SEIS

SEIS

La paranoia es un estado mental muy reconfortante. Si piensas que van a por ti, es que consideras que le importas a alguien.

GILBRAN QUAIL

Colección de Ensayos

—Para empezar —dije—, la cuestión es qué estaban haciendo ahí fuera.

Kasteen asintió y me alargó una humeante taza de tanna que acepté agradecido.

—Pensamos que transportaban armas. Hice que Federer examinara lo que quedó del tractor y dice que encontró trazas de fycelina entre la chatarra. —No me costó trabajo creerlo. El capitán Federer, el oficial al mando de nuestros zapadores, mostraba un entusiasmo por todo lo que explota que rayaba a veces en la locura, y si había trazas que encontrar, él era el hombre indicado para hacerlo—. Dice que da la impresión de que los proyectiles del bólter penetraron en el compartimento de carga e incineraron todo lo que pudiera haber dentro.

—¿Sería mucho pedir que aunque fuera por una vez Sulla hubiera dejado algún superviviente a quien interrogar? —pregunté, dando sorbos al oloroso brebaje y saboreando la sensación de calor que me producía al beberlo. Acababa de llegar a Glacier Peak, nuestra área de asentamiento principal, y lo encontré aún menos acogedor de lo que esperaba. El lado frío no sólo hacía honor a su nombre, cosa para la que ya me había preparado, sino que, además, la noche perpetua empezaba a hacer mella en mí, y eso que sólo llevaba allí una hora.

Bueno, al menos desde el punto de vista técnico habíamos salido de la zona de sombra unas seis horas antes, y la penumbra penetrante a la que me había acostumbrado en Skitterfall se había ido haciendo más profunda durante las dos anteriores, de modo que me entró el sueño viendo pasar el monótono paisaje nevado por la ventanilla. Me enteré con mal disimulado desencanto de que no había transportes aéreos disponibles y me tendría que conformar con un compartimento en uno de los trenes que llevaban a los mineros y sus provisiones de vuelta al puesto de avanzada, sin duda a rebosar de nuestra propia gente[31].

A pesar de que los tres coches añadidos a la cola de los vagones de carga estaban atestados y varios pasajeros se habían visto obligados a sentarse en los pasillos sobre sus maletas, Jurgen y yo teníamos un compartimento entero para nosotros. Al principio pensé que se debía al respeto que imponían nuestros uniformes de la Guardia, pero tras observar cómo se apartaban todos cada vez que mi asistente dejaba su asiento para usar las instalaciones sanitarias llegué forzosamente a la conclusión de que esto tenía mucho más que ver con su característico olor que con mi carisma personal. A pesar de lo acostumbrado que estaba y de la satisfacción de tener espacio extra para estirar las piernas, tras ocho horas con él en un espacio cerrado estaba empezando a creer que algo de razón tenían.

Como resultado de todo esto, cuando llegué a nuestro destino me encontraba cansado e irritable, y mi estado de ánimo no era el más adecuado para que me informaran de que Sulla se había cargado un tractor lleno de herejes sin molestarse en averiguar primero qué disformidad estaba haciendo allí.

—Todos volaron por los aires junto con el vehículo —me dijo Kasteen, encogiéndose de hombros—. Supongo que el lado positivo es que hay un cargamento menos de armas del que puedan echar mano los herejes.

—Suponiendo que no tengan muchas más en el lugar de donde sacaron ésas —repuse.

Otra vez el hormigueo en las palmas de las manos, aunque en esta ocasión no sabía si atribuirlo a la aprensión o a que estaba recuperando la circulación. En el exterior, el frío se le metía a uno en los huesos, tal como había previsto, y por más que en el puesto de mando de Kasteen hacía frío, hasta el punto de ver cómo se condensaba nuestro aliento cuando hablábamos, comparativamente parecía casi tropical. Ella y Broklaw tenían las camisas remangadas hasta el codo, y los operadores de comunicaciones y demás especialistas que entraban y salían también llevaban ropa ligera.

Sin embargo, como observé con satisfacción, llevaban puesta su armadura ligera, ya que todavía estaban vigentes las estrictas instrucciones del general supremo sobre el mantenimiento del estado de alerta. (Yo todavía vestía la armadura de placas que me habían dado en Gravalax oculta debajo de mi capote, como solía hacer cuando existía la posibilidad de que las cosas se volviesen incómodas sin previo aviso; a estas alturas ya estaba un poco desvencijada, pero por lo que a mí respecta, eso no hacía más que poner de relieve lo prudente que había sido al olvidarme de devolverla al almacén).

—Cierto —asintió Broklaw con expresión pensativa mientras activaba con el pie el hololito portátil con la seguridad de un tecnosacerdote. Emitió un zumbido y cobró vida, proyectando una recreación topográfica de la campiña circundante (uso la palabra en sentido amplio, aunque sin duda los valhallanos podían apreciar sutilezas que a mí se me escapaban)—. Pienso que podemos suponer sin miedo a equivocarnos que sea lo que sea lo que tenían planeado, nosotros éramos el objetivo.

—Casi seguro —coincidí. El tractor se dirigía a Glacier Peak, eso al menos era indudable, y nosotros éramos la única presencia militar significativa allí, de modo que no hacía falta un inquisidor para unir los puntos.

Me dediqué a mirar la imagen mientras algo me rondaba por la cabeza. El anillo de iconos rojos que rodeaba la ciudad debía de ser nuestros aparatos sensores, por supuesto, y la delgada línea que avanzaba sinuosa por los valles era el ferrocarril que nos conectaba con las delicias civilizadas de la zona de sombra. No había carreteras, ya que las nevadas constantes las hubieran hecho permanentemente intransitables, de modo que la cinta de acero era la única forma de entrar o salir, salvo algún aparato volador ocasional. Si necesitábamos ir a algún otro sitio, como un asentamiento exterior o un campamento minero, la única forma de hacerlo era por medio de un tractor de oruga[32].

—La escaramuza se produjo aquí. —La aclaración de Broklaw era importante y añadió un icono de contacto más o menos donde yo lo esperaba. El curso que pretendían seguir los herejes estaba bien claro, bajando por un valle hacia las lindes de Glacier Peak, donde se habrían mezclado simplemente con el tráfico de las calles y habrían desaparecido.

—Debían de tener contactos en algún lugar de la ciudad —apuntó Kasteen.

Asentí moviendo la cabeza lentamente.

—Eso parece probable. Aunque tuvieran pensado dar el golpe personalmente, iban a necesitar un lugar donde esconderse mientras lo preparaban. Eso significa aliados.

—Tenemos conexión con los pretores locales —dijo Broklaw, anticipándose a la siguiente e inevitable pregunta—, pero hasta el momento no tienen gran cosa con la que trabajar. Ni siquiera el informe de una persona desaparecida.

—Entonces es casi seguro que son de fuera —coincidí—. La pregunta es: ¿de dónde venían? —No había demasiados puntos de avanzada de la civilización en el lado frío, y los otros estaban muy lejos de aquí; lo bastante lejos como para que un desplazamiento en tractor representara un riesgo descabellado. Claro que estábamos hablando de herejes, pero aun así tenía la impresión de que estábamos omitiendo algo. Traté de seguir el rastro del tractor hasta donde Sulla se había topado con él, y me asaltó la sensación de que algo no tenía sentido en la topografía. El valle era ancho y largo, pero rodeado de montañas y sin rastro de un paso por el que se pudiera acceder a él. Expresé en voz alta mi preocupación—. No me parece que haya salida.

—Tiene razón —confirmó Kasteen, bajando la cabeza para examinar la proyección a nivel de los ojos. Miró a Broklaw en busca de confirmación y vio en su casi imperceptible gesto afirmativo que él había llegado a la misma conclusión—. Tiene que haber un escondite con armas ahí fuera, en algún lugar.

—Parece probable —asentí, incapaz de encontrar otra explicación—. Nuestros herejes debían de estar haciendo el reparto. —La idea no era tranquilizadora. Para que el tractor explotara como lo había hecho debía de llevar una buena provisión, lo cual nos llevaba a pensar en la posibilidad de que hubiera mucho más por ahí. Es evidente que nadie se molestaría en llevar la carga de un solo tractor para enterrarla y volver a llevársela al cabo de poco. Al menos a nadie en su sano juicio. Una vez más me recordé que estábamos tratando con los secuaces del Caos en el planeta, y que no podíamos dar nada por sentado.

—En primer lugar —preguntó Broklaw—: ¿de dónde venían?

Me encogí de hombros.

—Del puerto estelar. Hekwyn dijo que tenían problemas de contrabando. Las armas deben de venir camufladas entre la carga para que las distribuyan después los cultistas. Es probable que hayan llegado a Glacier Peak como suministros de minería.

—No es tan difícil si se piensa un poco —reconoció Kasteen, sirviéndose una taza de tanna—. Prácticamente en todos los trenes llegan cargas legales de explosivos.

—Al menos tenemos un lugar por donde empezar —dije, sintiendo una débil esperanza de que al fin pudiéramos dar un salto adelante. Me volví hacia Broklaw—. Necesitamos una lista de todos los de las minas que tienen acceso a los cargamentos de explosivos. Y también de los que tienen ocasión de manipularlos a lo largo del camino.

Asintió.

—Recurriré al Administratum —dijo—. Ellos deberían tener todos los registros que necesitamos. Y también muchos más, si los conocía bien.

—Mientras tú haces eso, yo me pondré en contacto con el Arbites en Skitterfall —anuncié. Estaba empezando a tomar forma dentro de mí la optimista convicción de que la clave de todo estaba en la capital planetaria. Con un poco de suerte podría encontrar una excusa para ponerme en marcha hacia allí en el próximo tren—. Deben de tener una idea de cómo introducen esta mercancía por el puerto estelar.

—Es una teoría impecable, comisario. —La cabeza de Hekwyn flotaba en el hololito asintiendo satisfactoriamente, como reacio a rebatir mi deducción con algo tan brutal como los hechos. Tenía mucho mejor aspecto que la última vez que lo había visto, a pesar de la leve inestabilidad que el equipo daba a su presencia virtual. Su imagen se superponía un poco con la de Zyvan, ya que yo estaba convencido de la necesidad de mantener informado al general supremo de las últimas alternativas, y los dos parecían un extraño engendro de dos cabezas de la disformidad. Empujé el proyector con el pie tal como le había visto hacer a Broklaw, y vi con leve estupor que las imágenes de los proyectores se separaban, al menos durante un tiempo, apartándose y juntándose a intervalos regulares—. Pero simplemente no es posible que pasen grandes cantidades de armas a través del puerto estelar.

—Usted mismo me dijo que tienen un problema de contrabando —repliqué, reacio a abandonar una cadena de razonamiento tan perfecta sin pelear. El arbitrator asintió y se rascó la barbilla con el brazo auméntico sin calcular demasiado bien la distancia; recordé haber tenido problemas similares con mis dedos nuevos en la de batalla de los Recobradores[33] en el sistema Interitus hace ya años.

—Y así es. Con un puerto de esas proporciones es casi inevitable. Pero puede creerme, las armas y los explosivos se detectarían casi con seguridad. En las cantidades de las que usted habla, se encontrarían seguro.

—He sabido de psíquicos que realizaban algunos actos de desaparición muy ingeniosos —aventuré, cogiéndome a un clavo ardiente—. Y lo que estamos buscando son adoradores del Caos. Si tienen consigo uno o dos brujos, podrían pasar junto a sus inspectores con una Baneblade y nadie se daría cuenta.

—Salvo nuestros propios psíquicos reconocidos —señaló Zyvan sin mucha convicción—. Tengo un par de ellos apostados en el puerto estelar desde que llegamos. Nadie ha utilizado brujería, puede estar seguro.

Genial. Vi la mejor pista que había podido construir hacerse trizas ante mis ojos, junto con mi billete de vuelta a cualquier sitio donde no se me congelara la sangre. Di un gran suspiro.

—Ah, bueno —farfullé—. Lamento haberle hecho perder el tiempo.

—Ni mucho menos —me aseguró Zyvan, sospecho que más por cortesía que por convicción—. Fue una deducción muy bien traída —sonrió—, aunque me temo que ni siquiera usted puede tener razón siempre.

—Pero estamos de nuevo en el punto de partida —afirmé, combatiendo el impulso de pellizcarme el puente de la nariz. Ahora que había desaparecido la sensación imperativa de comunicar mi razonamiento al alto mando, el cansancio del viaje estaba empezando a hacerse sentir.

Hekwyn se rascó otra vez el mentón, esta vez con algo más de precisión.

—No exactamente —repuso, y Zyvan asintió—. Sabemos que su regimiento parece representar una amenaza especial para ellos. —Sentí que un estremecimiento de aprensión me bajaba por la espalda, como si conociera ya las palabras que el general supremo diría a continuación—. Precisamente de todos los objetivos del planeta a los que podrían haber atacado parecen estar dispuestos a tomarse todo tipo de molestias para preparar un ataque contra usted. ¿Tiene idea de cuál podría ser la razón?

—En absoluto —afirmé, esperando no haber respondido con excesiva precipitación. Lo único que hacía que el 597.º fuese diferente entre un millón de regimientos de la Guardia era la presencia en él de Jurgen, cuyo don peculiar de anular hechicerías psíquicas o derivadas de la disformidad habían salvado mi vida (y probablemente mi alma) en numerosas ocasiones. Si el culto de los herejes tenía conocimiento de que había un vacío en algún lugar de Adumbria, y contaba con psíquicos entre los suyos, no repararía en medios para eliminar la poderosa amenaza, y lo más probable era que yo me encontrase justo a su lado cuando dieran el golpe. Después de todo, no podía empezar a evitar a mi propio asistente (por tentadora que fuese la idea cuando la temperatura se volvía moderadamente cálida). Además, su extraña capacidad era un secreto que sólo conocíamos nosotros dos, Amberley y, supuestamente, algunos miembros de su comitiva[34], y tenía toda la seguridad del mundo de que nadie de esa lista tan selecta tenía por costumbre hablar con herejes.

—Tal vez haya algo en la ciudad que tiene importancia para ellos —sugerí, en parte para desviar la conversación del área sensible y en parte para tratar de acallar mis propios temores—. Nuestra presencia aquí es meramente accidental.

—Es posible —Zyvan no parecía nada convencido—, pero no lo vamos a saber hasta que usted tenga alguna evidencia sólida. —No me pasó desapercibido su uso del «usted» con aire intensamente premonitorio, pero asentí con toda la prudencia de que fui capaz.

—Estamos siguiendo todas las pistas que podemos —dije—. Si hay una célula de herejes en algún lugar de Glacier Peaks, pueden estar seguros de que la encontraremos.

—No lo he dudado ni un instante —asintió el general supremo—, pero también es posible que la respuesta esté en otra parte.

—Puedo estar de regreso en Skitterfall mañana —empecé a decir, pero se me atragantaron las sílabas cuando una proyección topográfica familiar se superpuso a los dos hombres que tenía ante mí. Quiso la suerte que la maldita máquina mantuviese sus imágenes separadas en ese momento, ya que la interferencia combinada probablemente habría hecho de todo un amontonamiento incomprensible.

Zyvan señaló el valle junto a la cadena montañosa del que sobresalían su cabeza y su torso como una especie de extraña verruga geológica.

—Y dice usted que este valle no tiene salida.

Seguro de lo que vendría a continuación, asentí mecánicamente mientras mi mente trataba por todos los medios de encontrar una excusa sin conseguirlo. Eso es lo que sucede cuando uno recurre a gente de jerarquía e influencia sin haber dormido debidamente o tomado una buena cantidad de recafeinado, cosa que desaconsejo vivamente.

—Eso parece ser —reconocí.

—Entonces, según su propia lógica, debe de haber rastros de las armas de los herejes escondidas ahí fuera —prosiguió Zyvan animadamente mientras Hekwyn asentía mostrando su acuerdo—. Posiblemente se puedan rastrear más armas hasta su fuente. —Se encogió de hombros—. Quién sabe, tal vez incluso algo concreto que podamos usar para identificar a los cabecillas.

—Podemos proporcionarle un equipo de forenses —ofreció Hekwyn—. Le sorprendería saber cuántos rastros deja la gente detrás de sí, incluso cuando creen haber cubierto completamente sus huellas.

—Gracias —respondió Zyvan como si le acabaran de ofrecer un bollo de canela—. Eso sería de gran ayuda. Y también podríamos hacer venir a nuestros médiums[35] para que le echaran un vistazo al lugar.

—Suponiendo que consiguiéramos encontrarlos alguna vez —apunté, volviendo a mirar la gran extensión de paisaje nevado representada por el valle hololítico.

Zyvan volvió la cabeza para mirar de frente el transmisor de imagen.

—Usted es un tipo lleno de recursos, Ciaphas. Estoy seguro de que no va a defraudarnos.

Bueno, ¿qué más podía yo decir después de eso? ¿Maldita sea, están ustedes locos de remate? Por tentador que fuera —y tengan presente que, técnicamente, como miembro del comisariado, podría haberlo hecho— no era una opción. Mi fraudulenta reputación sólo me dejaba una respuesta posible, y fue la que di, asintiendo gravemente al hacerlo.

—Me pondré a ello de inmediato —dije.

Para ser sincero, a lo que me puse en cuanto terminé mi nada satisfactoria conversación con el general supremo, fue a dormir, y me dediqué a ello varias horas para recuperarme de los rigores del viaje de ese día. Supongo que técnicamente debería haber dicho el viaje del día anterior, pero la oscuridad permanente del exterior me dificultaba la tarea de llevar la cuenta, además, en realidad, no importaba demasiado.

Como viejo chico de colmena, me había criado en la creencia de que los niveles de luz (o de falta de ella) eran bastante constantes en cualquier lugar, y todo ese asunto del día y de la noche me había resultado una especie de maravilla la primera vez que me encontré en la superficie de un planeta de por ahí; eso por no mencionar lo profundamente desconcertante que me resultó hasta que me acostumbré. Así pues, en general, supongo que las curiosas condiciones de Adumbria me resultaron menos estresantes que a la mayor parte de mis compañeros en lo tocante a acostumbrarse (con la probable excepción de Jurgen, que las aceptaba con la misma flema que todo lo demás).

El resultado de todo esto fue que cuando me desperté, sintiéndome mucho mejor con el entorno y con el olor característico de mi asistente penetrando en la habitación combinado con el aroma más incitante de la infusión de tanna recién hecha, el problema cuya resolución se me había encomendado la noche anterior me parecía mucho menos inabordable. (Me gusta pensar que esto demuestra lo juicioso de mi curso de actuación. Si hubiera salido corriendo para tratar de organizar las cosas con la mente todavía abotargada por el cansancio, no hubiera llegado muy lejos, o al menos nos habríamos encontrado en el mismo sitio con mucho más estrés e irritación para todos los interesados).

—Buenos días, señor. —La voz de Jurgen se unió a su olor, y abrí los ojos a tiempo para ver cómo colocaba la bandeja con el servicio de té junto a la estrecha cama. La habitación que me había encontrado era bastante cómoda, tal como yo confiaba que fuera conociendo su talento casi sobrenatural para escarbar en todas partes, pero estaba a años luz del nivel de lujo al que me había acostumbrado en el entorno del cuartel general de Zyvan. (Por otra parte, representaba una mejora considerable respecto al alojamiento que había ocupado a lo largo de los años. Pueden creerme, cuando uno ha pasado por la bodega de un barco esclavista eldar, hasta las condiciones más espartanas parecen perfectamente tolerables).

—Buenos días —respondí, aunque, como siempre, al otro lado de la ventana la oscuridad era absoluta, sólo atenuada por el débil resplandor de las luces arco voltaicas del recinto de abajo. Los tranquilizadores sonidos familiares de los motores Chimera y las órdenes dadas a gritos penetraban a pesar del grosor del termocris, que al menos mantenía la temperatura a un nivel razonable—. ¿Alguna novedad sobre la caza de herejes?

Jurgen negó con la cabeza con gesto pesaroso mientras me servía el té.

—No hay progresos de que informar, señor. El mayor Broklaw fue muy tajante al respecto cuando se lo pregunté en su nombre. —Le creí sin ninguna duda. Broklaw era un hombre que jamás se cuidó de disimular sus frustraciones.

—Bueno, veamos si puedo levantarle el ánimo —dije mientras saboreaba el primer trago de tanna—. El general supremo ha sugerido un enfoque bastante interesante.

—No digo que no pueda hacerse. —Broklaw se quedó mirando la imagen hololítica del valle como si quisiera estrangularla. Al parecer, Jurgen no había exagerado un ápice su mal humor, claro que, conociendo su propensión a la literalidad, casi no me lo esperaba—. Sólo digo que va a llevar mucho tiempo. Buscar en una superficie de esas proporciones podría llevar semanas, aunque pusiéramos a toda una unidad a trabajar en ello, cosa que no podemos hacer —añadió rápidamente por si a mí se me ocurría que era razonable llevarlo a cabo.

Su alivio fue evidente cuando asentí.

—Estoy de acuerdo —dije—. Aunque estuviéramos tan desesperados como para intentarlo, corremos el peligro de que la flota enemiga llegue aquí mucho antes de que podamos encontrar algo.

—¿Qué propone entonces? —preguntó Kasteen sin andarse con rodeos. Probablemente ella no había dormido más que su oficial ejecutivo, pero se las arreglaba para proyectar una imagen de tranquila autoridad.

A modo de respuesta señalé la pequeña línea de puntos rojos casi superpuestos que señalaban el lugar donde Sulla había puesto fin al viaje de los renegados con énfasis tan letal.

Sulla se dirigía a bendecir esas células sensoras, ¿verdad?

Kasteen y Broklaw asintieron sin ver la conexión.

—Es cierto, han estado funcionando defectuosamente desde el día que llegamos. —La coronel me miró con curiosidad, preguntándose, sin duda, si no necesitaría todavía algunas horas más de sueño para aclararme las ideas—. ¿Y qué hay de las cargas mineras que se producen a cada rato, y de las periódicas vibraciones del ferrocarril? Lo que me sorprende es que todavía podamos conseguir datos útiles de ellos.

—Eso es —asentí, y los dos oficiales se miraron el uno al otro, preguntándose a las claras cuál sería el procedimiento para notificar al comisariado que finalmente había perdido la chaveta y que necesitaban alguien cuerdo para reemplazarme—. Y ambas cosas son acontecimientos conocidos. Las minas llevan un registro de cuándo se activan sus cargas, y los trenes tienen un horario. Bueno, más o menos.

Poco a poco se fue haciendo patente que empezaban a entender lo que se me había ocurrido en el curioso estado entre el sueño y la vigilia total, cuando la mente establece conexiones que en otras circunstancias se perderían.

—O sea, que si filtramos las interferencias separándolas de los datos que hemos registrado, podríamos recoger alguna señal de actividad que apuntase en la dirección correcta —sugirió Broklaw. Se lo veía mucho más feliz que a mi llegada.

—Es una posibilidad —dije, asintiendo.

Por supuesto, era mucho más fácil decirlo que hacerlo, y a nuestros engineseers les llevó casi todo el día realizar los rituales apropiados. Mucho antes de que hubieran terminado, el zumbido de sus cánticos y las nubes asfixiantes de incienso en torno a sus atriles de datos nos habían hecho salir del centro de mando a todos salvo a los más esforzados. De todos modos, al llegar la noche pude informar a Zyvan de que habían identificado provisionalmente una docena de lugares donde era posible, y sólo posible, que las lecturas anómalas hubiesen indicado actividad humana donde se suponía que no debía haberla.

—¿Y a qué se debe que su gente haya pasado esto por alto anteriormente? —me preguntó, no sin razón.

Sofoqué un estornudo. Todavía me ardían los ojos por el humo acre, pero traté de mantener la compostura.

—No tenían razón alguna para buscarla. Los datos quedaban encubiertos por otras lecturas y sólo buscaban anomalías en el perímetro o cerca de él. Hasta que la teniente Sulla tropezó con el tractor, nadie sospechaba siquiera que pudiera haber herejes acechando en medio del desierto helado.

—Vale —concedió el general supremo. Luego sonrió—. Esperaré con impaciencia el resultado de su búsqueda. Estoy seguro de que está usted impaciente por salir ahí fuera y ponerse a ello.

Al oír aquellas palabras, la sangre se me heló como si ya estuviera expuesto a los mordaces vientos que seguramente soplarían por los pasos de montaña, y tuve que reprimir un escalofrío. Si me las había arreglado para mantener un atisbo de esperanza de poder quedarme a salvo y caliente en el centro de mando mientras le endilgaba el trabajo sucio a algún candidato que se lo mereciera (y tenía pensado al candidato perfecto, pueden estar seguros), la amabilidad de Zyvan lo torpedeó tan eficazmente como una nave de guerra manda a pique a un destructor. Si ahora no demostraba que estaba dirigiendo la operación desde el frente, perdería su confianza, lo cual significaba nada de bañarme en el lujo la próxima vez que consiguiera introducirme en su cuartel general, y basta de agradables veladas sociales disfrutando del genio de su chef personal. De modo que asentí con sobriedad, como el viejo y estoico caballo de guerra por el que me tenía, y traté de no toser.

—Tan ansioso como de costumbre —le dije, y era absolutamente sincero.