OCHO

OCHO

Esperar lo mejor, pero prepararse para lo peor.

Manual táctico de la Guardia Imperial

Formábamos un grupo pequeño y lúgubre los que nos reunimos en una sala de conferencias del cuartel general de Zyvan, casi idéntico a aquél en el que nos encontrábamos en nuestra reunión anterior, cuando fuimos tan desconsideradamente interrumpidos. Por fortuna, el hotel que había ocupado tenía varias salas, de modo que la demolición parcial de aquélla por el intento frustrado de los herejes de asesinar al general supremo había sido, en el peor de los casos, un inconveniente menor. Tal como sucedía en la mayoría de los hoteles de gran lujo de toda la galaxia, era casi imposible encontrar alguna diferencia entre las dos habitaciones. Hasta la pequeña mesa auxiliar de refrescos estaba en el mismo lugar que yo recordaba.

Sin embargo, había algunos detalles importantes que habían cambiado, siendo el más notable que ahora estábamos en la planta baja y había toda una batería de Hydra aparcados fuera con órdenes de disparar contra cualquier cosa que atravesara los perímetros, aun cuando sus acreditaciones pareciesen totalmente auténticas. La visión de los cañones antiaéreos me recordó el incidente anterior y pregunté cómo avanzaban las investigaciones.

—Lentamente —admitió Zyvan, sirviéndose un bollo de canela de la mesita de la esquina. Hambriento después del viaje de vuelta de Glacier Peak, que había hecho con satisfactoria velocidad a bordo de un transporte aéreo enviado a recogerme por el propio general supremo, no perdí tiempo y seguí su ejemplo—. Arrestamos al propietario del vehículo, por supuesto, pero sostiene que le fue robado sin su conocimiento.

—Era lógico que dijera eso —respondí—. ¿Es alguien a quien conocemos?

—Ventrious —dijo Zyvan, lo que me dejó totalmente sorprendido. El aristócrata me había parecido un idiota presuntuoso, por supuesto, y demasiado ávido de poder, pero eso era común a toda su ralea, según mi experiencia, y por más que lo intentara no podía imaginarme a aquel bufón de cara colorada al que le había dado un berrinche en la cámara del consejo como un cultista de Slaanesh. Para empezar, habría quedado absolutamente ridículo vestido de rosa.

—¿Y le resulta creíble su historia? —pregunté.

Zyvan asintió.

—Nuestros interrogadores fueron muy minuciosos. De haber sabido algo nos lo habría dicho. —No tenía la menor duda, y así se lo hice saber. Zyvan respondió con una sonrisa desolada—. En circunstancias normales, yo habría estado de acuerdo con usted, pero nos enfrentamos a la posibilidad de manipulaciones de la disformidad, no lo olvide. Tenía que asegurarme de que sus recuerdos fueran reales.

—Ya veo —dije, estremeciéndome a mi pesar. Saludé con una cordial inclinación de cabeza al joven descolorido con un uniforme de fajina perfectamente planchado y despojado de insignias al que Zyvan no se había molestado en presentar. Hekwyn, Vinzand y Kolbe estaban sentados tan lejos como podían de él, y debo decir que no los culpaba. Ya había conocido a otros psíquicos, y pocas veces había acabado bien. Por fortuna había enviado a Jurgen a preparar mi alojamiento en cuanto llegamos, de modo que no había la menor posibilidad de que se revelara abruptamente su secreto de forma accidental; tomé nota mentalmente de mantenerlo lo más lejos posible del estado mayor del general; nunca se sabe cuántos lectores de mentes pueden andar merodeando por ahí.

—Su mente estaba intacta —continuó el joven psíquico—, al menos al empezar. —Debió de leer en mi cara algo de lo que estaba pensando, porque en la sonrisa que me dirigió no había ni rastro de humor—. Fui tan cuidadoso cómo fue posible. Se recuperará, más o menos.

—Sieur Malden es uno de los psíquicos reconocidos más capaces de mi estado mayor —afirmó Zyvan.

Volví a asentir.

—Estoy seguro —asentí. Como ya he dicho, he conocido a varios, aunque no exactamente en sociedad en la mayoría de los casos, y Malden (observé el uso del tratamiento honorífico civil como indica el protocolo[44]) era evidentemente una de las espadas más afiladas del armero. Rakel, la telépata domesticada de Amberley, por ejemplo, estaba tan chiflada como un jokaero, y la mayoría de las veces tenía tanto sentido común como la mayoría de la gente[45].

Ustedes tal vez piensen que alguien con tanto que ocultar como yo habría sentido terror ante la perspectiva de compartir una mesa de conferencias con un telépata, pero una cosa he aprendido de ellos a lo largo de los años: jamás escuchan tus secretos más profundos y más tenebrosos. Al menos no sin hacer un gran esfuerzo.

Rakel me dijo una vez en uno de sus momentos más lúcidos que captar pensamientos sueltos de la gente de su entorno era como tratar de identificar una voz en medio de una atestada sala de baile, e incluso entonces lo único que podía detectar eran los pensamientos superficiales. Profundizar más requiere un esfuerzo y una concentración enormes, casi tan peligrosos para el psíquico como para la persona cuya mente intenta leer, y para alguien tan acostumbrado como yo al arte del disimulo, no había nada que detectar en la superficie.

—He estado en la instalación que usted descubrió —me dijo Malden con voz curiosamente monótona, al menos tanto como su aspecto. La única palabra que podría adecuársele era «indescriptible». Debo de haber estado en la misma habitación con él docenas de veces a lo largo de los años, pero sigo sin poder recordar su estatura y su constitución, así como el color de sus ojos y de su cabello—. La experiencia me resultó… interesante.

Sentí en el aire una especie de carga eléctrica, como antes de una tormenta, y el hololito cobró vida sin que nadie tocara los controles. Vinzand y Kolbe se encogieron, sin duda musitando entre dientes plegarias al Emperador, y no se me escapó la leve sonrisa, genuina esta vez, que Malden casi logró enmascarar. El único que no tuvo ninguna reacción fue Hekwyn, acostumbrado sin duda a sorpresas desagradables como resultado de sus funciones con los arbites.

—Esa no es exactamente la palabra que yo habría escogido —repliqué con displicencia, decidido a no darle la satisfacción de parecer desconcertado en lo más mínimo.

—¿De veras? —La mirada del joven psíquico se volvió hacia mí—. ¿Y qué palabra habría usado?

—Aterrador —admití—. Me recordó… —Eché una mirada al trío que ocupaba el extremo de la mesa y Zyvan asintió.

—En las presentes circunstancias, puede considerar que todos los aquí reunidos están autorizados a recibir cualquier información que desee proporcionar —dijo—. Incluso la que se refiera a la naturaleza del Caos. —Asentí sobriamente, consciente de la expresión en la cara de los tres hombres; una peculiar mezcla de curiosidad y aprensión. Todos eran conscientes de que iban a oír cosas a las que pocos ciudadanos del Imperio habían tenido acceso, y no estaban seguros de querer enterarse.

—Hace años —empecé—, me topé con un aquelarre de cultistas de Slaanesh que se proponían crear un huésped demoníaco. —Kolbe estuvo a punto de atragantarse con su recafeinado y Vinzand se puso pálido, incluso más pálido de lo que suelen ser los adumbrianos. Hekwyn enarcó una ceja un milímetro o dos y empezó a mostrar un atisbo de interés—. Pues en esa cúpula habitacional había algo que me recordó aquella ocasión.

—¿Qué pasó con el huésped demoníaco? —preguntó Hekwyn.

Me encogí de hombros.

—Supongo que fue destruido. Ordené un ataque de artillería y arrasaron el lugar. —A punto estuvieron de matarme a mí en el proceso, podría haber añadido.

Malden hizo un pronunciado gesto afirmativo.

—Eso podría funcionar —dijo con una displicencia que sólo sirvió para acentuar mi malestar.

—Perdón —intervino Vinzand, tosiendo y con tono vacilante—. ¿Cuándo se refiere a crear un huésped demoníaco, quiere decir…? —Hizo un gesto vago con la mano—. Lo siento, pero esto es bastante nuevo para mí.

—Estaban invocando un demonio de la disformidad y encerrándolo como huésped en un cuerpo —expliqué, tratando de no recordar que el cuerpo en cuestión era el de uno de los soldados de la Guardia que me acompañaban. Todavía parecía atónito, de modo que tras echar una mirada de soslayo a Zyvan para obtener una señal casi imperceptible de aprobación, amplié un poco la explicación—: Los demonios son criaturas de la disformidad y a ella deben su poder, pero peligrosos como son, no pueden existir en el universo material durante mucho tiempo sin ser atraídos de regreso al lugar del que provienen. —Lo cual era una gran cosa si nos ateníamos a los que yo me había encontrado antes—. Atraparlos en un cuerpo mortal les permite quedarse, aunque con sus poderes disminuidos, y por lo general suelen estar bajo el control de quien los haya invocado.

—Hasta cierto punto —reconoció Malden, y yo me confié con alivio a sus mayores conocimientos—. Cualquier control sobre él es leve en el mejor de los casos. Hay que estar loco para intentarlo —se encogió de hombros—, pero el comisario tiene razón en lo fundamental. Un demonio sólo tiene otra forma de interactuar con el materium durante un período prolongado: encontrar un mundo o una región del espacio donde haya intersección de dos reinos. Por fortuna, esos lugares escasean.

—El Ojo del Terror —dije, haciendo la señal del aquila al mismo tiempo.

Malden volvió a asentir.

—La gran mayoría está allí —afirmó—, y las escasas excepciones están prohibidas por la Inquisición[46].

—Que está mucho más preparada que nosotros para ocuparse de esas cosas —intervino Zyvan, volviendo al asunto que nos había reunido. Yo, que conocía un poco más que él sobre la Inquisición y sus métodos, tenía mis dudas al respecto, pero si lo decía en voz alta, podía resultar perjudicial para mi salud, de modo que no dije nada y esperé a que Malden volviera al hololito. Sólo una vez se mantuvo estable la imagen y el cristal quedó despejado, y entonces me encontré ante una perfecta réplica en miniatura de la espantosa cámara que había descubierto detrás de la pared.

—¿Qué son esos símbolos? —preguntó Kolbe, tratando de no fijar demasiado la vista en ellos. No pude culparlo, pues era lo mismo que estaba haciendo yo, aunque sus representaciones hololíticas eran mucho menos desconcertantes que los símbolos reales.

—Algunos de ellos son custodias —explicó Malden—. Si quiere que le dé mi opinión, yo diría que hubo algo confinado allí. Algo tocado por la disformidad. —Esta vez observé que no era la mía la única mano que se movía por reflejo para invocar la protección del Emperador.

—¿Y los demás? —pregunté.

Por primera vez el joven psíquico pareció inseguro.

—Jamás había visto nada como eso —admitió a regañadientes—. Me inclino por que sean una forma de canalizar la energía de la disformidad, tal vez para invocar algo. —Acompañó sus palabras con un encogimiento de hombros—. Las corrientes de disformidad en torno a este lugar son bastante extrañas en el mejor de los casos. Para ser sincero, más les valdría preguntar a un navegador o a un astrópata. Esto pertenece más a su departamento que al mío.

—A lo mejor estaban tratando de afectar al flujo de las corrientes —sugirió Kolbe—. Para que pudiera llegar antes su flota de invasión o para retrasar a nuestros refuerzos.

—Eso no es descabellado —reconoció Zyvan. Por su forma de asentir lentamente con la cabeza entendía que no le gustaba nada esa idea—. Hablaré de ello con el máximo representante de la Navis Nobilitae. —De más está decir que el navegador de su nave insignia no iba a rebajarse a hablar directamente con tipos como nosotros, y debo reconocer que me alegraba mucho de ello. Por decir poco, eran unos pequeños bastardos horripilantes y más esnobs que un gobernador planetario con un árbol genealógico que se remonte a antes de Horus. Y para colmo de males, te pueden matar de una mirada, literalmente.

—¿Y los cuerpos? —preguntó Vinzand, haciendo un esfuerzo evidente para mirarlos.

—¿Comida? —sugerí—. ¿Para quien estaba encerrado allí, fuera quien fuese?

Malden me dedicó una sonrisa que tenía cierto grado de calidez.

—Tal vez —admitió—. O algo para pasar el tiempo, pero me inclino más por un sacrificio. Los herejes son muy amigos de los sacrificios, especialmente a la hora de invocar cosas.

—Puede que uno de los prisioneros que tomamos nos lo pueda decir —sugerí.

Habíamos conseguido reunir media docena de especímenes relativamente intactos, lo cual no estaba nada mal, y los expertos del Arbites que Hekwyn había aportado estaban recorriendo toda la cúpula en busca del Emperador sabe qué, de modo que por fin parecía que estábamos a punto de llegar a algo.

—Tal vez —aceptó Zyvan.

—Pensé que sus interrogadores les habrían sacado ya todo lo que sabían —dije, enarcando una ceja.

—Se mostraban extraordinariamente reacios. A algunos de ellos incluso parecía que los divertía todo esto.

—Mientras tanto —intervino Hekwyn, con un notorio suspiro de alivio cuando se apagó el hololito—, por lo menos hemos podido empezar a rodear a la red de contrabandistas desde el extremo de Glaciar Peak. —Me dedicó una sonrisa y una inclinación de cabeza—. A pesar de mi escepticismo, parece ser que la evaluación que hizo el comisario Cain de la situación no estaba muy equivocada. Él supuso que las armas llegaban a la ciudad desde Skitterfall, y era al revés.

—Celebro oír que su confianza en la seguridad del puerto estelar estaba justificada —respondí amablemente.

—Hasta cierto punto. —El arbitrator frunció el entrecejo—. La lanzadera que ustedes ahuyentaron había venido de algún lugar. Yo supongo que de una de las naves de carga que se mantienen en órbita.

—Ya estamos peinando los registros de control de tráfico —intervino Vinzand—, pero con miles de vuelos lanzadera al día no va a resultar fácil dar con ella. Y mucho menos identificar sus aterrizajes anteriores.

—Siempre y cuando sea uno de ésos —opinó Kolbe con gesto sombrío—. Puede ser que viniera de uno de los invasores y que esté al acecho en el sistema exterior.

—No. —Zyvan negó con la cabeza con decisión—. De haber una nave del Caos por aquí, ya la habríamos detectado al abandonar la disformidad. Además, nuestras patrullas habrían interceptado cualquier cosa que apareciese en el espacio real una vez llegados aquí y que no estuviese en una de las rutas de navegación. —Recordé el bailoteo de miríadas de luces que había visto desde la ventanilla de observación de la Benevolencia del Emperador y no le envidié el trabajo a quienquiera que tuviera que identificar a nuestro contrabandista entre ellas.

—¿Tenemos alguna idea sobre cuándo debemos esperar a los invasores? —pregunté.

El general supremo volvió a negar con la cabeza.

—Entre tres y doce días es la estimación más aproximada que me pueden dar los navegadores. Suponiendo que el general Kolbe no tenga razón sobre eso de que sus aliados del lado frío hayan encontrado una forma de acelerar las corrientes de disformidad, por supuesto.

—Entonces, será mejor que supongamos que llegarán en cualquier momento —sugirió Kolbe. La perspectiva parecía hacerlo sorprendentemente feliz, aunque llegué a la conclusión de que toda esta conversación sobre demonios y manipulaciones de la disformidad lo habían aterrorizado hasta tal punto que se aferraba a la oportunidad de devolver la conversación a temas que entendía, y eso le producía una alegría manifiesta—. Voy a poner a todas nuestras unidades de la FDP en alerta total en cuanto vuelva a mi cuartel general.

—Una sabia precaución —admitió Zyvan, activando el hololito a la manera tradicional, es decir pulsando las runas en el atril y dándole un golpe con el puño hasta que cobró vida.

Esta vez la imagen era tan confusa como de costumbre, lo cual me resultó vagamente tranquilizador, ya que la claridad casi sobrenatural de las imágenes que nos había mostrado Malden me habían devuelto a la sensación inquietante que había sentido en la cúpula habitacional.

Apareció una imagen tridimensional del planeta con cientos de puntos verdes que indicaban la presencia de las fuerzas de la FDP dispuestas para su defensa. La mayor parte estaba en el cinturón de sombra, por supuesto, sobre todo en torno a los principales centros de población y lugares de importancia estratégica, aunque unos cuantos estaban distribuidos por el lado caliente y el lado frío, donde pequeñas ciudades e instalaciones de otro tipo constituían puntos convenientes para disponer una guarnición en aquellos parajes inhóspitos.

Después de estudiar un momento el lado frío pude ubicar Glacier Peak y la tranquilizadora runa color ámbar que marcaba la presencia de mi propio regimiento, aunque el puñado de iconos similares que señalaban al resto de las fuerzas expedicionarias se perdía totalmente en medio de la profusión de puntos de las FDP. Los tanques valhallanos eran fáciles de detectar, por supuesto, ya que estaban distribuidos en Skitterfall, y los tallarnianos destacaban de forma razonablemente clara en la escasez de guarniciones del lado caliente, pero tuve que buscar bastante hasta encontrar alguno de los regimientos kastaforeanos. Aquello me dio qué pensar.

—¿Cuánto falta para que lleguen los refuerzos? —pregunté.

—Entre cinco y dieciocho días a juzgar por el último mensaje que recibí. —Zyvan vaciló un momento antes de continuar—. Y eso fue hace tres días.

—¿Tres días? —preguntó Vinzand. Por suerte, el trémolo de aprensión de su voz atrajo la atención de todos y me ahorró la molestia de tener que controlar la mía. Sentía en las palmas de las manos ese cosquilleo que nunca augura nada bueno—. Yo pensaba que usted recibía actualizaciones sobre su despliegue cada veinticuatro horas.

—Y así suele ser —admitió Zyvan, con la expresión de un hombre que mastica una raíz amarga—, pero nuestros astrópatas no han sido capaces de establecer contacto con el resto de la flota.

—Según dicen hay algún tipo de perturbación en la disformidad —intervino Malden para ayudarlo, pero eso no contribuyó en absoluto a calmar mis temores, pueden estar seguros. Era evidente que los cultistas habían conseguido lo que pretendían hacer en Glacier Peak, fuera lo que fuese además de acumular una cantidad que sólo el Emperador sabía de armas y municiones letales, lo cual ya era bastante malo. No tenía la menor idea de lo que era, pero conocía lo suficiente del Gran Enemigo para saber que no podía ser nada bueno, y esperaba no ser yo el que lo descubriera por las malas. (Una esperanza que iba a verse frustrada tal como salieron las cosas).

—De modo que estamos librados a nuestra suerte hasta nueva orden —fue la conclusión a la que llegó Zyvan.

Kolbe se cuadró.

—Mis hombres no lo van a decepcionar, general supremo. Puede que no tengan la experiencia de la Guardia, pero lucharán por sus hogares, y eso representa mucho.

—No lo pongo en duda —admitió Zyvan, aunque probablemente yo era el único que lo conocía lo suficiente como para saber que no estaba del todo convencido.

—Lo que me preocupa es ver lo dispersos que estamos —dije sin pensar, dándome cuenta después de lo que había dicho y siguiendo adelante con tanta fluidez como si no hubiera tenido intención de hacer una pausa—. Si queremos respaldar con eficacia a las tropas del general Kolbe, tendremos que desplegarnos en cuanto sepamos en qué lugar es mayor la presión que soportan. Para cuando las naves de desembarco estén aquí, apenas habrán llegado a tiempo para participar en el desfile de la victoria. —O, lo más probable, para enterrar los cadáveres, pero decir eso no habría sido diplomático. Además, no era necesario, Zyvan estaba perfectamente al tanto de lo que había querido decir.

—He estado pensando en eso —replicó. La imagen del planeta en el hololito se minimizó para dar paso a un par de iconos en órbita por encima de la capital. Su nave insignia era la Benevolencia del Emperador, supuse. Resultó que estaba en lo cierto, ya que el siguiente paso fue señalar el transporte de tropas—. Mantener las naves de desembarco en reserva como tenía pensado no nos va a servir de nada, tal como acaba de indicar el comisario. Estarán allí en órbita, sin hacer nada, como un ave acuática, cuando llegue la flota enemiga.

—¿Y cuál es la otra alternativa? —preguntó Vinzand, que tal vez acababa de darse cuenta de que todas esas naves espaciales civiles que teníamos sobre nuestras cabezas permitirían a los invasores hacer, de paso, prácticas de tiro.

Zyvan suspiró.

—Cinco naves de desembarco, cinco regimientos. Voy a asignar una a cada uno de ellos. Al menos así una compañía estará lista para desplegarse en un momento. Con un poco de suerte, podrá transportar refuerzos de la Guardia donde sean necesarios y volver al área de estacionamiento en busca de otra carga. —Me miró y, creyendo leer en mi cara mi reacción, se encogió de hombros—. Lo sé, Ciaphas. Es una opción complicada, pero es lo mejor que podemos hacer.

—Supongo que sí —asentí, tratando de parecer serio. Eso dejaría a la compañía afortunada ahí fuera, en una especie de limbo, por supuesto, pero una formación de esas proporciones debería estar en condiciones de cuidar de sí misma hasta que llegaran la segunda o la tercera. Y lo más importante, todo lo que yo tenía que hacer era buscar una excusa para mantenerme cerca de la nave de desembarco y así poder largarme del planeta si las cosas se ponían feas, lo cual parecía muy probable en ese momento. En general, parecía que las cosas empezaban a asumir un aire más halagüeño por lo que a mí concernía.

Por supuesto, debería habérmelo pensado mejor.