DIECIOCHO
Vaya, eso no me lo esperaba…
Últimas palabras del maestro de guerra del Caos Varan el Invencible
La expresión «estupefacción absoluta» es apenas suficiente para describir lo que sentí en aquel momento. Sin duda me hubiera quedado ahí de pie, completamente atónito, sabe el Emperador con qué resultados, si no hubiera sido por los soldados que iban conmigo. Pero cuando los tallarnianos avanzaron para cumplir las órdenes de Beije, Grifen y el resto de su pelotón sacaron las pistolas láser para impedírselo. Los guerreros del desierto dudaron, mirando a su comisario sin saber qué hacer.
—Esto es un motín —declaró Beije, completamente perdido en su mundo. Sacó su pistola láser y apuntó con ella a la sargento valhallana—. Por la presente queda usted condenada a muerte bajo la sección…
—Oh, cállate, absurdo hombrecillo —lo interrumpí bruscamente al tiempo que sacaba mi propia arma para apuntarle—. Nadie ejecuta a mis soldados salvo yo. Y si te atreves siquiera a pensar en apretar ese gatillo, estarás muerto antes de que ella toque el suelo, te lo prometo.
—Cierto —dijo Magot, interponiéndose entre el indignado comisario y Grifen—. Si la quiere, tendrá que pasar por encima de mi cadáver.
—¡Matadlos a todos! —Beije hizo un gesto perentorio con el brazo a los tallarnianos, que comenzaron a mirarse los unos a los otros como si se acabaran de dar cuenta de que habían caminado alegremente hasta el borde de un precipicio.
—Nadie le va a disparar a nadie —intervine con calma—, a menos que sea a los herejes que vinimos a eliminar. —Señalé en dirección a los ruidos de lucha, que aún se oían claramente, mientras el sargento de los tallarnianos hacía un gesto de asentimiento casi imperceptible a su escuadrón. Bajaron las armas en un instante y, para mi gran alivio, los valhallanos hicieron lo mismo.
—Por si no se han dado cuenta, está teniendo lugar una batalla, y si no la ganamos realmente rápido, se van a abrir los infiernos. Literalmente.
—Esta vez no van a servirte de nada ni las poses ni la retórica —rugió Beije, avanzando un paso y apuntándome con su pistola láser—. Has escapado de la batalla por Skitterfall llevándote contigo a toda una compañía de soldados. Has estado obsesionado buscando alguna excusa para esconderte aquí, lo más lejos posible de la batalla, desde que esa coronel tuya salió con su ridícula teoría… —Paró de hablar, fijándose de repente en las caras de enfado que los valhallanos que tenía enfrente ni se molestaron en disimular, y las pistolas láser que empuñaban.
—Puedes acusarme a mí de lo que quieras —dije, jugando con los sentimientos de los soldados hacia mí con la facilidad que da la práctica prolongada—, pero no pienso permitir que desacredites a la coronel Kasteen en mi presencia. Es una de las mejores soldados con los que he tenido el privilegio de servir, y el regimiento que lidera es uno de los mejores de la galaxia.
Enfundé mi pistola con lo que consideré un gesto teatral adecuado.
—Sin duda esta ridícula situación ha empañado tu buen juicio, además de hacerte olvidar los modales. Cuando te calmes, espero que presentes tus disculpas por lo que has dicho de ella. Si no lo haces, estoy seguro de que podremos zanjar amigablemente la cuestión con un duelo.
Para ser sincero, no esperaba llegar tan lejos como para llamarle la atención, pero, tal y como suele pasarme a menudo en este tipo de situaciones, mi boca trabaja más rápido que mi cerebro. En cualquier caso, los resultados fueron bastante satisfactorios; se puso de todos los colores posibles y se repuso a duras penas. A los soldados, sin embargo, les encantó, y estaba seguro de que la noticia de que había retado a aquel mequetrefe pomposo a un duelo por insultar a la coronel (y por extensión al resto de nosotros)[95], correría como la pólvora por todo el regimiento una vez regresáramos.
—Cuando esto haya acabado, no tendrás tiempo para duelos, ni para ninguna otra cosa —soltó Beije.
—Comisario —la voz de Detoi supuso una grata distracción en mi intercomunicador—, debemos decidir qué es lo que haremos. Los herejes todavía se mantienen firmes en todo el perímetro.
—Tiene que haber algún punto débil —contesté, fijándome con cierto interés en que Beije estaba ajustando subrepticiamente su intercomunicador para escucharnos—. Intente comprobar de nuevo los diagramas. Quizá haya algún conducto de cableado o de aire a través del cual podamos infiltrar a un equipo aniquilador.
—Ya lo había pensado —respondió el capitán—. Todo está perfectamente sellado —suspiró—. A menos que ocurra un milagro, tendrá que ser un ataque frontal. Y va a ser sangriento.
—Me temo que tiene usted razón —asentí, y sólo de pensarlo se me hizo un nudo en el estómago—. Pero no queda otra alternativa. —Me volví hacia Beije y los tallarnianos, con la expresión más sombría que pude componer—. Ya lo han oído. No tenemos más tiempo que perder con estas ridículas fantasías. Si nos van a disparar, tendrán que hacerlo por la espalda, y lo único que conseguirán será hacerles el trabajo sucio a los enemigos del Emperador. —Era arriesgado, no lo niego, pero estaba bastante seguro de que eso los desconcertaría lo bastante como para hacer flaquear su determinación. Al menos el sargento parecía tener bastante sentido común como para darse cuenta de que aquello le quedaba grande.
Me di la vuelta, haciendo un poco de teatro, con los valhallanos detrás de mí. Los tallarnianos se quedaron sin saber qué hacer, volviéndose hacia Beije en busca de algo de liderazgo y haciendo muecas cuando Jurgen pasó junto a ellos en la dirección del viento. Me puse tenso durante unos instantes, esperando recibir el impacto de un rayo láser en la espalda y confiando en que el chaleco antibalas que llevaba bajo el capote aguantase, pero siguieron dudando el tiempo suficiente como para que yo pudiera tomar la iniciativa sin ningún lugar a dudas.
—Si quieren enfrentarse al verdadero enemigo y hacer el trabajo de Su Majestad, estaremos encantados de que se unan a nosotros —añadí por encima de mi hombro. Los tallarnianos hicieron ademán de seguirnos, pero después dudaron y volvieron a mirar a Beije a la espera de instrucciones. El comisario regordete nos miró, claramente desconcertado y preguntándose cuál sería el mejor modo de recuperar su autoridad.
—Vayan con ellos —soltó al fin con petulancia—. No pienso perder de vista a ese cuentista traidor.
—Bien —dije, preguntándome si tendría la oportunidad de situarlo en la línea de fuego antes de que todo acabara—. Hagamos el trabajo antes de comparecer ante el tribunal[96], ¿de acuerdo?
Me sentí aliviado al ver que Beije permanecía razonablemente silencioso mientras yo deliberaba con Detoi, ambos apiñados sobre su placa de datos tratando de plantear una estrategia para asaltar el fuerte improvisado de los herejes.
—Si pudiéramos abrir una brecha en esta pared —sugerí, señalando un taller con un enorme recubrimiento metálico en un área muerta entre dos puestos de artillería—, deberíamos poder introducirnos ahí antes de que tengan tiempo de reaccionar.
—Eso suponiendo que no hayan pensado antes en ello y no nos tengan preparadas algunas sorpresas —coincidió Detoi—. Concentraremos nuestras fuerzas contra sus posiciones aquí y aquí. Con algo de suerte podrá introducir a su equipo aniquilador en la zona muerta mientras nosotros nos ocupamos de que mantengan agachadas las cabezas.
—¿Cómo van a hacer una brecha en la pared? —preguntó Beije—. ¿Han traído con ustedes cargas de demolición también? —Estaba empezando a darse cuenta de que íbamos totalmente en serio y que realmente nos estábamos preparando para dar nuestras vidas por el Emperador. O más bien las de un montón de personas.
Yo me quedaría pegado a Jurgen y rezaría para que de algún modo lográsemos escapar de los efectos de la brujería infernal que los cultistas de Slaanesh estaban a punto de liberar, fuera cual fuese. Por eso estaba planeando ir con el equipo de asalto, a pesar del riesgo; de ese modo parecía algo menos suicida que si cargábamos contra una posición fija con sabe el Emperador cuántos herejes fanáticos disparándonos.
—El melta de Jurgen hará el trabajo —dije, y, por supuesto, nos proporcionaba la excusa perfecta para que él estuviera allí.
Mi ayudante asintió, alzando su juguete favorito.
—Por supuesto —se mostró de acuerdo.
—¿A quién se va a llevar? —preguntó Detoi.
Señalé con la cabeza al pelotón de Grifen, que todavía miraba a los tallarnianos con desconfianza.
—Cuarto pelotón, tercera sección —decidí—. Ya he hecho este tipo de cosas con ellos antes. —Con algunos de ellos, al menos. Sólo quedaban unas pocas caras conocidas del grupo al que había liderado en las cavernas de hielo de Simia Orichalcae, aparte de Grifen y Magot. Crucé una mirada con el soldado Vorhees, que me dedicó una sonrisa, y siguió hablando en voz baja con Drere, su novia, que había recibido un grave mordisco de un ambull en aquella expedición, pero había sobrevivido (debo admitir que me sorprendió bastante) gracias a mi decisión de enviar de vuelta a los heridos lo antes posible. Desde entonces Vorhees me consideraba una especie de héroe, y debo admitir que mostrar tanta preocupación por el bienestar de los soldados comunes no había perjudicado mi prestigio ante el regimiento (lo cual hacía que el hecho de que tantos estuvieran a punto de morir resultara irónico e incómodo).
—Están por debajo de su capacidad —apuntó Detoi.
Asentí, dándole la razón.
—Sólo por uno. —Smitti aún estaba en la enfermería de Glacier Peak, y debo admitir que sentí una punzada de envidia al pensarlo—. Además, Jurgen equilibrará sobradamente las cifras.
—¿Bastará con un pelotón? —insistió Detoi.
—Tendrá que bastar. Al resto los necesitaremos para los asaltos de distracción si queremos tener la más mínima oportunidad de éxito en esto.
—Nosotros también vamos —anunció Beije, señalando a los tallarnianos—. No confío en ti y no pienso perderte de vista —sonrió con malicia, utilizando mis palabras de antes en mi contra—. Hasta que comparezcamos ante el tribunal, por supuesto.
—Por supuesto —respondí, decidido a parecer imperturbable, y me volví hacia Detoi—. ¿Ha podido determinar dónde está el objetivo?
El capitán asintió.
—Apostaría a que está aquí. —Señaló una sala que estaba en el corazón del sector doce—. La capilla del Omnissiah. Tiene más o menos el tamaño que usted especificó, y está a la mayor profundidad posible dentro de la zona.
—Tiene sentido —asentí—. En todo caso, profanar una sala consagrada sólo aumentaría el poder de su ritual.
—¿Y cómo sabes todo eso? —preguntó Beije, mirándome con suspicacia—. Pareces estar muy familiarizado con los secretos de la manipulación de la disformidad.
—Ya lo he presenciado antes —respondí secamente, ya que no quería recordar aquellas ocasiones o perder el tiempo volviendo a relatarlas—. Si tú no lo has visto, considérate afortunado.
—El Emperador protege —replicó—. Los puros de corazón no tienen nada que temer. —Lo cual me excluía en gran medida, por supuesto, pero dadas las circunstancias pensé que una buena dosis de turbación era la única opción sensata.
—Mejor para ellos —observé mientras comprobaba mis armas ostentosamente. Me volví hacia Detoi, reticente a dar la orden que condenaría a tantas almas valientes a la muerte.
—Será mejor empezar a traerlos de vuelta —dije—. Necesitaremos unos diez minutos para reagruparnos, lo cual debería bastar para posicionar al equipo de asalto. Después de eso ya pueden empezar los ataques a discreción…
Me vi interrumpido por una sensación de cosquilleo que me recorrió el cuerpo igual que antes de estallar un trueno, y una presión casi insostenible dentro de mi cabeza que hizo que me pitaran los oídos. Beije miró a su alrededor, desconcertado, moviendo de un lado al otro su pistola láser y buscando desesperadamente algo contra qué disparar.
—¡Brujería! —exclamó con un grito ahogado, palideciendo.
—¡Cúbranse! —les grité a los soldados. Los valhallanos lo hicieron inmediatamente, ya que estaban sobradamente acostumbrados a confiar en mis paranoias en situaciones como aquélla, y los tallarnianos siguieron su ejemplo después de un instante de desorientación, recuperándose rápidamente, como los buenos soldados que eran—. ¡Se acerca el enemigo!
—¿Dónde? —preguntó tranquilamente Detoi mientras lanzaba una mirada desdeñosa al otro comisario.
—Lo veremos en unos instantes —dije. Señalé un área abierta cerca del perímetro defensivo de los cultistas de Slaanesh—. Yo diría que más o menos por ahí. —Había estado cerca de campos de teleportación a lo largo de los años, e incluso atravesé uno un par de veces durante el tiempo que pasé con los Recobradores, así que no me resultó difícil identificar las desagradables sensaciones que acompañaban a la exposición a sus zonas colindantes. Tenía que ser un enemigo el que utilizaba aquel artefacto arcano; ciertamente no había nada así en nuestra flota de guerra improvisada.
Mi suposición resultó acertada unos instantes más tarde, ya que aparecieron cinco gigantes con armadura negra y roja en medio de un trueno producido por el aire desplazado, más o menos en el lugar que yo había predicho[97]. Se me destaparon los oídos, libres de la presión antinatural provocada por la presencia de tanta energía bruta de la disformidad, que se disipó tan rápido como había llegado.
—¡Fuego! —chilló Beije, agitando su espada sierra en dirección a los marines traidores—. ¡Purificadlos en nombre del Emperador!
—No malgasten el láser —dije, pero resonó el chasquido de los disparos de las pistolas láser provenientes de nuestras filas (en cualquier caso, habían sido los tallarnianos en su mayoría), que quedaron reducidos a nada. A esa distancia eran inútiles, y lo último que necesitábamos era atraer la atención de los marines corruptos—. Podemos usar esto.
—¿Usarlo, cómo? —preguntó Beije, que entrecerró los ojos con suspicacia.
Señalé a los Devoradores de Mundos, que habían liberado una ráfaga de rayos contra la barricada de cultistas que había frustrado nuestros planes hacía tan poco. Los herejes estaban cayendo, ya que sus disparos quedaban en nada contra las armaduras de ceramita de aquellos guerreros sobrehumanos que se habían unido a la lucha de manera tan inesperada.
—Están haciendo todo el trabajo por nosotros —señalé con bastante suavidad, dadas las circunstancias. Me volví hacia Detoi—: Deje a nuestra gente donde está, mantenga tantos herejes como pueda atrapados en los demás puntos débiles. Si algunos retroceden para servir de refuerzo contra los marines traidores, pueden seguirlos y forzar una brecha. El cuarto escuadrón conmigo, seguiremos a distancia a esos lunáticos y nos colaremos por el hueco que dejen.
Di unos cuantos pasos cautelosos fuera del refugio, preparado para lanzarme al suelo en un instante si alguno de los gigantes rojos miraba en nuestra dirección, pero como era de esperar no hicieron el menor caso de nosotros, decididos como estaban a machacar a los de Slaanesh. Habiéndome asegurado de que no había peligro, le dirigí una mirada desdeñosa a Beije.
—¿Vienes? —le pregunté—. ¿O prefieres esperar a que pare el ruido?
Sin volver la vista atrás, seguro de que estaba lo bastante picado como para seguirnos, conduje a los valhallanos tras aquellas máquinas caóticas de matar. Me sentí secretamente aliviado cuando Grifen y su gente se pusieron en cabeza y nos dejaron a mí y a Jurgen entre las dos unidades de infantería, con lo que teóricamente estábamos algo más protegidos en ambas direcciones. Para ser sincero, hubiera preferido que los tallarnianos fueran en cabeza, donde recibirían los primeros disparos del enemigo, pero era mucho más importante que pareciera de lo más normal que lideraba desde las primeras filas, ya que era lo que todos esperaban, dada mi inmerecida reputación. Además, confiaba menos en Beije que en la posibilidad de disponer de un Baneblade, y cuanto más lejos de mí estuviera aquella comadreja intrigante, mejor.
Un rápido vistazo hacia atrás me confirmó que los tallarnianos avanzaban a paso redoblado, y Beije se esforzaba por seguirlos, jadeante. A continuación concentré toda mi atención en los marines traidores que iban por delante de nosotros.
—Que el Trono Dorado nos proteja —murmuró entonces el sargento tallarniano.
Comprendía su punto de vista. Los Devoradores de Mundos habían llegado a la barricada y la habían hecho pedazos en su impaciencia por llegar hasta los herejes que se protegían tras ella y masacrarlos. Al igual que antes, parecían despreciar el uso de las armas de fuego una vez se aproximaban, y golpeaban con las peculiares hachas sierra que había tenido la oportunidad de ver de cerca cuando su colega había liderado el ataque a nuestro complejo. Por donde pasaban corrían ríos de sangre, y los adoradores de Slaanesh chillaban extasiados mientras se arrojaban hacia delante para ser asesinados, sin duda esperando llevarse a sus atacantes con ellos.
—No son invulnerables —le aseguré—. Ya he luchado antes contra ellos. —El hombre asintió, vacilante, y me di cuenta en un destello de malicia de que Beije estaba claramente resentido porque yo le había subido la moral a uno de sus hombres.
—Y les dio lo suyo —añadió Magot—. Mano a mano. Si te quedas con el comisario, estarás a salvo. —Por un momento pensé que Beije iba a entrar en combustión espontánea, pero el universo no es tan servicial, y tuve que contentarme con el balbuceo estrangulado que no fue capaz de evitar.
—Esperen un momento —dije, aplastándome contra uno de los depósitos de almacenamiento tras los cuales nos habíamos refugiado anteriormente—. Asegurémonos de que han pasado antes de movernos.
—Lo sabía —sonrió triunfal Beije—. Cobardía pura y dura. Un verdadero servidor del Emperador nunca vacila.
—Después de ti, entonces —sugerí cortésmente—. Enséñanos cómo se hace. —Hice un gesto en dirección a la lucha encarnizada que continuaba junto a la barricada destrozada. Los gigantes rojos ya casi se habían quedado sin degenerados a los que matar, pero conservaban su entusiasmo intacto, por lo que pude ver. Beije se pasó la lengua por los labios.
—Es tu misión —replicó por fin—. Haz lo que creas conveniente. Todo se transformará en cuerda extra con la que ahorcarte.
—Entonces esperemos hasta que tengamos la oportunidad de completarla —dije, comprobando mi intercomunicador para ver qué estaba pasando en otros puntos del perímetro. El resto de la compañía estaba siguiendo sus órdenes, hasta donde pude comprobar, manteniendo atrapados y ocupados con éxito a los cultistas. Eso era bueno; cuantos más mantuvieran ocupados, menos se interpondrían en nuestro camino o retrasarían a los Devoradores de Mundos en su recorrido hacia el centro de aquel venenoso lugar.
Los marines corruptos no estaban consiguiendo todo lo que querían, sin embargo. Mientras los observaba, uno de los herejes, un joven de género indeterminado vestido con ropajes de seda vaporosa, se lanzó hacia el gigante que iba en cabeza, riendo histéricamente, para agarrarse a aquella parodia retorcida de lo mejor de la humanidad en lo que parecía un abrazo lascivo. La escena resultaba tan grotesca que casi fue un alivio ver al hermafrodita explotar en una lluvia de despojos, llevándose al marine con él, y me di cuenta de que él, o ella, debía de llevar una carga de demolición pegada a algún lugar de su cuerpo bajo aquellas vestimentas tan holgadas. El marine se tambaleó y se desplomó sobre la cubierta, donde el ruido metálico de la armadura de ceramita al chocar contra el suelo produjo casi tanto estruendo como la explosión.
Dado el tiempo que había pasado con los Recobradores, confié en que los Devoradores de Mundos que quedaban se marchasen una vez hubieran acabado con el último de los defensores, para administrar los últimos ritos que exigían las tradiciones de su capítulo[98], pero en vez de eso hicieron caso omiso de su colega caído, sin duda dominados por su sed de sangre, y sencillamente continuaron con su carga furiosa hacia las profundidades del sector doce.
—Es el momento de ponerse en marcha —dije, haciendo lo propio, tras lo cual comenzamos a avanzar a paso ligero. Cuando llegamos a los restos de la barricada, no pude evitar aminorar la marcha para buscar cualquier signo de vida, pero por donde pasaban los sirvientes de Khorne no solía haber esperanza. Eché un vistazo al cuerpo destrozado del marine y me recorrió un escalofrío. Incluso después de muerto seguía rodeado por una poderosa aura de maldad y terror. Me divirtió darme cuenta de que Beije lo miraba como si fuera el mismo Horus que había vuelto de entre los muertos.
—¿A que son feos, los muy cretinos? —comenté alegremente dándole unos golpecitos en la espalda.
—¿De veras mató a uno de estos con una espada sierra? —preguntó el sargento tallarniano, que parecía impresionado. Me satisfizo comprobar que sus compañeros de pelotón, que estaban detrás y trataban de fingir que no escuchaban, se morían de curiosidad.
—Estas historias tienden a exagerarse un poco —contesté, confirmándolo en sus mentes y consolidando mi reputación de modestia al mismo tiempo—. Pero no son tan duros como parecen.
—Me alegra saberlo —dijo secamente.
Seguimos avanzando, siguiendo la estela de los Devoradores de Mundos. Su rastro no era difícil de encontrar, ya que estaba marcado por los cadáveres de los herejes que habían opuesto resistencia. Tras cada cruce en los pasillos, o cada empalme de los túneles de servicio, el camino hacia nuestro destino final se veía claramente.
—Definitivamente es la capilla.
—Se dirigen derechos hacia ella —le conformé a Detoi, que a cambio me informó de que la resistencia se debilitaba en algunos puntos, ya que los adoradores del Caos se retiraban para enfrentarse a la nueva amenaza.
El interior de la draga fue una sorpresa tan grande para mí como lo había sido el exterior. Esperaba encontrar un laberinto de pasillos, como el interior de una nave, pero éstos eran tan amplios como un bulevar, y de techos tan altos que las habitaciones en las que desembocaban eran como pequeños edificios. De hecho, tan sólo la presencia de los focos que había sobre nuestras cabezas y la débil sensación, propia de un chico de colmena, de que estaba en un lugar cerrado, me recordaron que no estábamos en el exterior. Muchas de las intersecciones habían sido defendidas apresuradamente, y en el suelo había cadáveres de herejes con diversas armas y en diversos estados de desmembramiento, además de las marcas que habían dejado las balas y los rayos en las paredes y en el suelo.
También era evidente que a los marines traidores, a pesar de su tremenda habilidad marcial, no les estaba saliendo todo a pedir de boca. Incluso las armas convencionales en gran número podían llegar a representar una amenaza para ellos, y los herejes a los que se enfrentaban eran capaces de reunir un par de piezas de armamento pesado a modo de apoyo. A ojos de los guerreros experimentados, como los valhallanos y yo, y supongo que también los tallarnianos, era evidente que se habían ido encontrando con más dificultades para avanzar, ya que los retrasaban un montón de pequeñas heridas.
—Alto. —Vorhees estaba a la cabeza en ese momento, y gesticuló insistentemente con la mano para reforzar la instrucción que había siseado por el intercomunicador—. Hay movimiento más adelante. —Nos acercamos cautelosamente para echar un vistazo al siguiente cruce. Al igual que antes, había una barricada apostada allí, levantada rápidamente para hacer frente al avance de los superhombres corruptos, y casualmente también había sido apartada a un lado. Pero esta vez uno de los defensores parecía estar moviéndose.
—Un superviviente —dijo Beije—. Podemos interrogarlo y averiguar qué está ocurriendo exactamente aquí.
—Todo tuyo —dije secamente, ya que sabía que no debía esperar ninguna información útil: torturar a un masoquista no suele servir de mucho, cosa que los interrogadores de Zyvan ya habían descubierto. Pero si quería intentarlo, mejor para mí, ya que así no lo tendría pegado a mi codo.
Volvimos a avanzar, siendo extremadamente cuidadosos ya por costumbre y puro sentido común; sólo porque los herejes que veíamos no estuvieran en condiciones de luchar no significaba que no hubiera más que estuvieran relativamente ilesos, listos para tendernos una emboscada detrás de lo que quedaba de la barricada.
—Despejado —dijo por fin Magot, que había lanzado un par de granadas de fragmentación por encima de la barrera para asegurarse. La rodeamos y me encontré mirando cara a cara a otro adorador del Caos. Tal y como había indicado Vorhees, todavía estaba vivo, aunque le quedaba poco, y estaba seguro de que las detonaciones de las granadas de Magot no le habían levantado los ánimos, precisamente. Se retorcía débilmente, con trozos de metralla sobresaliendo de distintas partes de su anatomía, lo cual parecía bastante incómodo, y que tintineaban sobre el suelo de metal de la cubierta. Alargó la mano para cogerme del tobillo.
—Ella se acerca —murmuró, con una expresión de éxtasis e imbecilidad en el rostro. Llegados a ese punto, no creo que tuviera ni idea de quiénes éramos—. ¡El nuevo mundo está cerca!
—¿Quién se acerca? —Beije se agitó, apartó la mano de una patada y se agachó junto al tipo—. ¿De qué estás hablando? —Apuntó con la pistola láser a su estómago, lo cual era una pérdida de tiempo, ya que la mayor parte de sus intestinos ya estaba esparcida por el suelo. Evidentemente se dio cuenta, ya que pasó a apuntarle a la mano en el último momento. La pistola emitió un chasquido y le hizo un agujero en la palma de la mano—. ¡Dímelo!
—Escúchate a ti mismo. —El cultista dejó escapar una risita y se incorporó, apoyándose en el pecho de Beije con un súbito arranque de fuerza que dejó al rechoncho comisario boquiabierto, y lo besó con fuerza en los labios. Beije dio un salto hacia atrás, con una mezcla de sorpresa y rabia en el rostro que debo admitir que me pareció bastante cómica. Magot, Vorhees y un par de valhallanos no consiguieron ahogar sus risitas—. Ya lo averiguarás.
—¡Vil degenerado! —escupió Beije—. ¿Cómo te atreves…? No soy de ese tipo de… ¡Qué asco! —Por un momento creí que iba a dispararle al hombre en un arranque de despecho, pero el hereje le ahorró el esfuerzo, muriendo antes de que pudiera llevar a cabo su insignificante venganza.
—Cuando hayas terminado de divertirte —comenté con sarcasmo—, ¿crees que podríamos seguir avanzando? Ya sabes, un planeta que salvar, una invocación demoníaca que detener… ¿Te acuerdas?
—¿Cree usted que se refería a eso, señor? —preguntó Jurgen, sosteniendo el melta como si fuera a servir de algo contra una abominación salida del infierno—. ¿Cuando dijo que ella se acercaba?
—Es posible —asentí. Mis encuentros anteriores con demonios habían sido breves, por suerte, gracias a su incapacidad para permanecer en el plano físico durante mucho tiempo, y tenía otras cosas de las que preocuparme por aquel entonces como para ponerme a pensar en si cosas como el género tenían algún significado para ellos—. En ese caso es posible que quisiera decir que el ritual ya había empezado.
—Entonces no tenemos tiempo que perder, ¿verdad? —Grifen comenzó a movilizar a su escuadrón—. Vamos, moveos, el reloj sigue avanzando.
—Será mejor que haga lo mismo —le aconsejé al sargento tallarniano—. ¿Cómo se llama, por cierto?
—Mahat, señor. —Me saludó, ganándose una mirada sombría de Beije, y se volvió para seguir a Grifen.
De repente, toda la aprensión que sentía, que se había convertido en un dolor sordo en la boca del estómago, tan familiar que había sido capaz incluso de olvidarme de él, se hizo más intenso, haciendo que me estremeciera. Jurgen me miró con curiosidad durante un instante, para a continuación revolver en el interior de una de sus bolsas, de la que sacó un termo de tanna.
—¿Quiere un poco de tanna, señor? Parece que lo necesita.
—La verdad es que sí. —Bebí un par de tragos del aromático líquido, sintiendo cómo me calentaba el estómago—. Gracias, Jurgen. —No tenía sentido retrasarlo más tiempo; si tenía razón y la invocación ya estaba teniendo lugar, no había esperanzas de supervivencia si nos entreteníamos allí. Todos parecían estar listos, además, excepto yo (y probablemente Beije, que estaba tan lejos de su ambiente que era un milagro que no se hubiera ahogado hasta ahora, lo cual venía a probar la verdad del viejo dicho de que el Emperador cuida de los débiles de mente, supongo). Hice un gesto de asentimiento a Grifen—. En marcha, sargento.
Me di cuenta, mientras avanzábamos lentamente por los pasillos llenos de eco sin preocuparnos de otra cosa que no fuera llegar a tiempo a nuestro destino, de que no era ni tan siquiera la idea de enfrentarme a un demonio lo que me tenía tan aterrado. Eran las otras palabras del hereje moribundo. ¿Qué sería aquel nuevo mundo que había mencionado? Seguro que nada bueno.
Así que estaba dividido entre el creciente temor a lo que encontraríamos en el corazón de aquella guarida de perdición y la firme convicción de que no enfrentarse a ello significaría la muerte, o algo peor (y he visto suficientes cosas a lo largo de los años como para saber que hay muchas cosas peores que la muerte): que nos dirigíamos hacia una confrontación con lo que forjaría el destino no sólo de un mundo, sino de todo el sector.