más o menos dónde estoy y la distancia que he recorrido en un entorno subterráneo resultó ser tan fiable como siempre.
—Esto es un maldito laberinto —murmuró una de las soldados, Drere creo que se llamaba, entre dientes. Grifen la silenció con unas cuantas palabras bien elegidas, como suelen hacer los sargentos a lo largo y ancho de la galaxia. Logash avanzaba en el centro del grupo junto a mí, ya que esperaba mantener un número respetable de soldados fuertemente armados entre mi persona y la criatura, sin importar la dirección desde la que se acercara. Logash coincidió, haciendo caso omiso de la regañina de la sargento.
—Es de unas dimensiones sorprendentes para haber sido excavado tan recientemente —añadió. Justo en ese momento comencé a sentir en las palmas de las manos el mismo cosquilleo que suelo sentir cuando mi subconsciente me advierte de algo que mi lóbulo frontal aún no ha procesado.
—¿Cómo de reciente? —pregunté. Logash señaló algo en la pantalla del auspex que no pude ver con claridad.
—Unas pocas semanas —dijo—. Como mucho dos meses —en otras palabras, más o menos por la época en la que llegaron los orcos, y eso era demasiada coincidencia. No es que creyera ni por un momento que lo que estábamos persiguiendo fuera algún tipo de garrapato[24]. Las probabilidades eran remotas, ya que cualquier cosa que los verdosos hubieran traído consigo hubiera llegado a las mismas coordenadas. Pero el armatoste espacial que los había traído al sistema (y, para alivio mío, había vuelto a la disformidad en cuestión de horas) podría haber llevado en sus entrañas un número indeterminado de otro tipo de horrores, y si eso era así, no sería extraño que algo más hubiera aprovechado la oportunidad de aterrizar en el planeta al mismo tiempo.
Traté de acordarme de pedirle a Quintus que buscara en los archivos de los sensores del sistema de control de tráfico orbital de la refinería cuando volviéramos. Lo más probable era que el resplandor de energía de la disformidad emitido por la emergencia de aquel armatoste, mil veces más fuerte que el de una nave espacial, los hubiera deslumbrado, pero podría haber alguna pista que con tiempo tal vez fuéramos capaces de descifrar.
Cualquier pensamiento acerca de la materia que pudiera haber tenido se vio interrumpido al notar un leve temblor bajo las suelas de mis botas. Sentí de nuevo un cosquilleo en las palmas de las manos, y tuve un presentimiento. El estrecho pasadizo me parecía mucho más claustrofóbico que antes, aunque ésa no es una sensación muy normal en mí. El leve temblor se hizo más fuerte, y dejé de intentar identificarlo. Sentí un golpe en la espalda que me hizo inclinarme hacia delante cuando Grifen tropezó conmigo, deteniéndose inmediatamente.
—¿Comisario, qué sucede? —preguntó.
—¡Silencio! —Escudriñé el túnel de arriba abajo, estirando el cuello para ver lo mejor posible más allá de los soldados que tenía a ambos lados. La luz de nuestros iluminadores se retiró en ambos sentidos, aun arrancando destellos de la profunda superficie azul del hielo que nos rodeaba—. ¡Algo se acerca!
—Aquí no hay nada —crepitó la voz de Vorhees por el comunicador desde una distancia de unos cien metros túnel arriba.
—Aquí atrás tampoco hay nada —dijo la soldado Hail con voz tensa. No puedo culparla por ello, la retaguardia es la segunda posición más vulnerable de la columna. Todos me miraron, probablemente preguntándose si el comisario se había vuelto loco. Salvo por Jurgen, por supuesto, que sin duda ya se había hecho a la idea hacía muchos años. Pero todos mis instintos de habitante de colmena seguían insistiendo en que yo tenía razón, algo se acercaba, aunque no lo hubiéramos visto aún.
De repente lo comprendí. ¡La criatura a la que perseguíamos era un horadador! No necesitaba llegar hasta nosotros por un pasadizo ya existente. Sin duda había detectado nuestra presencia de algún modo, probablemente captando las vibraciones de nuestras pisadas, y se dirigía directo a nosotros por la ruta más rápida.
—¡Jurgen —grité—, denos algo de espacio! —adivinando mis intenciones, los soldados que estaban más cerca de nosotros se dispersaron por el pasadizo. Grifen se llevó a Logash entre protestas, ya que no se iba a molestar en tratar de explicárselo. Su voz quedó repentinamente ahogada por el siseo producido por el melta mientras Jurgen disparaba a la pared, convirtiendo al instante doce metros cúbicos de hielo en vapor, que se condensó casi al momento por las temperaturas bajo cero, llenando de niebla el estrecho pasadizo.
Llegó justo a tiempo. Un instante después, la pared, que se había vuelto a congelar, se hizo pedazos, lanzándonos una ráfaga de brillantes fragmentos de hielo, y la pesadilla viviente con la que me había encontrado la otra vez estaba entre nosotros.
Por desgracia, yo era el que más cerca estaba de ella, y apenas tuve tiempo de sacar un arma antes de que se lanzara sobre mí. A tan poca distancia una pistola habría sido totalmente inútil, así que saqué mi espada sierra casi sin pensar, y realicé un bloqueo instintivamente, de esa manera irreflexiva a la que se llega con mucha práctica. Fue una suerte que lo hiciera. Un brazo tan largo que parecía imposible, con las garras que había vislumbrado la otra vez, me lanzó un golpe justo cuando estaba seleccionando la velocidad máxima. Probablemente me habría destripado si no hubiera desviado el golpe. La hoja gimió, haciendo cortes profundos en las placas de quitina que bien podrían haber pertenecido a un tiránido, y aquella cosa aulló de rabia y de dolor.
Apenas era consciente de la presencia de Jurgen haciéndose a un lado para dejarles espacio a los demás soldados, cuyos iluminadores, fijados a las culatas de sus armas, iluminaban el enfrentamiento. Estaban esperando para poder disparar sin vaporizarme junto con el monstruo contra el que luchaba, pero esperaban en vano. Estábamos demasiado cerca el uno del otro, y dábamos vueltas demasiado rápido, para que cualquiera pudiera tener la menor esperanza de obtener una línea de fuego clara.
(A propósito, son los momentos como éste los que demuestran lo sensato de mantener la ilusión de que me preocupan los soldados comunes. No tengo ninguna duda de que si yo fuera el tipo de comisario que se basa más en la intimidación que en el respeto para conseguir que se haga el trabajo, y hay muchos de ésos por ahí, la mayor parte de los soldados rasos hubieran disparado igualmente, y habrían informado alegremente de que la criatura había acabado conmigo primero. Es una lección que trato de enseñar a mis cadetes, esperando que los menos estúpidos de entre ellos lleguen a disfrutar de una carrera razonablemente larga, pero tal vez mis esfuerzos sean vanos.)
Me metí debajo del pecho de aquella cosa, que apenas me llegaba a la barbilla, e intenté evitar las enormes mandíbulas que me lanzaron un mordisco a la cara mientras me agachaba. Curiosamente, los largos brazos de la criatura tenían la articulación a dos tercios de su altura, por lo cual, cuanto más cerca permaneciera de ella, más le costaría alcanzarme. Eso me venía estupendamente. Le lancé un tajo al tórax con la hoja, que emitía un fuerte zumbido, y sentí cómo los dientes alcanzaban su objetivo, obteniendo como recompensa una ducha de icor y vísceras malolientes. Volvió a aullar, abriendo las mandíbulas hasta un nivel casi imposible y bajando la cabeza para lanzarme una dentellada.
Eso era justo lo que había estado esperando. La táctica solía funcionar bien con algunas de las bioformas tiránidas más grandes, así que estaba preparado y a la espera, y le introduje la punta de mi fiel espada sierra en la boca abierta para que se abriera paso, masticando satisfecha, hasta lo que parecía el cerebro de la criatura. Retiré la mano rápidamente, temiendo que cerrara aquellas terribles mandíbulas por reflejo, y le abrí un enorme tajo en el lateral de la cabeza desde dentro. La sangre y los fluidos corporales salpicaron la pared y se convirtieron en hielo en pocos segundos.
Aquello fue suficiente; la criatura cayó, obligándome a gatear hacia atrás de un modo muy poco digno para apartarme, y se desplomó sobre el hielo, a mis pies. Unos finos copos de nieve se condensaron en el vapor y ascendieron, brillando como pequeñas galaxias a la luz de nuestros iluminadores.
—Ha sido increíble —dijo Grifen, que no sabía si seguir el protocolo o el impulso de darme unas palmaditas en la espalda. El murmullo de voces entre los soldados me hizo darme cuenta de que ella no era la única que había quedado impresionada. Sólo Logash estaba mirando a la criatura y no a mí, con una expresión confusa que casi resultaba cómica.
—Ahí tiene usted a su espécimen —le dije, devolviendo mi fiel espada sierra a su funda—. ¿Cree que podrá identificarlo?
—¡Es un ambull! —exclamó, negando con la cabeza, desconcertado—. Pero no puede ser. Provienen de Luther Macintyre IX…
—Jamás había oído hablar de él —afirmé—. Pero no sería la primera vez que una especie salta a otro planeta.
—Ésa no es la cuestión. Las colonias ambull ya son conocidas en docenas de mundos. —El joven tecnosacerdote parecía totalmente desconcertado—. Pero son criaturas del desierto, como el linaje original. Esta criatura no debería estar en un mundo helado.
—Quizá se ha perdido —sugirió uno de los soldados. Su comentario provocó risas burlonas entre sus compañeros. Yo no me uní a ellos. Algo iba tremendamente mal, eso era evidente, no necesitaba el cosquilleo en las manos para saberlo. Cuando miré a la criatura a la que había matado, me fijé en algo que no me cuadraba del todo.
—¿Dónde están las heridas de la pistola láser? —preguntó Jurgen, trasladando mis pensamientos a palabras antes de que yo tuviera tiempo de hacerlo—. Estoy seguro de haber visto que lo alcanzaba la otra vez…
—No es el mismo —dije, mirando a Logash para que me lo confirmara—. Eso quiere decir que debe de haber otra cosa de éstas aquí abajo con nosotros.
—Seguramente más de una —confirmó ansiosamente—. Los ambulls suelen formar grupos sociales muy extensos.
La cosa iba mejorando, pensé amargamente. Si lo hubiera sabido… Lo peor estaba aún por llegar.