DIECINUEVE

DIECINUEVE

El pasado siempre nos acompaña.

GILBRAN QUAIL,

Ensayos Reunidos

Cuanto más nos sumíamos en aquella oscuridad, mayor era la carnicería que presenciábamos. Era obvio que los que rendían culto a Slaanesh habían redoblado sus esfuerzos para defender el emplazamiento de su ritual, trayendo refuerzos del perímetro, y que su número no paraba de aumentar, a pesar de que aquello debilitaba fatalmente sus defensas. Detoi informó de que todos nuestros pelotones estaban avanzando y en un par de lugares las barricadas incluso habían caído del todo.

—Podremos enviarle refuerzos en cuestión de minutos —dijo, y a pesar del enorme alivio con el que recibí sus palabras, me descubrí siendo conservador.

—Es mejor que los conserve para asegurar el perímetro por el momento —le aconsejé.

A pesar de que la idea de recibir más tropas tras las que esconderse era muy tentadora, si yo tenía razón acerca de lo que nos esperaba en la capilla profanada, de nada nos serviría su presencia; la superioridad numérica no había significado nada para las FDP en el burdel de Skitterfall, y no me cabía ninguna duda de que el demonio, si se le permitía volver a materializarse, masacraría a nuestra gente con la misma facilidad. Nuestra única esperanza contra él era Jurgen, y cuantos menos testigos hubiera de ello, tanto mejor.

—Como usted diga —contestó Detoi, que parecía ligeramente decepcionado, y le tiré un hueso para alegrarlo un poco.

—Todavía tenemos que ocuparnos de los marines traidores —le recordé—. Me sentiría mucho más feliz sabiendo que están atrapados si las cosas se llegaran a poner feas.

Fue en ese momento cuando chocamos con uno de ellos en sentido literal. Ya me había fijado que las marcas de armas de fuego en las paredes habían crecido en número en los dos últimos lugares donde se habían producido tiroteos, pero no sabía cuánta potencia de fuego podían acumular los herejes hasta que vi al devorador de mundos herido y dando tumbos por el pasillo. Su armadura, antes brillante, estaba llena de agujeros y quemaduras de numerosos impactos de armas de fuego, y era evidente que algunos habían alcanzado su objetivo, ya que iba arrastrando la pierna izquierda y las junturas de la armadura estaban rígidas. Se iba apoyando en la pared con una manaza cubierta por el guantelete, dejando marcas en el acero cada vez que apoyaba todo su peso en ella. Sus armas habían desaparecido el Emperador sabe dónde, y le manaba sangre de varias junturas de la armadura, que formaban charcos pegajosos en el suelo antes de espesarse hasta parecer alquitrán en cuestión de segundos.

—No la toquen —les advertí cuando uno de los hombres de Mahat se agachó para examinar el charco que tenía delante—. Podría ser tóxica[99]. —Se puso de pie enseguida, asustado.

—Ésas son supersticiones sin ninguna base —se burló Beije, que, sin embargo, evitó los charcos dando un amplio rodeo.

—Si tú lo dices —repliqué, contento de permitir que él mismo lo descubriera. En aquel momento el marine traidor pareció haberse dado cuenta de nuestra presencia por primera vez, desviándose de su obstinado camino hacia la capilla profanada.

—¡Sangre para el Dios de la Sangre! —rugió, avanzando a tumbos y extendiendo los brazos para atrapar y desgarrar.

—Ya me estoy hartando de oír eso —gruñí mientras sacaba mi pistola láser y le disparaba unas cuantas veces. Los soldados que me acompañaban, valhallanos y tallarnianos por igual, siguieron mi ejemplo y la parte frontal de la armadura del gigante resonó como una fundición con el impacto de cientos de rayos láser. Aun así siguió avanzando, lanzando salvajes puñetazos que alcanzaron a un par de desafortunados soldados lanzándolos contra las paredes. Me agaché para esquivar un enorme puño, intentando deshacerme de la sensación de déjà vu mientras lo hacía, y me introduje en sus defensas, esperando que Jurgen pudiera dispararle con el melta como la otra vez. Pero esta vez era demasiado para nosotros, y mi ayudante iba de un lado a otro, indeciso.

Sólo tenía una oportunidad: mi pistola láser no tenía ninguna utilidad contra aquel gigante, pero por suerte tenía la espada sierra en la otra mano. Vi una grieta en la armadura de ceramita, al parecer hecha por una granada krak, así que le clavé profundamente la hoja siseante, notando, aliviado, cómo los dientes destrozaban carne y hueso.

El gigante rugió de dolor, sorpresa y rabia, y me agaché para esquivar otro de esos salvajes puñetazos, clavándole aún más la espada con todas mis fuerzas. Cayó de repente, haciendo temblar la cubierta y permitiendo a mi ayudante acercarse rápidamente y vaporizarle la cabeza.

—¡Dos de dos! ¡Bien hecho, comisario! —Magot me lanzó una sonrisa salvaje y fue a atender a los heridos. Mahat me miró sobrecogido mientras recuperaba la espada del cadáver (teniendo mucho cuidado de que la sangre no tocara mi piel). Beije sencillamente me miraba boquiabierto, como si no pudiera creerse lo que acababa de presenciar.

—¿Cómo están los heridos? —pregunté, para guardar las apariencias más que nada, pero siendo consciente de que si no encontraba otra cosa en la que concentrarme, acabaría estropeando el momento con algún comentario sarcástico y mezquino para aquella insignificante comadreja acerca de su escepticismo con respecto a mi anterior enfrentamiento con un devorador de mundos.

Magot regó con la cabeza.

—No pueden moverse, eso seguro.

La carga furiosa del marine del Caos había dejado incapacitados a tres de los valhallanos (aunque todos estarían pronto recuperados después de que los sanitarios se hubieran ocupado de ellos, un hecho que sólo podía atribuir al increíble grado de debilitamiento del devorador de mundos) y a uno de los tallarnianos. Sólo quedaba una cosa por hacer: di instrucciones precisas a los sanitarios para que cuidaran de ellos y continuamos lo más rápido posible hacia nuestro objetivo.

Mientras nos poníamos en marcha, tras un último vistazo a los heridos y una llamada a Detoi para que enviara a alguien a recogerlos, observé a nuestro pequeño grupo con una sensación premonitoria que traté de ocultar en la medida de lo posible. Aparte de mí y de Jurgen, sólo quedábamos cinco: Grifen, Magot, Vorhees, Drere y Revik, un soldado del equipo de Magot del que casi no sabía nada, ya que se había unido al regimiento en la última serie de reemplazos y hasta ese momento no había cometido ninguna infracción grave (aunque con Magot como modelo de conducta las cosas no seguirían así por mucho tiempo). No conté con los tallarnianos ni con Beije, a pesar de la evidente confianza de Mahat en mi liderazgo, ya que era incapaz de confiar en ellos, y la idea de que nos superarían en número si por alguna razón decidían traicionarnos no era demasiado reconfortante.

Así que, como comprenderán, no estaba demasiado tranquilo mientras corríamos tras la estela de los Devoradores de Mundos, temiendo acercarnos demasiado por si atraíamos su sanguinaria atención, pero también plenamente conscientes de que el tiempo era esencial si queríamos evitar que los herejes que había en el centro de aquella red de corrupción completaran su blasfema tarea.

—Casi hemos llegado —le dije a Detoi, con mi sentido de la orientación en espacios cerrados intacto, cosa que el capitán agradeció aliviado.

—Todavía estamos controlando el perímetro —me informó—. Todos los defensores se han retirado para enfrentarse a los marines traidores. Podríamos acercarnos y hacer una limpieza en cualquier momento.

—Por ahora sigan con lo que están haciendo —insistí, ya que no quería que su ansiedad, que por otro lado era comprensible, resultara un obstáculo con la acción tan avanzada—. Los llamaremos tan pronto como sepamos con seguridad lo que está ocurriendo aquí abajo. Detestaría estropearlo todo cayendo en una trampa cuando estamos tan cerca.

—Eso sería una lástima —coincidió, consiguiendo casi ocultar su decepción.

—Escuchen. —Grifen alzó la mano y todos nos detuvimos, tratando de localizar el sonido que acababa de oír. La draga estaba llena de ruidos de fondo, por supuesto, y todos ellos apenas distinguibles: el zumbido y los ruidos metálicos de la maquinaria lejana, el gemido del viento entre las grietas de la enorme estructura y, algo menos penetrantes, las vibraciones del fuego de las armas y los gritos agónicos que se sucedían a medida que los marines de Khorne seguían con su carnicería. Intenté filtrarlos todos, junto con el continuo siseo de los pulmones auménticos de Drere, y después de unos segundos asentí.

—Creo que tiene razón —dije con gesto adusto. Era un sonido grave, como un zumbido, que también noté en forma de vibración a través de las planchas de metal de la cubierta. Eran cánticos ondulantes con cadencias que ninguna garganta humana podía reproducir, y que hicieron que se me erizase el pelo de la nuca.

Los soldados, tanto valhallanos como tallarnianos, se miraron unos a otros con gran inquietud.

—¿Qué? —preguntó Beije, que parecía desconcertado.

—Vamos. —Eché a correr rápidamente, antes de que me fallara la determinación—. No tenemos mucho tiempo. —No sabría decir cómo lo sabía, ni siquiera después de todos estos años, pero mi instinto de supervivencia había resurgido con ganas, y me fié de él. Si no nos enfrentábamos ahora al enemigo sería demasiado tarde y nos sobrevendrían la muerte y la condenación. Estaba tan seguro de ello como de que si soltaba un objeto caería al suelo, o de que Beije era un idiota. Para mi sorpresa me encontré en cabeza seguido por los valhallanos, y me sentí aliviado al verlos.

—¡No os quedéis ahí quietos, seguidlo! —chilló Beije—. ¿No veis que está tratando de huir? —Los tallarnianos nos pisaban los talones, aunque más por la perspectiva de enfrentarse al enemigo que porque creyeran una sola palabra de sus estúpidas acusaciones, estoy seguro. El comisario rechoncho los seguía entre jadeos, con el rostro encendido.

Más adelante, los sonidos del combate se hicieron más fuertes, y un confuso tumulto llenaba el pasillo que teníamos delante.

Detoi tenía razón, ahora lo veía; al parecer, todos los herejes de la draga se habían encontrado en aquel lugar con el objetivo evidente de defender la sala que teníamos enfrente. El sigilo en forma de engranaje del Adeptus Mechanicus, más alto que un hombre, estaba repujado sobre un par de enormes puertas de bronce más allá de la masa de gente que luchaba, y con un estremecimiento de terror me di cuenta de que el símbolo sagrado del clero de la máquina había sido profanado, ya que lo habían pintado con unas líneas de una sustancia, que no quise identificar, para modificar y pervertir el símbolo, convirtiéndolo en el del dios profano de los excesos sensuales[100]. Aquél era sin duda nuestro objetivo, pero nos iba a costar mucho llegar a él: todo el poder del culto a Slaanesh en Adumbria se había movilizado para defender el objetivo de los Devoradores de Mundos, y ninguno de los dos bandos nos iba a dar cuartel.

Durante un momento parecía que incluso los guerreros sobrehumanos se habían encontrado con la horma de su zapato, ya que su superioridad numérica era apabullante; debía de haber más de cien adoradores del Caos que aún se mantenían en pie, y al menos la mitad de ellos revolcándose en su propia sangre. Pocas veces he presenciado una carnicería de tal calibre, al menos en una escaramuza, y la escena afectó incluso a los guerreros más veteranos de entre los que me acompañaban.

—Por el Emperador —exclamó Grifen—. ¿De dónde han salido todos?

Supuse que era una pregunta retórica, ya que habíamos establecido con anterioridad que algunos de ellos se habían abierto paso a la fuerza desde el muelle de carga, pero estaba claro que muchos formaban parte de la tripulación de la draga. Algunos todavía llevaban sus uniformes de trabajo, que contrastaban de un modo llamativo con los ropajes extravagantes de sus pervertidos aliados, y aunque pareciera difícil de creer, incluso atisbé las túnicas blancas de uno o dos tecnosacerdotes entre sus filas.

Su victoria sobre los marines corruptos debería haber estado asegurada, ya que su superioridad numérica habría bastado incluso contra enemigos tan esforzados, y sin duda, si hubieran sido miembros de la guardia o soldados de la FDP, habrían prevalecido con sólo una décima parte de las bajas que habían sufrido. Sin embargo, eran civiles, no guerreros, y por si fuera poco, unos chiflados. Se arrojaban sobre los gigantes con armadura haciendo caso omiso del peligro, sin la más mínima idea de coordinación o táctica, al menos que yo pudiera ver, y por consiguiente morían a montones. Y lo que era peor, se metían los unos por delante de los otros, de modo que la mitad de los disparos dirigidos hacia los marines traidores acababan matando o hiriendo a los suyos.

Pero los marines tampoco se estaban saliendo del todo con la suya. Mientras observaba, a uno lo cogieron por detrás con un servidor de transporte de carga tan grande como él[101], y las manos de metal del robot se cerraron inexorables sobre su casco. Durante un instante, el músculo auméntico luchó contra la ceramita, pero después la armadura cedió ante la presión estallando como un melón maduro. La victoria de aquella cosa duró poco, sin embargo, ya que dos marines que aún estaban vivos se lanzaron a por ella inmediatamente, destrozándola con sus hachas sierra.

Aunque parezca increíble, los dos devoradores de mundos que quedaban se las arreglaron para atravesar las defensas de sus enemigos, tan empapados en la sangre que habían derramado que era imposible saber qué partes de su armadura eran originalmente negras y cuáles eran rojas, golpeando las enormes puertas de bronce con tanta fuerza que la vibración resonó por encima de los gritos y de los disparos. Aunque pareciera fuerte e imponente, la puerta no era rival para las hachas malditas que blandían; los dientes de ceramita chirriaron contra el metal, levantando una lluvia de chispas que parecían fuegos artificiales, y el bronce se rompió y retorció como un pañuelo de papel mientras lo desgarraban con sus guanteletes.

—¿Y ahora qué? —preguntó Mahat, y me sorprendió ligeramente, aparte de sentirme bastante satisfecho conmigo mismo, que se dirigiera a mí directamente, ignorando por completo a su propio comisario.

—Tenemos que seguirlos —dije—, sin importar cómo. —El sargento tallarniano asintió con gesto adusto, al igual que los valhallanos, que parecían también decididos a llevar todo aquello hasta el final (que, permítanme que les diga, parecía estar ya muy cerca).

—Será fácil abrirse paso entre esos de allí —contestó Grifen, levantando la pistola láser y disparando un cargador nuevo con una precisión que era fruto de la práctica. La mayor parte de los otros siguieron su ejemplo, sin duda pensando que una gloriosa carga suicida era muy mal momento para quedarse sin munición.

—Quizá no —repuse, haciéndole señas a Jurgen para que avanzara y plenamente consciente de que los devoradores de mundos habían desaparecido ya dentro de la capilla. La mayor parte de los defensores que habían sobrevivido intentó seguirlos en masa, atascando la puerta y bloqueándose unos a otros, con tanta coordinación como un puñado de orkos borrachos—. Están todos amontonados y mirando hacia el otro lado.

—Cacería Traki[102] —dijo alegremente Magot—. Me encanta cuando el enemigo está de nuestra parte.

Con una floritura dramática de mi espada sierra avancé a la carrera, asegurándome de que un par de soldados iba un poco por delante de mí, y caímos sobre nuestro desprevenido enemigo como la ira del mismísimo Emperador. El melta de Jurgen hizo un agujero irregular en sus líneas, vaporizando carne y hueso, y dejando un estrecho pasillo de víctimas abrasadas que se retorcían y gritaban a ambos lados, donde el aire que rodeaba el plasma sobrecalentado los había quemado, y el resto de nosotros nos lanzamos sobre los supervivientes para agrandarlo. Cayó la primera oleada, apenas consciente de nuestra presencia, y casi habíamos llegado al portal devastado cuando comenzaron a darse la vuelta y a reorganizarse.

—¡Otra vez! —le ordené a Jurgen, y éste obedeció alegremente, despejando el camino hacia las puertas por completo y agrandando el agujero que habían hecho los marines del Caos.

—¿Todavía te divierte? —le preguntó Magot a Mahat mientras abatía a un grupo de herejes con una ráfaga de rayos láser cuando se volvieron y comenzaron a levantar sus armas.

Sin embargo, era inevitable, los herejes comenzaron a coordinarse y a responder a nuestros disparos, aunque con una gratificante falta de precisión; si hubiéramos intentado la misma táctica con un enemigo medianamente organizado, incluso uno del calibre de una banda de colmena, seguramente habría sido otra historia, pero la mayoría de sus disparos iban igual de mal encaminados que los que habían realizado contra los devoradores de mundos. Sin embargo, algunos daban en el blanco; Revik cayó abatido, sangrando por una grieta en la armadura del torso, y Vorhees y Drere lo cogieron cada uno por un brazo, aminorando apenas el paso mientras lo hacían. Incluso siguieron disparando, a pesar de que apuntar con la pistola láser con una sola mano no era nada fácil. Un par de los tallarnianos resultaron abatidos también, y sus compañeros de pelotón los recogieron con la misma rapidez y eficiencia.

Sin saber cómo conseguí llegar al umbral de las puertas de bronce, colándome hacia el interior con una sensación de alivio que ni me molesté en ocultar, mientras rayos láser y ráfagas de proyectiles sólidos golpeaban contra el metal que tenía detrás. Un aroma denso y empalagoso, como el que había olido en la cúpula de la zona fría, invadió mi nariz, y me sentí muy agradecido al oler a Jurgen en todo su esplendor cuando ocupó su lugar junto a mi hombro.

—Cubra a los demás —le dije innecesariamente, puesto que ya se estaba dando la vuelta para hacerlo y estaban tan sólo a un par de pasos por detrás de mí.

Eché un vistazo a la antecámara en la que nos encontrábamos, buscando algo que pudiéramos utilizar en nuestro propio provecho. Las puertas de bronce no nos podían ofrecer mucha protección, ya que los devoradores de mundos las habían forzado y Jurgen las había chamuscado a conciencia, pero me sentí inmensamente aliviado al ver cerca de nosotros una mesilla de acero pulido, cubierta de velas de oración y partes de máquinas de brillantes colores que sin duda tenían mucha importancia para los tecnosacerdotes que normalmente rendían culto en aquel lugar.

Corrí hacia ella y traté de empujarla hacia el agujero, sintiendo crujir mis músculos por el esfuerzo.

—¡Ayúdenme con esto! —exclamé, haciendo señas hacia Beije y Mahat. Se quedaron dónde estaban, indecisos, mientras la mayor parte de los soldados de ambos pelotones se refugiaban como podían y disparaban a través del agujero. Las únicas excepciones eran Magot, que estaba rompiendo la armadura de Revik para intentar encontrar su herida y detener la hemorragia, y un par de tallarnianos haciendo lo mismo por sus colegas. El melta de Jurgen escupió su blanca nube purificadora de aire caliente interrumpiendo el fuego enemigo durante unos instantes.

—Eso sería profanar esos símbolos sagrados —dijo Mahat, vacilante, y Beije asintió con suficiencia, como hacían los profesores más pedantes de las escuelas (hasta que yo mismo me convertí en uno no me podía creer lo mezquinos que podían llegar a ser, pero me estoy yendo por las ramas…)

—Ya no podemos profanarlos mucho más que los herejes —señalé de una manera un tanto forzada y utilizando algunos adjetivos extraños que no recuerdo en este momento—. Y en el caso de que no se hayan dado cuenta, este lugar ni siquiera está dedicado al maldito Emperador, es una capilla de tecnosacerdotes dedicada a su artefacto mecánico.

—Bueno, es un punto de vista teológico interesante —comenzó Beije—. Algunos argumentarían que el Omnissiah es simplemente otro aspecto de su Divina Majestad, lo cual significaría…

—Bueno, se lo podrán preguntar en persona si no mueven sus culos hasta aquí y me ayudan a mover esta maldita cosa —lo corté con brusquedad—, porque los herejes que están fuera se nos echarán encima en otro par de minutos si no lo hacen. —He de admitir que no soy el hombre más adecuado de la galaxia para ganar un debate teológico, pero con éste no tuve problemas. Tras intercambiar una mirada llena de inquietud, Beije y el sargento tallarniano corrieron a reunirse conmigo y entre los tres llevamos aquel pesado trozo de metal hasta el agujero, poniéndolo de lado por si acaso (lo cual hizo que todas las velas y cachivaches de metal salieran volando por los aires, cosa que los dejó tremendamente consternados, pero era inevitable). Después de eso puse a Drere y a Vorhees para reforzar la improvisada barrera con alguna otra cosa que se pudiera mover, e hice una valoración de daños.

—¿Cómo está Revik? —le pregunté a Magot, preguntándome si estaría en condiciones de sostener una pistola láser.

—Bastante mal, aunque los he visto peores —respondió, sin molestarse en levantar la cabeza mientras aplicaba un vendaje de presión—. Tuvo suerte de que fuera un láser. —Yo mismo me he sentido agradecido en más de una ocasión por lo mismo, ya que suelen cauterizar las heridas que causan, haciendo que sangren mucho menos. Los proyectiles sólidos te hacen un agujero que puede hacer que te desangres muy deprisa. Ninguno de los heridos tallarnianos estaba mucho mejor.

—Grifen —dije—. Está usted al mando. —Miré a Beije y Mahat, esperando algún tipo de objeción, pero ninguno de los dos dijo nada; como podrán imaginar, lo encontré de lo más desconcertante—. Manténganlos a raya cueste lo que cueste. Si consiguen entrar ahora y evitar que detengamos el ritual… —no necesitaba completar la frase.

—Los mantendremos a raya —me aseguró la sargento valhallana—. Puede contar con nosotros.

Me volví hacia Jurgen.

—Vamos —dije, superado por la sensación de distanciamiento fatalista que a menudo te invade en esos momentos que sabes que tus probabilidades de sobrevivir son mínimas, pero al menos son mucho mayores que si decides no hacer nada—. Terminemos con esto.

—Mahat. —Beije le hizo señas—. Tú estás conmigo. Trae a Karim y a Stoch. —Los dos soldados que había nombrado abandonaron sus puestos en la línea de fuego inmediatamente, dejando a Vorhees y a Drere tapando el hueco lo mejor que podían, y todos los valhallanos le dirigieron una mirada asesina al comisario entrado en carnes.

—Se los necesita a todos aquí —dije con voz tensa.

Beije sonrió sin ganas.

—Pensaba que confiabas plenamente en tu gente. Después de todo, son uno de los mejores regimientos de la galaxia, ¿no es cierto?

—Nos las arreglaremos —dijo Grifen, expulsando a un par de herejes que fueron lo bastante incautos como para asomar la cabeza mientras ella hablaba.

—No hay tiempo para discutir —dije, girando sobre mis talones y conduciéndolos a todos fuera de la antesala. La ruta era evidente, ya que los devoradores de mundos habían sido tan sutiles como siempre al acercarse y habían dejado una enorme puerta de bronce en una esquina tras haberla sacado de sus goznes. El cántico se oía más alto allí, por lo que la dirección que había que seguir era inconfundible, y mientras escuchaba oí cómo se entremezclaba el sonido de las espadas sierra y el alegre rugido de los marines de Khorne mientras masacraban a más víctimas.

—Según parece, esos hijos de perra vestidos de rojo nos están ahorrando mucho trabajo —comentó Jurgen junto a mi hombro mientras corríamos hacia el lugar de donde venía el ruido. Había esperado que el cántico perdiera intensidad a medida que los acólitos fueran muriendo, sin embargo, pareció crecer, resonando hasta en mis huesos. No estaba seguro de lo que eso significaba, pero apostaría las ganancias del tarot de un año a que no era nada bueno.

—¡Por el trono dorado! —baló Beije mientras atravesábamos una cortina desgarrada y nos adentrábamos en la capilla. Por una vez, simpaticé con él. Yo tenía una ligera idea de lo que podía esperar, ya que había visto la ruinas de las salas de rituales en la cúpula y el burdel, pero aquel horror que hubiera vuelto loco a cualquiera, con los símbolos intactos en las paredes que nos rodeaban por completo, era nuevo para mí, y me dejó totalmente confundido. Estoy seguro de que sólo la presencia de Jurgen y su talento especial me aislaban de la peor parte.

—No los mire —advertí, tratando de concentrarme en los gigantes acorazados que se movían con dificultad entre la congregación de degenerados con actitud resuelta, cortando y destrozando con sus hachas—. Concéntrese.

Mi advertencia llegó tarde para uno de los soldados tallarnianos, sin embargo (Stoch, creo), ya que se tendió en posición fetal, sangrando por los ojos y gimoteando algo que parecía como la primera línea de la bendición del Emperador una y otra vez. Beije palideció y vomitó, pero se recuperó, para mi sorpresa, y comenzó a recitar uno de los catecismos de mando con voz temblorosa.

—¿Qué deberíamos hacer, señor? —preguntó Jurgen, tan flemático como siempre, con un tono de voz tan despreocupado como si estuviera preguntándome si quería otra taza de tanna—. ¿Los sacamos a todos fuera?

Ciertamente parecía que ésa era la única opción. Asentí.

—Concéntrese en los infieles —exclamé, tratando de hacerme oír por encima de aquel cántico infernal—, deje a los marines del Caos para el final. —Debía de haber al menos el mismo número de acólitos en aquella sala que los que estaban fuera defendiendo, e íbamos a necesitar toda la ayuda que pudiéramos conseguir para asegurarnos de que murieran todos antes de que el ritual alcanzara su punto álgido.

Pero nunca tuvimos la oportunidad. Tan pronto como pronuncié aquellas palabras, el cántico finalizó y se hizo el silencio de repente, sólo interrumpido por los ruidos de la truculenta carnicería que estaban perpetrando los devoradores de mundos y los desvarios de Stoch.

—¡Ya viene! ¡Ya viene! —gritaron de repente cinco decenas de gargantas, algunas de las cuales se interrumpieron con un gorgoteo mientras las hachas sierra las desgarraban. Entonces incluso ésas se detuvieron, ya que sus dueños parecieron quedar paralizados, como si fueran servidores a los que hubieran desconectado de la corriente eléctrica. Un brillo enfermizo comenzó a llenar el aire, expandiéndose entre la multitud, y mirara a donde mirase todos los rostros tenían la misma expresión de imbecilidad y éxtasis, distorsionándose más allá de lo físicamente posible.

—Que les den —exclamé, recorriendo la habitación con la mirada en busca de un objetivo, cualquiera, y apartando la vista de los símbolos grabados de las paredes y el techo antes de que tuvieran tiempo de quedárseme grabados también en el cerebro—. Busquemos algo que matar.

—Oh, Ciaphas. —Una risa meliflua se extendió por toda la estancia como las ondas de un estanque—. Ya veo que no has cambiado nada.

Varios de los cultistas comenzaron a temblar, ululando extasiados, mientras la carne de sus cuerpos se fundía como la cera. Aquella imagen era más horrenda de lo que puedo describir, y lo único que puedo decir es que si piensan que eso es decepcionante, siéntanse afortunados de no poder imaginárselo.

—Que el Emperador nos proteja —balbuceó Beije cogiéndome del hombro—. Esto es brujería, brujería de la peor…

—Es peor que eso —le respondí mientras me recorría un escalofrío de puro horror. El montón de carne estaba cambiando a cada segundo, tomando una forma definida. Tenía dos veces la altura de un hombre y los miembros demasiado ágiles para ser humanos. El cuerpo se curvaba de una forma indiscutiblemente femenina, a la vez horrenda y hermosa de un modo sin duda inhumano. El rostro también era completamente diferente de todo lo que me era conocido, excepto por esos ojos verde esmeralda, fríos y desdeñosos, que me miraban divertidos y distantes.

—Ha pasado bastante tiempo —dijo la aparición, dirigiéndose a mí—. Espero que estés bien. —Extendió la mano hacia abajo, cogió al aturdido Stoch y le arrancó la cabeza de un bocado, masticando pensativa un instante antes de despreciar el cuerpo.

Mahat y Karim se retorcieron, tratando de levantar las pistolas láser, pero parecían tan paralizados como los devoradores de mundos.

—Así está mejor. Es de mala educación interrumpir a alguien mientras está hablando, ¿no crees?

Aquella pesadilla volvió a mi mente en aquel momento, y con ella una sensación de reconocimiento que no pude ignorar. Sabía que era imposible, pero no pude evitar pronunciar el nombre.

—Emeli —dije.

El demonio asintió.

—Te anuncié que volvería —declaró.