TRECE
Si tu plan de batalla funciona, probablemente sea una trampa.
KOLTON PHAE,
Sobre Cuestiones Militares, 739.M41
A pesar de lo tedioso que había sido esperar a que llegara el enemigo, cuando finalmente lo hizo, incluso llegaron a parecemos preferibles la monotonía y la tensión de los dos días anteriores. Yo me encontraba en el puesto de mando con la mayor parte de mis oficiales en aquel momento: Kasteen, Broklaw y todos los capitanes que no estaban desplegados en ningún otro lugar, observando los iconos de contacto que se iluminaban en el hololito a medida que las tropas enemigas aterrizaban en el planeta. Esperaba un ataque coordinado a la capital, pero instantes después el planeta parecía estar sufriendo de la peste de la colmena, ya que comenzaron a aparecer puntos rojos por doquier, aparentemente al azar.
—¿Qué diablos se traen entre manos? —masculló Detoi junto a mi hombro, claramente molesto ante la falta de concentraciones evidentes de tropas a las que atacar rápidamente.
—Es incomprensible —dije, aunque había luchado demasiadas veces contra los acólitos del Caos como para esperar que la mayoría de las cosas que hacían tuviese algún sentido. Si hubiera tenido ojos en la nuca, lo habría entendido, pero en aquel momento todavía nos faltaban varias piezas fundamentales del rompecabezas.
—Parece como si estuvieran haciendo descender a las tropas a toda prisa —comentó Kasteen—. No creo que esperen que los transportes aguanten mucho más sin apoyo. —Para dar mayor énfasis a sus palabras, uno de los tres contactos que estaban en órbita estalló repentinamente en llamas y comenzó a caer, mientras sus restos y varias lanzaderas salían disparados en todas direcciones.
—Bueno, algo es algo —dije, señalándolo—. Al parecer la Armada nos ha ahorrado algo de trabajo con eso.
Dado el patrón que seguían los descensos y las ocasiones en las que había formado parte de un ejército al que transportaban en un carguero y no en una nave de tropas especializada, sabía que las naves civiles tendrían que hacer varios viajes de ida y vuelta para desembarcar a todos los guerreros que llevaban a bordo. Estaba claro que no era de esperar que los fanáticos del Caos se preocuparan demasiado por los márgenes de seguridad o la sobrecarga, pero aun así la bola de fuego que caía en picado por encima de nuestras cabezas apenas habría tenido tiempo de desembarcar a un tercio de la carne de cañón que llevaba. Normalmente una nave de ese tamaño debería poder transportar a un regimiento entero de la Guardia Imperial, pero, como de costumbre, no podíamos saber si el enemigo había metido a un número mayor.
—Los tallarnianos van a recibir una paliza —comentó Broklaw, a quien no parecía preocuparle en exceso la perspectiva.
Era cierto que parecía haber una concentración de fuerzas enemigas que se aproximaba a su posición en la zona cálida, pero ése era su problema. El nuestro era defender a la población de Glacier Peak. Volví a echar un vistazo al hololito, observando cómo las últimas lanzaderas del carguero condenado atravesaban con gran estruendo la atmósfera en dirección a nosotros.
Estábamos preparados para recibirlos, ya que nuestras tropas se habían desplegado alrededor de la ciudad, formando lo que debería haber sido un cordón impenetrable. La segunda compañía permanecía en nuestros barracones, pues sus vehículos todavía estaban a bordo de la nave de desembarco. De repente me di cuenta de que dicha nave podría convertirse en un objetivo muy tentador si el enemigo poseía alguna unidad aeroespacial (sin embargo, resultó ser una preocupación innecesaria. Los cargueros tan sólo transportaban lanzaderas civiles, las cuales eran objetivos desarmados y tremendamente fáciles para los pilotos de los cazas de la FDP, que se aseguraban de que muy pocas pudieran efectuar más de dos pasadas de descenso).
Me volví hacia Detoi.
—Será mejor que se asegure de que su gente está lista —dije—. Quizá los necesitemos para defender esta posición si no los llaman para dar apoyo en ningún otro lugar. —En aquel momento tan sólo trataba de animarlo, ya que sabía que preferiría estar ordenando el embarque hacia algún campo de batalla lejano, pero lo que dije era más cierto de lo que pensaba. En teoría, la primera compañía tenía un par de secciones en reserva para hacer el trabajo, pero Glacier Peak era un lugar bastante grande, y era muy posible que se encontraran ocupados en otro lugar en ese momento.
Asintió, obediente.
—Se acercan —dijo una de las operadoras de auspex con voz tensa—, cinco contactos, por aire, a gran velocidad. Están muy desperdigados.
—Que todas las unidades se preparen para el combate —ordenó Kasteen, con la misma tranquilidad que si estuviera pidiendo otra taza de tanna. Levantó la vista hacia mí—. ¿Comisario?
Hice algunos comentarios alentadores por el canal de voz, invoqué la protección del Emperador, y me volví hacia Detoi.
—Si no le importa, capitán —dije—, creo que preferiría unirme a su compañía mientras dure esto.
Aquello podía parecer algo extraño, ya que estaba en un edificio a prueba de balas y con calefacción, pero como viene siendo habitual, mi vertiente paranoide estaba empezando a barajar cierto número de posibilidades incómodas. Por un lado, sabíamos que los herejes habían tenido tiempo de sobra para infiltrarse en la FDP local, a pesar de que ningún oficial había sido detectado por los investigadores de Kolbe, y estábamos seguros de que tenían oídos dentro del Consejo de Pretendientes (o al menos en sus casas). No era del todo improbable que supieran dónde estaba el cuartel general de nuestro regimiento, y si aquello resultaba ser cierto y alguna de aquellas lanzaderas que se aproximaban iba armada, yo estaba sentado en medio del objetivo más tentador para un bombardeo de toda la zona fría. Por otro lado, en el exterior, a pesar de las incomodidades, tendría muchas más posibilidades de sobrevivir a un ataque aéreo.
—Diviértase —me sonrió Kasteen, que sin duda pensaba que estaba ansioso por encontrarme con el enemigo.
Le dirigí una sonrisa cuidadosamente estudiada.
—Trataremos de reservarle un par —le prometí, como si tuviera razón, y me puse en marcha junto a Detoi mientras dejábamos la atestada habitación a nuestras espaldas.
—Comisario. —Jurgen estaba esperando fuera, y por el olor a calcetines sucios que llenaba el pasillo, llevaba allí un rato. Hizo un intento de saludo, y su habitual colección de distintas bolsas de equipamiento hicieron ruido cuando se echó al hombro su preciado melta, que chocó con la pistola láser emitiendo un ruido metálico. Detoi le devolvió el saludo con sequedad y sin sonreír. Era uno de los pocos oficiales del regimiento que, aunque fuera fingidamente, lo consideraba un verdadero soldado.
—Jurgen —lo saludé con un movimiento de cabeza, aliviado al verlo, y me ajusté disimuladamente las correas de la protección que llevaba debajo del capote. Estaba claro que ambos esperábamos problemas—. Íbamos a dar un pequeño paseo por el complejo.
—Pensé que lo haría, señor —mi ayudante revolvió en una de las bolsas—, así que me tomé la libertad de hacerle un poco de té, sabiendo lo mal que soporta el frío.
—Muy considerado por su parte —dije, interrumpiéndolo—, pero quizá más tarde.
El débil sonido de los motores se hizo audible, como si estuvieran a punto de atacar el edificio, lo que no nos dejaba demasiado tiempo para salir. Me volví hacia Detoi.
—¿Vamos?
—Por supuesto. —Salió en primer lugar al frío y la noche permanentes. Alcé la vista y el cielo estaba aún más despejado que de costumbre, ahora que habían apagado los focos, anticipándose a un ataque enemigo, con lo que las estrellas brillaban más frías e intensas que nunca. Había varias que parecían estar moviéndose, mientras el lamento de los motores se hacía cada vez más fuerte.
Le di un golpecito al intercomunicador que llevaba en la oreja.
—Contacto visual —advertí—. Puedo ver tres, que se acercan desde el este. Rápidamente y a gran altitud.
—Qué extraño —dijo Broklaw—. Un par de ellos está sobrevolando la ciudad.
—Quizá se dirigen hacia nosotros —intervino Kasteen.
—Se están dispersando —confirmó la operadora de auspex—. Siguen un patrón de aterrizaje, pero parecen estar fuera de control.
—No sé por qué no me sorprende —dije, cogiendo el amplivisor que Jurgen sostenía con un gesto de agradecimiento y poniéndomelo delante de los ojos. Tras un instante de búsqueda, encontré una de las lanzaderas y la enfoqué, ampliando la imagen—. Con los daños que han recibido, es un milagro que vuelen siquiera. —Bajo la pálida luz anaranjada del alba pude distinguir melladuras en el casco y una columna de humo procedente de los motores. Vibraba violentamente y debía de ser tremendamente difícil de controlar.
Bueno, bien. Si se estrellaba, habría un grupo menos de lunáticos del que ocuparse.
Bajé el amplivisor y se lo devolví a Jurgen, que lo guardó en algún sitio. Poco a poco se fue haciendo más visible, mientras el sol se alzaba detrás de mí y una débil sombra iba surgiendo de sus pies. También la mía comenzó a resultar visible en la nieve compacta. Me encontré pensando que era la primera vez que la veía desde que llegamos a Adumbria…
—¡Por el Emperador! —exclamé. Dándome cuenta al fin, me volví rápidamente y contemplé de frente la bola de fuego que cruzaba el cielo sobre nuestras cabezas. Por primera y última vez en la historia de Adumbria, la cara fría se iluminó con la pálida luz de los estertores de la lanzadera que transportaba a los traidores, y los soldados que me rodeaban lanzaron vítores espontáneos ante aquella visión. Bueno, ¿quién podía culparlos? Mientras se desvanecía en el horizonte, hacia el oeste, poniéndose con la misma brusquedad con que había salido, se oyó un alarido de aire torturado, como el aullido de los demonios tratando de liberarse de la disformidad.
Después de aquello, se hizo un silencio sobrecogedor entre nosotros, absorbiendo los sonidos del aire mientras la luz dejaba paso lentamente al constante brillo azul de la interminable luz de las estrellas.
—Eso va a abrir un buen boquete cuando se estrelle[73] —vaticinó Detoi, y se alejó a paso ligero para reunirse con su equipo de oficiales. No hubo tiempo que perder en charlas insustanciales después de aquello, ya que de repente los enemigos se abalanzaron sobre nosotros.
—Un contacto ha descendido. No, tres —informó la operadora de auspex—. Uno a dos kilómetros hacia el sur, y otro en los suburbios al noroeste.
—Ya lo vemos —intervino una nueva voz, que reconocí como perteneciente a uno de los comandantes de pelotón de la cuarta compañía—. Los pelotones primero y tercero ya se dirigen hacia allí para contenerlos.
—El tercer contacto ha descendido en el centro de la ciudad —continuó la operadora de auspex.
—Quinta compañía, rodéenlos y elimínenlos —ordenó Kasteen, mientras otro pelotón de la cuarta se dirigía a prestar apoyo a sus camaradas en los suburbios. Estaba empezando a pensar en escabullirme hasta allí y supervisar la acción desde la mesa de mapas, lo cual sería tremendamente preferible a permanecer ahí fuera congelándome, ahora que había pasado la amenaza de un ataque aéreo.
—El contacto cuatro se dirige hacia el oeste —continuó la operadora de auspex—. Parece como si se hubieran pasado.
—Entrando en batalla —interrumpió una de las tenientes de la primera compañía con la voz llena de excitación—. Están prácticamente sobre nosotros. —Sus palabras casi se perdieron bajo el estruendo de media docena de Chimera disparando sus pesados proyectiles a la vez, y no me sorprendió escuchar débiles gritos de júbilo un instante después por el canal. Con toda aquella potencia de fuego debían de haberle dado a algo, aunque fuera por pura suerte—. ¡Lo tenemos! Está echando humo… Diablos, todavía se mantiene en el aire.
Alcé la vista y vi una masa oscura que pasaba a gran velocidad por encima de nuestras cabezas mientras las llamas, de un naranja intenso, rodeaban su motor principal. A continuación desapareció en la distancia, en dirección a la cúpula que habíamos encontrado. Allí no encontrarían ayuda, reflexioné amargamente. Asmar tenía razón en una cosa: un lugar tan contaminado no podía seguir existiendo. La diferencia estribaba en que nos habíamos asegurado jodidamente bien de que sabíamos todo lo que había que saber de él antes de soltar a Federer para que jugara. Todos los herejes que aterrizaran se iban a encontrar (si es que llegaban de una pieza, cosa que dudaba en aquel momento) con una pila de escombros carbonizados y con el tercer escuadrón, cuarta compañía, que había permanecido acampado allí durante casi una semana y estaba deseando matar algo para acabar con la monotonía.
—Vuelos de reconocimiento uno, dos y tres se dirigen hacia contacto dos —informó la capitana Shambas—. Veamos qué traman esos cabezas huecas. —Eso tenía sentido: los tres escuadrones Sentinel estaban diseñados para esa misma tarea, y llegarían a la lanzadera que acababa de aterrizar al sur mucho más deprisa que el resto de nuestras unidades.
—Buena suerte, capitán —dijo Kasteen, haciéndolo oficial, a pesar de que sería difícil disuadir a los pilotos de los Sentinels, ahora que se habían hecho a la idea de que tenían un entorno rico en objetivos sólo para ellos. Cualquier otra respuesta supondría más problemas de los que merecía. Pedirles que lo suspendieran habría sido difícil y una pérdida de tiempo, además de ocasionar un número indeterminado de fallos en el transmisor de voz, así que, al fin y al cabo, lo mejor sería dejar que siguieran adelante (cosa que hicieron, acabando alegremente con el grupo entero sin necesidad de pedir refuerzos).
Eso nos dejaba con una lanzadera menos, y con un estremecimiento de terror me di cuenta de que el fuerte y monótono ruido de motores que hasta ahora había permanecido en segundo plano se oía cada vez más alto, cosa que resultaba alarmante.
—¡Se acercan! —exclamé, justo cuando la operadora de auspex empezaba a hablar de nuevo.
—Contacto cinco aproximándose rápidamente —informó—. Zona de aterrizaje estimada en un área de medio kilómetro.
—¡Está jodidamente más cerca que eso! —grité mientras el aire congelado que nos rodeaba se iluminaba con rayos láser, ya que los soldados disparaban con sus armas de mano, desafiantes, a la nave en descenso. Los pesados bólter que llevaban los Chimera de la compañía hubieran supuesto una gran diferencia, por supuesto, pero aún estaban a bordo de la nave de desembarco, y puestos a pedir podría haber deseado una batería completa de Hidra—. ¡Preparados para la batalla!
—¡Cuidado, comisario! —Jurgen me cogió por el brazo, insistiendo en que me agachara mientras la lanzadera destartalada pasaba sobre nosotros, tan cerca que podría haberla tocado. El aire que desplazaba se llevó mi gorra, que se perdió dando vueltas en la oscuridad. Un frío gélido se me aposentó en las sienes, clavándome agujas de hielo en la frente y detrás de los ojos. Me lancé instintivamente a buscar mi gorra, cosa que probablemente me salvó la vida, ya que la nieve que me rodeaba comenzó a evaporarse con el ímpetu de los múltiples impactos de rayos láser.
—¡Maldita sea! —gruñí. Eché mano de mi leal pistola láser y cogí la esquiva gorra con la otra mano y me la encasqueté en la cabeza. La migraña disminuyó algo, y lo que parecía nieve medio derretida se me quedó aplastada en el pelo y se deslizó por la nuca. Me volví justo en el momento en que la lanzadera herida aterrizaba sobre la nieve, se deslizaba y finalmente se detenía al final de un largo surco de hielo, derretido por la fricción, que comenzó a congelarse de forma instantánea a su alrededor. Mientras tanto, de la nave comenzaron a salir las figuras que ya habíamos visto vagamente colgando de las puertas traseras de carga disparando frenéticamente, y que habían estado a punto de darme. Dieron volteretas en el aire, impactando sobre el permafrost con fuerza suficiente para romperse huesos y dejar la carne reducida a pulpa. Se lo tienen merecido, pensé. Ninguno de ellos volvió a moverse, simplemente quedaron envueltos en un improvisado sudario de nieve mientras la batalla rugía a su alrededor.
Y era una verdadera batalla. Había suficientes camaradas suyos a bordo, y salieron en tropel de la nave estrellada y cubierta por el vapor, como si fueran insectos que huyen de un grox moribundo, disparando frenéticamente mientras tanto. Los valhallanos les dispararon a su vez, con toda la disciplinada profesionalidad que yo esperaba, abatiéndolos por docenas. Pero los supervivientes siguieron avanzando, dominados por un frenesí similar al de un batallón orko.
—Algo no va bien aquí —dije, mientras disparaba hacia la turba que se nos venía encima, para a continuación agacharme y cubrirme tras un barril cubierto de nieve que contenía algún tipo de lubricante maloliente utilizado por los engineseers en un Chimera a medio montar. Los cultistas a los que nos habíamos enfrentado con anterioridad eran fanáticos, por supuesto, pero habían actuado con un mínimo de sentido táctico.
—No me diga. —La cabo Magot pasó corriendo por mi lado, sonriendo alegremente al frente de su equipo, mientras lanzaba granadas de fragmentación al enemigo—. Parece demasiado fácil. —Uno de los soldados que iba con ella cayó abatido de repente y la sangre brotó de su pecho, congelándose casi al instante y formando una especie de costra brillante.
—¡Sanitario! —llamé por el intercomunicador mientras ponía al hombre a cubierto. Era una buena excusa para mantener lacabeza agachada, y siempre era bueno mostrar algo de preocupación por los soldados rasos. Magot me dedicó una sonrisa de agradecimiento, pero tan fría como el viento cortante.
—Gracias, jefe. —Entonces alzó la voz—: ¡¿Vamos a dejar que se vayan de rositas después de esto?!
—¡Diablos, no! —coreó el resto del equipo.
—¡Entonces hagámoslos pedazos, por Smitti! —Con un rugido que casi parecía el de una turba de orkos, salieron a la carga por la nieve, buscando algo que matar. Casi sentí pena por el enemigo.
Me ocupé del soldado herido hasta que llegó el médico, y a continuación eché la vista atrás por encima de nuestra barricada improvisada. Se había organizado un alboroto tremendo en los barracones, y había pequeños grupos de traidores vestidos con ligeros trajes de faena rojos y chalecos antibalas negros[74], luchando contra los escuadrones y los equipos de tiro de manera prácticamente aleatoria. Luchaban con la furia de los que estaban poseídos, o realmente locos, sin prestar atención a su seguridad o a cualquier cosa parecida a una táctica, al parecer decididos a emprender un combate cuerpo a cuerpo lo antes posible.
—Si nos lo pusieran más fácil, serían de nuestro bando —dijo Jurgen, apretando el gatillo de su melta por tercera o cuarta vez y abatiendo lo que parecía ser la mayor parte de un pelotón. La nieve que los rodeaba estaba llena de trozos de carne humeante de sus predecesores, que no habían tenido mejor suerte.
—¡Sangre para el Dios de la Sangre! —me gritó desde la oscuridad de la noche un soldado de uniforme rojo que sostenía su vieja arma de fuego automática contra el pecho, como si fuera una lanza, al parecer dispuesto a usar la bayoneta dentada que llevaba adosada al cañón. En ese momento supuse que se había quedado sin munición, pero por lo que sé, simplemente estaba dominado por la sed de sangre.
—¡Que los Harriers ganen la copa[75]! —respondí, descerrajándole un tiro en la cara. Su cabeza se deshizo con el impacto del rayo láser y su cuerpo cayó pesadamente sobre la nieve, a mis pies. Miré a mi alrededor, con la impresión de que las cosas se nos estaban yendo un poco de las manos.
—Capitán Detoi, informe. —Kasteen parecía estar tranquila, así que al menos ninguno de los fanáticos había llegado hasta el búnker de mando todavía—. ¿Qué está ocurriendo ahí fuera?
—El capitán ha sido abatido —informó Sulla—. Yo he tomado el mando.
«Perfecto —pensé—, como si no tuviéramos suficientes problemas». Pero ella era el oficial superior, e interferir ahora sería terriblemente contraproducente, así que simplemente intervine con algunas obviedades alentadoras.
—Los estamos conteniendo —continuó la teniente—, pero son persistentes, los cabritos.
—Bueno, no tendremos que contenerlos mucho más —señalé mientras sacaba mi espada sierra justo a tiempo para partir en dos a un soldado enemigo que trataba insistentemente de interrumpirme con una espada oxidada. Sus movimientos eran lentos y torpes, la carne de su rostro y manos estaba azul—. El frío acabará con ellos muy pronto.
Después de eso me callé y dejé que continuara Sulla, sencillamente prestando atención al canal de voz para asegurarme de que no hacía ninguna estupidez, aunque, para ser justos, hizo un buen trabajo coordinando las diferentes secciones y tuvo el acierto de poner a Lustig al mando de la suya. Para entonces el soldado Smitti ya había sido trasladado a la estación médica, así que no veía ninguna otra razón que me impidiera volver al centro de mando y dejar que las cosas siguieran su curso sin mí.
Le di un golpecito en el hombro a Jurgen.
—Volvamos dentro —le dije—. Aquí todo ha acabado, sólo queda limpiar.
Debería haberlo supuesto, claro. A veces pienso que el Emperador me está escuchando sólo para prepararme una pequeña sorpresa cada vez que digo algo así.
—¡Segundo escuadrón, repítalo! —gritaba una voz en mi intercomunicador, la cual reconocí como la del teniente Faril, el oficial al mando de la quinta sección. Era uno más entre la docena de intercambios rutinarios a los que apenas había prestado atención durante el combate, pero en la voz del capitán había un matiz de inquietud que parecía nuevo—. Segundo escuadrón, informen de la situación.
—¡Es imparable! —contestó otra voz—. Se dirige hacia el perímetro… —El informe se cortó en medio de un grito. Giré la cabeza a un lado y a otro, seguro de que había oído cómo se superponía el ruido, tal como sucede cuando la fuente está lo bastante cerca como para oírlo sin necesidad del transmisor de manera casi simultánea, y ciertamente, la actividad de pistolas láser estaba aumentando en la zona.
—Mándenles refuerzos —ordenó Sulla con brusquedad, y Faril envió dos pelotones más.
Bueno, aquello fue suficiente para persuadirme de que debía volver al centro de mando inmediatamente, donde podría averiguar qué diablos estaba ocurriendo, y me apresuré a rodear el Chimera a medio montar con la intención de volver dentro lo más rápido posible. Sin embargo, me encontré rodeado de soldados en plena carrera, ya que, desafortunadamente, mi camino se cruzaba con el de los refuerzos que Faril acababa de enviar.
—¡Comisario! —Uno de los sargentos miró en mi dirección con cara de estar gratamente sorprendido. Los soldados que iban detrás de él parecieron animarse visiblemente, y yo maldije entre dientes. Ahora ya no podía escabullirme y salir de allí sin bajarles la moral, aparte de dañar mi reputación considerablemente. Hice un genial gesto de saludo con la cabeza y rescaté el nombre de aquel hombre de las profundidades de mi memoria.
—Dyzun. —Me encogí de hombros—. Espero que no les importe que meta la nariz, pero parece que algo interesante está ocurriendo.
—Me alegro de verlo, señor —dijo con franqueza, y que el Emperador me fulmine aquí mismo si exagero, pero todos ellos comenzaron a entonar mi nombre como si fuera un grito de guerra.
—¡Cain! ¡Cain! ¡Cain!
Quizá fue aquello lo que hizo que el oponente bajara la guardia momentáneamente, confundiéndolo con el cántico de los seguidores de su dios blasfemo, ya que giró la cabeza lentamente para mirarnos, desviando reticente su atención de los cadáveres del segundo escuadrón que lo rodeaban.
Sólo quedaban unos pocos supervivientes que se revolvían débilmente, tratando de levantar las armas o arrastrarse hasta un lugar seguro.
—¡Por el Emperador! —exclamé con un estremecimiento. El hombre, si se lo podía llamar así, era un gigante que se cernía sobre todos nosotros. Mis meses entre los Recobradores como enlace de la Guardia me habían hecho familiarizarme con la altura sobrehumana de los astartes y con un respeto sano por la fuerza y durabilidad de la armadura que llevaban. Pero éste no era un paladín de la voluntad del Emperador, sino todo lo contrario. Su armadura era roja y negra, como los uniformes de los adoradores del Caos que aún morían a montones a nuestro alrededor, y estaba decorada con malvados diseños realizados en oricalcum bruñido. Llevaba una pistola de rayos colgando del cinto, pero al parecer no le apetecía usarla. Sus manos, que estaban cubiertas por unos enormes guanteletes, sostenían una extraña arma, como un hacha de batalla pero rodeada de dientes metálicos que giraban rápidamente, igual que mi leal espada sierra.
—¿Juráis por el dios de los cadáveres? —Aquella cosa habló con voz gutural y la garganta constreñida por la ira, y tanto resonó que sentí cómo hacía vibrar mis propios huesos—. ¡Vuestros cráneos honrarán el trono del verdadero poder!
—¡Cosa grande y roja, cinco ráfagas de fuego rápido! —ordenó Dyzun, que a pesar de las circunstancias parecía bastante tranquilo, y los soldados salieron de su aturdimiento para cumplir las órdenes. Pero la retorcida parodia de marine era rápido, o al menos tan ágil como uno de los verdaderos héroes de los que era burda copia, y saltó hacia un lado evitando la mayor parte de la andanada. Los pocos rayos láser que lo alcanzaron en la armadura le dejaron marcas, que se unieron a las que ya le habían hecho los desafortunados miembros del segundo escuadrón, y sentí como su risa vengativa resonaba en mis huesos.
Con mi habitual mala suerte, saltó por encima de las cabezas de la mayoría de los soldados para aterrizar casi a mis pies. Una oleada de puro terror me recorrió mientras el gigante de armadura metálica inclinaba la cabeza para mirar hacia donde yo estaba y hacía oscilar su hacha sierra a la velocidad del rayo. Aquél fue su primer error. Si hubiera realizado cualquier otro ataque, quizá me habría matado en el sitio, ya que aún estaba paralizado por el miedo, pero el quejido de los dientes de su arma puso en marcha mis reflejos de duelista y paré el golpe con mi propia espada sierra, que emitía un suave zumbido, sin dudar un solo instante. Eso me hizo despejarme bruscamente, pueden estar seguros, y comencé a luchar por mi vida en serio.
—¿Eso es lo mejor que sabes hacer? —lo provoqué, seguro de que, en su arrogancia, había esperado una presa fácil, y confiando en aguijonearlo para que cometiera algún error. No es que tuviera alguna esperanza de superarlo en un combate prolongado, por supuesto; mis músculos carentes de implantes se cansarían enseguida, incluso sin aquel frío que me drenaba las fuerzas, y su resistencia, ya de por sí sobrehumana, se vería aumentada por la armadura que llevaba puesta. Pero si era capaz de mantener su atención fija en mí el tiempo suficiente para que los soldados lo alcanzaran con un buen disparo, y de algún modo apartarme antes de que eso ocurriera, esperaba poder hacer desaparecer esa sonrisa de su cara…, si es que aún tenía una bajo aquel casco grotesco.
Le lancé un tajo al pecho, arrancando una lluvia de chispas de la maltratada ceramita.
—Pensaba que los acólitos de Khorne eran guerreros, y no un puñado de nenazas.
—¡Te haré comer tus propias entrañas! —rugió el gigante, volviendo a atacarme con su pesada arma. Esta vez la desvié, con lo que impacto en su propia pierna provocando otra lluvia de chispas doradas y los vítores de los soldados que nos rodeaban.
—Como si no hubiera oído eso antes —me burlé, avanzando para meterme por debajo de sus defensas. Rodé por la nieve, tratando de alejarme lo más posible, ya que con el rabillo del ojo lo vi darse la vuelta y levantar de nuevo el hacha.
Jamás llegó a completar el movimiento. La luz actínica del melta de Jurgen atravesó la oscuridad como un puñal, vaporizando la parte central de su pecho, y se desplomó, cayendo lentamente de rodillas. Me esforcé por ponerme de pie rápidamente, ya que no tenía deseos de que todo aquel metal me aplastara hasta morir, y enfundé mis armas.
—Gracias, Jurgen —dije, sacudiéndome la nieve del capote.
—No hay de qué, señor. —Mi ayudante bajó la pesada arma mientras nuestro enemigo vencido se desplomaba sobre el permafrost con un ruido similar al de una fundición de campanas—. ¿Alguna cosa más?
—Ahora que lo menciona —dije, consciente de que los soldados que nos rodeaban tenían la vista fija en nosotros, colocándome la gorra con toda la despreocupación de que fui capaz—, creo que sería un buen momento para esa taza de té.