EPÍLOGO

Prado de Atocha

Atardecer, lunes 25 de septiembre de 1662

Era un día frío, a pesar de que todavía no había acabado el mes de septiembre. Un aire gélido de la Sierra de Guadarrama recorría las calles de la villa de Madrid, que por este mismo motivo no se encontraban transitadas en exceso. Ni siquiera había mucha gente en el siempre concurrido prado de Atocha.

Sin embargo, don Gonzalo avanzaba satisfecho sin importarle la temperatura. A su lado estaba doña Isabel de Mendoza, a la que tampoco parecía molestar el fuerte viento. Ambos vestían ropajes lujosos comprados gracias a la generosidad del duque de Medina de las Torres tras resolver el caso.

—¡Don Gonzalo! —exclamó una voz a su espalda.

El alguacil se volvió para descubrir la figura avejentada de fray Diego sonriendo.

—Veo que la vida os trata bien. Me parece que ya no os va a hacer falta ese talismán que siempre llevabais colgado al cuello. Conservasteis vuestro puesto y veo que ese asunto os proporcionó alguna ganancia más.

—Así parece, no me quejo. ¿Y vos? ¿Habéis salido de vuestro escondrijo de Atocha?

—Nunca me escondí. Pero al menos ahora creo que reparé en parte mi culpa.

—¿Qué fue de Iturbe? —preguntó el alguacil.

—En verdad, habéis estado muy ocupado en los últimos tiempos. ¿Recordáis su última frase, asegurando que no había justicia en España? Pues la realidad parece que le dio la razón. Sólo fue juzgado por el intento de atentado al rey; los jueces aceptaron sus disculpas y consideraron que ese acto no iba dirigido contra el monarca, ya que sólo trataba de desprestigiar a su enemigo, el duque de Medina de las Torres.

»El veredicto escarnece a la justicia, aunque supongo que las bolsas de algunos deben de estar llenas. Iturbe fue enviado a una lejana misión de las Indias a predicar el Evangelio. La suerte de don Gaspar de Haro no es mucho más cruel: por fin cumplió su sueño, alcanzó el puesto de alcaide, pero no del palacio del Buen Retiro, sino de San Felice de los Gallegos, una plaza fuerte en el frente portugués.

—Bueno, al final tuvo razón, no es justo que tanto crimen tenga tan poco castigo —dijo Gonzalo.

—Sí, es posible, pero para ese par de hombres acostumbrados a los lujos y placeres de la corte aquello debe de ser un infierno… Hace mucho frío y no os quiero entretener más. Don Gonzalo, doña Isabel, id con Dios —se despidió el dominico.

Le vieron alejarse con su paso cansado, de anciano, por el camino que llevaba al convento de Atocha. Antes de desaparecer en las sombras que iban envolviendo la ciudad, Gonzalo reparó en que fray Diego ya no portaba en su dedo el siniestro anillo en forma de serpiente; ese objeto que le había envenenado el alma durante tanto tiempo. Ahora se hallaba libre de él, y supuso que también de la culpa y del remordimiento. Sonrió. Después de tanto pesar también le había llegado el momento de correr tras sus sueños y quimeras, por fin podría correr tras el viento.