SIETE

SIETE

No hay nada más peligroso en el campo de batalla que un oficial bisoño provisto de una brújula y un mapa.

GENERAL SULLA

Teniendo en cuenta el interés personal del general supremo por nuestra pequeña operación de reconocimiento y el número de lugares potenciales que comprobar, me resultó más fácil de lo que había esperado persuadir a Kasteen y a Broklaw de que asignaran una sección completa para llevarlo a cabo, y eso acompañado de toda una escuadra de Sentinel. Después de todo, ahora teníamos una misión definida que realizar. Ya no daba la impresión de que perdíamos el tiempo un día tras otro, yendo de aquí para allá en busca de nada en particular.

Después de algunas consideraciones (o al menos de simular que las hacía) elegí a la sección de Sulla para la misión. Después de todo había sido ella la que nos había metido en este fregado, y quien ensucia, limpia. Claro que ella no lo percibió así, y no hacía más que parlotear sobre lo ansiosa que estaba de hacer picadillo a los herejes. Realmente llegué a tener ganas de estrangularla. Convencido de que no era prudente dejarme llevar por el impulso, decidí arriesgarme a asomar la cabeza fuera del Chimera. Hacía un frío horrible, pero en aquel momento pensé que era decididamente preferible una pulmonía a seguir oyendo su conversación.

Fue mi primer contacto visual auténtico con el lado frío, y a pesar de la sensación de que me cortaban la cara con cuchillas de afeitar en cuanto mi cabeza superó el borde de la escotilla superior, lo encontré extrañamente cautivador. Hasta ese momento todo lo había visto desde el interior de ventanas bien iluminadas que la apabullante negrura convertía en espejos, o desde los recintos de Glacier Peak. Allí, por supuesto, las calles estaban siempre bordeadas de iluminadores complementados por la luz que salía de todos los edificios, y eso no hacía más que intensificar la oscuridad circundante, hasta dar la impresión de que la ciudad toda estaba envuelta en un terciopelo sofocante.

Allí fuera, en cambio, lo único que se interponía eran los faros de nuestros vehículos, y me encontré contemplando un cielo nocturno sembrado de tal profusión de estrellas como jamás había visto desde la superficie de un mundo civilizado. Además, también relucían con un brillo frío, duro, que rebotaba en la nieve que nos rodeaba, comunicando a nuestros alrededores un leve resplandor azulado[36]. Tan uniforme era esta iluminación que no proyectaba sombras salvo en las grietas más profundas, que rezumaban una siniestra fascinación; después de todo, desde su interior podía acechar cualquier cosa. Al pensar en esto vi un destello de luz estelar reflejándose en la carrocería metálica de uno de los Sentinel que marchaba a nuestro paso e iluminaba con sus faros todas las grietas por las que pasábamos, y saber que era poco probable que resultáramos emboscados por merodeadores ocultos, me tranquilizó en la medida en que era posible en esas circunstancias. Y aunque lo fuéramos, supongo que no habríamos tenido mucho de qué preocuparnos; la potencia de fuego de los tres Walker y de los Chimera del segundo escuadrón, a unos veinte metros por detrás de nosotros, al menos serían más que suficientes para nivelar la cosa.

Tras ciertas consideraciones, Kasteen había decidido dividir en tres nuestras fuerzas de reconocimiento para minimizar el tiempo necesario para pasar revista a todos los lugares que habíamos identificado. A mí me había parecido bastante bien: dos escuadrones completos y sus Chimera, con una brigada de Sentinel como apoyo, debían ser más que suficiente para ocuparse del puñado de herejes con los que supuestamente podíamos toparnos ahí fuera.

Y si nos equivocábamos, sin duda bastarían para retirarnos sin problemas y mantener a los traidores entretenidos el tiempo necesario hasta que llegaran refuerzos.

A pesar de las desventajas obvias, había decidido incorporarme al pelotón de mando de Sulla mientras durara la misión. Tenía un motivo: sus integrantes sólo eran cinco, lo que significaba que a pesar de todo el equipo extra de comunicación y de sensores que llenaba el compartimento de pasajeros, todavía había más lugar para Jurgen y para mí del que habría si nos acompañara una docena de soldados; y otro más: pensaba que sería posible reunir información útil si estaba presente para reprimir su impulso encomiable, por supuesto, de cargarse a todo lo que se le ponía por delante y no llevara el uniforme imperial. Supongo que podríamos habernos unido a la marcha con el Salamander, lo que me habría gustado más, pero nos habría dejado expuestos a la congelación. Una mirada al vehículo descapotable me bastó para convencerme de que la compañía de Sulla era el menor de los males.

—Gallo uno a mamá gallina —irrumpió una voz en mi intercomunicador. Un instante me bastó para reconocer al sargento Karta, cuya reciente promoción a líder del primer pelotón había allanado el camino para la promoción problemática (y tal vez temporal, conociendo su hoja de servicio) de Magot—. El objetivo dos es una pifia. Vamos a por el tercero.

—Recibido, gallo uno. —Sulla parecía vagamente ofendida, como si en cierto modo los herejes estuvieran engañándonos por no salir a jugar de acuerdo con nuestro plan. Sin embargo, eso no me sorprendió; aquí fuera las condiciones eran infernales, el paisaje inestable, y el primer lugar de nuestra lista resultó ser ni más ni menos que un bloque de hielo de proporciones realmente épicas. Nuestro tercer grupo, los pelotones cuatro y cinco, no habían tenido más suerte que los demás, y era obvio que a la joven teniente le costaba tascar el freno. (Una analogía que se me ocurrió espontáneamente, dado que su cara estrecha tenía un parecido indiscutible con la de un caballo irritable en el mejor de los casos). Tengo que decir, no obstante, que de haberme dado cuenta de lo pronto que se vería satisfecha su ansia de acción, me lo habría pensado muy bien antes de hacer la siguiente observación.

—Que no decaiga la atención —dije, no porque pudiera aportar algo útil, sino, más que nada, para recordarles a todos que estaba allí—. Cada lugar que eliminamos nos acerca más a nuestro objetivo. —Mientras hablaba entrecerré los ojos para protegerme de la ventisca, seguro de que había entrevisto un destello de luz amarilla, ahí fuera, donde no tenía por qué haberla. Por supuesto, podía no ser nada, pero nadie llega a su segundo siglo ni a un honorable retiro pasando por alto el menor presentimiento de peligro.

Cambié de frecuencia y pasé a la red táctica local, poniéndome así en contacto con Sulla, el sargento Lustig y los demás Chimera, así como con los tres pilotos de Sentinel.

—Fuera luces —ordené.

—¿Comisario? —La voz de Sulla reflejaba curiosidad, pero se apagaron de inmediato los faros de nuestro propio vehículo, lo mismo que los del transporte del segundo pelotón y los del único Sentinel que podía ver. Escudriñé aquella blancura oscurecida y al principio no vi nada. Casi me había convencido de que eran imaginaciones mías cuando volví a ver el resplandor.

—Hay algo ahí fuera —dije, ocultándome tras el blindaje y recuperando el bendito calor del compartimento de pasajeros. (Es cierto que la temperatura la habían seleccionado los valhallanos, de modo que era bastante fresca según estándares objetivos, pero después de un momento en el exterior parecía positivamente caliente)—. Más o menos a las dos en punto, moviéndose lentamente.

—Lo tengo —confirmó tras un momento el operador del auspex—. Grande, metálico. Dirigiéndose a la ciudad. A unos cuarenta klom por hora[37].

—Capitán, ¿quiere hacer los honores? —sugerí por el intercomunicador.

—Será un placer. —El capitán Shambas, comandante de nuestro cuerpo de Sentinel, ordenó a su pelotón que atacara con el entusiasmo que me había acostumbrado a esperar de él—. Ya lo habéis oído. El último en cargarse a un hereje paga las cervezas. Y tratad de dejar con vida a un par de ellos para que el comisario pueda interrogarlos.

—Sí, señor —respondieron los que estaban a su lado, y observé tensamente la pantalla del auspex mientras los tres puntos de los veloces Sentinel se distanciaban de nosotros para interceptar el contacto.

—¿Té, señor? —Jurgen surgió a mi lado, sirviendo una taza de tanna humeante del termo que había sacado de uno de esos bolsillos de los que habitualmente estaba repleto su uniforme. Cogí la taza y, agradecido, di unos sorbos al líquido reconfortante.

—Gracias, Jurgen —dije. El operador del auspex se apartó de él con una mueca, tapándome momentáneamente la pantalla, de modo que más que ver oí el comienzo del combate.

—Es un tractor —informó Shambas. La noticia no me sorprendió—. Parece un transporte de escoria. Jek, a las orugas. —El crepitar característico del aire al ionizarse me hizo saber que había disparado sus propios multiláseres un instante antes que el cañón láser de su subordinado.

—Allá voy —respondió Jek. Un momento después añadió pavoneándose—: Orugas destrozadas.

—Están abriendo las escotillas —informó una voz femenina antes de que se oyera un ruido no identificable. La voz volvió un instante después—: Lo siento, comisario. Tenían un lanzacohetes.

—Era inevitable, Paola —dije, contento de que la momentánea vacilación antes de recordar su nombre hubiera sido tan corta. Claro que sólo había nueve pilotos de Sentinel en todo el regimiento y, como era natural, sus nombres solían aparecer sobre mi escritorio más a menudo que los del resto de los soldados[38].

El tercer Sentinel del escuadrón llevaba un pesado lanzallamas, de modo que no tenía sentido preguntar si había habido supervivientes; la llamarada de promethium ardiente habría llenado la cabina, incinerando a todos los que iban dentro.

—Mejor ellos que uno de los nuestros.

—Eso es exactamente lo que yo pienso —dijo Shambas mientras los puntos brillantes de los Sentinel se movían por la pantalla del auspex para reunirse otra vez con nosotros. Un momento después, la señal estacionaria desapareció y un golpe sordo se propagó por el casco y llegó a nuestros oídos.

—Ups —dijo Paola, con el tono llano de alguien que dice algo sin pensar.

Me encogí de hombros.

—Bueno, creo que eso responde a la pregunta sobre si tenían más armas en el escondite —dije.

—Y sobre dónde está. —Sulla había estado atareada en la mesa de mapas que teníamos detrás y me hizo mirar a la imagen hololítica desplegada allí.

Se me cayó el alma a los pies. Nuestra posición estaba en una línea que conectaba casi directamente Glacier Peak y el siguiente objetivo de nuestra lista. No cabía la menor duda de que nos dirigíamos en derechura al puesto de avanzada de los herejes.

—Creo que tiene razón —dije, haciendo todo lo posible por parecer despreocupado. Reduje la escala del holomapa hasta el punto en el cual aparecían los otros dos grupos, a demasiada distancia como para tener alguna esperanza de que se nos unieran antes de llegar al objetivo. Sulla observaba con aire curioso.

—¿Quiere que llame a los demás para que se unan a nosotros? —preguntó. Asentí como si hubiera estado pensando en ello, cosa que no había hecho, por supuesto. Sabíamos con seguridad que había herejes en la dirección en que nos movíamos, de modo que esperar una hora aproximadamente para atacarlos con toda una sección en lugar de hacerlo con dos pelotones, uno de ellos a media potencia[39], era lo único sensato tal como yo lo entendía. Un poco embarazoso si el puesto de avanzada resultaba estar desierto, por supuesto, pero pensé que eso era algo a lo que podría sobreponerme.

—Eso podría ser prudente —asentí, como si el hecho de que ella lo planteara hubiera contribuido a decidirme—. Normalmente optaría por seguir adelante y ver lo que hay allí, tal como habíamos planeado, pero ahora que sabemos que hay una especie de baluarte de los herejes ahí delante, me gustaría asegurarme de tenerlos totalmente rodeados antes de irrumpir. No tiene sentido dejar que alguno de ellos se nos escabulla si podemos evitarlo.

—Por supuesto —dijo Sulla, desplazándose hacia la unidad de voz como si acabara de insistir en que terminara sus tareas antes de salir. No obstante, dio las órdenes con tanta contundencia y eficacia como cualquier oficial, y sentí un gran alivio al ver que ambos iconos respondían cambiando el rumbo para reunirse con nosotros. El grupo tres (las secciones cuarta y quinta junto con el escuadrón tres de Sentinel) era el más próximo y además tenía la ventaja de un terreno más despejado. Si había suerte, podían estar con nosotros en aproximadamente media hora. El grupo uno tenía que atravesar un terreno escarpado, con lo cual podía llegar a llevarle el doble.

Sin embargo, mientras escuchaba el breve intercambio de mensajes me asaltó otra idea. ¿Seguro que no habrían tenido tiempo para hacer salir otro tractor cargado y tenerlo a mitad de camino de la ciudad en poco más de un día? Era probable que el cargamento que habíamos interceptado fuera a reemplazar el que Sulla había destruido, lo que significaba que los herejes del puesto de avanzada se habían enterado de algún modo de que no había conseguido llegar a destino y habían despachado otro para reemplazarlo. Y eso significaba…

—Repase todas las frecuencias —le ordené al operador de voz, volviéndome hacia él de forma tan abrupta que se sobresaltó visiblemente. Se apresuró a cumplir la orden mientras Sulla me observaba con curiosidad.

Después de un momento, el hombre empezó a asentir con la cabeza.

—Estoy captando cierto tráfico —dijo—. Es difícil fijarlo, pero es local. Están tratando de contactar con un tal Andros.

—Los herejes —dije— deben de estar tratando de localizar el tractor. —Eso significaba que no habían recibido una llamada de advertencia antes de que Paola los convirtiera en una brasa, pero como estaban demasiado ocupados en estar muertos como para contestar, sus amigos no tardarían mucho tiempo en darse cuenta de que algo había ido rematadamente mal. Sulla me miró con cara de ansiosa expectación y yo asentí lentamente—. Se nos ha agotado el tiempo.

—En marcha —ordenó, y el Chimera se sacudió violentamente cuando el conductor apretó el acelerador a tope. Me sujeté a la mesa de mapas y amplié otra vez la escala hasta el punto en que nosotros, los demás Chimera y el trío de Sentinel aparecían como runas separadas. Sulla empezó a subir a la cúpula, pero vaciló—. Comisario, ¿querría usted…?

—Las damas primero —dije—. Además, en modo alguno quisiera inhibir su capacidad de mando. —Por no mencionar eso de asomar la cabeza fuera de una sólida estructura blindada cuando íbamos a enfrentarnos a quién sabe cuántos herejes fuertemente armados.

—Gracias. —Me lanzó una sonrisa y subió a la torreta mientras yo me dedicaba a examinar otra vez la pantalla táctica. La infantería se diseminaba otra vez, dividiéndose para rodear por los flancos la posición de los herejes y transmitir todos los datos que pudiera a nuestro transporte de mando. Empezaron a formarse unas imágenes granulosas en tres pantallas visuales por encima de nuestras cabezas. La nieve y la estática se confabulaban para que fueran casi incomprensibles.

—Detecto algunas fuentes de calor —informó Shambas después de un momento—. Podrían ser humanos. —«O algo parecido», me sorprendí pensando. No de todos los seguidores del Caos se podía decir eso, si lo habían sido alguna vez—. Pero no hay la menor señal de ocupación.

—Supongo que es eso. —El transmisor de imagen de Jek cambió de enfoque y apareció un gran ventisquero, demasiado regular para tratarse de una formación natural.

Una valhallana que estaba a mi lado soltó una risita y preparó su rifle láser.

—Empieza la fiesta de camuflaje —dijo. Entendí perfectamente que le resultara divertido. Si hasta a mí me había parecido sospechoso, para los nativos de un mundo helado hubiera dado lo mismo que los herejes lo hubieran pintado de color naranja y le hubieran colocado un cartel de neón que dijera: «¡Eh, que estamos aquí!».

—Seguro que alguien va a practicar el tiro al blanco —le aseguré, a lo que me respondió con una ancha sonrisa.

—Podría ser —respondió Shambas a su subordinada—. Paola, ¿has encontrado algo?

—Han estado muy atareados. —Estaba en el otro flanco, con Jek entre ella y el capitán, lo cual explicaba por qué había sido él el primero en ver el montículo—. No me pregunten por qué, pero aquí hay un espacio despejado del tamaño de una pista para lanzaderas. —Su transmisor de imagen me mostró que no exageraba en lo más mínimo.

Alguien se había tomado mucho trabajo en despejar una gran superficie de rocas y en nivelarla. Por supuesto, ya había una capa de nieve que llegaba a la rodilla, lo cual, en un centinela sería más o menos hasta el pecho, pero a pesar de eso estaba claro que había sido preparada con todo cuidado. No obstante, para determinar por qué lo habían hecho habría que esperar hasta que hubiéramos tomado el lugar.

Atacamos contando con el factor sorpresa mientras los dos Sentinel armados con láser disparaban sobre la cúpula desde los flancos y ambos Chimera abrían fuego con sus bólters pesados. A medida que la capa de nieve se iba derritiendo, convirtiéndose inmediatamente en vapor donde impactaba el láser, pude ver el contorno inconfundible de un habitáculo prefabricado idéntico al Emperador sabe cuántos otros diseminados por todo el espacio civilizado[40]. Empezaban a abrirse grietas en la superficie de hormigón producidas por los impactos de bólter que iban surtiendo efecto.

—He encontrado la entrada principal —transmitió Paola. La imagen de su transmisor de imagen era la de un enjambre de figuras apiñadas que salían como hormigas de un hormiguero al que acaban de dar una patada. Una brillante llamarada anaranjada de promethium salía de algún punto por debajo de la imagen y hacía que se dispersasen rápidamente. En mi fuero interno esperaba que no hubiera nada demasiado inflamable fuera del campo visual, como otro depósito de munición. Sólo nos faltaba eso, otra pila humeante e inservible en lugar de respuestas.

—Seguro que no es la única —advertí. Había visto un número suficiente de estructuras como ésta como para que su disposición me resultase familiar. Debía de haber cuatro en total, situadas de forma equidistante alrededor de la circunferencia: el acceso a la zona de carga opuesto a la puerta principal del personal que Paola acababa de bloquear y dos accesos auxiliares entre ambos. Según mi experiencia, todos estarían fuertemente defendidos; una suposición que quedó confirmada un momento después cuando nuestro Chimera hizo un alto mientras en la chapa blindada de sus laterales rebotaban proyectiles de poco calibre. El bólter que llevábamos montado en la torreta giró para devolver el favor, y el eco del rugido sordo y familiar se dejó oír en el interior del transporte.

—Tenemos que entrar —transmitió Sulla—. Segunda compañía, desembarquen y prepárense para tomar por asalto la entrada lateral. —Tenía razón. Por desgracia, el éxito de nuestra misión dependía de entrar en el edificio y recuperar toda la información que pudiéramos, pero el precio iba a ser alto. Los soldados de Lustig iban a tener muchas bajas antes de traspasar las defensas de la puerta. Y lo peor de todo, iba a tener que ir con ellos o corría el riesgo de perder la buena opinión que tenía de mí el general supremo. Durante un momento me debatí entre la conveniencia de sumarme a ellos ahora mismo y tener la esperanza de mantenerme un poco rezagado hasta que pasara lo peor o tratar de hacer algo dentro del Chimera de mando hasta que hubieran despejado el camino y arriesgarme a que los herejes pudiera reagruparse mientras yo chapoteaba en medio de la nieve cuando hubiera cesado el ruido.

En ese momento, mi nariz recogió el olor familiar de Jurgen que se acercaba para recoger el termo de tanna, y se me ocurrió una tercera posibilidad. Mi asistente llevaba un melta, como tenía por costumbre cada vez que había perspectivas de entrar en combate (que en estos días parecía ser casi siempre).

Me metí en el circuito de mando.

—Un momento —dije—. He tenido una idea. —Reuní todo el coraje que pude y salí exponiéndome a aquel frío gélido, haciendo una pausa apenas el tiempo suficiente para ajustarme las gafas (ya que me había encontrado sin ellas una vez en Simia Orichalcae y no estaba dispuesto a volver a cometer el mismo error).

La impresión me dejó sin aire y sentí la parte descubierta de mi cara como si acabaran de golpearme con un látigo neural, pero seguí adelante aplicando toda mi fuerza de voluntad, avanzando por la nieve que me llegaba hasta las rodillas como si mi vida dependiera de ello (lo cual era cierto). Jurgen venía detrás de mí, con tanta seguridad como sólo podría hacerlo un habitante de los hielos en estas condiciones, y su presencia me resultó tan tranquilizadora como de costumbre. Miré en derredor y vi el enorme volumen del segundo Chimera de la compañía a apenas unos metros, aunque me parecieron kilómetros que atravesar, y avancé torpemente hacia él. Tan empeñado estaba en llegar a mi objetivo que casi había olvidado la presencia de los defensores herejes, hasta que un poco de nieve se convirtió en vapor a unos centímetros por delante de mi pie.

Me di la vuelta sacando la pistola láser y buscando un objetivo, agradeciendo por una vez que mi uniforme fuera negro y pasara tan desapercibido en aquella oscuridad absoluta. Percibí un atisbo de movimiento cuando un hereje tapado de la cabeza a los pies alzaba un rifle láser y le disparé directo al pecho. El hereje, fuera varón o hembra, cayó de espaldas, herido o muerto, ni lo sabía ni me importaba, y un momento más tarde me encontré al abrigo del Chimera, protegido de aquel viento insoportable.

—Estamos listos, cuando usted quiera, comisario —informó Lustig, cuya voz llegaba atenuada por el silbido permanente de la ventisca y el ruido de las armas cortas, por el que me di cuenta de que los Sentinel estaban armando un buen alboroto para mantener entretenidos a los defensores. Había hecho que se distribuyeran en círculo en torno a la bóveda, moviéndose con rapidez para no ser un blanco fácil y disparando al mismo tiempo. Lo más probable era que no acertasen mucho (excepto Paola, tal vez), pero no se trataba de eso, sino de obligar a los herejes a mantener la cabeza baja, bien metidos en su búnker, seguros de que podrían mantenernos fuera indefinidamente, cosa que tal vez pudieran hacer en la mayor parte de las circunstancias. Desgraciadamente para ellos, no necesitábamos una puerta para entrar.

—Cuando esté listo, Jurgen —dije después de que un breve paseo (al menos para los valhallanos, ya que mi avance era un poco más lento y mucho menos elegante) nos pusiera al nivel de la pared levemente curva.

—Comisario. —Apuntó con el melta y disparó mientras los demás retrocedíamos y nos protegíamos la vista del destello de activación de la mejor manera posible. El hormigón se transformó en vapor dejando un agujero que se iba enfriando rápidamente y habilitaba el espacio suficiente para que un soldado entrara por él.

—Pyk, Friza. —Lustig indicó a un par de soldados que entraran y éstos ocuparon posiciones dentro, cubriendo el corredor en ambas direcciones. No les dispararon, de modo que yo fui el siguiente en entrar en el edificio, agradecido por el repentino calor a pesar de los dolorosos calambres que me asaltaban al volver la circulación a mis extremidades agarrotadas. Empecé a examinar el entorno.

No estaba seguro de lo que esperaba encontrar dentro, pero sí de que no era esto. El suelo estaba cubierto de mullidas alfombras que se estaban poniendo perdidas con la nieve que entraba por la brecha, y en las paredes había murales en los que estaban representados actos de depravación sexual que me dejaron con la boca abierta. La mayoría de los soldados parecían hipnotizados por lo que veían, con la sola excepción de Jurgen, que, dada su predilección por las placas de pornografía, mostraba un sorprendente control de sí mismo.

—No creo que eso sea posible —comentó Penlan con una nota de envidia.

—No lo es —le aseguré—. Y aunque lo fuera, iría contra las reglas. —Un perfume intenso, empalagoso, se respiraba en el aire y se pegaba a mis sentidos como un levísimo chal de gasa, y una sensación persistente de familiaridad trataba de emerger desde el fondo de mi mente. Cuando mi asistente alzó el melta y ocupó su lugar habitual a mi lado, se me empezó a despejar la cabeza, aunque no estoy seguro de si fue porque aquel olor narcótico quedaba enmascarado por su aroma más terrenal o debido a que sus dotes bloqueaban algún miasma insidioso producto de la disformidad. Fuera como fuese, ahora la prioridad era hacer que la compañía se moviese, y Jurgen era la clave.

—No se separen —ordené, haciendo que todos se organizaran alrededor de nosotros, de modo que cualquiera que fuese el efecto de Jurgen nos afectara a todos. Además, eso hacía que tuviera a cada lado un equipo de tiradores para no ser yo el primero en la línea de fuego, ya fuese que los herejes dispararan desde el frente o por detrás. Después de eso conseguí que se movieran lo bastante rápido, aunque sin dejar de echar algunas miradas furtivas a las pinturas mientras avanzábamos, y vi con alivio que empezaban a centrarse otra vez en la misión—. Y atentos. Podríamos encontrarnos con manipulaciones de la disformidad en un lugar como éste, de modo que hay que estar preparados para cualquier cosa. —Tal como esperaba, la perspectiva de toparse con hechicerías hizo que extremaran la atención, y no creo que ni siquiera el hecho de que los murales cobraran vida habría merecido más respuesta que el lanzamiento de una granada de fragmentación.

—Esto me recuerda a algo —comentó Jurgen mientras avanzábamos extremando las precauciones por un corredor bordeado de ondulantes y coloridas colgaduras—. Hay un olor extraño en el aire que creo reconocer. —Como siempre, no fue capaz de reconocer la ironía de sus palabras—. Sin embargo, no consigo situarlo.

—Slawkenberg —dije, tomando conciencia de repente. La esencia que flotaba en el aire era como el perfume que Emeli, la hechicera de Slaanesh, llevaba la noche que trató de alimentar con mi alma a la monstruosidad a la que rendía culto. Un escalofrío de terror me atenazó el corazón. Incluso después de más de una década (o, para ser sincero, cuando ya ha transcurrido más de un siglo), cuando despierto de mis duermevelas, todavía rondan en mi cabeza imágenes de una siniestra seductora que trata de llevarme hacia la perdición, como si los tentáculos del Caos siguieran tendiéndose hacia mí con el fin de atraerme. Sin embargo, llevaba meses sin tener ese sueño, y se propagó por mi mente un destello irracional de resentimiento ante la perspectiva de que se volvieran a repetir las pesadillas.

—Despejado. —Penlan volvió hacia el corredor tras investigar una habitación llena de cojines y almohadones que no tenían una función que yo pudiera identificar[41], y nos hizo señas de que siguiéramos adelante.

Yo había avanzado directamente hacia el centro de la bóveda, llevado por la idea de que hubiera lo que hubiese aquí, estaría bien protegido, y la falta de resistencia encontrada hasta el momento me tenía nervioso. Por supuesto, podía ser sólo la prueba de que nuestra distracción estaba funcionando mejor de lo que yo esperaba, pero según mi experiencia, los planes de batalla no solían mantenerse una vez establecido contacto con el enemigo.

—Eso es. Nada. —Penlan nos hizo señas de entrar en una zona de almacenamiento vacía. Lo único que había era un solo iluminador con un móvil de cristal emplomado debajo que cambiaba con las corrientes de aire proyectando ondas de luces con los colores del arco iris por toda la estancia. No obstante, era obvio que había sido usado recientemente porque no había ni rastro de polvo.

—Maldición. —Me quedé rondando la puerta, un poco fastidiado al darme cuenta de que mi deducción carecía de meollo, y molesto por una sensación incierta de que había algo raro en la forma de la habitación.

Probablemente fue este momento de indecisión lo que desencadenó lo que vino a continuación, ya que estaba en el camino de Penlan cuando ella dio un paso atrás mientras mantenía el espacio cubierto como era propio de su buen hacer como soldado. Perdido en mis pensamientos y tratando de decidir hacia dónde ir a continuación, no salí con rapidez suficiente del medio y tropecé con su codo. Su dedo apretó por reflejo el gatillo de su rifle láser lanzando una ráfaga de disparos de un lado a otro de la estancia y obligando a los demás a tirarse al suelo para cubrirse en la medida de lo posible.

—Lo siento. —Se puso roja como la grana, lo que hizo que la antigua cicatriz que le había quedado de la herida de Gravalax se notase aún más, mientras sus subordinados se ponían de pie, sonriendo al ver que hacía honor a su apodo.

—No hay por qué —dije, advirtiendo la necesidad de restablecer su autoridad sin tardanza—. Fue totalmente culpa mía.

Desde un punto del corredor llegó el sonido de pasos rápidos de alguien que venía a ver qué era aquel ruido. Estupendo. Se había acabado lo de andar con sigilo y apoderarnos de lo que habíamos venido a buscar sin que nadie se diera cuenta.

—¡Todos a cubierto!

Lo dije justo a tiempo, ya que los disparos de láser y las ráfagas de stubber empezaron a hacer mella en el hormigón alrededor de la puerta y los soldados se desplegaron para hacer frente a la nueva amenaza. Un grupo de cultistas, extravagantemente vestidos unos, medio desnudos otros, empezó a salir de los corredores laterales, poniéndose los unos delante de los otros de una manera muy conveniente y ofreciéndonos un entorno con abundancia de objetivos del que mis compañeros se aprovecharon de inmediato.

—Superponed las líneas de fuego. Haced que no puedan levantar la cabeza y así podremos aguantar aquí indefinidamente —dijo Lustig.

—Es un consuelo —le respondí—, pero no creo que tengamos que hacerlo.

A juzgar por las voces en mi intercomunicador, los pelotones cuarto y quinto, junto con su escolta de Sentinel, habían llegado por fin para incorporarse a la partida ahí fuera. Con los cultistas apartados de las puertas para enfrentarse a la amenaza inesperada de dentro, Grifen y sus soldados ya estaban barriendo la esporádica resistencia que quedaba en la principal bodega de carga y entrando en la cúpula.

Le hice una señal a Jurgen.

—Si no le importa despejar el corredor.

—Encantado, comisario. —Mi asistente me sonrió mientras apuntaba con el melta—. Me temo que he vuelto a olvidarme de las mazorcas, pero las tostadas de hereje no estarán mal, de todos modos. —Apretó el disparador y una ráfaga de energía térmica arrasó el estrecho pasillo, vaporizando todo lo que encontró en su camino de una manera muy satisfactoria. Los escasos herejes supervivientes chillaban y corrían, y un momento después un crepitar de rifles láser me hizo saber que se habían topado con el cuarto pelotón.

—Traten de coger a un par de ellos vivos —volví a recordarles a todos, y al cabo de un instante recibí un tranquilizador mensaje de Magot en tono jovial.

—No se preocupe, señor. Tengo aquí a una enterita. Pierde un poco, pero sobrevivirá.

—Bien —asentí, sintiendo que finalmente las cosas iban saliendo como queríamos. Lustig y sus tropas ya estaban siguiendo la vía abierta por Jurgen por el humeante corredor, sin tener en cuenta el daño que algún que otro charco grasiento de residuo de herejes podía hacerles a sus botas, ansiosos de caer sobre los defensores de la puerta principal por la espalda. Yo me contenté con dejarlos que se ocuparan de ello. No tenía el menor interés en ponerme en el camino de ninguna bala perdida a estas alturas del fuego si podía evitarlo.

Ya me estaba dando la vuelta para seguir adelante con un poco más de tranquilidad cuando noté algo extraño en la pared donde habían impactado los disparos de Penlan. La habían atravesado totalmente, mientras que los láseres con que los herejes nos habían disparado habían sido detenidos totalmente por la pared exterior de la estancia. De repente, la inquietante sensación de que había algo raro en la forma del espacio cobró sentido; había un tabique falso destinado a ocultar algo.

Desechando mi primer impulso de dejar que Jurgen resolviera el problema con su melta, no fuese que enviara cualquier prueba crucial directamente al Emperador con pared y todo, empecé a buscar algún tipo de panel o de palanca, sintiéndome un poco como el absurdo héroe de un melodrama con casa encantada y todo. Sin embargo, no pude encontrar nada, y por fin le hice señas a mi asistente de que se adelantara, confiando en que el arma no hiciera demasiado daño a lo que pudiera haber detrás del tabique.

—Espere. —Lo detuve justo cuando se disponía a disparar el melta. Por alguna razón, tal vez por la forma en que se proyectaba la sombra por la pared, acababa de descubrir un panel[42]. Lo examiné más de cerca, preguntándome cómo era posible que me hubiera pasado desapercibido algo tan obvio, y al cabo de un momento ya había descubierto cómo abrirlo.

—¡Emperador de la Tierra! —Los dos retrocedimos, tratando de contener las arcadas ante la pestilencia que salía de aquel espacio estrecho, y después de un momento dedicado a recuperar el aliento, nos inclinamos con cuidado para mirar al interior. Jurgen sacó un iluminador de algún lugar y fue alumbrando la habitación descubierta.

Lo primero que vimos fueron los cadáveres, no sé cuántos, con la carne y los huesos seccionados y deformados por brujerías que no quería ni imaginar. Lo más desconcertante de todo era que lo que quedaba de las caras tenía una expresión desquiciada de éxtasis. Jurgen, tan imperturbable como siempre, recorrió con el iluminador las paredes, revelando sigilos arcanos que me herían la vista obligándome a mirar a otro lado, como un ave acuática que resbala en un estanque congelado.

—El decorado no es gran cosa —dijo con encomiable moderación.

Asentí tragando saliva.

—Aquí han tenido lugar brujerías espantosas —dije—. La cuestión es saber qué y por qué.

—Me temo que no lo sé —replicó mi asistente, como siempre, tomándolo todo al pie de la letra.

—Ni yo, gracias al Emperador —le aseguré. Esto era algo para los domesticados psíquicos de Zyvan, y no para hombres decentes. Ni para mí. Me aparté con una sensación de profundo alivio—. Cerrémoslo y dejémoslo para los expertos.

—Será un placer, señor —dijo Jurgen, saliendo lo más pronto que pudo de la sala de los horrores y ayudándome a recolocar el panel de acceso en su lugar casi con una prisa indecente. Recordando lo difícil que me había resultado encontrarlo la primera vez, me quité el fajín escarlata que identificaba mi rango y lo introduje en la rendija antes de cerrar, de modo que quedó colgando de la pared como una airosa bandera.

—Ahí está —exclamé—. ¡Con eso bastará! —Me sorprendí al comprobar que aquella sencilla maniobra me había dejado temblando, como si estuviera exhausto[43]. Sin embargo, no tuve mucho tiempo para meditar sobre todo esto porque Sulla me gritaba por el intercomunicador.

—¡Comisario! Están abandonando la cúpula.

—Repita eso —pregunté, sin dar crédito a lo que estaba oyendo. No había otro lugar ahí fuera donde pudieran refugiarse los herejes supervivientes, y por locos que estuvieran, que sin duda lo estaban, preferir morir congelados antes que rendirse o morir combatiendo no parecía tener el menor sentido. Entonces me asaltó la idea de una bomba suicida y corrí como un poseso a la salida más próxima—. ¡Todo el mundo fuera! —grité—. ¡Es probable que hayan preparado el lugar para que explote!

De hecho no era así, pero el miedo puso alas a mis pies, de modo que llegué afuera a tiempo para quedarme tan sorprendido como todos los demás.

—¡Contacto aéreo! ¡Se acerca rápidamente! —comunicó el operador del auspex con voz tensa. Entrecerré los ojos para protegerme de la ventisca, ajustándome las gafas y limpiándolas con dedos temblorosos. Un pequeño grupo de herejes avanzaba dificultosamente por la nieve hacia el área despejada, intercambiando un fuego esporádico con el quinto pelotón y tratando de mantener a raya a los Sentinel que se les echaban encima con lo que me parecieron un par de lanzamisiles krak. Las cosas no les iban demasiado bien, pero se las ingeniaban para mantenerse fuera del alcance de los efectivos lanzallamas y de los multilásers, y entendía por qué Shambas no había ordenado a sus pilotos cerrar la distancia que los separaba de ellos. A estas alturas, los traidores estaban visiblemente acabados, y era muy probable que estuviesen esperando a que se quedaran sin cohetes para acercarse.

En el cielo, encima de nuestras cabezas, se oyó el estruendo de unos potentes motores y una forma enorme, oscura, nos tapó las estrellas al pasar.

—Es una lanzadera de carga —fue la inútil observación de Jurgen—. ¿De dónde habrán sacado una de ésas? —Era una buena pregunta, pero por el momento totalmente retórica.

—Apunten a los motores —ordenó Sulla, adelantándose a mí por un instante, pero en el mejor de los casos sería un gesto inútil. Hasta las lanzaderas civiles son de construcción robusta, y un par de cañones láser y un puñado de bólters pesados no iban a conseguir mucho más que rayarle la pintura.

—Maldita sea —exclamó Shambas—. Jek, Karis, a por la plataforma de vuelo. —Los dos Sentinel en cuestión retrocedieron para conseguir la máxima elevación y lanzaron su muerte luminiscente contra la lanzadera que se acercaba. Era una jugada desesperada, pero por un momento pensé que lo conseguirían, aunque el cristal blindado que protege la cabina es de tal dureza que absorbe las tensiones de reentrada; ni siquiera un par de disparos de cañones láser serían suficientes para atravesarla. No obstante, uno dio en el blanco, dejando una evidente huella térmica en la superficie transparente, y los dos pilotos del Sentinel empezaron una amigable discusión sobre cuál de ellos había sido el autor.

Fuera quien fuese, bastó para hacerle perder los nervios al piloto, y el ruido de los motores se intensificó cuando los impulsores se encendieron, llevándoselo de vuelta al lugar de donde habían salido. Un murmullo de decepción surgió del pequeño grupo de herejes al ver que su esperado salvador desaparecía tan rápido como había llegado, y como es tan propio de los seguidores del Caos empezaron a discutir encarnizadamente los unos con los otros. Algunos arrojaron las armas y empezaron a caminar con desgana hacia la cúpula, con las manos en alto, mientras los demás disparaban a los soldados que los rodeaban incluso con más desesperación que antes. Además, como era inevitable, algunos también disparaban contra aquéllos de sus seguidores que trataban de rendirse.

Me quedé observando unos instantes hasta que todo acabó como era inevitable. Volví hacia el Chimera de mando más preocupado de lo que habría creído posible antes de partir a cumplir esta misión. Es cierto, habíamos encontrado lo que buscábamos, pero en vez de darnos respuestas, no había hecho sino plantearnos todavía más preguntas.