UNO

UNO

Cuanto más nos sonreía y nos llamaba amigos, tanto más sujetábamos nuestros bolsillos.

ARGUN SLYTER

La estratagema de Wastrel acto 4, escena 1

Ya he tenido cuota más que suficiente de sorpresas desagradables a lo largo del siglo aproximado que llevo combatiendo a los enemigos del Emperador, cuando no había posibilidad de salir corriendo o de esconderse de ellos, pero la repentina aparición de Thomas Beije en los corredores de la Benevolencia del Emperador es algo que todavía no puedo recordar sin un estremecimiento. Y no porque la situación pusiera en peligro mi vida de una manera particular, lo cual ya de por sí era bastante raro teniendo en cuenta el tipo de sorpresas que generalmente recibía, sino porque la imbecilidad supina que el personaje desplegó a continuación me provoca una curiosa sensación de enfado. El hecho fue que casi acabó poniendo un mundo imperial en manos de los Poderes Ruinosos, envuelto en papel celofán y con un bonito lazo rosa y, lo que es peor, podría haber desembocado en mi ignominiosa ejecución de no haber tomado las cosas el cariz que tomaron. A todo esto se suma la oleada de recuerdos indeseables que su presencia me evocó en ese momento. Nunca me había caído simpático, desde la época en que ambos éramos comisarios cadetes en la Schola Progenium, y supongo que me habría seguido cayendo así aunque no le hubiera dedicado un solo pensamiento después de que fuimos considerados aptos para imponer nuestra presencia a un regimiento cualquiera y para ser enviados a cualquier punto de la galaxia. (Aunque tengo la fundada sospecha de que, en mi caso, entregarme la banda escarlata y mostrarme educadamente dónde estaba la puerta les pareció la forma más fácil de evitar que todos mis tutores renunciaran en masa.)[1]

—Ciaphas. —Acompañó el saludo con una inclinación de cabeza, como si siempre nos hubiéramos llevado bien, y con una sonrisa tan sincera como la de un eclesiarca distribuyendo galletas enfrente de los transmisores de imagen con su propia cara mofletuda manchada de chocolate—. Me enteré de que estabas a bordo.

Eso no me sorprendió. A esas alturas de mi carrera, mi reputación me precedía adondequiera que fuese, allanando el terreno de una manera que a menudo me hacía la vida mucho más fácil y, como para compensar, arrastrándome a veces a situaciones tan peligrosas que sólo de pensarlo se me hacía un nudo en el estómago. Lo más seguro era que para entonces, a tres días de Kastafore[2], todos los tripulantes de la nave estuvieran enterados de que Cain, el Héroe del Imperio, estaba a bordo y o bien aparentaran que no se dejaban impresionar por ese tipo de cosas o bien trataran de encontrar la manera de rozarse conmigo para favorecer sus propias carreras a la sombra de mi éxito personal. Bueno, pensé, buena suerte a todos lo bastante ilusos para intentar lo segundo.

—Beije —respondí con un gesto que era apenas un amago de saludo, fastidiado porque hubiera usado mi nombre de pila. Jamás habíamos sido amigos en la schola, y el hecho de que ahora se creyera eso me sacaba de mis casillas. Bien pensado, no recuerdo que él tuviera algún amigo, sólo un pequeño grupo de amigotes tan beatos y engreídos como él, siempre cantando las loas del Emperador o corriendo a los superintendentes para chivarse de las infracciones insignificantes de otros estudiantes. La única ocasión en que alguien se alegraba de verlo era en la pista de scrumball, donde lo aporreaban con entusiasmo a la menor oportunidad, tuviera o no la pelota—. No tenía la menor idea de que formaras parte de esta pequeña excursión.

La sonrisa se le ladeó un poco al tomar nota de la pequeña pulla, pero era lo bastante listo para darse cuenta de que montar un lío por ello en público no era una buena idea. Los corredores se iban llenando de altos oficiales de la Guardia, entre los cuales destacaban las casacas negras y las bandas escarlata de un puñado de comisarios como yo, que se dirigían hacia uno de los salones de esparcimiento donde se suponía que el general supremo iba a celebrar una sesión informativa dentro de unos minutos. No en persona, por supuesto, ya que viajaba con cierto estilo en la nave insignia de la flotilla, pero los tecnosacerdotes habían improvisado un sistema para que se transmitiese la imagen a todas las naves de la fuerza expedicionaria de modo simultáneo antes de hacer la transición a la disformidad.

—Yo no me atrevería a calificar de excursión el enfrentamiento con los enemigos de la humanidad —dijo con gesto envarado—. Es nuestro sagrado deber preservar los benditos dominios del Emperador de la menor mácula de los impuros.

—Claro que sí —respondí, sintiéndome tan incapaz como casi treinta años antes de resistirme a la tentación de meterme con aquel pequeño meapilas—, pero estoy seguro de que a él no le molestaría que nos divirtiéramos un poco mientras lo hacemos. —De más está decir que los horrores de todo tipo que pudieran estar aguardándonos no tenían absolutamente nada que ver con mi idea de lo que es divertido, pero ése era el tipo de cosas que se suponía decían los héroes, y le cayó bien a la multitud que nos rodeaba y que trataba de aparentar que no estaba escuchando nuestra conversación.

—Lamento interrumpir su tertulia, comisario —la coronel Kasteen carraspeó y echó una mirada al cronógrafo con estudiada displicencia—, pero creo que sería poco cortés hacer esperar al general.

—Gracias, coronel —contesté, agradecido por su intervención y haciéndoselo notar con una mirada que ninguno de los presentes a excepción del mayor Broklaw, su segundo, habría sabido interpretar. Nuestros años de servicio juntos[3] nos habían permitido entablar una relación tan próxima a la amistad como lo permitían nuestros respectivos puestos y que contribuía en no pequeña medida a la buena marcha del regimiento.

—¿Es ésta tu coronel? —preguntó Beije con mal disimulada incredulidad. Kasteen apretó la boca en un intento de contener su respuesta instintiva que, por mi larga experiencia, sabía que sería corta, concisa y anatómicamente improbable.

Satisfecho de poder retribuir el favor que acababa de hacerme, asentí.

—Ciertamente lo es —dije—, y sumamente buena. —Después rompí a reír y le di a Beije unas palmaditas en la espalda que, según mis recuerdos de los días en la schola, era algo que siempre había detestado—. No creo que hayas olvidado cómo se leen las insignias de grado.

—No había reparado en ellas —farfulló, poniéndose cada vez más rojo. Bueno, tal vez fuera cierto. Kasteen tenía una figura espectacular aunque bastante musculosa, y tal vez no se había molestado en alzar tanto la vista—. Tú me las tapabas.

—Es probable —dije, sin resistirme a prolongar un poco más su incomodidad procediendo a hacer las presentaciones—. Coronel, permítame presentarle al comisario Tomas Beije, antiguo compañero de clase. —Kasteen lo saludó con una inclinación de cabeza informal que Beije imitó con celo un poco excesivo, tratando de compensar su omisión de las buenas maneras—. Beije, ésta es la coronel Regina Kasteen, comandante del 597.º valhallano. Y el mayor Ruput Broklaw, su segundo al mando.

—Comisario. —Broklaw le alargó una mano que Beije estrechó tras un momento de vacilación, haciendo una mueca de dolor cuando el mayor le apretó la suya. Había intentado lo mismo conmigo cuando nos conocimos, y yo había dado las gracias por los dedos auménticos de mi mano derecha—. Cualquier amigo del comisario Cain es siempre bienvenido entre nosotros.

—Gracias. —Beije recuperó su mano, aunque no era muy probable que hubiera captado que el tono de Broklaw en realidad lo dejaba fuera de aquella invitación general. Comprometido por las convenciones sociales, señaló con un gesto vago a los dos hombres que tenía a su lado—. El coronel Asmar, del 229.º tallarniano y el mayor Sipio, su segundo.

Eché otra mirada a Kasteen y a Broklaw, divertido por el contraste que se advertía entre los dos grupos. Mientras que los de Tallarn eran bajos y de tez oscura y vestían las guerreras holgadas de su mundo desértico, los valhallanos eran de lo más diversos. Kasteen llevaba la cabellera pelirroja en una cola de caballo y tenía unos ojos azules tan claros como los cielos que cubren los campos helados de su mundo natal, mientras que los ojos gris pizarra de Broklaw eran fiel reflejo del pelo oscuro como la noche que enmarcaba su cara. Teniendo en cuenta lo que ellos consideraban el calor asfixiante de las áreas fuera de las que teníamos asignadas y que, como de costumbre, mantenían refrigeradas a temperaturas que cortaban el aliento, iban vestidos con sencillos trajes de faena y sólo llevaban en el cuello las insignias propias de su rango. Para ser justos, pues, supongo que se podía disculpar a Beije por no haberse dado cuenta en un primer momento de quiénes eran, aunque eso no iba a impedir que su embarazosa situación me divirtiera.

—Encantado —les dije a los dos oficiales—. Tienen ustedes una formidable reputación como guerreros. Estoy ansioso por oír hablar de las gloriosas victorias de los tallarnianos.

—Nos imponemos por la gracia del Emperador —dijo Asmar con voz sorprendentemente meliflua. Beije asintió con énfasis un poco exagerado.

—Sí, sin duda. Después de todo, la fe es el arma más poderosa de nuestro arsenal.

—Puede que así sea —respondí—, pero yo sigo llevando una pistola láser como apoyo. —No era la observación más ingeniosa de la galaxia, lo reconozco, pero esperaba al menos una sonrisa. En lugar de eso me sorprendió ver que la expresión de los de Tallarn se endureciera.

—Es usted muy dueño, por supuesto. —Asmar hizo una reverencia formal y se volvió para marcharse, seguido de su número dos. Beije vaciló un momento, como si dudase si debía marcharse con ellos, pero no pudo resistirse a dejar caer una última palabra.

—Me temo que no todos aprecian como yo tu sentido del humor —dijo—. Nuestros amigos de Tallarn se toman su fe muy en serio.

—Tanto mejor para ellos —respondí, empezando a entender por qué todavía nadie le había pegado un tiro accidentalmente. Por suerte o por el buen juicio de alguien lo habían asignado a un regimiento de aduladores del Emperador tan faltos como él de sentido del humor. Claro que en aquel momento yo no sabía de la misa la media. En lugar de conductores de Chimera, ellos tenían capellanes, todos de la clase que hace que por comparación los redencionistas parezcan equilibrados[4]. Supongo que de haber sospechado cuáles iban a ser las consecuencias de mi impulso de irritar a Beije y ofender involuntariamente a sus amigos en el proceso me habría mordido la lengua, pero en ese momento permanecía en una beatífica ignorancia y me dirigí a la reunión informativa bastante pagado de mí mismo.

Debido a la demora en el corredor, Kasteen, Broklaw y yo llegamos de los últimos, pero una vez más mi reputación actuó en nuestro favor, y no sé cómo pero nos habían reservado tres asientos a pesar de que no había suficientes para todos. Al pasar observé que Beije y sus tallarnianos estaban entre los apretujados al fondo, de pie e incómodos, y nos miraron con resentimiento mientras avanzábamos hasta la primera fila del auditorio.

En total, éramos cinco los regimientos a bordo de la Benevolencia del Emperador, una nave de transporte de tropas antediluviana de tipo Galáctico que, al parecer, sólo se mantenía en funcionamiento gracias a la constante actividad de los tecnosacerdotes y visioingenieros, y el personal al mando de todos ellos eran un buen número; la mayoría de ellos habían enviado a todos sus oficiales para ahorrarse el esfuerzo de repetir el ejercicio más adelante, y pude ver a todos los comandantes de nuestra propia compañía y a sus subordinados inmediatos dispersos entre la multitud antes de tomar asiento.

Aparte de nosotros y de los de Tallarn, la nave transportaba un regimiento blindado de valhallanos cuyos Leman Russ había visto encantado en la bodega contigua a la nuestra (y que, a su vez, parecían igualmente satisfechos de haberse encontrado viajando con otra unidad de su mundo de origen) y un par de regimientos recién reclutados en Kastafore. Los oficiales de allí eran fáciles de distinguir, por lo nuevos que estaban sus uniformes y por la expresión de interés con que miraban todo lo que les llamaba la atención (sobre todo las mujeres del 597.º).

Los mecanos[5] habían estado atareados, de eso no cabía duda. Había cables tendidos por toda la estancia, atendidos por acólitos de túnicas blancas que entonaban los rituales adecuados de activación, y terminaban en lo que reconocí como una pantalla hololítica de tamaño y complejidad notables. En ese momento estaba proyectando una imagen rotatoria del águila imperial, que relumbraba y chisporroteaba como suelen hacerlo todos esos dispositivos, acompañada de una música alegre y de sorprendente vacuidad.

—¿Alguien se acordó de traer las nueces de caba? —pregunté, ya que aquello me recordaba a un holoteatro. Eso desató las risitas aduladoras de unos cuantos oficiales que había por allí. Al cabo de un momento, el murmullo de la conversación fue decayendo junto con el brillo de las luces, el tecnosacerdote de mayor jerarquía activó ceremoniosamente su atril de control y el rostro familiar del general supremo Zyvan reemplazó al águila, cerniéndose sobre nosotros como un globo desenfocado. Tras un momento de acaloradas discusiones de los tecnosacerdotes, alguien arrancó un par de cables de sus enchufes y la música cesó de repente, permitiéndonos oír su voz.

—Gracias a todos por vuestra amable atención —dijo el globo con una voz crepitante por la estática. Hacía algún tiempo desde que había hablado con el general supremo en persona, ya que nuestros caminos se habían cruzado unas cuantas veces desde nuestro primer encuentro en Gravalax unos seis años antes, y la mayor parte de las ocasiones habían sido, como poco, comprometidas, ya que se produjeron en mitad o bien de una zona de guerra o bien de una crisis diplomática. De todos modos, siempre nos habíamos llevado tolerablemente bien y yo respetaba su preocupación por el bienestar de los hombres bajo su mando, lo cual, por cuanto yo formaba parte de ellos, consideraba como un activo indudable en un líder militar—. Sin duda os habréis estado preguntando por qué os hemos movilizado de forma tan precipitada inmediatamente después del éxito de nuestra campaña contra los orkos en Kastafore. —Unos cuantos de los oficiales de ese mundo respondieron con una ovación que se fue deshaciendo en un embarazoso silencio.

—Ahí viene —le murmuré a Kasteen, que asintió con gesto adusto.

Lo habitual hubiera sido permanecer en el mundo recién purificado al menos unos meses, ayudando a reconstruir los restos en los cuales los pielesverdes habían dejado su marca, asegurándonos de que la FDP hubiera recuperado su fuerza y disfrutando, por lo general, de un pequeño descanso antes de pasar a la guerra siguiente. En lugar de eso nos habían metido a todo correr en la Benevolencia del Emperador casi en el momento mismo de nuestra llegada al área de alojamiento, donde ya nos estaban esperando las primeras lanzaderas para volver a ponernos en órbita tal como habíamos llegado. Uno de los nuevos regimientos kastaforeanos nos había precedido. Por fortuna eran demasiado inexpertos como para arrebatarnos los alojamientos más cómodos y las cantinas más accesibles, y los veteranos del 597.º los desplazaron sin dificultad, con lo cual nuestros soldados estaban todo lo contentos que se puede estar en una situación como ésa. No es que fuera mucho, ya que una movilización tan rápida significaba necesariamente que habían surgido problemas inesperados en un sistema más o menos cercano y que nos mandaban a que nos ocupáramos de ellos. Eso quería decir que íbamos en caliente, con escasa idea de lo que nos esperaba, y con el paso cambiado. No es un escenario en el que cualquier guerrero se muera por estar.

Me di cuenta de que tampoco a Zyvan lo hacía muy feliz la situación, claro que el hecho de conocerlo personalmente me daba cierta ventaja en eso. No obstante, lo disimulaba bien, y su aire habitual de absoluta competencia casi no sufría merma por las distorsiones del hololito. Seguro que casi todos los que estaban a mi alrededor se lo creían.

—Recibimos hace diez días un mensaje astropático de una patrulla naval que perseguía a una flotilla de invasores del Caos en la zona más extrema del subsector. —Respondiendo a mis expectativas, la cara de Zyvan desapareció para ser reemplazada por un mapa del grupo de estrellas locales. Kastafore estaba abajo, a la izquierda, casi en el extremo de la pantalla, y un pequeño grupo de iconos de contacto se superponía marcando las posiciones de nuestra flota.

Respiré hondo. Si había leído las runas correctamente, éramos la única nave de transporte de tropas que avanzaba, acompañada por un puñado de naves de guerra. Los demás todavía estaban en órbita cruzando los pulgares, sintiéndose sin duda muy aliviados al ver que por una u otra razón no estaban preparados para marchar. Eso significaba que nosotros éramos la punta de lanza, que íbamos directos hacia lo que pudiera aguardarnos, lo cual significaba a su vez que teníamos todas las probabilidades de soportar el mayor número de bajas. Se me hizo un nudo en el estómago al pensarlo.

Sin embargo, no tuve mucho tiempo para estudiar las implicaciones, ya que la pantalla se sacudió de repente, desplazándose un par de parsecs a la derecha y lanzando ignominiosamente a Kastafore al vacío fuera del campo de proyección. Un par de tecnosacerdotes empezaron a discutir acaloradamente en voz baja y uno de ellos desapareció debajo del atril moviendo con nerviosismo sus mecadendritos.

—Han sido identificados provisionalmente como un grupo que se da el nombre de Devastadores —continuó la voz de Zyvan, en su feliz inconsciencia de que el campo estelar del hololito estaba dando botes como una animadora en la media parte. La imagen se estabilizó cuando una lluvia de chispas saltó del atril de control y el tecnosacerdote volvió a emerger, levemente chamuscado. Tras un bamboleo final, salió disparado hacia un grupo de iconos de contacto que llevaba las runas de las fuerzas del Caos.

Se me erizaron los pelos de la nuca al verlo. El Emperador sabe que he pasado por muchas cosas a lo largo de los años, pero pensar en el Gran Enemigo me sigue perturbando más que nada. Tal vez sea porque he visto mucho de lo que puede hacer, pero pienso que es el hecho de que sea tan imprevisible lo que lo hace tan preocupante. La mayor parte de los enemigos son racionales, al menos dentro de lo suyo: los tiránidos quieren absorberle a uno el material genético; los orkos quieren matarte poniéndolo todo perdido y robarte lo que llevas encima; los necrones sólo quieren matar a todo ser vivo de la galaxia[6]. Pero el Caos es por su propia naturaleza azaroso, y aunque puedas llegar a averiguar detrás de qué anda, la mitad de las veces sólo el Emperador sabe primero por qué lo quieren.

—Han estado atacando sistemas aislados y convoyes mercantes esporádicamente en los últimos años —prosiguió Zyvan, mientras una línea roja iba marcando la trayectoria de sus depredaciones—. Una táctica típica del Caos, sobre todo atacar y huir, infligiendo el mayor número posible de bajas y retirándose a continuación, antes de que llegue la flota y les dé algo que hacer.

—Suena como un culto Khornate —les susurré a Kasteen y a Broklaw, que parecían un poco intrigados, antes de recordar que hasta el momento no se habían topado con secuaces de los Poderes Ruinosos y que tal vez yo fuera el único de los presentes con cierta idea de las divisiones dentro de las filas del Gran Enemigo. Eso me tranquilizó un poco. Según mi experiencia, era el tipo de renegados más fácil de combatir, ya que casi no tenían más aspiración que entrar en combate lo antes posible y matar a todos los que pudieran antes de que los mataran a ellos. Eso los hacía especialmente susceptibles a las emboscadas y a los ataques por los flancos, lo cual actuaría a nuestro favor, en especial si podíamos llevar a los kastaforeanos delante como señuelo.

—La Armada por fin los alcanzó en las lindes del sistema Salomine e infligió graves pérdidas a su flota —continuó Zyvan. Eso no me sorprendía, ya que había reconocido el icono azul de un mundo colonial tau, donde seguramente los Devastadores habían encontrado una resistencia mucho más tenaz de lo que pensaban. Eso le habría dado tiempo a la flota para darles caza y lanzarse a la matanza de los herejes en aras del bien mayor. A los tau les habría encantado eso, estoy seguro, hasta que cayeron en la cuenta de que ahora tenían una flota imperial agazapada a la puerta y que los herejes ya habían debilitado sus defensas—. Varias naves consiguieron huir refugiándose en la disformidad, pero todavía está por determinarse su número y el tipo al que pertenecían.

—Lo cual nos afecta exactamente… —murmuró Broklaw, con el típico desdén que tiene el soldado de infantería por todo lo que pueda estar haciendo la Armada. Guardia hasta la médula, lo único que le interesaba de las naves estelares era la rapidez y la comodidad con que eran capaces de trasladar al regimiento al siguiente planeta al que se suponía que debíamos marchar por todas las sombras del infierno para mantener la paz y la estabilidad de la galaxia.

Como respondiendo a su pregunta, Zyvan reapareció, señalando un punto insignificante que a mí me pareció muy similar a cualquier otro sistema.

—Nuestros navegadores consideran altamente probable que acaben aquí, en el sistema Adumbria, sobre todo si sus motores de disformidad han sufrido daños. Al parecer, las corrientes de la disformidad son muy fuertes y turbulentas en torno a Adumbria Prime, y es muy probable que los arrastren hacia allí. —Se encogió de hombros—. A menos que estén poniendo rumbo a ese lugar voluntariamente, lo cual el navegador de la flota considera muy posible, teniendo en cuenta la dirección que llevaban. Qué puede interesarles de un lugar perdido como ése es algo que nadie sabe. Tal vez sea solamente el objetivo más conveniente de la lista después del anterior. —Su voz se hizo más dura, y eso, por mi experiencia, significaba que había tomado una decisión sobre algo, y nada que no fuera una orden directa del propio Emperador (o tal vez una palabra musitada por la Inquisición) podría disuadirlo de llevarla adelante—. En cualquier caso, cuando lleguen se van a llevar una sorpresa. Si las corrientes de disformidad siguen siendo favorables, llegaremos antes que ellos. Si somos realmente afortunados, el resto de la fuerza de ataque tendrá tiempo de alcanzarnos allí.

No me importa reconocerlo, la última frase hizo que me recorriera un escalofrío por la espalda. Lo que había querido decir era que, de no mediar un milagro, estaríamos librados a nuestra suerte, enfrentados a cualquier cosa, incluso a una flota de invasión a gran escala, con apenas cinco regimientos y un puñado de naves.

—¿Y si no? —preguntó Kasteen en voz baja. Era evidente que había llegado a la misma conclusión que yo.

—Entonces las cosas se van a poner muy interesantes —dije, consiguiendo mantener la voz firme gracias a un supremo esfuerzo de voluntad. Las circunstancias demostrarían que me había quedado absolutamente corto, aunque ni siquiera en mis hipótesis más pesimistas hubiera pensado que nos encontraríamos metidos en un complot tan diabólico como para amenazar a la mismísima trama del mismísimo Imperio.