DIECISIETE

DIECISIETE

Si buscas problemas, seguro que los encuentras.

GILBRAN QUAIL,

Ensayos Reunidos.

Si han estado leyendo estas memorias con algo de atención, probablemente estén pensando que esta aparente buena disposición mía para meterme directamente en la boca del lobo es algo atípica, por decir algo. Bueno, quizá lo sea. Pero mi opinión era que, fuera lo que fuese lo que tramaban los seguidores de Slaanesh, era la verdadera amenaza, y dejar sueltos a unos cuantos berserker locos y demasiado sedientos de sangre como para utilizar tácticas inteligentes o disparar sus armas la mitad del tiempo era poco más que una distracción. Y, como he dicho antes, sabía por amarga experiencia que la única manera de luchar contra la manipulación de la disformidad era entrar allí directamente, antes de que los brujos, o lo que estuviera detrás de todo aquello, tuvieran tiempo de terminar lo que habían empezado.

Así que, aunque estaba tan aterrado como era de esperar, lo oculté con la facilidad de un farsante experto, y pensé que, si bien la idea de enfrentarme a la brujería era tremendamente aterradora, las consecuencias de no hacerlo serían mucho peores. Como venía pasando a menudo en mi vida, todo se reducía a elegir la línea de acción que ofreciera las mayores garantías de salir de allí con vida, aunque el riesgo inmediato fuera enorme.

Además, tenía a toda una compañía de soldados de la Guardia para esconderme detrás, así como la tremenda habilidad de Jurgen para fastidiar a cualquier fuerza oscura que estuviera a punto de ser liberada, de modo que los hados parecían estar de mi parte.

Y si resultaba no ser así, al menos tenía una nave capaz de entrar en órbita.

Por lo general, pensé, sería muy cortés hacerle saber a Zyvan que a su plan de desbaratar la invasión le iba a faltar una compañía, después de todo, pero cuando traté de contactar con él por el canal de voz me atendió uno de sus ayudantes.

—El general supremo no está disponible —me informó, con el tono inconfundible de un hombre que hace todo lo posible por ser un incordio—. Ha ido a inspeccionar las posiciones de vanguardia.

—Bueno, conécteme con su intercomunicador —solicité.

El ayudante dejó escapar un gran suspiro.

—Nuestras órdenes son mantener silencio en el canal de voz. Si el enemigo averiguara su paradero…

—Bien —anoté mentalmente que averiguaría exactamente con quién había estado hablando para hacerle la vida especialmente desagradable tan pronto como tuviera la oportunidad—, entonces póngame con Malden.

Afortunadamente, el joven psíquico aún estaba en el cuartel general, y oír su típico tono de voz cortante me resultó sorprendentemente tranquilizador. Si alguien de entre el personal del general supremo podía comprender el peligro al que nos enfrentábamos, ése era él.

—Comisario —hizo una pausa—, supongo que esto no es una llamada social.

—He encontrado el cuarto emplazamiento para el ritual —dije sin preámbulos—. Es una draga de minerales en medio del mar ecuatorial. Estoy desviando una nave llena de soldados hacia allí en este mismo momento.

—Una draga. —Su tono de voz era tan neutro que por un momento pensé que no me había creído y que estaba a punto de decirme que no perdiera el tiempo—. No tenía conocimiento de que los adumbrianos las utilizaran. Pero claro, nadie les cuenta nunca nada a los Adepta Astratelepática. —Dejó escapar un gran suspiro—. Eso cambia bastante las cosas.

—¿Así que el ritual se podría realizar en una de ellas? —pregunté.

—Sin ninguna duda. —Su voz sonó inusualmente intranquila—. Tan sólo puedo pedirle al Emperador que llegue usted allí a tiempo.

Estoy seguro de que coincidirán conmigo en que no era la cosa más reconfortante que podría haber dicho.

—¿Hay un límite de tiempo? —quise saber.

—Es probable. —Todo rastro de emoción estaba desapareciendo nuevamente de su voz, como si se hallara inmerso en el problema que nos ocupaba—. Mis colegas y yo hemos estado analizando el patrón de la disformidad y el cronometraje de los cambios anteriores. Es muy posible que el siguiente y último tenga lugar en las próximas horas.

—Ah, bien —asentí, preguntándome si debería decirle al piloto que saliera ahora al espacio, trasladarnos a una nave mercante apta para la disformidad, y terminar con todo aquello. Pero se suponía que había un acorazado enemigo ahí arriba, o eso había oído, así que tampoco me parecía la opción más segura. Era mejor ceñirse al plan que ya teníamos, al menos por ahora—. Entonces no hay prisa.

—Al menos de momento —replicó secamente.

—Debemos informar de inmediato al general supremo —le urgí.

—Estoy de acuerdo. Por desgracia no dispongo de ningún medio para contactar con él. —Parecía ligeramente divertido—. Sin embargo, intentaré convencer a uno de sus ayudantes para que le haga llegar un mensaje. Pueden llegar a ser de lo más complacientes si se les habla en el tono correcto. —Teniendo en cuenta lo nerviosa que se ponía la gente con los spooks, no me cabía duda.

—Lo dejo en sus manos, entonces —dije, y me preparé para una larga y tensa espera.

En el cielo que se veía más allá del cristal blindado de la ventana de la cubierta de vuelo estaba anocheciendo, y en lo alto las estrellas se tornaban mientras el color se iba haciendo gradualmente más brillante, desde el habitual tono negro azulado, pasando por el morado, hasta un azul grisáceo que me recordó al momento anterior al amanecer en cualquier hermoso planeta normal, con un ciclo día-noche como corresponde.

Sólo las estrellas más brillantes seguían siendo visibles por encima de nuestras cabezas. Si hubiéramos estado en el hemisferio opuesto podríamos haber visto muchos más puntos de luz, titilando como las chispas de una fogata mientras el sol invisible se reflejaba en los cascos de los cientos de naves espaciales en órbita (al menos si uno se alejaba de las farolas de Skitterfall), pero allí sólo había un puñado de estrellas de verdad brillando en el cielo.

Aparté de mi mente, no sin dificultad, la lucha que estaba teniendo lugar en la cara opuesta del planeta. Allí, donde lo único que se movía eran las olas de las frías y grisáceas aguas que teníamos debajo, era difícil creer que estaba teniendo lugar una enorme carnicería a unos miles de kilómetros de donde estábamos.

Había estado escuchando parte de las comunicaciones, y no sería exagerado decir que la cosa pintaba mal. El contraataque de Zyvan había conseguido parar el avance de la fuerza invasora principal, metiendo una cuña en su corazón y dispersándolos, y todo a pesar de nuestra ausencia, pero, aunque parezca increíble, los adeptos de Khorne se habían repuesto y estaban librando una última y encarnizada batalla a la desesperada que parecía que se iba a convertir en algo muy sangriento. Varios informes sueltos hablaban de un gigante con armadura que los lideraba, así que al menos otro marine del Caos había conseguido llegar ileso a la superficie, y no envidiaba a quien le hubiera tocado ocuparse de él[88].

También había averiguado, mientras cotilleaba, que Beije había acudido a la batalla junto con la compañía tallarniana que se había sumado al asalto, sin duda predicando perogrulladas de santurrón y metiéndose en medio de los hombres mientras luchaban, y no pude evitar preguntarme cómo habría reaccionado si hubiera tenido que enfrentarse cara a cara con el marine corrompido, cosa que, tras sus comentarios insidiosos acerca de mi encuentro con el otro, habría sido por lo menos justicia poética (por supuesto, jamás ocurrió; aunque de haber sido así, sin duda las cosas hubieran funcionado con menos alborotos y molestias).

—Ahí está —señaló el piloto, y pude distinguir un brillo metálico y un atisbo de solidez en aquella masa de agua en constante movimiento que teníamos debajo. Había permanecido en la cubierta de vuelo un buen rato, tratando (sin éxito hasta el momento) de ponerme en contacto con Zyvan a través del intercomunicador e intercambiando mensajes con Malden acerca de lo que podríamos esperar encontrarnos cuando aterrizáramos (finalmente llegamos a la conclusión de que «tus suposiciones son tan buenas como las mías»).

Si he de ser sincero, lo hacía simplemente para mantener la mente ocupada en vez de quedarme sentado dándole vueltas, pero también tenía la ventaja de mantenerme apartado de Jurgen. El vuelo prolongado le había afectado al estómago, y a pesar de que había conseguido no echar su última comida hasta ahora, prefería no correr el riesgo de estar cerca si su fuerza de voluntad flaqueaba.

—Aterrizaremos en cinco minutos.

—Ya lo habéis oído todos, cinco minutos —dije a través de la red de mando de la compañía, tratando de pensar en algún texto trillado que sirviera para comunicar tanto aquello como la posibilidad de fracaso.

Me apoyé con displicencia en la jamba de la puerta de la cabina de mando, donde todos los que estaban en el compartimento delantero pudieran verme, y contemplé una fila de rostros tensos y llenos de aprensión.

—Sinceramente, no puedo decirles qué es lo que se van a encontrar ahí abajo. Pero sí sé que el destino de este mundo probablemente esté en nuestras manos cuando lleguemos allí. —Hice una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Todo lo que puedo decir es que ya me he enfrentado antes a manipulaciones de la disformidad, y aún vivo para presumir de ello. —Una risa nerviosa se extendió por las filas de asientos mientras yo jugaba la baza de mi discreto heroísmo; Cain, el héroe, jamás presumía de sus hazañas, por supuesto.

»Los psíquicos y los manipuladores de la disformidad no deben ser tomados a la ligera —continué—. Pero, según mi experiencia, son mortales, igual que el resto. Todavía no he encontrado a ningún brujo al cual un disparo láser en la cabeza no le haya representado un gran inconveniente. —Más risas, esta vez más fuertes y confiadas. Me sacudí de encima la visión de Emeli, cuyos ojos verdes se llenaron de indignación y sorpresa cuando le disparé, y dudé un instante, perdiendo el hilo—. Que el Emperador os proteja —finalicé, encontrando refugio en un lugar común.

—Estamos en la última fase del descenso —anunció el piloto—. Será mejor que se abroche el cinturón, comisario. —Eché una última mirada hacia atrás, a través de la ventana, y contuve el aliento. La draga era enorme, llenaba todo el cristal, y todavía estábamos a cierta distancia.

Ignorante de mí, había esperado algo parecido a un trasatlántico convencional, quizá algo más grande, ya que después de todo tenían que procesar el mineral que extraían en algún sitio, pero me había equivocado por completo. Surgía de las aguas frente a nosotros como un bloque de viviendas varado, y medía de proa a popa unos dos kilómetros, la mitad de ancho, y varios cientos de metros de alto. Y de repente me di cuenta de que todo eso era sólo la parte que sobresalía del agua, pero que podía tener el mismo tamaño bajo la superficie. Explorar una estructura de esas dimensiones, incluso con una compañía entera de soldados, podía llevar horas, tal vez días…

Bueno, según mi experiencia, los enemigos no eran difíciles de encontrar una vez comenzaba el tiroteo, así que me desentendí de aquel problema hasta que nos tocara afrontarlo y volví a mi sitio dando tumbos, encontrando a Detoi inmerso en una serie de esquemas que había conseguido extraer de los archivos contenidos en su placa de datos[89]. Eché un rápido vistazo a mi pálido ayudante, en cuyo estado no parecía haber cambios, y me incliné para mirarlos.

—¿Dónde cree que estarán? —preguntó Detoi. Observé la desconcertante distribución de los compartimentos, procesadores de mineral y pasillos, tratando de encontrarle algún sentido en mi cabeza.

—No estoy seguro —admití. Por lo que sabía, los cultos herejes tenían tendencia a estar bajo tierra, tanto de manera literal como metafórica, así que algún lugar que estuviera bajo la superficie, quizá en la quilla, parecía una apuesta razonable. Por otro lado, parecía haber un montón de maquinaria ahí abajo, lo cual podría dificultar las cosas, y recordaba vagamente que el agua obstaculizaba de algún modo la brujería[90]. Intenté imaginarme las habitaciones que había encontrado en la cúpula y en la casa de citas, esperando que su distribución me proporcionara alguna pista—. Necesitarán algún lugar grande, amplio y de techos altos.

—No ayuda a acotar mucho la búsqueda —dijo Detoi, pensativo—. Están los hangares, cerca de la plataforma de la lanzadera en las cubiertas superiores, unas cuantas salas de recreo, una capilla para los tecnosacerdotes, muelles de carga para las embarcaciones al nivel del agua, y algunas de estas plantas de procesamiento son enormes.

—Elimínelas, y también los hangares y los muelles de carga —dije—. Al menos por ahora. Las habitaciones que vi en ocasiones anteriores eran grandes, pero no tanto.

Detoi asintió.

—Aun así nos queda mucho terreno que cubrir —apuntó.

No podía discutírselo.

—Bueno, tendremos que confiar en que el Emperador nos haga llegar una señal —repliqué, con menos sarcasmo de lo habitual.

—Prepárense para el aterrizaje —avisó el piloto, y todos a mi alrededor se pusieron tensos ante la inminencia del impacto, sacando sus armas y preparándose para desplegar sus redes de aterrizaje. Jurgen acunaba su melta como un niño su juguete favorito, más contento de lo que había estado en horas. Los motores traseros se pararon de repente, lo cual hizo que mi columna vertebral se comprimiera con aquel brusco bajón de velocidad, y un fuerte ruido metálico recorrió el casco—. Ya estamos en tierra —añadió innecesariamente.

—Tercera sección, despliéguense y aseguren el perímetro —ordenó Detoi, eligiendo a la unidad que más cerca estaba de la rampa de carga. Lustig respondió con voz calmada y confiada, y el capitán me sonrió de repente—. A Jenit le va a dar algo por haberse perdido esto —dijo.

—Sulla tiene bastantes cosas de que preocuparse en Glacier Peak —le aseguré, ya que había utilizado el canal de voz para supervisar el progreso del resto del regimiento mientras volábamos. Pero él ya estaba concentrado en el despliegue de nuestras tropas, y dudo mucho de que me llegara a oír.

—Vamos, Jurgen —llamé, volviéndome hacia mi ayudante—. Veamos si la brisa marina lo anima un poco.

—Muy bien, señor —respondió con mejor aspecto que antes (lo cual, tratándose de Jurgen, era algo relativo, por supuesto).

Me volví hacia Detoi.

—Nos vemos fuera —dije, y me dirigí rápidamente hacia la salida más cercana. Los aterrizajes son momentos de gran vulnerabilidad en tierra si el enemigo tiene suficiente potencia de fuego, y yo quería estar al aire libre si existía la posibilidad de que nos atacaran.

No es que pareciera muy probable, por supuesto, ya que no habíamos tenido ningún problema con fuego antiaéreo al aproximarnos, pero me resultaba difícil creer que los herejes a los que perseguíamos ni siquiera se hubieran dado cuenta de que se acercaba una nave; después de todo, no son precisamente sigilosas. Además, si había alguna fuerza sobrenatural en funcionamiento por allí, quería llevar a Jurgen a un lugar en que su peculiar don pudiera comenzar a interrumpirla tan rápido como fuera posible; dadas las circunstancias, no me iba a separar de su aura protectora ni un solo momento.

Cuando dejamos la seguridad de la nave, me fijé en el fuerte viento que recorría la enorme superficie de metal que nos rodeaba, haciéndonos llegar el característico aroma oceánico de ozono y sal. Sin embargo, si lo comparábamos con las bajísimas temperaturas de la zona fría, resultaba hasta suave, y lo inhalé agradecido, poniéndome a barlovento de Jurgen al mismo tiempo.

Si no hubiera visto aquel lugar desde el aire, probablemente me habría imaginado que nos encontrábamos en alguna zona industrial y no a bordo de una estructura flotante. En la distancia se veían estructuras del tamaño de almacenes cerniéndose amenazadoras en el eterno crepúsculo, e incluso la enorme nave parecía haber encogido hasta parecer una simple lanzadera comparada con el tamaño de lo que nos rodeaba. Pocas veces me había sentido tan insignificante, incluso en un puerto de mantenimiento de titanes (bueno, quizá no).

La tercera sección se estaba movilizando para asegurar el perímetro de la plataforma de aterrizaje, separándose por pelotones con una precisión que sólo podía conseguirse con la práctica, avanzando un equipo cada vez para cubrirse entre sí mientras corrían de un refugio a otro.

Vi a Penlan pasar corriendo, liderando a su nuevo pelotón con decidida calma, y pensé que la confianza que había depositado en ella era bien merecida. Lustig estaba en la base de la rampa, observándola orgulloso, en silencio.

—Buen trabajo a todos, sargento —precisé.

—Lo hará bien —asintió. Yo señalé al resto de las tropas, que se estaban desplegando con igual eficiencia.

—Me refería a toda la sección —dije.

Lustig asintió nuevamente.

—No lo decepcionaremos, señor.

—Cuarto pelotón en posición. No hay rastro del enemigo. —Reconocí la voz de la sargento Grifen y asentí.

—Quédense ahí un momento y mantengan los ojos bien abiertos.

—Sin problemas, comisario —me aseguró. Me alegré de tener a su pelotón a la cabeza. Grifen era una buena líder que cuidaba de sus soldados, pero no la asustaba arriesgarse de vez en cuando. Me habían impresionado sus cualidades en Simia Orichalcae, cuando nuestra misión de reconocimiento rutinaria se había complicado, y en los años que siguieron siempre había justificado aquella confianza.

—Plataforma asegurada —informó Lustig tras unos instantes, y las otras cuatro secciones comenzaron a bajar por la rampa para reunirse con nosotros. Como podrán apreciar, todas aquellas botas pisando un suelo de metal hacían un ruido infernal, y tardé un instante en darme cuenta de que Detoi se había unido a nosotros.

—En las presentes circunstancias, no creo que los vehículos nos sean de mucha ayuda —dijo.

—Tiene usted razón. —Sin duda había bastantes espacios abiertos donde podríamos usarlos; de hecho había unos cuantos vehículos de carga desperdigados por los bordes de la plataforma, y algunos todavía estaban cargados con cajas y fardos. Pero el ruido que harían sobre aquella superficie metálica sería un escándalo de proporciones mayúsculas, y pronto tendríamos que aventurarnos por espacios reducidos donde serían demasiado vulnerables. Era mucho mejor avanzar a pie.

—Lustig —prosiguió el capitán—, que uno o dos pelotones se queden para cubrir la plataforma. No quiero que nos aíslen de la nave en caso de que necesitemos huir apresuradamente. —Aquello me pareció una buena precaución. Normalmente la nave tendría que haber despegado, bien volviendo a entrar en órbita (o en este caso en el área de estacionamiento temporal) para desplegar alguna que otra compañía de soldados, o permaneciendo en el circuito de espera una vez comprobásemos que no había ningún peligro de fuego antiaéreo, pero dadas las circunstancias, ninguna de las dos opciones nos pareció demasiado atractiva. Estábamos rodeados de agua, sin ningún lugar al que poder ir, y la nave era nuestro único salvavidas.

—Pelotones primero y tercero, cubran la plataforma. Segundo y cuarto, esperen órdenes —ordenó inmediatamente Lustig.

Me encontré pensando que, me gustara o no, después de esto seguramente obtendría un ascenso si lo hacía bien.

Detoi informó a los oficiales de las secciones rápidamente, asignándoles a cada uno un área de reconocimiento, y observé con sentimientos encontrados cómo se dispersaban nuestros soldados. Era cierto que de esa manera cubriríamos más terreno, pero doscientos cincuenta y pico soldados no parecían suficientes para inspeccionar unas instalaciones tan grandes. Yo contaba con la idea de la seguridad que daban los números más de lo que creía, y a medida que la mayor parte de nuestras secciones iban desapareciendo, crecía mi sensación de inseguridad.

Bueno, quedarse por allí tampoco haría mucho bien, así que eché a correr hacia delante, decidido a acoplarme al pelotón más cercano (que, casualmente, era el cuarto, bajo el mando de Grifen). Mientras lo hacía, miré al otro lado de la plataforma de aterrizaje, adonde Penlan conducía al segundo pelotón desde la parte frontal. Acababa de alcanzar la segunda marca, un transporte ligero que iba cargado con lo que me pareció mineral procesado, cuando se volvió para hacer señas de que avanzara al segundo equipo y tropezó con algo, tambaleándose ligeramente antes de recuperar el equilibrio. Me pareció inquietante la manera en que ella y los soldados bajaron la vista para mirarlo.

—Segundo pelotón —informó un instante después—. Hemos encontrado un cadáver. Civil, disparo por la espalda. Por el aspecto de las heridas, un arma automática.

—¿Algún rastro del arma? —pregunté.

—No, señor. —Incluso a aquella distancia pude percibir su enfado gracias a su lenguaje corporal—. Esto es un asesinato, puro y duro.

—Parece que huía —intervino un servicial soldado—. Quizá intentó refugiarse aquí abajo.

—Bueno, pues no le sirvió de mucho —dijo Penlan. Algo en el tono de su voz prometía una sangrienta venganza por la muerte de quienquiera que fuese—. Debía de estar trabajando aquí cuando aterrizaron.

—Si es que aterrizaron —comenté.

Jurgen me miró confuso.

—No hay nada más en la plataforma —señalé.

—Quizá volvieran a despegar —sugirió. Era posible, por supuesto, pero de algún modo no veía a nuestros sombríos enemigos marchándose de allí hasta que hubieran terminado su cometido, y todo parecía demasiado normal para que fuera así.

—Primer escuadrón —intervino una nueva voz en el canal de la quinta sección[91]—. Estamos en el muelle de carga. Parece que aquí abajo hubo un serio tiroteo. Pistolas láser y automáticas sobre todo. Quizá un par de stubber.

Bueno, ahí teníamos la respuesta. Los asaltantes habían llegado en una embarcación regular de suministros, probablemente antes de secuestrarla en pleno trayecto, a menos que alguien de la tripulación fuera un adorador del Caos.

—¿Algún superviviente? —preguntó el teniente Faril, que por una vez no estaba de buen humor, cosa que tampoco me sorprendió, dadas las circunstancias.

—No —respondió el sargento—. Sólo cadáveres. Sobre todo personal de seguridad, a juzgar por los uniformes. Parece que trataban de contener a los atacantes mientras los trabajadores huían.

No parecían haber llegado demasiado lejos, a juzgar por la total ausencia de señales de vida desde que habíamos llegado. Según los datos que había conseguido Detoi, debería haber habido casi tres mil trabajadores a bordo. Era difícil de creer que los atacantes hubieran matado a tantos, pero a medida que la búsqueda avanzaba y el número de cadáveres crecía, veíamos cada vez más claro que eso era precisamente lo que había ocurrido.

—En otras palabras, estamos dando vueltas en busca de un maldito ejército —dijo Magot, a quien la idea no parecía afectar demasiado. Yo asentí, refugiándome en la sombra que proyectaba una escalerilla, mientras Grifen y su equipo avanzaban hasta la siguiente marca.

—Empieza a parecer justo eso —afirmé. Decir un ejército era algo exagerado, pero habían hecho falta algunas docenas de asaltantes para abrirse paso luchando y salir del muelle de carga. Me sentí complacido al saber que tampoco todos lo habían conseguido, ya que las extravagantes ropas (o más a menudo la falta de ellas) de algunos de los cadáveres demostraban que la tripulación de la draga no había caído sin llevarse a algunos con ellos. Después de eso, atrapar y asesinar a los aterrados trabajadores en pequeños grupos habría sido fácil, especialmente si ya tenían aliados a bordo que pudieran mostrarles los mejores sitios para ocultarse.

Sin embargo, no tuve demasiado tiempo para reflexionar sobre aquella sombría perspectiva, ya que mis pensamientos se vieron interrumpidos por el inconfundible chasquido del aire ionizado que acompañaba a cualquier disparo de una pistola láser. Un instante después hubo más disparos, el chasquido más potente de un arma automática y algo que parecía un par de pistolas.

—Contacto —dijo una voz en mi intercomunicador—. Sector dos, nivel doce. Me llevo a la primera y la cuarta para prestar apoyo.

—Sector dos —repetí, recordando el mapa que Detoi me había enseñado y comparándolo mentalmente con nuestra propia posición—. Debe de ser por ahí —señalé la dirección mientras los dos nuevos pelotones se unían a la batalla.

—¿Deberíamos entrar para darles apoyo? —preguntó Grifen, y yo negué con la cabeza.

—Parecen tenerlo bajo control. Me interesa más lo que los traidores tratan de defender. —Y, con suerte, la primera sección los mantendría distraídos mientras íbamos a averiguarlo.

Por desgracia, por muy loco que estuviera el enemigo, no tenía nada de estúpido. Tras rodear una hilera de depósitos de almacenaje, refugiándonos por fin hasta cierto punto del constante viento, el chasquido de un láser nos obligó a ponernos a cubierto. Una molesta lluvia de óxido me cayó sobre la gorra y el capote, dejando una mancha en la piel de marta que sólo el Emperador podría quitar, y me arrastré sobre los codos con cautela para echar un vistazo más allá de la esquina.

—¡Maldita sea! —gruñí con enfado. Los herejes habían levantado una barricada improvisada que parecía bastante sólida, y estaban agachados tras un resistente ensamblaje de vigas de metal, cajas, tambores metálicos y otros desperdicios. Es más, habían colocado un stubber pesado para cubrir el espacio que quedaba abierto al frente. Cualquier intento de acercarse acabaría con todos nosotros muertos. Para dar más énfasis a mi argumento, lanzaron una descarga que dejó varios agujeros en el revestimiento de la cubierta.

—Bueno, no vamos a poder entrar por ahí —dijo Grifen mientras me arrastraba rápidamente de vuelta hasta donde estaban.

—Podríamos dar un rodeo y tratar de flanquearlos —sugirió Magot—. Lanzar un par de granadas por encima de la barrera. Eso les daría algo en que pensar.

—Podría ser —admití—. El problema estriba en poder acercarse lo suficiente. —Los herejes habían elegido bien su posición, ya fuera por pura suerte o por buen juicio, ya que no había muchas posibilidades de atacarlos desde el flanco. Los depósitos de almacenaje tras los cuales nos habíamos refugiado eran el lugar más cercano tras el cual refugiarse; sólo podía rezar para que lo que contenían no fuese volátil. Ni siquiera el melta de Jurgen podía ayudarnos esta vez, ya que estaban fuera de su alcance. Realizó un par de disparos, que por lo menos hicieron que los herejes bajaran la cabeza, pero la energía térmica se disipó demasiado pronto como para hacer algo más que chamuscar el metal de la barricada.

Suspiré frustrado.

—No tenemos tiempo para esto. Tendremos que rodearlos por otro sitio.

Era más fácil decirlo que hacerlo, y parecía que la cosa se iba a poner aún más difícil. Mientras retrocedíamos, con el eco de los silbidos burlones de los adoradores del Caos en nuestros oídos, yo estaba recibiendo una corriente constante de informes tácticos a través del intercomunicador. Hasta ese momento, prácticamente todos los pelotones de la compañía habían encontrado resistencia, y los pocos que no (aparte de los que Lustig tenía vigilando la nave) se apresuraban a acudir en ayuda de sus compañeros.

Mi entrenamiento y mi experiencia me llevaron a comparar el lugar de los enfrentamientos con los esquemas que había visto y asentí con gesto adusto. Los herejes habían sellado el sector doce, reforzando su perímetro para aguantar un asedio. Fuera lo que fuese lo que estaban tramando, estaba ocurriendo en algún lugar en esa parte de la draga.

—Detoi —dije—. Tenemos que encontrar un punto débil. Si no nos abrimos paso enseguida, será demasiado tarde.

—Lo sé. —El tono de su voz denotaba frustración—. Pero no somos suficientes. Tal y como están atrincherados, podrían aguantar indefinidamente.

—Podemos pedir refuerzos —dije sin demasiadas esperanzas. Incluso si pudiera entrar en contacto con Zyvan en ese momento, a las tropas les llevaría mucho tiempo llegar hasta allí—, pero dudo de que pudieran llegar a tiempo.

—Quizá si concentramos nuestras fuerzas —sugirió Detoi con voz grave—. Hacer que todos se retiren y consolidarnos, para tratar de abrir una brecha en algún punto.

Era evidente, por su manera de hablar, que la idea no lo entusiasmaba, y sabía por qué. No sólo se crearía un cuello de botella al atacar una única fortificación, sino que el enemigo tendría tiempo de reforzar ese punto. La lucha sería sangrienta y encarnizada, y sufriríamos numerosísimas bajas. Incluso así, las probabilidades de éxito eran mínimas.

—Debe de haber algo más que podamos hacer —dije, reticente a emprender una acción tan desesperada a menos que no quedara otro remedio, pero no podía pensar en ninguna otra alternativa.

—Entonces deberíamos pensar deprisa —comentó Detoi con tono neutro, como si no se hiciera ilusiones con respecto a nuestra habilidad para idear algo.

—Tengo un contacto de auspex entrante —comunicó el piloto de la nave—. Se acerca rápidamente.

—¿Han establecido contacto? —pregunté, mientras el nudo que se me hizo en el estómago respondía a la pregunta.

—Aún no —confirmó el piloto—, pero el IAE[92] confirma que es imperial.

De repente me sentí esperanzado. Malden debía de haber conseguido ponerse en contacto con el general supremo por fin, y con tropas de refuerzo a nuestra disposición tendríamos una oportunidad de atravesar las defensas de los herejes y desbaratar sus siniestros planes, fueran cuales fuesen.

—Lustig —dije por el intercomunicador—, de todos modos manténganla a cubierto, por si acaso. —Las cosas ya eran bastante inciertas en ese momento; lo último que necesitábamos era caer en alguna trampa hereje con una lanzadera robada.

—Recibido —respondió el estoico sargento, y yo volví a prestarle atención a Detoi. Para entonces, los soldados, Jurgen y yo estábamos a mitad de camino de vuelta hacia la nave, haciendo un tremendo ruido con las botas sobre la plataforma metálica, y pude ver claramente al capitán y a Lustig de pie sobre la rampa de carga, protegiéndose los ojos mientras miraban hacia el oeste[93].

—Será mejor que estemos preparados para despegar —dije—. Por si acaso.

—Ya estamos en ello —contestó—. Sus órdenes son que mantengan a raya al enemigo, que no se expongan a los disparos y que se preparen para la retirada.

—A mí me suena bien —dije, aliviado. Eso nos dejaba con algunas opciones, al menos durante algo más de tiempo.

Incliné la cabeza para mirar en la misma dirección que el capitán y el sargento. Ya se podía oír el chirrido de un motor que se acercaba rápidamente, y por delante pasó, veloz, una elegante lanzadera correo. Sentí una súbita punzada de decepción. Otra nave de transporte con una compañía entera hubiera sido pedir demasiado, pero por lo menos contaba con una lanzadera de carga, con una o dos secciones. El correo no podía llevar más que un pelotón.

Observé como aterrizaba con una extraña mezcla de emociones que sólo puedo describir como aprensión llena de curiosidad. Las cosas estaban empezando a descontrolarse otra vez, y no me gustaba aquella sensación. Los motores permanecieron en reposo y yo me dirigí hacia la nave, vagamente agradecido por la presencia de Jurgen a mi espalda. Grifen y sus soldados se quedaron detrás de mí, a pocos pasos, con las armas preparadas. A medida que nos acercábamos, la rampa comenzó a descender y un pelotón de tropas imperiales desembarcó en fila de a dos, con las pistolas láser preparadas.

—Tallarnianos —dijo Grifen, sorprendida. Debo admitir que yo me sentí igual que ella. Detrás de los guerreros del desierto venía una figura que me resultaba familiar, vestida con el uniforme negro de los comisarios, que se abrió paso a través del grupo de soldados para quedar frente a frente conmigo. Hacía esfuerzos por permanecer impasible, pero no lo conseguía; a su rostro de facciones regordetas asomaba una y otra vez una especie de sonrisa de suficiencia.

—Beije —lo saludé sin entusiasmo, seguro de que fuera cual fuese el motivo por el que había venido, debían de ser malas noticias—. No es un buen momento.

—Ciaphas Cain —respondió, balanceándose sobre las suelas de los zapatos con un exceso de engreimiento—. Se lo acusa de deserción, cobardía ante el enemigo y apropiación indebida de recursos militares. —Hizo un gesto al pelotón de guerreros tallarnianos indicándoles que avanzaran—. Arréstenlo.