CINCO
¡Cuando golpea la mano del traidor, lo hace con la fuerza de una legión!
Señor de la guerra,
HORUS (atribuido)
Para gran deleite mío, las obligaciones extra que Zyvan tan informalmente me había puesto en las manos me retuvieron en Skitterfall durante casi dos semanas, disfrutando de las benignas temperaturas del lugar mientras Kasteen y Broklaw partían con el regimiento hacia el área que nos habían asignado en medio de las tierras heladas del lado oscuro. Tal como yo había previsto, la tropa había afrontado con espíritu festivo la perspectiva de volver a temperaturas bajo cero, y ese entusiasmo se manifestaba en una sucesión de infracciones menores que me tenían ocupado aplicando las normas y tranquilizando a una sucesión de propietarios de bares, pretores y ciudadanos locales atribulados cuyos hijos e hijas al parecer encontraban algo irresistible en todo lo que viniera envuelto en un uniforme de la Guardia. Por fortuna, como siempre, el insustituible Jurgen actuaba como un colchón entre mi persona y los aspectos más pesados de mi trabajo, e informaba a la mayor parte de mis visitantes que el comisario no estaba disponible y que se ocuparía de lo que los inquietaba, fuera de la naturaleza que fuese, en cuanto le resultara posible.
El lado positivo de esto era que, llevado por el interés de aparecer al mismo tiempo interesado y puntilloso, tuve ocasión de visitar una gran selección de bares y salas de juego con la excusa de investigar las denuncias mientras mi asistente se ocupaba del papeleo. Así pude descubrir con gran rapidez algunos lugares estupendos donde pasar mi tiempo de ocio.
Fue una suerte que al finalizar la primera semana las tropas ya hubieran sido desplegadas, lo que me dejó libre para concentrarme en las cuestiones más importantes, como filtrar los informes del comité conjunto de inteligencia y aprovechar al máximo el resultado de mis excursiones de reconocimiento. Era de todo punto impensable que un regimiento pudiera ocuparse de todo un hemisferio sin ayuda, de modo que se los mantenía en reserva en un complejo minero cercano al ecuador desde donde las naves de desembarco de la Benevolencia del Emperador podían, al menos en teoría, trasladarlos a cualquier punto donde existiera la posibilidad de que los atacantes tocaran tierra antes de que llegaran los invasores. Por supuesto, siempre y cuando los tallarnianos y los kastaforeanos no lo solicitasen antes. Eso constituía un auténtico dolor de cabeza para Zyvan, que seguía instando al resto de nuestra fuerza de ataque para que actuásemos conjuntamente y reuniéndonos lo más rápido posible mediante una serie de mensajes astropáticos tajantes. Cinco regimientos para defender a todo un planeta estaba empezando a parecer una broma pesada que iba perdiendo gracia a medida que nos acercábamos al punto álgido.
Como es natural, los tallarnianos estaban encargados del hemisferio tórrido, y debo admitir que eso me producía gran alegría. No me había encontrado con Beije ni con Asmar desde la reunión informativa en la cámara del consejo, pero el saber que estaban en el otro extremo del planeta era un gran alivio. Al menos era poco probable que aquellos abstemios de los arenales frecuentaran los mismos bares y burdeles que nuestros muchachos, tan poco probable como que cualquier soldado del 597.º malgastara su tiempo de descanso yendo a la iglesia. Esto hizo que los enfrentamientos que yo había estado temiendo nunca se produjeran. (Al menos no con los tallarnianos. De más está decir que tuve que intercambiar ficheros de datos con mis colegas del 425.º blindado y de los dos regimientos kastaforeanos con una regularidad pasmosa. O lo habría hecho de no haber estado allí Jurgen para sacarme de encima ese trabajo, citando la apremiante necesidad de reunir informes de inteligencia del general supremo para cubrir mi ausencia).
El desaliento había cundido en el 425.º al verse replegados en Skitterfall durante el futuro previsible en lugar de unirse a los nuestros en los glaciares, ya que Zyvan quería que los tanques defendiesen la capital cuando llegara el invasor. Su lógica era irrebatible, a mi entender, ya que en ese momento me parecía el objetivo más probable para los invasores. También los kastaforeanos estaban desplegados en la zona de sombra, y acudían en apoyo de la FDP donde ésta daba la impresión de máxima debilidad (que, según mi aprensivo modo de ver, era prácticamente en todas partes).
A pesar de todo, tal como resultaron las cosas, la situación fue de lo más conveniente. Fuera cual fuese el estado de disposición en que se encontraban sus hombres, el general Kolbe al menos parecía bastante competente. Es cierto que nunca había estado en un combate real, salvo contadas ocasiones cuando la FDP había sido movilizada por el Arbites para sofocar el tipo de revueltas civiles que surgen esporádicamente en cualquier lugar del Imperio, pero era lo bastante metódico, incisivo y brillante para escuchar mis consejos. Fue él quien sugirió que repasáramos los archivos a la luz de los acontecimientos para ver si había alguna vinculación posible entre algunos de esos incidentes previos y la incipiente actividad del culto.
—Al menos si podemos encontrar una conexión nos dará una idea del tiempo que llevan activos en Adumbria —señaló.
Zyvan asintió con aire pensativo. Nosotros tres, Vinzand y Hekwyn, el jefe del Arbites en el planeta, estábamos reunidos en una sala de conferencias fuertemente protegida del lujoso hotel que Zyvan había elegido como su cuartel general. Como mínimo, el lugar era sumamente cómodo, tal como correspondía a su categoría, y yo no perdí tiempo en agenciarme una habitación allí. Después de todo, se suponía que debía actuar de enlace con su estado mayor, por lo que era de una lógica intachable estar lo más cerca posible ahora que mi regimiento estaba a medio hemisferio de distancia.
—Hasta cierto punto —concedió—. Aunque sería más seguro suponer que llevan infiltrados aquí por lo menos desde hace una generación. Tal vez varias. —Para los tres adumbrianos aquello fue un verdadero golpe, y todavía más cuando yo me manifesté de acuerdo.
—No estaría de más comprobar los registros del puerto estelar de dos siglos a esta parte. Es posible que el culto local haya sido fundado por un puñado de herejes llegados de otro mundo.
Hekwyn, un hombre corpulento con la cabeza rapada y la tez pálida de la mayor parte de los adumbrianos, se puso aún más blanco.
—Eso nos daría millones de nombres —dijo.
Vinzand asintió.
—Tal vez mil millones —reconoció secamente, con la indiferencia hacia las grandes cifras propia de los funcionarios del Administratum. Tomó una nota en su agenda—. Haré que mi personal lo examine, pero francamente, no soy muy optimista.
—Tampoco yo —admití—. Pero ahora mismo tenemos una escasez crítica de datos fiables. Hasta un hilo nos ayudaría.
—Haré que mi gente lo siga desde el final —se ofreció Hekwyn—. Llevamos un control estricto de las zonas de carga para evitar el contrabando. Es posible que hayamos detectado a uno o dos herejes junto con los contrabandistas.
—Excelente —dijo Zyvan—. ¿Alguna pista de sus fuentes callejeras?
Hekwyn se encogió de hombros.
—Vagas en el mejor de los casos. Ha habido unos cuantos incidentes, enfrentamientos entre bandas, por ejemplo, pero si hay un plan detrás de todos ellos, no es fácil de identificar.
—Le echaré un vistazo —dije. Mis años de paranoia me han dado una capacidad para advertir a veces conexiones que a otro con un instinto de supervivencia menos afinado se le podrían pasar por alto. Me volví hacia Kolbe—: ¿Algún incidente fuera de lo común en relación con la FDP?
—Si se refiere a que hayamos sido infiltrados, hasta el momento no hay nada que lo haga pensar —dijo con serenidad—, pero dado el tiempo que pueden llevar activos estos herejes, debemos suponer que los cultistas puedan haber penetrado en la estructura de mando. —El respeto que sentía por este hombre se acrecentó. Según mi experiencia personal, la mayor parte de los comandantes de la FDP se habría indignado ante la sugerencia y habría negado con vehemencia la posibilidad de permitir una investigación en toda regla.
—Lo que yo quería decir es si alguna de sus unidades ha sido atacada —precisé. Desde el ataque a los tallarnianos de hacía cuatro días estábamos preparados para más incidentes similares, pero esa ocasión no acababa de presentarse. Claro que desde entonces habíamos extremado la seguridad y a los herejes ya no les resultaría tan fácil encontrar un objetivo, por más que yo en cierto modo pensaba que era poco probable que eso los disuadiera. Estando los regimientos de la Guardia en estado de alerta y ofreciendo la FDP un montón de objetivos fáciles distribuidos por toda la zona de sombra, era de pura lógica que fueran los siguientes en la línea de fuego. Es cierto que la razón y la lógica no son exactamente requisitos para ingresar en un culto del Caos, de modo que especular sobre lo que van a hacer nunca resulta fácil, a menos que uno esté tan chalado como ellos.
Kolbe negó con la cabeza.
—Desde que usted planteó la cuestión —intervino Zyvan con calma—, ¿qué precauciones están tomando para evitar la infiltración?
—Estamos comprobando los antecedentes en todas las oficinas, empezando en el máximo nivel y bajando hasta el último puesto en la cadena de mando. —Esbozó una sonrisa gélida—. Me complace informarles de que hasta el momento da la impresión de que yo no estoy comprometido.
—¿Y quién investiga a los investigadores? —pregunté, empezando a sentir un hormigueo en las palmas de las manos mientras una espiral sin fondo de desconfianza y sospechas empezaba a abrirse bajo mis pies.
—Buena pregunta —reconoció Kolbe—. Hasta el momento se han investigado entre sí, verificando dos equipos de forma independiente la lealtad de un tercero. Por supuesto, esto no es infalible, pero en cierto modo es una forma de evitar que los colegas cultistas se encubran entre sí. Eso si hay alguno, por supuesto.
—Por supuesto, y mientras tanto nos mantienen ocupados en investigarnos los unos a los otros, detrayendo quién sabe cuántos recursos del Emperador y cuánto tiempo de nuestros hombres… —Me lancé a hablar, súbitamente convencido de que ése había sido el motivo principal de que los cultistas se pusieran en evidencia atacando en primer lugar a los tallarnianos. Pero si su agenda era ésa, teníamos que movernos al mismo ritmo; era imposible tomar otro rumbo. Expresé mis sospechas y Zyvan asintió.
—Yo había llegado a la misma conclusión. —Se encogió de hombros—. Claro que así es el Caos. Una agenda oculta incluso en la acción aparentemente más irracional. —Suspiró irritado—. ¿Por qué es que nunca aparece un inquisidor cuando más se necesita[25]?
Me quedé callado ante aquel comentario, pues había descubierto más sobre la Inquisición y sus métodos de lo que habría querido desde que me había convertido en juguete ocasional de Amberley, pero reflexioné que el hecho de que uno no los vea no significa necesariamente que no estén ahí. Una idea que no me tranquilizó demasiado, ya que no hizo más que acentuar la sensación de paranoia que ya se había apoderado de mí.
—Simplemente tendremos que hacer lo que podamos con lo que tenemos —dije, tan poco seguro como de costumbre sobre cuánto sabría Zyvan sobre mis actividades tangenciales como agente involuntario de la Inquisición. Sin duda, debía de estar enterado de la relación personal que mantenía con Amberley, y era lo bastante astuto como para sospechar que iba más allá de lo meramente social, pero jamás había preguntado y no iba a ser yo quien lo pusiera al tanto voluntariamente[26].
—Sin duda. —Zyvan se puso de pie y se estiró, caminando alrededor de la mesa de conferencias hasta la otra pequeña que había a un lado de la estancia con una jarra de recafeinado, algo de infusión de tanna para mí (que a nadie más se le ocurría tocar, pero como él sabía de mi afición por ese té tenía la consideración de tenerlo disponible) y una selección de tentempiés. Era algo que solía hacer con frecuencia, especialmente si la conferencia se prolongaba durante más de una hora, pero esta vez iba a salvarle la vida.
—¿Puedo servirle algo a alguien ya que estoy de pie?
Antes de que yo pudiera pedir una taza de tanna, ya que lo que quedaba en el fondo de mi taza se había quedado desagradablemente tibio, la ventana estalló bajo la acción de un proyectil bólter que hizo trizas el sillón que el general supremo acababa de abandonar. Me tiré al suelo buscando refugio, sin hacer caso de la granizada de cristales que caían por toda la habitación, sabiendo que los proyectiles explosivos destrozarían cualquiera de las piezas de mobiliario que pudiera usar como cobertura. La única opción era la propia pared, junto a la ventana destrozada, de modo que me pegué a ella, sacando mi fiel pistola láser mientras lo hacía.
No tuve que esperar mucho para identificar un objetivo. Un aullido creciente fuera del edificio terminó abruptamente con un impacto que me dejó los oídos silbando, y el morro de un transporte vehículo aéreo se abrió camino por la abertura de la ventana introduciéndose como una cuña. Observé con aire ausente que se trataba de un modelo descapotable cuyo interior estaba lujosamente cubierto de pieles y cuero de gran calidad. El metal de la carrocería también estaba profusamente adornado con decoraciones de oro, irreconocibles por el impacto con la pared del hotel. El conductor salió volando por encima del volante de bronce del regulador de gravedad cuando mi disparo lo alcanzó en la cabeza, dejando perdido su elaborado peinado, y el pasajero que ocupaba el asiento del acompañante saltó por encima de la chatarra resultante como un poseso armado con un bólter.
Busqué a mis compañeros, pero sólo Zyvan y Kolbe habían reaccionado; ambos habían sacado sus bólter y trataban de hacer blanco. Vinzand estaba agachado en un rincón con la cara convertida en una máscara totalmente blanca, y Hekwyn estaba en el suelo, sangrando profusamente del muñón en que se había convertido su brazo izquierdo.
—¡Ayúdelo! —grité, y el paralizado regente avanzó para tratar de detener la hemorragia antes de que el arbitrator muriera desangrado. No tuve tiempo para prestarles más atención, ya que el chico del bólter alzó la embarazosa arma con tanta suavidad como si llevara el blindaje de un astartes. Disparé. El bólter láser abrió un cráter sangrante en su torso desnudo e hizo desaparecer un tatuaje que me había hecho daño a la vista. Había supuesto que caería, pero vi, lleno de sorpresa y horror, que seguía avanzando con una risita desquiciada.
—¡Maldita sea! —Me tiré al suelo y me aparté de una voltereta cuando me apuntó con el bólter. Milagrosamente logré mantenerme por delante de los proyectiles explosivos que iban trazando una línea en la pared. El fuego cesó de repente cuando sonaron los disparos de dos pistolas bólter casi al mismo tiempo; el hombre del bólter pareció explotar, sembrando restos sanguinolentos por toda la habitación y dejando el lujoso papel pintado hecho una pena—. Gracias —dije para que me oyeran los dos generales, y saqué mi espada sierra para responder a la carga de los dos pasajeros del asiento trasero, que habían empleado el segundo aproximado que tardamos en despachar a su camarada en saltar por encima del cadáver del conductor. Un espacio tan cerrado no es lugar para armas de fuego en semejante tumulto, ya que las posibilidades de darle a un amigo en lugar de a un enemigo son demasiado grandes.
Esto no arredró a los herejes, por supuesto, que parecían totalmente locos por empezar la matanza o mucho me equivocaba. Las venas hinchadas de sus caras arrebatadas lo decían todo. De un salto esquivé a una mujer que lo único que llevaba puesto era una máscara, guantes y botas hasta el muslo. Le di una patada en la corva y la hice caer al suelo justo cuando apuntaba a Zyvan con el stubber que tenía en las manos. A continuación no pude volver a ocuparme de ella, ya que un tipo corpulento como un Catachan vestido de seda rosada me lanzó a la cabeza una maza. La esquivé, lo bloqueé con la espada sierra y le cercené la mano a la altura de la muñeca. Por fortuna o por la gracia del Emperador, la maza siguió su trayectoria reduciendo a pulpa la cabeza de la chica del stubber justo cuando se ponía de pie, después giré sobre mis talones para golpear al tercero en el diafragma. Este era un joven flexible de sexo indeterminado que lucía un traje vaporoso de color púrpura y un maquillaje excesivo.
Él o ella se partió en dos y empezó a reír desaforadamente mientras trataba de levantarse sobre unas manos pringosas de sangre para recuperar la pistola láser que se le había caído al suelo. De una patada lancé el torso hendido hacia atrás, resbalando en el charco de sangre, pero ni siquiera con la ayuda de drogas de combate puede durar demasiado el cuerpo humano en ese estado: el hermafrodita puso los ojos en blanco y después de algunas convulsiones dejó de moverse.
Eso dejaba sólo a uno, el musculitos de rosa. Capté un atisbo de movimiento con el rabillo del ojo y me agaché, eché el codo hacia atrás y di en un diafragma duro como el cemento. Entonces revertí la orientación de mi zumbante arma para cortar hacia atrás por debajo de la axila. Hizo con él un buen trabajo, abriendo en canal su caja torácica; retiré la hoja y me volvía describiendo un arco con el arma para cortarle la cabeza. Para ser sincero, fue un gesto un poco exagerado, aunque tal vez necesario, después de todo. Ya había visto antes la carnicería que podían hacer, y no era descartable que el tipo hubiera continuado luchando hasta que no le quedara ni una gota de sangre a pesar de sus heridas.
—¡Comisario! —me llamó Zyvan desde el otro extremo, junto a la puerta. Cuando alcé la vista vi a los otros cuatro a punto de abandonar la sala. Poco a poco fui dándome cuenta de que en total el combate no había durado más de un minuto—. ¿Está usted bien?
—Bien —respondí con toda la displicencia de que fui capaz mientras enfundaba mis armas—. ¿Cómo está Hekwyn? —No es que me importara demasiado, pero no perjudicaría mi reputación parecer más preocupado por los demás ahora que estaba otra vez a salvo.
—Vinzand detuvo la hemorragia. —Zyvan me miraba de una manera extraña, y por un momento me pregunté qué habría hecho—. Lo recomendaré para una distinción por esto.
—Por supuesto —se unió a él Kolbe mientras yo trataba de ocultar mi sorpresa. Todo lo que había hecho, como siempre, era tratar de salvar mi propio pellejo—. Ya veo que su fama de altruista es totalmente merecida. Luchar contra todos ellos usted solo para que pudiéramos atender a Hekwyn…
Ah, con qué era eso. Mi impulso de buscar refugio junto a la pared me había colocado entre los herejes y los otros, y ellos habían pensado que lo había hecho a propósito. Me encogí de hombros con toda la modestia posible.
—El Imperio necesita a sus generales —dije—. Y siempre se puede conseguir otro comisario.
—No uno como usted, Ciaphas —replicó Zyvan, usando por primera vez mi nombre de pila. Eso era más cierto de lo que él imaginaba, por supuesto, de modo que me limité a aparentar azoramiento y volví a preguntar por Hekwyn. Estaba de color grisáceo, incluso para un adumbriano, y me quedé un poco más tranquilo cuando vi a un sanitario entre la guardia personal de Zyvan, que estaba tomando posiciones a lo largo del corredor rifles infernales en mano.
—Podéis descansar —les dije—. El general supremo está a salvo. —No tenía sentido perder la ocasión de subrayar levemente mi supuesto heroísmo mientras tenía ocasión de hacerlo.
El comandante de la Guardia parecía un poco cohibido ya que había tardado casi dos minutos en responder al ruido de los primeros disparos. Claro que el hotel era enorme y Zyvan había insistido en que nuestra conferencia se celebrara en un lugar apartado, de modo que supongo que realmente no era culpa suya. Sea como fuere, había compensado su leve retraso al poner a Hekwyn bajo atención médica con encomiable prontitud y al insistir en que Vinzand también fuera atendido: el regente presentaba signos de conmoción, de lo cual no podía culparlo, ya que era un civil y no estaba habituado a este tipo de cosas.
—¿Cómo burlaron nuestro cordón de seguridad? —preguntó Zyvan.
El comandante de la Guardia mantuvo una breve pero intensa conversación con alguien que se encontraba al otro extremo de su intercomunicador.
—Utilizaban los códigos de seguridad adecuados —confirmó después de un momento. Kolbe y Zyvan se miraron.
—Supongo que eso responde la pregunta sobre si la FDP estaba comprometida de alguna manera —intervine.
El comandante de la Guardia frunció el entrecejo.
—Lo siento, señor, tal vez no he sido demasiado claro. Los códigos identificaron el vehículo como perteneciente a un miembro del consejo de aspirantes.
—Averigüen a quién y arréstenlo —ordenó Zyvan. El comandante saludó y partió corriendo. El general supremo se volvió hacia Kolbe y hacia mí—. Esto se pone cada vez mejor.
—Sin embargo, no tiene sentido —apunté. Volvía a sentir el cosquilleo en las palmas de las manos. Había algo que se nos escapaba, estaba seguro—. Si tuvieran a alguien en lugar tan destacado, sería descabellado ponerlo al descubierto llevando a cabo un ataque tan arriesgado. Tenían que saber que sus posibilidades de éxito eran mínimas. —Y eso por decir poco. Con civiles sin entrenamiento, por fanáticos que fueran, no tenían ninguna posibilidad de prevalecer sobre una habitación llena de soldados. Es cierto que la muerte de Zyvan habría descabezado nuestra estructura de mando, pero aun así…
—¡Que desalojen el edificio! —grité cuando caí en la cuenta. Esto era una maniobra de distracción, tenía que serlo. El ataque principal tenía que ser en otro lugar o de otra clase, y la paranoia instintiva que acechaba en el fondo de mi cráneo me decía que era lo más probable. A pesar de la clarísima ruptura del protocolo empujé a los dos generales—. ¡Vamos, corran!
—Evacúen el edificio —fue la escueta orden de Zyvan por su intercomunicador mientras se lanzaba corredor abajo.
Después de un momento en que me miró absolutamente atónito, Kolbe lo siguió. Aquél podría haber sido un momento de satisfacción para mí, pues forman un grupo muy selecto los hombres vivos que puedan vanagloriarse de haber dado órdenes a un general supremo, y mucho menos de haber sido obedecidos, pero supongo que él se sentía un poco más inclinado a hacerme caso por mi categoría de comisario[27].
Mientras los veía alejarse, todas las fibras de mi ser me urgían a seguirlos, o incluso a ir por delante de ellos si conseguía adelantarlos en el estrecho corredor atestado de costosos objetos inservibles reposando sobre delicadas mesillas, pero me obligué a permanecer donde estaba. Si me había equivocado sobre la percepción de la amenaza y en realidad de lo que se trataba era de obligarnos a salir a un espacio abierto, correría directo a una trampa, y no me atrevía a hacerlo. A pesar del riesgo, tenía que asegurarme. Volví atrás, a la sala de conferencias.
Tal como recordaba, la estancia estaba hecha un desastre. La chatarra en que se había convertido el vehículo aéreo fue lo primero que me salió al paso. Después de trepar por los restos astillados de la gran mesa y de resbalar en alguna víscera por allí tirada, me metí en el ruinoso vehículo. El conductor muerto se me puso en el camino, de modo que lo cogí por el cuello y lo lancé al exterior, donde cayó desde el piso treinta, aproximadamente, hasta la calle. Reparé tarde en que la totalidad del estado mayor de Zyvan debía de andar rondando ese lugar, y confié en que no hubiera caído encima de ninguno de sus miembros, y menos aún del general supremo. Esa habría sido la peor de las ironías. (Resulta que cayó sobre una marquesina sin hacer daño a nadie, o sea que salió redondo).
No tenía sentido tratar de abrir alguna de las escotillas de mantenimiento, ya que el metal estaba tan retorcido que hacía inútil cualquier intento, de modo que puse al máximo el selector de mi espada sierra y corté la delgada chapa haciendo saltar chispas con profusión y produciendo un sonido chirriante que me dio auténtica grima. Sin hacer el menor caso de lo irregular del corte y del consiguiente riesgo para mis dedos (los de verdad) abrí los improvisados alerones, descargando toda la presión posible en los auménticos.
Miré el interior del compartimento del motor y sentí que se removían las tripas. No me había equivocado.
—Las baterías han sido manipuladas para explotar —informé por el intercomunicador—. ¡Pónganme con un tecnosacerdote… ahora! —No tenía margen para salir corriendo, de eso estaba seguro; jamás conseguiría salir a tiempo del edificio. Incluso era discutible que hubiera podido huir junto con los demás, que seguramente a esas alturas no habrían llegado más allá de la escalera de incendios.
—Al habla el cogitador Ikmenedies —dijo una voz en mi oído con las cadencias planas, sin modulaciones, de una unidad de voz implantada—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Tengo ante mí un temporizador —le dije— conectado a lo que parece el depósito de promethium de un lanzallamas. Ambos están conectados a las baterías del vehículo aéreo que se estrelló contra el edificio. Al temporizador le queda un recorrido de menos de un minuto. —Con un súbito estremecimiento de horror observé que el cable que lo conectaba a las baterías se había soltado con el impacto. De no haber sido por eso era probable que hubiera detonado casi en el momento en que los herejes impactaron contra el edificio. Ahora el temporizador avanzaba a trompicones, descontando unos cuantos segundos y parándose a continuación antes de reanudar su marcha inexorable hacia el cero—. Necesito que me dé instrucciones para desactivarlo. —Por un instante me pregunté si el fallo me daría tiempo suficiente para salir corriendo, pero la lógica se impuso sobre el impulso de huir, con el convencimiento de que con eso sólo conseguiría que mi cadáver hecho pedazos quedara sepultado bajo el edificio cuando éste se derrumbara.
—Los misterios del Dios Máquina no pueden revelarse así como así a los no consagrados —sonó la voz de Ikmenedies.
Rechiné los dientes.
—A menos que quiera explicárselo a él en persona en menos de un minuto, eso es precisamente lo que tendrá que hacer —lo amenacé—. Porque si no puedo desactivar la maldita bomba voy a emplear los últimos segundos de mi vida en organizar un pelotón de fusilamiento.
—¿Cuál es la fuente de alimentación de las baterías? —preguntó Ikmenedies con su tono monótono habitual, pero con una prisa casi indecente.
—Hay un cable que va a las baterías. Ya está suelto. —Extendí la mano hacia él—. Puedo desenchufarlo fácilmente.
—¡No lo haga! —No sé cómo, pero el tecnosacerdote consiguió transmitirme una sensación de pánico con su voz mecánica—. El aumento de potencia dispararía el detonador. ¿Hay algún cable que lo conecte con el depósito de promethium?
—Sí, dos —dije, tratando de calmar mi desbocado corazón y dando gracias al Emperador por tener todavía dos dedos que no temblaban como reacción a mi error casi fatal.
—Entonces debería ser simple —decidió Ikmenedies—. Todo lo que tiene que hacer es cortar el rojo.
—Los dos lo son —repliqué después de examinarlos un momento.
Oí que maldecía entre dientes, y luego se produjo una pausa.
—Tendrá que dejarse llevar por su buen juicio.
—¡De qué buen juicio me habla! —dije casi a gritos—. Soy un comisario, no un mecano. Se supone que éste es su negociado.
—Rezaré para que el Omnissiah guíe su mano —declaró Ikmenedies, lo cual fue una gran ayuda. Eché una mirada al temporizador y vi que sólo me quedaban unos segundos. Bien, tenía el cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir, mucho más de lo que había tenido en algunas de las circunstancias a las que me había enfrentado a lo largo de los años, de modo que escogí un cable al azar, lo envolví con mis dedos auménticos, respiré hondo y cerré los ojos. Por un momento, el miedo me paralizó el brazo hasta que el reflejo de supervivencia entró en juego y me recordó que si no actuaba pronto, moriría sin remedio. Tiré del cable espasmódicamente con un quejido de aprensión. Se soltó con una facilidad pasmosa.
—¿Comisario? Está ahí, comisario.
Tardé un instante en tomar conciencia de la voz que sonaba en mi oído y solté todo el aire que tenía en los pulmones con indecible alivio.
—Cuando vea al Omnissiah puede darle las gracias —dije, dejándome caer en la mullida tapicería.
—¿Ciaphas? —La voz de Zyvan sonó con una mezcla de preocupación y curiosidad—. ¿Dónde está? Creíamos que venía detrás de nosotros.
—Sigo en la sala de conferencias —le expliqué, notando por primera vez que la mesa de refrigerios había conseguido sobrevivir al desastre. Salí del vehículo aéreo y avancé hacia ella tambaleándome y sorteando los restos más grandes de los herejes. La tetera todavía estaba caliente, de modo que me serví una jarra a rebosar—. Después de tanto jaleo creo que me apetece un poco de té.