DIEZ

DIEZ

La competencia en el campo de batalla es un mito. La facción que queda por delante de la última es la que gana. Es tan sencillo como eso.

General supremo ZYVAN

Al final, el único problema real que tuvimos con Slablard fue hacerlo callar. Trasladé la lista de nombres, fechas y lugares que nos había revelado al hololito de la sala de conferencias con el aire de un mago en una fiesta infantil cuando se saca un huevo de la oreja.

—Si cabe, tenemos demasiado por dónde empezar —afirmé. Zyvan y Kolbe padre asintieron, haciéndose cargo cuando empecé a desplegarlo todo en la pantalla. Observé que Vinzand estaba ausente, tal vez porque ésta era una cuestión operativa de la que no tenía por qué ocuparse. Bien, eso me gustaba. Cuanto menos debate hubiera antes de que empezáramos a actuar, tanto mejor para mí.

—Mi gente debería poder apresar a cualquiera de estos individuos cuando se cuelen por la red —dijo Hekwyn—. Pero dadas las circunstancias, estamos demasiado dispersos para montar redadas simultáneas en media docena de lugares diferentes.

—Creo que tiene razón —respondió Zyvan, evidentemente bien informado de antemano de la situación en la ciudad[53]. Se volvió hacia Kolbe—: Tal vez la FDP nos haría el favor de proporcionarnos las fuerzas necesarias.

Estoy seguro de que habría preferido usar hombres de la Guardia, pero estábamos tan dispersos que habrían pasado horas antes de volver a traer soldados suficientes a la ciudad, y si en el ínterin los herejes reparaban en que Slablard había desaparecido, se habrían esfumado para cuando tuviéramos listo el despliegue. Los tanques valhallanos ya estaban emplazados, por supuesto, pero no podía imaginarme sin sonreír a un batallón de Leman Russ avanzando con sigilo por las atestadas calles; habría sido lo mismo que ir con un altavoz advirtiendo a los cultistas que allá íbamos.

—Por supuesto —asintió Kolbe, todo calma y eficiencia, evidentemente seguro de la capacidad de sus soldados para ocuparse de lo que pudieran encontrar. Esperaba que no se equivocara—. Puedo poner un par de compañías a su disposición en cuestión de minutos.

—Estoy seguro de que con eso bastará —dijo Zyvan con expresión seria. Eso nos permitiría dedicar prácticamente dos pelotones completos a cada objetivo, lo cual era una receta perfecta para sembrar la confusión tal como pude imaginarlo. Semejante número de soldados no haría más que tropezar en lugar de luchar con el enemigo—. Pero tal vez deberíamos asignar el personal a las operaciones en cuanto hayamos determinado las condiciones sobre el terreno.

Eso llevó algún tiempo, como pueden imaginar, pero por fin planificamos el despliegue óptimo de tropas para cada objetivo y Kolbe dio las órdenes. Me estiré, miré mi cronógrafo y me di cuenta sorprendido de que todavía faltaban unos instantes para el mediodía.

El general supremo asintió.

—Supongo que estará usted ansioso por volver con su regimiento —dijo.

Pensé en el frío que calaba hasta los huesos de Glacier Peak y en el tedio interminable del viaje en tren antes de llegar y asentí con tanto entusiasmo como pude.

—Mi sitio está con ellos —reconocí, incapaz de encontrar una razón creíble para retrasar mi partida. Me consoló pensar que al menos podría quedarme por allí el tiempo suficiente para ingerir un almuerzo decente antes de partir.

Zyvan sonrió, seguro de que podía leer mis verdaderos pensamientos.

—Pero preferiría quedarse aquí y ver cómo resultan las redadas, ¿no? Después de todo, de no ser por usted ni siquiera tendríamos estas pistas.

—Estoy seguro de que la gente del arbitrator Hekwyn los hubiera encontrado igual de rápido —dije, tratando de no parecer demasiado ansioso. Si quería decir lo que yo pensaba que quería decir, daba la impresión de que podía quedarme al menos otro día más aquí, al calorcito, disfrutando de las comodidades que ofrecía el lugar; tal vez más si hacía como que estaba evaluando la información que reuniéramos.

—Seguro que sí —asintió Zyvan, dando la impresión de estar tan convencido como yo—. Si no le importa demorar un poco su partida, se me ocurre que las cosas podrían ir un poco más sobre ruedas esta tarde si tenemos a un representante del Comisariado en la operación. —Miró de lado a Kolbe—. No tiene nada que ver con su gente, por supuesto. Eso sólo nos ahorraría la necesidad de presentar después un informe oficial.

—Por supuesto —admitió Kolbe, sin duda más feliz ante la perspectiva de que fuera yo quien examinara la actuación de sus soldados y no cualquier burócrata de menor jerarquía con la ventaja de la visión retrospectiva.

—Sería un honor para mí servir a sus órdenes —le dije—, aunque no sea por mucho tiempo.

De haber sabido en qué estaba a punto de meterme, por supuesto que muy otra habría sido mi respuesta, y prácticamente habría salido corriendo hacia el maldito tren, pero en ese momento todo lo que veía era la perspectiva de otro par de días de buenos alimentos y cama confortable.

Fue así que, aproximadamente una hora más tarde, me encontré avanzando por un bulevar de la ciudad en la parte trasera del Salamander, con media docena de Chimera detrás y mi intercomunicador lleno de comentarios nerviosos de los soldados de la FDP, todos excitados ante la perspectiva de entrar en acción por primera vez.

—Disciplina en las comunicaciones —les recordé, tratando de no ser demasiado duro, y el tráfico irrelevante cesó con satisfactoria velocidad—. Estamos pasando el límite exterior.

Después de pensar un poco, me había unido al grupo que se dirigía a una casa de los suburbios, propiedad de una de las personas a las que había implicado Slablard, una mujer llamada Kyria Sejwek, de la que Hekwyn decía que tenía vínculos con algunas figuras del crimen organizado, y que probablemente regentaba un local de chicas de alterne. También tenía un muy buen abogado y conexiones con varios miembros del Consejo de Pretendientes, lo cual significaba que hasta el momento el Arbites había sido incapaz de acumular pruebas suficientes para un arresto.

Encargarse de un puñado de guardaespaldas y de una casa llena de mujeres parecía mucho más seguro que ir contra el almacén adonde habían ido a parar las armas, que sin duda estaría muy vigilado y para colmo lleno de explosivos, aunque no había compartido estas razones para seleccionar este objetivo particular con los generales, por supuesto.

—Éste es el objetivo obvio —había dicho yo, señalando el almacén en el holomapa y dando toda la impresión de estar ansioso por entrar yo solo a saco en el lugar. Unos cuantos iconos más relucieron indicando los objetivos secundarios, y señalé la casa Sejwek con el gesto intrigado más adecuado para el caso—. Sin embargo, hay algo raro en este lugar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Kolbe amablemente.

Me limité a encogerme de hombros.

—No es algo que pueda señalar con el dedo, pero los antecedentes de esta mujer, su alta posición, su conexión con el vicio, tal vez esté yendo muy lejos, pero…

—Podría ser el centro de un culto de Slaanesh en la ciudad —dijo Zyvan, mordiendo el anzuelo.

Mantuve mi expresión dubitativa.

—Es posible, sin duda, pero el almacén sigue siendo nuestra pista más segura.

—De todos modos —dijo el general supremo (la idea que yo había sembrado había enraizado en su mente)—, es una posibilidad que no podemos darnos el lujo de pasar por alto. Tal vez haría bien en acompañar usted a ese pelotón.

—Podría ser lo más prudente —coincidió Kolbe—. Si llegara a haber evidencia de brujería en ese lugar, a los hombres les resultaría muy tranquilizadora su presencia.

—Bueno —dije, mostrándome todo lo reacio que pude—. Si ustedes están convencidos de que es necesario.

Por supuesto, cuando terminé de protestar ellos estaban prácticamente insistiendo en que yo encabezase lo que a no dudar no tenía más de siniestro que cualquier burdel de categoría, cosa que yo acepté tratando de disimular lo agradecido que estaba.

—Debe de ser ahí —dijo Jurgen, señalando una alta pared de ladrillo que se levantaba a lo largo de la calzada. Seguramente lo sería, ya que las otras casas eran estructuras laberínticas en cuyas ventanas brillaba una luz cálida y apartadas de la carretera entre praderas y follaje destinados a poner de relieve la dimensión y el lujo de los edificios que contenían. Sólo ésta estaba protegida por lo que parecía un muro de fortificación, y a mí empezaron a cosquillearme las palmas de las manos ante la sospecha de que tal vez esto no fuese a ser el paseo que había supuesto. Además, dado lo que sabíamos del personaje y sus probables actividades, Sejwek seguramente tenía mucho que ocultar en cualquier caso.

—Lo es —confirmé tras una mirada subrepticia a la placa de mapas para asegurarme. Activé el intercomunicador—. Es aquí —transmití por la red táctica del pelotón para que pudieran oírme todos[54]—. No necesito recordarles lo importante que es esto para Adumbria y para el Imperio. No hace falta que les diga, además, que el general Kolbe y yo tenemos plena confianza en todos ustedes y sabemos que no nos van a defraudar ni a nosotros ni al Emperador. ¡Hacia la victoria! —Era una de las arengas que llevaba repitiendo de memoria desde que dejé la schola, pero los soldados de la FDP jamás lo habían oído antes y cumplió su función. Además, mucho mejor de lo que yo había esperado tal como salieron las cosas.

—Ya han oído al comisario. —Ese fue el comandante de la sección, un joven excitable llamado Nallion que parecía como si acabara de empezar a afeitarse y que llevaba la gorra de oficial ladeada de una manera muy libertina según su opinión—. ¡Desplegados a sus posiciones!

Después de un coro de respuestas de los distintos jefes de escuadrón, los Chimera se dividieron: el vehículo de mando de Nallion y el primer pelotón se detuvieron enfrente de las puertas principales (unas persianas de hierro forjado de muy mal gusto con un atisbo de lirios desmayados y demasiado dorado) mientras los demás se abrían a izquierda y derecha, abriendo surcos en el césped y aplastando los arbustos de los indudablemente furiosos vecinos. Jurgen y yo nos manteníamos en línea con el flanco izquierdo, que colocó a un Chimera junto a la pared lateral antes de irrumpir a través de una cerca colindante para unirse a otro transporte de tropas que se había aproximado por el otro lado.

—Escuadrones tercero y quinto en posición —transmití, más para recordarles a todos que seguía allí que porque fuera necesario. Un jardinero ratling nos miraba y miraba también los profundos surcos abiertos en lo que evidentemente había sido un césped perfecto, con una expresión de sorpresa y estupefacción aún más pronunciada de lo que era habitual entre los de su especie. En cuando puso los ojos en Jurgen se sobresaltó visiblemente y salió corriendo.

—¡Señor Spavin! —gritaba—. ¡Señor Spavin! ¡Finalmente ha llegado el fin del mundo! —Por supuesto, había en sus palabras más de verdad de lo que él pensaba, pero no había tiempo ahora para preocuparse ni de él ni de su patrón. Escuché un coro de informes de posición en mi intercomunicador provenientes de los jefes de los demás escuadrones, y Nallion dio la orden de atacar.

—¡Avance de todas las unidades! —gritó con una voz que apenas temblaba por la tensión, acompañada del rugir de motores de los Chimera al ponerse en marcha mientras sus bólters pesados abrían fuego y producían grandes agujeros reduciendo a escombros gran parte del muro. El Salamander se sacudió bajo mis pies cuando nos lanzamos a atravesarlo, pero mantuve el equilibrio instintivamente, después de casi dos décadas de tener a Jurgen como conductor, y me acomodé tras la reconfortante masa del bólter. Las ráfagas de polvo y el traqueteo de las armas pesadas era toda la confirmación que necesitaba de que los otros tres elementos de nuestro asalto estaban en movimiento, aunque hay que decir en su favor que los comandantes de los escuadrones mantenían las cabezas despejadas y transmitían un flujo constante de partes con tanta contundencia como podrían hacerlo los hombres de la Guardia.

—Desembarco del segundo escuadrón —notificó su sargento, seguido casi de inmediato por mensajes similares de sus homólogos en el primero y el cuarto—. Débil resistencia.

Ahora llegaba un crepitar de armas cortas desde donde estaba la casa, al responder los ocupantes al ataque inesperado. Con aire ausente detecté el sonido de disparos de stubber entre los otros más crepitantes de los rifles láser que llevaban los soldados de la FDP, lo cual confirmaba que, cuando menos, los ocupantes tenían acceso a armamento ilegal. Los proyectiles empezaron a repiquetear contra el blindaje del Salamander y, sin pensarlo, respondí al fuego, barriendo la fachada de la casa mientras Jurgen seguía avanzando hacia ella por una extensión de césped no menos inmaculada que la que habían destrozado al lado.

Sin previa advertencia, uno de los Chimera que iba delante se detuvo de golpe mientras el resplandor rojo de la detonación de explosivos se destacaba vívidamente en el permanente crepúsculo y los soldados, presas del pánico, empezaban a abandonar el blindado a todo correr. Un par de ellos cayeron, alcanzados por la ráfaga de fuego del stubber.

—¡Tercer escuadrón! ¡Manténganse a cubierto, maldita sea! —fue lo único que tuve tiempo de gritar antes de que Jurgen diera un feroz viraje hacia la izquierda. Algo cayó a no más de un metro de nosotros, dejando un rastro humeante, y detonó a nuestra espalda contra lo que quedaba de la pared de jardín.

—¡Tienen lanzamisiles! —transmití, tratando de responder con una ráfaga de bólter y pensando que a esa hora podría estar viajando en un fantástico tren incómodo en lugar de haberme metido otra vez en un peligro mortal—. Abandonen los vehículos y sigan a pie.

—Recibido —replicó Nallion—. A todos los pelotones: avanzar alternando fuego y movimiento[55]. —Era indudable que sabía lo que hacía, había que reconocerlo.

—¡Jurgen! —grité—. ¿Ha visto de dónde salió ese cohete?

—Aproximadamente a la una en punto, comisario —respondió con la misma parsimonia que si le hubiera pedido otra taza de tanna. Apunté el arma montada sobre el trípode hacia esa dirección y se me revolvió el estómago. Había por lo menos dos lanzamisiles apuntándonos desde un par de ventanas altas acristaladas, y lo que parecía un stubber pesado sobre un trípode. Vagamente sorprendido, comprobé que la mayoría eran manejadas con destreza considerable por mujeres jóvenes cuya exigua vestimenta hablaba a las claras de cuál era su ocupación durante el día[56]. En cualquier momento correríamos la misma suerte que el Chimera que venía detrás y que ahora ardía animadamente.

—¡A cubierto, rápido! —grité, apretando el gatillo con la esperanza de desviar sus disparos el tiempo suficiente para que Jurgen nos sacara de la línea de fuego. Cuál no sería mi sorpresa al ver que aceleraba todavía más en dirección a la casa.

—Muy bien, señor. —Disparé el bólter pesado montado en el casco y reduje a un par de amazonas a manchas repugnantes, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba haciendo había entrado a rebato en el patio, espachurrando algunos arbustos ornamentales a su paso y lanzando nuestro vehículo a través del delgado tabique de madera y cristal tras el cual se habían refugiado nuestras atacantes. Una de las supervivientes desapareció bajo las orugas con un chillido que se cortó abruptamente, y el Salamander fue a pararse contra la pared del fondo de una opulenta sala de estar reduciendo a escombros una chimenea de mármol en su avance.

—¡Quinto pelotón! ¡Sigan al comisario! —El bramido del sargento del pelotón, Varant, si no me falla la memoria, llegó por el intercomunicador, y antes de que pudiera darme cuenta, una decena de soldados habían aprovechado la brecha abierta en nuestra precipitada entrada acabando con el resto de las defensoras, ahorrándonos así la molestia. Los supervivientes del tercer pelotón se les incorporaron un momento después, y todos se volvieron a mirarme, expectantes.

—Muy bien —dije, enderezándome la gorra y saltando fuera del Salamander con el aire más despreocupado de que fui capaz—. Vamos a rematar esto.

—Sí, señor —dijo Varant con una expresión de admiración en la cara mientras empezaba a organizar a los hombres.

Miré a mi asistente.

—Jurgen… —empecé, pero luego decidí que no tenía sentido reconvenirlo. Al fin y al cabo había seguido mis órdenes, y las cosas habían salido tan bien como de costumbre—. Eso fue… —Por una vez me faltaron las palabras.

—¿Ingenioso? —sugirió, volviéndose a buscar en el compartimento del conductor el melta que, fiel a su costumbre, había traído consigo.

—Eso es quedarse corto —mascullé, sacando mi pistola láser.

—Segundo pelotón adelante. —La voz del sargento al mando sonó en mi intercomunicador con su calma habitual—. Sin resistencia por el momento.

—Recibido —respondió Nallion—. Primer pelotón, informe. —Hubo una pausa interrumpida sólo por el silbido de la corriente estática—. Primer pelotón, responda. —Otra vez me hormigueaban las palmas de las manos, una especie de premonición que casi sentía como un aleteo en el estómago. La voz del teniente cobró cierta aspereza—. Primer pelotón, ¿dónde se encuentran?

—Cuarto pelotón —intervino otra voz con una clara nota de pánico reprimido—. Hemos encontrado cuerpos. Podrían ser ellos.

—¿Cómo que podrían ser? —inquirió Nallion con tono cortante.

—Es difícil decirlo, señor. No queda mucho… —la voz se le quebró.

Esto no podía permitirse. Era evidente que habíamos topado con algo muy peligroso, y si cundía el pánico ahora, se propagaría como una chispa en un depósito de promethium. Eso reduciría de forma inaceptable mis ocasiones de salir de aquí de una pieza.

—Aquí el comisario Cain —intervine—. Estén alerta. Máxima concentración. Fuego sobre cualquier cosa que se mueva y que no sea uno de nosotros. ¿Entendido?

—Sí, señor. —Al menos parecía haber surtido efecto, ya que la voz del hombre temblaba un poco menos—. Pasando a la marca siguiente.

—Bien —le dije, con la esperanza de levantar la moral decaída del pelotón—. Recuerden, el Emperador nos protege.

No tuve ocasión de soltar más tópicos, ya que el canal de voz quedó de repente inundado de ruidos que, formando un eco fantasmagórico y solapado, llegaron a nuestros oídos una fracción de segundo más tarde. Gritos, el traqueteo de rifles láser en automático y un sonido que me puso los pelos de punta. Un momento después, los ruidos de aquel, combate, evidentemente unilateral, acabaron abruptamente.

—Cuarto pelotón, informe —bramó Nallion. No hubo respuesta, y si realmente él esperaba que la hubiera, es que era el mayor optimista del sistema.

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Varant. Tardé un momento en darme cuenta de que se dirigía a mí haciendo caso omiso de la voz del teniente.

Hice una rápida evaluación de la situación. Replegarse, siempre una buena opción según mi libro, era imposible. Además de minar mi reputación, nos expondría a el Emperador sabe qué cantidad de fuego de la casa mientras atravesábamos la pradera abierta, y yo no estaba dispuesto a convertirme en un blanco fácil para que practicaran tiro unos civiles. Me encogí de hombros, tratando de dar una imagen despreocupada, y al hablar me di cuenta de que tenía la boca tan seca como el lado caliente del planeta.

—Completar la misión —dije simplemente—. Hay algo sucio en este lugar y tenemos que eliminarlo.

Parecía ya una penosa evidencia que mi excusa, tan minuciosamente urdida para estar aquí, al final no era más que la verdad, lo cual supongo que demuestra, cuando menos, que el Emperador tiene un sentido de la ironía muy acusado, y yo había visto suficiente brujería a lo largo de los años como para saber que hacerle frente directamente es la única posibilidad de sobrevivir. No es que haya muchas oportunidades, pueden estar seguros, pero tratar de huir no hace más que acrecentar su poder y permitirle volver al ataque según sus condiciones y no las propias.

—Espero que ésa no sea una crítica al personal de limpieza —intervino una voz meliflua—. Hacen todo lo que pueden, ya saben, pero es un lugar tan viejo y ruinoso que resulta difícil mantenerlo al día.

La mujer que había hablado tenía una sonrisa fácil cuando entró en la estancia, como si encontrar a una veintena[57] de hombres armados de pie junto a los cadáveres de sus secuaces fuera la cosa más natural del mundo. Empecé a apuntarla con mi pistola láser de forma instintiva, con el dedo presionando el gatillo, pero me quedé paralizado y con el corazón desbocado. ¡Había estado a un pelo de matar a Amberley! Por un momento quedé tan sorprendido que literalmente no podía moverme, algo que hasta ese momento siempre había supuesto que era un cliché figurativo a tono con la ficción popular menos exigente.

Su sonrisa se acentuó al mirarnos a mí y al grupo de soldados, cuyas pistolas láser colgaban inertes en sus manos.

—Ya sé que debe de haberte sorprendido verme aquí —dijo ronroneando, con unas palabras que sonaban increíblemente dulces y seductoras. Algo trataba de aflorar a la superficie de mi mente, pero la visión de la mujer, tan encantadora como la última vez que nos habíamos visto, todavía con la flor de hegantha que yo había cortado impulsivamente de un arbusto de la terraza detrás de la oreja, inundó mis sentidos.

—¿Margritta? —dijo uno de los soldados, como si no diera crédito a lo que veía, y el pensamiento que pugnaba por abrirse paso se hizo más claro. Había algo que, decididamente, no era normal…

—Sí, mi amor. —Amberley tendió una mano y lo acarició suavemente en la mejilla. Esto me provocó una oleada de ardientes celos. Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, el soldado gritó, su cuerpo se retorció y pareció desecarse como una ciruela pasa antes de caer al suelo.

—¿Comisario? —Jurgen me tiró de la manga con una expresión de incredulidad en la cara—. ¿Va a permitir que se salga con la suya?

—Es una inquisidora —empecé a decir—. Puede hacer lo que quiera. —Pero cuando volví a mirar, Amberley había desaparecido. (Bueno, no había desaparecido, por supuesto, porque, para empezar, nunca había estado allí, pero ya saben lo que quiero decir).

En su lugar, de pie junto al cadáver desmoronado del soldado caído, había una mujer regordeta, de mediana edad, vestida con un traje rosa poco tentador que le habría quedado bien a alguien diez años más joven y con otros tantos kilos menos. Me miró de frente, con una expresión de sorpresa e ira que empezaba a extenderse por sus facciones vagamente porcinas.

—Madame Sejwek —dije, saboreando el atisbo de incertidumbre que asomaba a sus ojos, a punto de fallarme la puntería por una oleada de ira tan poderosa que me hizo temblar la mano. Por fortuna, mis dedos auménticos fueron inmunes a tan poderosa reacción emocional, y mantuve el cañón de mi pistola láser apuntándola firmemente a la frente—. Hacerse pasar por una inquisidora es un delito capital.

Apenas tuvo tiempo de parecer todavía más sorprendida antes de que pulsara el gatillo y su cerebro contaminado por la disformidad saliera disparado por la parte trasera de su cabeza manchando una colgadura de la pared que evidentemente había sido elegida más por su temática que por sus cualidades estéticas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Varant, con expresión algo atónita. El resto de los soldados estaba saliendo todavía de su estupor, musitando en voz baja, haciendo el signo del aquila con expresión bobalicona.

—Era una bruja —le dije, presentando las cosas lo más simplemente que pude—. Hizo algo con nuestras mentes. Nos hizo ver… —Hice una pausa con lo que en aquel momento supuse que era el salto deductivo obvio, pero que Malden confirmó más tarde que era un poder conocido de los psíquicos de Slaanesh—. A alguien que nos importa[58].

—Ya veo. —Asintió con la cabeza, confundido—. Por suerte a usted no lo engañó.

—Los comisarios estamos entrenados para detectar este tipo de cosas. —Mentí sin empacho para no atraer hacia Jurgen más atención de la necesaria. A decir verdad, me preocupaba bastante que Sejwek hubiera conseguido meterse en mi cabeza a pesar de que él estaba tan cerca. (Descubriría después, con gran alivio, que él había ido al Salamander a buscar su rifle láser mientras yo estaba entretenido escuchando por el intercomunicador, con lo cual había quedado fuera del alcance de su aura protectora. Un poco tarde se le había ocurrido que su amado melta tal vez fuera contraproducente en un edificio potencialmente inflamable; como de costumbre, su pragmatismo era intachable, aunque su sentido de la oportunidad dejara bastante que desear).

—Bueno, supongo que al menos sabemos lo que les sucedió a los pelotones primero y cuarto —dijo el sargento, mirando primero el cuerpo de la bruja y después lo que había quedado de su antiguo subordinado.

—Es posible —respondí. No me salían las cuentas. El cuarto pelotón había muerto rápidamente en combate, no fruto de un espejismo que los habría eliminado uno por uno—. Sólo hay una manera de averiguarlo.

Y averiguar, lo averiguamos. Los restos de nuestros camaradas, y quedaban muy pocos, estaban esparcidos por un vestíbulo de la planta baja al pie de una enorme escalera de madera cuyos pasamanos estaban tallados representando parejas en el acto de fornicar en una sorprendente variedad de posturas anatómicamente inverosímiles. En las paredes, decoradas con el tipo de murales libertinos que ya había visto en la cúpula oculta del lado frío, había marcas de sangre y de hollín, y una sensación inquietante de familiaridad pugnaba por abrirse paso entre mis pensamientos.

—El resto de la casa está despejada —informó Nallion, que se había puesto de un extraño color gris al ver la carnicería pero estaba decidido a no vomitar frente al comisario—. No hay señales de nadie más en los locales.

—¿Paredes falsas, cámaras ocultas? —pregunté. Todavía tenía fresco el recuerdo de la cúpula, aquel extraño aroma que flotaba en el aire todavía detectable a pesar del olor predominante de la carnicería.

Nallion negó con la cabeza.

—Ni señal que haga pensar en ello —concluyó—. Podemos hacer que vengan algunos tecnosacerdotes con equipo especializado.

—No se preocupe —le dije, con evidente alivio por su parte—. La Guardia se ocupará de eso. Usted y sus hombres ya han hecho bastante, y lo han hecho bien.

—Gracias, señor. —No se hizo de rogar y salió pitando, con un saludo como para cumplir y un aire de mal disimulado alivio.

—Jurgen —dije, señalando la escalera. Era ampulosa y aparentemente sólida, y podríamos haber aparcado el Salamander en el espacio que delimitaba—. ¿No le importaría?

—Por supuesto que no, señor —me aseguró, y un momento después, el rugido familiar del melta y un destello deslumbrante que atravesó la barrera de mis párpados estrechamente cerrados me comunicó que había accedido a mi ruego. A pesar de sus temores de incendio accidental (que me confió más tarde, un poco demasiado tarde como para haber sido de ayuda en caso de ser fundados, pero con Jurgen las órdenes eran lo primero) la madera circundante no se prendió fuego. Un agujero enorme y humeante se abrió entre los escalones, muy parecido a la entrada de una cueva. Tomé prestado un iluminador de uno de los bolsillos de su equipo omnipresente y eché una mirada cautelosa al interior.

—¡Emperador de la Tierra! —dije, retrocediendo casi asfixiado por el olor. Debo decir que era peor que el de la cámara que habíamos encontrado en la cúpula, aunque los detalles eran deprimentemente familiares. La pila de cuerpos retorcidos, las sonrisas heladas que hablaban de un rapto infernal, los sigilos destructores de la razón que había en las paredes… Fui retrocediendo hasta llegar al otro extremo del vestíbulo y me puse directamente en contacto con el general supremo.

—Parece ser que teníamos razón sobre este lugar —le dije—. Estaba dedicado a usos impíos. —Vacilé—. Y si no me equivoco —añadí, y el nudo que tenía en el estómago me confirmaba que no—, hemos llegado demasiado tarde. Lo que estuvieran haciendo, ya lo han hecho.