CUATRO

CUATRO

Jamás será decepcionado quien no espere gratitud.

Eyor Dedonki

Memorias de un pesimista, 479.M41

—No cabe la menor duda —dijo el general supremo Zyvan, haciendo una pausa efectista que aprovechó para recorrer con la mirada toda la cámara del consejo—. La amenaza contra vuestro mundo es aún mayor de lo que temíamos.

Los grandes y nobles de Adumbria allí reunidos, o, para ser más precisos, los ricos y poderosos, lo cual, según mi experiencia, no es en la mayoría de los casos exactamente lo mismo, aunque debería serlo en una galaxia justa y equitativa, reaccionaron tal y como yo esperaba. Algunos tenían el aspecto de haber sufrido una grave indigestión, otros se pusieron pálidos y la mayoría se limitó a mirarlo con la misma expresión de incomprensión bovina que tan a menudo había visto en gente tan habituada a la imbecilidad que simplemente carecía de la capacidad intelectual que se requiere para asimilar las malas noticias aunque se comuniquen en el lenguaje más simple. Eran unos doce, todos de la aristocracia local por lo que pude ver, aunque se me escapaba cuáles eran los méritos que los hacían dignos de estar allí, como no fuera, tal vez, la falta de mentón[22].

La única excepción era el hombre que presidía la reunión y al que habían presentado como el regente planetario. Yo no lo conocía de nada, pero por lo que había oído era el gobernador en funciones de este mundo dejado de la mano del Emperador, de modo que no perdí ocasión de sonreírle afablemente cada vez que se cruzaban nuestras miradas. El me devolvía la sonrisa con una inclinación de cabeza, de donde colegí que o bien era mucho menos envarado que la colección de bastardos aristócratas que nos rodeaba, o estaba al tanto de mi reputación. Extrañamente, iba vestido como un burócrata de alta jerarquía, aunque al menos eso era garantía de que tenía cierta idea de cómo funcionaban realmente las cosas, de modo que decidí no perderlo de vista. Por lo que oí, su hombre era Vinzand, y la asignación del cargo le había llegado como una desagradable sorpresa, lo cual encontré tranquilizador, ya que, según mi experiencia, el último al que debe entregarse el poder real es aquel que realmente lo desea.

—Por supuesto, se está refiriendo al ataque de que fueron objeto sus soldados —asintió, alisándose el pelo blanco, que todavía formaba un marco abundante a su cara, y recogiendo las mangas de su ropón carmesí, que era dos tallas más grande de lo que necesitaba. No sé por qué incongruencia me recordó a Jurgen y reprimí una sonrisa que hubiera parecido totalmente inadecuada en las presentes circunstancias—. Espero que los heridos se estén recuperando satisfactoriamente.

—Muy bien, gracias —dijo el coronel Asmar haciendo un gesto despectivo hacia mí. No tenía la menor idea de por qué tenía que mostrarse tan despectivo cuando le habíamos salvado el trasero, como no fuera porque le resultaba embarazoso sentirse en deuda con otro regimiento, aunque era algo totalmente imbécil. De haberse dado las circunstancias al revés, nosotros habríamos agradecido la ayuda, y si él prefería acabar como señuelo para un traidor, peor para él. Por supuesto, era algo más profundo, pero en ese momento yo no tenía datos para saber qué era lo que lo estaba reconcomiendo.

—La oportuna intervención del comisario Cain sin duda cambió las tornas —declaró Zyvan para mi satisfacción, y Kasteen me dedicó una sonrisa. Estábamos sentados junto con los demás coroneles de los regimientos y sus comisarios en una mesa larga que abarcaba todo un lado de la cámara del consejo, dejando que Zyvan y su estado mayor ocuparan el lugar de honor sobre una pequeña plataforma enfrente de los delegados, sentados todos tras sus atriles de datos como un puñado de estudiantes de la schola un poco excedidos de edad y de vestimenta. Los demás valhallanos estaban a continuación de nosotros, por supuesto, a nuestra derecha, y los dos regimientos kastaforeanos con Asmar y Beije en el otro extremo, lo más lejos posible de Kasteen y de mí. En realidad, esto me parecía estupendo.

Vinzand estaba sentado casi enfrente de nosotros, en un lugar desde el cual podía observar al general supremo y a sus propios parásitos aristócratas con igual atención, rodeado por los haraganes de bajo rango del Administratum, que parecían muy atareados en tomar notas abundantes de todo lo que se decía y hacía. Entre los allí reunidos sólo había otra persona que destacaba sobre los demás. Era un tipo delgado con atuendo militar, un sencillo uniforme gris cuyo único adorno eran las insignias de su rango y que no podía distinguir por estar demasiado lejos. Todo lo observaba con sus ojos pálidos de un tono similar al de su uniforme.

—Ha habido protestas de la Orden de la Luz Imperial —dijo Vinzand en tono medido—, sobre daños a la estructura de su propiedad y la pérdida de gran número de reventones.

Después de haber degustado aquello casi en todas las comidas desde nuestra llegada, tenía la sensación de que no era una gran pérdida, pero traté de aparentar que me importaba.

—Le ruego les haga llegar mis disculpas más enérgicas —me excusé—, pero dadas las circunstancias creí que no había otra posibilidad.

—¿Qué no había otra posibilidad? —saltó Beije rojo de indignación—. ¡Has profanado un santuario! En nombre del Emperador, ¿en qué estabas pensando?

—Estaba pensando que tu coronel y sus hombres estaban a punto de ser masacrados por los herejes —repliqué—. ¿Cómo podía un sirviente leal de su divina majestad quedarse al margen y permitir que aquello sucediera?

—Hubiéramos preferido perecer antes que ser salvados a costa de una blasfemia —declaró Asmar con tono admonitorio.

Tuve que sofocar un estallido de incrédula ira.

—Lo tendremos en cuenta la próxima vez —dije con tanta blandura como pude, y tuve la callada satisfacción de ver cómo se endurecía su expresión al tiempo que Zyvan contenía una sonrisa.

—Nuestros zapadores ya están allí reparando los daños —intervino Kasteen, nada dispuesta a perder una oportunidad más de dar a Asmar otro codazo en las costillas—. ¿Tal vez podrían hacer que algunos de los suyos colaboraran?

—Tenemos poco tiempo para fortificaciones —dijo Asmar— que no sean la ciudadela de nuestra fe en el Emperador. No perdemos el tiempo con barreras puramente físicas.

—Me parece bien. —Kasteen se encogió de hombros—. Nos ocuparemos de que los sacerdotes consagren unos cuantos ladrillos en su nombre, si lo desean. —Mostraba una cara tan impávida que por un momento no supe muy bien si estaba bromeando, y después de mirarla con desconfianza uno o dos segundos, Asmar asintió.

—Eso sería aceptable.

—Bien —concedió Zyvan—. Si nos permiten volver a lo que nos interesa, da la impresión de que podríamos enfrentarnos a una guerra en dos frentes. Mientras la flota atacante se acerca, podemos prever más ataques de sus confederados para poner obstáculos a nuestra capacidad de respuesta.

—¿Hasta qué punto son una amenaza esos insurgentes? —preguntó Vinzand.

A modo de respuesta, Zyvan hizo un gesto en mi dirección.

—Probablemente el comisario Cain sea el más indicado para responder a eso. De los hombres bajo mi mando es el que ha combatido con mayor número de agentes de los Poderes Ruinosos cuerpo a cuerpo.

Me puse de pie con un lacónico encogimiento de hombros.

—He tenido ayuda —dije, haciendo gala de mi reputación de modesto heroísmo y disfrutando de la oleada de diversión que se extendió por la estancia—. Por lo general, de un ejército. Sin embargo, supongo que es cierto que me he topado más veces que la mayoría con los herejes y sus maquinaciones. —Salí de detrás de la mesa para que los aristócratas de corto entendimiento pudieran verme bien. La mayor parte de ellos parecían apabullados por la perspectiva de que un héroe del Imperio les diera una charla informativa.

—Entonces, estoy seguro de que sus observaciones resultarán de lo más esclarecedoras —comentó Vinzand en un tono de voz que hizo innecesario añadir «deje pues de jugar a las adivinanzas y adelante con ello». Yo empezaba a sospechar que el de regente era algo más que un título de fantasía.

—Por supuesto —accedí—. Los cultos del Caos son insidiosos y pueden surgir prácticamente en cualquier parte, alimentándose de los especímenes más bajos y degenerados de la humanidad. Sin embargo, su mayor amenaza es que al expandirse abarcan a un número cada vez mayor de acólitos que al principio tal vez no tengan conciencia de qué es eso a lo que se están uniendo. Tal vez piensen que es una banda callejera, un movimiento político o un club social con una determinada desviación sexual. Sólo cuando se va extendiendo la corrupción por obra y gracia del poder que lo patrocina empiezan a darse cuenta de las dimensiones de aquello de lo que forman parte, y para entonces las mentiras y los engaños son demasiado fuertes. El daño ya lo han sufrido y ni siquiera les interesa.

—Entonces, ¿cómo sabemos cuál es la diferencia? —preguntó el hombre de gris de la esquina—. No podemos investigar a todas las organizaciones sociales y criminales de la ciudad.

—Ha dado usted en el clavo, señor —dije. Aunque todavía no tenía pistas sobre quién era, daba la impresión de ser alguien con autoridad, y había tenido el buen juicio de no hablar hasta que no tuvo una pregunta específica que plantear. Dadas las circunstancias, pensé que era mejor ser cortés—. Pero créame, el problema no se limitará a la ciudad. Es probable que a estas alturas los cultos estén establecidos en todos los centros de población importantes. Si muestran la mano abiertamente es porque piensan que son lo bastante fuertes como para no temer a las represalias.

—O el pánico se ha apoderado de ellos —interrumpió Beije— al entender que la ira de los sirvientes del Emperador está a punto de caer sobre ellos…

—Eso debería hacer que se metieran bajo tierra —señalé moderadamente. Me miró con furia y cerró la boca.

El hombre de gris asintió.

—Hasta ahí parece evidente. —Se volvió hacia Vinzand, pasando por alto ostensiblemente a la ralea de aristócratas—. Tendré que consultar con el Arbites[23] para ver si han observado algo fuera de lo común.

—Por supuesto, general —asintió Vinzand, y yo agradecí en lo más íntimo el impulso que me había llevado a ser cortés: éste debía de ser el comandante de la FDP local. Seguramente serían tan indisciplinados como la mayoría de los de su clase, pero al menos su líder daba la impresión de que sabía lo que hacía[24]. Vinzand se volvió hacia Zyvan—. Me permito sugerir que el general Kolbe sirva de enlace con su gente. Su mayor experiencia en estas cosas podría resultar útil.

—Por supuesto. —El general supremo se volvió hacia mí—. Tal vez el comisario Cain podría disponerlo todo puesto que él y el general ya tienen un conocido común.

Verán, tal vez usted piensen que soy bastante espeso, pero hasta ese momento no había sonado la campana y no se me había hecho patente la importancia del nombre del general.

—¿Cómo se encuentra su hijo? —pregunté, esperando haber acertado. Resultó que había dado en el clavo, lo que vino a corroborar mi fama de estar encima de los pequeños detalles.

Kolbe padre asintió.

—Se recupera bien, gracias.

—Me alegra oírlo —dije—. Dio muestras de un valor ejemplar en circunstancias sumamente difíciles.

El general Kolbe se hinchó un poco de orgullo paterno. Habría de enterarme más tarde de que la decisión de su hijo menor de ingresar en el cuerpo de pretores y no en la carrera militar había dado lugar a ciertas desavenencias, y que el incidente del puente había sentado las bases para una reconciliación que ambos hubieran sido demasiado tozudos para intentar en otras circunstancias, de modo que al menos algo bueno había resultado de ello. (Aparte de una pila de herejes muertos, por supuesto, cosa que siempre le alegra a uno el día). Con el rabillo del ojo pude ver que Beije apretaba los dientes al ver que yo hacía amistad con otro alto cargo, lo cual contribuyó a aumentar el disfrute del momento.

—Eso está hecho, entonces —dijo Zyvan—. Reuniremos un comité de inteligencia conjunto para condensar la información que tenemos. El regente será informado de todo lo que podamos determinar en el momento adecuado.

—Eso es de todo punto inaceptable —intervino una nueva voz cuando uno de los petimetres de cuidada indumentaria se inclinó sobre su atril. Para ser sincero, hasta ese momento yo casi me había olvidado de que estaban allí. Fue como si una de las sillas hubiera incurrido en la temeridad de interrumpir.

Zyvan lo miró frunciendo el ceño, como un eminente autor trágico que escrutase entre las luces para tratar de identificar a un espectador borracho.

—¿Y quién viene a ser usted?

—Adrien de Floures van Habieter Ventrious, de la Casa Ventrious, heredero legítimo del… —Un repentino clamor de indignación de todos los demás parásitos vino a ahogar el resto de su frase y se mantuvo hasta que Vinzand decididamente llamó al orden a los presentes.

—Uno de los miembros del Consejo de Pretendientes —corrigió, y Ventrious asintió con gesto adusto, aceptando la puntualización.

—Así es, por el momento —admitió—, y por lo tanto tengo derecho a ser informado de todo lo que afecta a nuestro mundo. Especialmente en las difíciles circunstancias actuales. ¿Cómo si no podremos llegar a un consenso rápido y efectivo sobre lo que hay que hacer?

—Una cuestión de procedimiento si se me permite. —Un joven pálido y descolorido vestido con calzas color turquesa y una camisa ribeteada de piel se puso de pie, con el acné rojo como la grana por la vergüenza. Cruzó una mirada con Zyvan y le hizo una torpe reverencia—. Humbert de Truille, de la Casa de Truille. Hum, ya sé que no he asistido a muchas reuniones y eso, pero, hum, bueno, ¿no se supone que existen comités de crisis y todo eso? Para que el regente pueda actuar sin tener que convocar al consejo en caso de, bueno, de emergencia, quiero decir.

—Lo hay —confirmó Vinzand—. ¿Y usted quiere llegar a…?

Humbert se ruborizó aún más.

—Bueno, a mí me parece que, vaya, ésta es una especie de emergencia. ¿No debería usted convocarlos o algo así? De esa manera las cosas no quedarían atascadas como de costumbre.

—¡Totalmente inadmisible! —sonó atronadora la respuesta de Ventrious acompañada de un golpe al atril mientras varios de los demás zánganos asentían con gesto de aprobación—. Eso pondría totalmente en cuestión la razón de ser del consejo. ¿Cómo voy…? —Se corrigió rápidamente—. ¿Cómo va a gobernar con eficacia el que llegue a ser designado tras ser dejado de lado durante la mayor crisis a la que se ha enfrentado nuestro mundo?

—Con mucha mayor eficacia que después de ser masacrado por los herejes —apuntó Zyvan, cuya voz resonó aún más por el hecho de no gritar—. Debería aceptarse la sugerencia del chico.

—De ninguna manera —intervino otro petimetre sin dos dedos de frente—. La Casa Kinkardi no lo apoyará.

—De todos modos, la propuesta se ha hecho —insistió Vinzand sin inmutarse—. Todos los que estén a favor sírvanse indicarlo de la manera habitual. —La elegante ralea se lanzó sobre las runas de sus atriles y un antiguo hololito relució en el podio proyectando en el aire tres grandes puntos y una multitud de otros de color rojo. Zyvan asintió con parsimonia mientras estudiaba los resultados.

—Antes de emitir sus votos finales, les ruego tengan en cuenta que la alternativa es la imposición de la ley marcial. No se equivoquen. No deseo tomar una medida tan drástica, pero lo haré si la otra alternativa es dejar a nuestras fuerzas en un punto muerto por falta de un liderazgo claro. —Su voz tenía otra vez ese tono de «malditos sean los proyectiles de plasma» que hizo que varios de los consejeros se encogieran visiblemente en sus asientos. Poco a poco, los puntos rojos empezaron a transformarse en verdes, aunque todavía había algunos que seguían relumbrando desafiantes. Una mirada a Ventrious me confirmó sin la menor duda que uno de ellos era suyo.

—La moción queda aprobada —dijo Vinzand, optando por la táctica de no festejar el resultado—. Por consiguiente, se transfiere la autoridad ejecutiva suprema al regente mientras dure la situación de emergencia.

—Bien. —Zyvan se permitió una gélida sonrisa—. Entonces, si son tan amables de abandonar la cámara podremos ponernos a trabajar. —Un aullido de indignación surgió del sector de la aristocracia allí reunida al darse cuenta de que habían votado su propia exclusión.

—¡Caballeros, por favor! —Vinzand trató en vano de restablecer el orden—. Esto es impresentable. ¿Quiere tener la bondad de retirar ese comentario el delegado de la Casa Tremaki?

—Permítame. —Zyvan señaló con un gesto a nuestra mesa—. Comisarios, ¿serían tan amables de escoltar a los consejeros hasta el vestíbulo? Parece que necesitan que les dé el aire.

—Encantados —respondí, y tres figuras con guerrera negra se pusieron de pie para respaldarme. Pude observar que Beije lo hacía con mucha mayor lentitud e iba a remolque del resto de nosotros mientras arreábamos a los aristos fuera de la sala y cerrábamos la puerta tras ellos, atenuando así abruptamente el ruido.

—Bien. —Zyvan se relajó por primera vez desde nuestra llegada y se recostó en su sillón con evidente satisfacción—. Ahora, salgamos a cazar herejes.