TRES
—Señor Morel, me gustaría hablar un momento con usted, si me concede algo de tiempo. —Dirigí mis movimientos con precisión, para que cualquiera que nos viera pensase que habíamos llegado a la puerta de la sala de conferencias al mismo tiempo por pura casualidad. El minero de cabello entrecano se volvió hacia mí, evaluó la situación dando muestras de una gran inteligencia, y asintió, despidiendo a sus ayudantes con gesto despreocupado. Se dirigieron a la salida junto con los tecnosacerdotes y los administrativos, Ernulph y Pryke, que seguían bastante calmados, y nos dejaron a solas con Kasteen y Broklaw.
El mayor se había unido a la conferencia poco después de que Kasteen soltara su pequeña bomba, haciéndose cargo de proporcionar información táctica al personal de la refinería. Ahora ambos estaban juntos, mirando las pantallas de datos y puliendo sus estrategias para defender la planta. Ernulph, Pryke y sus respectivos parásitos resultaron bastante útiles una vez que la visión de mi pistola hubo calmado el ambiente, sin duda pensando que los orcos podrían acabar con ellos en caso de que no hicieran todo lo posible por ayudar, y si los pielesverdes no lo hacían, sin duda lo haría yo.
Unos cuantos soldados entraban y salían de la sala de conferencias con gran ajetreo, colocando tableros para mapas y un gran recipiente lleno de infusión de tanna. Parecía que aquél iba a ser nuestro puesto de mando, al menos por el momento (Kasteen afirmaba que era una posición ventajosa excelente para dirigir a las tropas, pero yo sospechaba que simplemente le gustaban las vistas desde la ventana). El paso gradual de clima de decadencia civil a la resuelta atmósfera militar me hizo sentir más tranquilo; no tenía ni idea de cómo vería todo aquello el minero, y tampoco me interesaba, si he de ser sincero.
—Por supuesto, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó Morel. Me serví un tazón de tanna y le ofrecí otro. Lo aceptó tras un instante, lo sorbió con cuidado, y pareció gustarle, a pesar de que la variedad valhallana no es del agrado de todo el mundo.
—Antes mencionó que algunos de sus mineros habían desaparecido en misteriosas circunstancias. ¿Le importaría contarme algo más? —En su rostro apareció una leve expresión de sorpresa. Supongo que después de que las otras facciones lo hubieran estado evitando durante tanto tiempo, nuestro interés era algo inesperado.
—Cinco personas en poco más de un mes. Puede que no parezca una cantidad muy grande en una plantilla de seiscientos, pero, créame, a nosotros nos preocupa. —Se encogió de hombros—. Por supuesto, a los del Administratum y a los del Mechanicus no les importa un cuerno. Sencillamente, siguen con la misma cantinela de que las pérdidas entran dentro de las estadísticas aceptables.
—¿Cuál es su opinión? —pregunté. Morel tomó otro sorbo de infusión mientras articulaba una respuesta, pero yo me anticipé—: Quiero una reacción visceral. No es necesario que sea educado. —Se rió y me miró con muestras renovadas de respeto.
—Mejor. La diplomacia no es exactamente mi punto fuerte. —Tomó otro sorbo—. Definitivamente, algo no va bien ahí abajo. Sin embargo, no sabría decirle qué es con exactitud.
—Entonces tenemos que averiguarlo —dije. Kasteen interrumpió su conversación con Broklaw el tiempo suficiente para asentir.
—Por supuesto —afirmó.
—Desde luego —se sumó Broklaw—. No tiene sentido fortificar el lugar si el problema ya está dentro.
—¿Cree usted que tenemos orcos en los túneles? —Morel se puso pálido sólo de pensarlo. Fuera lo que fuese lo que había pensado que sería, estaba claro que no era eso. Negué con la cabeza con expresión dubitativa.
—Es posible. Pero entrar a hurtadillas y llevarse a gente de uno en uno no es exactamente su estilo.
—Y no se me ocurre cómo podrían haber llegado hasta aquí tan pronto —añadió Kasteen, echando un vistazo al mapa del hemisferio que estaba fijado a la pared, cerca de su asiento—. Les ha llevado más de seis semanas llegar aquí desde el lugar donde aterrizaron. Si una avanzada estuviera llevándose a sus mineros tendría que haber recorrido medio planeta en pocos días desde su llegada, y no hemos visto señales de que dispongan de alguna capacidad de despliegue rápido.
—A menos que se teleportaran —sugerí—. Se conocen casos[12].
—¿No estaremos sacando conclusiones precipitadas? —reflexionó Broklaw—. Después de todo, ¿no podrían ser sencillamente una serie de accidentes desafortunados?
—Eso no parece muy probable. —Morel se quedó mirando los planos de la pared que tenía enfrente. Las líneas desordenadas y serpenteantes parecían un diagrama de un plato de fideos. Me di cuenta de que era un mapa de los túneles que teníamos debajo, de donde llevaban incontables generaciones[13] extrayendo las preciadas vetas de hielo que podían ser transformadas en promethium.
—¿Sería tan amable de mostrarnos de dónde desaparecieron esos mineros? —pregunté. Eso podría darnos alguna pista. Morel asintió mientras cogía una pluma del escritorio y marcaba los puntos rápidamente; me di cuenta de que debía de haber hecho aquello antes, sin duda esperando encontrar alguna relación. Me quedé mirando la hoja de papel arrugado, trasladando las líneas a una imagen tridimensional en mi cabeza y tratando de visualizar el espacio[14]. Sin embargo, si había algún patrón, se me escapaba.
—¿Ha visto usted algo? —preguntó Kasteen, esperanzada, ya que conocía mis instintos de rata de túnel por mis informes del incidente Gravalax.
—No hay una conexión evidente entre todos esos puntos —respondí, negando con la cabeza. Di unos golpecitos con la uña sobre uno de ellos—. Esta galería, por ejemplo, no tiene salida. Un asaltante tendría que pasar sin ser visto por un turno entero de trabajadores.
—Y eso es sencillamente imposible —confirmó Morel. Eso planteó otra cuestión, que Broklaw fue tan amable de señalar:
—A menos que alguien del personal de la refinería sea el responsable… —comenzó, pero se detuvo al observar como el rostro de Morel se ensombrecía.
—Si pretende acusar a alguno de mis empleados de asesinato, será mejor que tenga usted alguna prueba.
—Nadie está acusando a nadie de nada —lo tranquilicé, evitando decir en voz alta «todavía»—. Usted nos ha llamado la atención acerca de una grave brecha de seguridad, y estamos tratando de llegar al fondo del asunto, eso es todo.
—Si salva a mis trabajadores, estaré encantado de ayudar —dijo el minero, algo más tranquilo.
—Me alegra oírlo. —Volví a echar un vistazo al mapa de las minas, como si estuviera meditándolo en profundidad—. Pero no creo que resolvamos el problema hablando sobre él mientras nos tomamos una infusión.
—¿Qué sugiere entonces? —preguntó Kasteen.
Suspiré, aparentemente reticente, y negué con la cabeza.
—Sencillamente, tendré que ir allí abajo y echar un vistazo —respondí.
Si han leído mis memorias con algo de atención, es probable que los haya sorprendido el hecho de que aparentemente me haya mostrado dispuesto a poner mi vida en peligro, cosa que es bastante impropia de mí, por decirlo de una manera suave. Pero traten de verlo desde mi punto de vista. Por un lado, si seguía allí mientras preparaban las defensas, lo más probable era que acabase expuesto a aquel frío congelante otra vez, y no tenía muchas ganas. Eso sin mencionar el hecho de que había una horda de pielesverdes en camino. Cierto era que no los esperábamos hasta dentro de otras veinticuatro horas, pero eso no había detenido a la avanzada con la que ya nos habíamos encontrado, y ¿quién sabe cuántas más podía haber acechando ahí fuera, esperando a que apareciera algún incauto?
Por otro lado, los túneles eran un entorno en el que me sentía como en casa, y podía medirme en combate en un espacio cerrado y oscuro con cualquier cosa que pudiéramos encontrar ahí abajo. Y tampoco es que fuera a ir solo; cualquier cosa que estuviera acostumbrada a atacar a civiles solitarios y desarmados se iba a llevar una buena sorpresa si trataba de hacer lo mismo con un escuadrón de soldados armados con pistolas láser. Así que tenía bastante confianza en que, fuera lo que fuese lo que acechaba en los oscuros niveles subterráneos, no supondría una amenaza tan grande para mi bienestar como deambular por el exterior como un trozo de cebo congelado para orcos (más tarde se demostraría que dicha suposición era más o menos correcta y, al mismo tiempo, terriblemente equivocada. Desde luego, no tenía ninguna razón para sospechar en ese momento adonde nos conduciría aquella investigación en última instancia).
He visto algunas cosas espectaculares a lo largo de mi vida, y es difícil que algo me impresione, pero debo admitir que incluso a día de hoy, después de más de un siglo, las cavernas de hielo de Simia Orichalcae permanecen en mis recuerdos como algo digno de verse. No sé qué opinarían los soldados de ellas, pero para alguien como yo, que había nacido y crecido como una rata de túnel, eran bastante espectaculares. A pesar de que los amplios túneles de la mina se perdían en la distancia, más allá de los límites de nuestros iluminadores, nunca estaba del todo oscuro, ya que el hielo reflejaba la luz, emitiendo un leve brillo azul hasta donde alcanzaba la vista.
Y las paredes, cuyas irregularidades reflejaban y refractaban los rayos de luz, brillaban, con lo cual nos movíamos a través de una constelación siempre centelleante de estrellas fugaces. Nuestras botas crujían suavemente sobre el suelo helado, y nuestro aliento se condensaba en grandes nubes cada vez que exhalábamos, pero allí abajo, lejos del viento cortante, encontré las temperaturas bastante aceptables. No eran mucho peores que las de los alojamientos valhallanos cuando conseguían que la calefacción funcionara, y estaba acostumbrado a eso. Incluso hacía calor suficiente como para que el olor característico de Jurgen hubiera vuelto, aunque algo menos intenso, cosa que los demás agradecimos. Pedí respaldo al escuadrón de Lustig, ya que después de nuestras aventuras en Gravalax confiaba en su capacidad, y los rostros familiares y la presencia taciturna del sargento ayudaron a levantarme el ánimo, algo que le agradecí. Había rechazado la oferta de que uno de los mineros nos sirviera de guía, ya que confiaba en mi intuición con los túneles, y si realmente había orcos allí abajo, lo último que necesitaba era a un civil histérico en medio de un tiroteo.
En las primeras etapas de nuestro descenso atravesamos el ajetreo de las zonas superiores, donde los mineros y los servidores recorrían apresuradamente las amplias y bien iluminadas calles que quedaban de una ciudad-caverna valhallana, y los vagones llenos de mineral centelleante apartaban a todo el mundo de su camino sin contemplaciones. Pero a medida que fuimos adentrándonos más profundamente en las instalaciones, en los pasadizos menos utilizados, se fueron estrechando y la iluminación ya no era tan buena, hasta que la única luz de la que disponíamos fue la que llevábamos con nosotros. De vez en cuando oíamos actividad en las galerías principales, donde los colegas de Morel seguían extrayendo el preciado hielo con la ayuda de herramientas que se parecían de manera alarmante a los meltas que usábamos como armas, pero tras aproximadamente una hora de descenso, hasta eso se disipó.
—¿Qué buscamos exactamente, señor? —preguntó el sargento Lustig. Yo me encogí de hombros.
—Sólo el Emperador lo sabe —respondí—. Únicamente algo fuera de lo común. —Su escuadrón se había desplegado en una formación estándar de búsqueda, en la que todo el mundo tenía que estar a la vista de al menos otros dos soldados. No estaba dispuesto a que hubiera más desapariciones misteriosas si podía evitarlo, especialmente si una de ellas podía ser la mía. Las anchas facciones del sargento se arrugaron en una sonrisa.
—Bueno, eso restringe bastante la búsqueda —dijo, paseando la mirada por los alrededores. Al proceder de un mundo helado supongo que le parecerían casi convencionales. En cierto modo, contaba con ello; entre la familiaridad de los valhallanos con el hielo y la mía, como chico de colmena, con los espacios cerrados, fuera lo que fuese lo que había ahí abajo habría dejado alguna huella que a alguno de nosotros nos parecería extraña en algún momento.
—Aquí Penlan. —La voz de una de las soldados siseó en mi comunicador, seguida a continuación por el sonido algo más apagado de su conversación real, que se superponía a la transmisión como un eco distorsionado. No debía de estar a más de cien metros—. Tengo algo. Parecen huellas.
—Mantenga la posición —le ordené, y me dirigí hacia su silueta. Estaba iluminada por la linterna que había pegado a la culata de su pistola láser. Jurgen me siguió, pisándome los talones, con el arma levantada y lista para ser usada. La experiencia nos había enseñado a ambos que nunca se era lo bastante cauteloso en momentos como aquél.
—¿Qué opina, señor? —preguntó Penlan, volviéndose hacia nosotros. Mientras lo hacía, el trozo de piel descolorida de su mejilla izquierda, en el lugar donde había recibido un disparo de láser en Gravalax, se hizo evidente bajo el iluminador de Jurgen. La expresión de su rostro mostraba la misma confusión que su voz, y el cabello castaño le caía sobre los ojos desde debajo de la gorra.
—No tengo ni idea —respondí, sin recrearme en la duda. Ella alumbró directamente las marcas que había encontrado con su iluminador, unas profundas melladuras en el suelo congelado que, de hecho, parecían marcas de garras. Después de más de quince años al servicio del Imperio, durante los cuales pensé que me había encontrado con todas las formas de vida malignas de la galaxia, debería haber podido reconocerlas. Incluso la marca de las botas orcos, cosa que había estado esperando en parte, hubiera sido preferible.
—Se parecen un poco a las huellas de un genestealer —sugirió Jurgen sin mucha convicción. En parte tenía razón: procedían de lo que parecían ser unas garras poderosas, pero los tamaños no coincidían con los de un genestealer—. ¿O quizás, tiránidos?
—No lo creo —dije—. La distribución del peso es completamente distinta. —Cosa que, dada la habilidad de las flotas colmena para conjurar de la nada a nuevas y desagradables criaturas, no constituía exactamente una certeza, pero si había una o dos bionaves en el sector, las probabilidades de que se hubieran adentrado tan profundamente en el espacio imperial sin ser vistas eran casi nulas. Señalé eso también, y fingí no haber visto el brillo momentáneo de alivio en los ojos de Penlan.
Los dos regimientos originales que habían formado el 597.° habían luchado con los tiránidos poco antes de unirme a ellos, y ambos habían sido prácticamente aniquilados. Y hablando de eso, a esas alturas había visto tiránidos más que suficientes para toda una vida.
—Será mejor que continuemos —decidí después de reflexionar unos instantes.
De algún modo, la confirmación de que allí abajo había algo hacía que resultara más fácil continuar que volver, a pesar de lo fuerte que fuera el impulso que sentía de tocar a retirada. Sabía por experiencia propia que un enemigo desconocido siempre es una amenaza mayor que uno que ya has identificado y, de hecho, las cosas no habían cambiado tanto. Todavía tenía un escuadrón de primera, formado por soldados veteranos, que se interponía entre cualquier cosa maligna que rondara por ahí y yo. Eso sin mencionar a Jurgen, cuyas peculiares dotes me habían salvado el culo en más de una ocasión, a pesar de que ninguno de los dos habíamos tomado conciencia de su existencia hasta nuestro encuentro con Amberley y su entorno en Gravalax[15].
Lustig asintió, y dio la orden de seguir adelante.
Los ánimos se ensombrecieron aún más si cabe después de aquello. Las bromas y comentarios jocosos ocasionales entre los soldados ahora parecían vacíos, incómodos, y pronto nos fue invadiendo el silencio, interrumpido tan sólo por los secos monosílabos de informes y respuestas. La soldado que iba delante, que creo que aún era Penlan, comenzó a comunicarse mediante el lenguaje de signos siempre que le era posible, y recurría a la red de comunicación únicamente cuando era indispensable. Casi sin pensarlo dimos por supuesto que habíamos entrado en territorio hostil.
Aquello me tranquilizó. Una sana dosis de paranoia es necesaria en mi trabajo, por supuesto, pero era agradable saber que todos los demás estaban tan nerviosos como yo por una vez, con la posible excepción de Jurgen, que nunca parecía nervioso por nada que no tuviera que ver con la aerodinámica. Casi sin pensarlo llevé las manos a las armas, liberando la espada sierra en su vaina y sacando la pistola láser. Era una estupidez no estar preparado, pensé.
—Si hay algo aquí abajo, debemos de estar muy cerca de ello —murmuró Lustig. Yo asentí. Estábamos apenas a doce metros del final de la galería y del punto muerto que había detectado en el mapa. Las probabilidades de que lo que había dejado aquellas huellas se hubiera quedado atrás para quedar atrapado por nuestro avance eran increíblemente remotas, lo sabía, pero aun así se me secó la boca, se me hizo un nudo en el estómago con el presentimiento de la batalla, y mi imaginación echó a volar con imágenes de la expansión de un caos desenfrenado.
—Ya está. Punto muerto. —La voz de Penlan sonaba indudablemente aliviada, lo cual se extendió al resto del escuadrón como brisa fresca sobre la hierba. Exhalé y sentí cómo se relajaba mi musculatura, ignorante hasta ese momento de lo tenso que me había puesto.
—Echad un vistazo por ahí —dije, avanzando para reunirme con ella. Jurgen se mantuvo junto a mí como siempre, y a mi espalda oí a Lustig dando órdenes calmadamente, con su habitual eficiencia. Estaba desplegando al resto del escuadrón para asegurar el perímetro. Bien. Eso significaba que no habría sorpresas desagradables mientras echábamos una ojeada.
—No veo un cuerno. —Penlan se movió con cautela, moviendo el iluminador delante de ella. El haz de luz se posó sobre una pared desnuda, donde el túnel había sido sencillamente abandonado cuando la veta de material se había acabado. Entonces lo deslizó hasta un montón de losas de hielo que había a la derecha. Me empezaron a picar las palmas de las manos, como sucedía siempre que mi subconsciente me alertaba de alguna adversidad. Penlan se dirigió al montón de escombros.
—Tenga cuidado —empecé a decir, justo cuando me empecé a dar cuenta. La forma en que estaban amontonadas las rocas me resultaba familiar, como si fueran el resultado de un derrumbamiento en una colmena. Dirigí el haz de mi propio iluminador hacia el techo, donde había una brecha de un grosor no superior al de un cabello al principio, pero que se abría hasta tener el tamaño de mi puño a medida que se acercaba a la pared. Desde ahí la fisura crecía exponencialmente y terminaba en el montón de escombros.
Aquello no me cuadraba. Para que aquellos escombros cayeran de esa manera, deberían haber excavado debajo de la pared. Un crujido leve pero que no presagiaba nada bueno resonó por toda la estancia.
—¡Penlan! —grité—. ¡Retroceda! —Pero era demasiado tarde. Estaba comenzando a volverse hacia mí con expresión confusa cuando el suelo cedió bajo sus pies y desapareció de nuestra vista con un único grito de sobresalto.
—¡Penlan! —Lustig se precipitó hacia delante, pero lo retuve poniéndole un brazo contra el pecho; no había manera de saber qué profundidad tenía la caída—. ¡Penlan, informe! —La estática siseó en nuestros comunicadores.
—Cuidado con ese primer escalón, sargento. —Su voz sonaba como si estuviera sin aliento, pero si podía hacer chistes, no debía de estar tan malherida—. Es más alto de lo que parece.
—Será mejor que vaya con cuidado —le aconsejé al sargento—. No sabemos si el resto del suelo es igual de inestable. —Con Jurgen a mi lado, me incliné hacia delante con cautela, lo suficiente para dirigir el haz de nuestros iluminadores hacia el interior del agujero. Parecía bastante sólido. Desde allí pude ver que se había formado una fina capa de hielo en el agujero donde el desprendimiento había abierto una brecha en el techo de la estancia que estaba debajo. Me fijé en que esa estancia no aparecía en el mapa.
—Esto se ha congelado recientemente —afirmó Jurgen, con la certeza de alguien procedente de un mundo helado. Me acerqué un poco más al agujero y pude ver a Penlan. Había caído unos cinco o seis metros, pero la mayor parte de la caída, gracias al Emperador, había sido un deslizamiento por una rampa muy inclinada. Al ver mi cara aparecer por el agujero me hizo señas con la mano.
—Lo siento, señor —dijo—. Resbalé.
—Ya lo veo. —Hice que Jurgen iluminara la estancia en la que se encontraba. Era casi circular y de sólo unos pocos metros de ancho, lo que me hizo sospechar que podría haber sido una bolsa natural de hielo. Era fácil imaginar a unos mineros solitarios cayendo del mismo modo que Penlan y que hubieran tenido un aterrizaje menos afortunado. El agujero que habían dejado tras ellos podría haberse vuelvo a congelar antes de que llegara la partida de búsqueda. Quizá las desapariciones misteriosas de Morel habían sido accidentes, después de todo—. ¿Ese agujero le parece una formación natural?
—Quizá. —Penlan iluminó la estancia con su propio iluminador; a continuación se puso rígida y apuntó con la pistola láser—. Hay otro túnel aquí, no sabría decirle la profundidad que tiene.
—Espere un momento. —Lustig apareció junto a mí con un rollo de cuerda en las manos. Comenzó a atársela a la cintura y a continuación le lanzó el extremo de la cuerda a Penlan. Ella lo cogió, enfundó la pistola láser, y comenzó a trepar por la cuerda. Tras un instante, dudó.
—Sargento. Hay algo aquí abajo. Puedo oír cómo se mueve. —Después de unos segundos yo también lo oí. El ruido de las garras sobre el hielo, moviéndose deprisa, y la fuerte respiración de un depredador que había encontrado un rastro fresco. Me uní a Lustig para tirar de la cuerda, y tiré hasta que me crujieron los músculos de la espalda.
—¡Súbala! —grité. Jurgen corrió a ayudarnos, y entre los tres subimos a Penlan unos tres metros por la pared de hielo. Desde ahí las suelas de sus botas cogieron algo de agarre y pudo comenzar a trepar por la pared. Caí de rodillas, sintiendo el frío a través de la tela de mis pantalones, y extendí una mano hacia la oscuridad—. ¡Cójala!
Penlan lo hizo, agarrándose con fuerza a mi muñeca. Casi lo habíamos conseguido cuando algo asió el extremo de la cuerda que colgaba abajo y tiró violentamente.
—¡Mierda! —Lustig y Jurgen la soltaron de repente al perder el equilibrio, y todo el peso de Penlan tiró de mí hacia abajo. Por un instante pensé que lo conseguiríamos, pero el hielo que tenía debajo no me brindaba mucho agarre, y durante un instante de agonía me sentí resbalar. Por puro reflejo agarré con más fuerza la muñeca de Penlan en vez de soltarla, que hubiera sido lo más sensato, y antes de que me diera cuenta estaba cayendo al interior del oscuro pozo.
Me golpeé con fuerza, quedándome sin aire y con múltiples dolores en todos los puntos donde había rebotado mientras caía. Penlan se quejó debajo de mí, boca abajo y sin aliento. Una pequeña parte analítica de mi cerebro me dijo que era posible que el rifle láser, o yo, le hubiéramos roto la espalda.
—¡Comisario! —Una luz brillante nos enfocó. Era la linterna que Jurgen había fijado a su pistola láser, y oí el eco distante de unos pies corriendo mientras el resto del escuadrón respondía a nuestra apremiante situación. Pensé que no llegarían a tiempo, ya que la criatura, fuera lo que fuese, salió rápidamente de la oscuridad. Dominado por el pánico, vi brevemente unas garras y unos dientes demasiado grandes y terroríficos para ser reales, y mientras retrocedía frenético, mi mano topó con el láser que Penlan llevaba a la espalda. Sin pensar, le di la vuelta, viendo que la correa era lo bastante larga, y disparé sin siquiera apuntar en condiciones.
La suerte o el Emperador debían de estar de mi parte, ya que ella la había dejado en automático. Cuando mi dedo, agarrotado por el pánico, se cerró sobre el gatillo, una ráfaga de rayos láser llenó el lugar arrancando trozos de hielo de las paredes, y el ruido del aire ionizado y el hielo convirtiéndose en vapor nos dejó sordos. La criatura lanzó un aullido y huyó, todavía más aterrorizada que yo, y cuando la batería se agotó y se hizo un silencio relativo, Penlan se movió.
—Tengo que dejar de hacer eso…
—Se lo agradecería —coincidí. Vi en sus ojos que había recobrado la conciencia.
—¿Qué ha ocurrido?
—El comisario te ha salvado el culo —la informó Lustig. De repente me fijé en el círculo de cabezas que rodeaba el agujero por encima de nosotros. No valía la pena mencionar que había sido por un simple accidente, por supuesto, así que fingí avergonzarme un poco y me sacudí el hielo del abrigo.
—Será mejor llamar al sanitario para que la reconozca —dije, con el único fin de reforzar mi imagen de preocupación.
Eché un vistazo por la estancia. Parecía más grande desde allí abajo, y la ráfaga de rayos láser había derretido varios fragmentos de las paredes. Algo parecía estar incrustado en uno de ellos, y traté de enfocarlo para superar el mareo. Entonces mi cerebro interpretó al fin lo que estaba viendo, y me arrepentí al instante de mi curiosidad.
—Parece que hemos encontrado a nuestro minero perdido —dijo Penlan, con lo que me pareció un entusiasmo indecoroso.
—Casi —coincidí. Era una mano humana, cortada a la altura de la muñeca, y con marcas de feroces mordiscos en el muñón.
—¿Qué era esa cosa? —preguntó Jurgen con su flema habitual, lo cual le agradecí, ya que me ayudó a calmarme.
—No tengo ni idea —admití, recogiendo mi pistola láser del suelo. Mientras lo hacía, reparé en una gran mancha de ícor en el suelo. Eso me animó bastante, en gran medida porque si había conseguido herir a la criatura, quería decir que no volvería en un buen rato—, pero sangra. —Metí la pistola en la funda con honda satisfacción—. Y si sangra, podemos matarla.