UNDÉCIMA JORNADA

Orillas del río Manzanares

Anochecer, jueves 11 de julio de 1662

La huerta de la Buitrera ocupaba la mayor parte del monte junto al río Manzanares. Su propietario, el marqués del Castell, también poseía la otra huerta contigua, la de la Florida. Se había derribado la valla que las separaba para que unidas tratasen de imitar el esplendor de la Casa de Campo real situada justo enfrente, cruzando el río.

Sólo existían dos entradas a la propiedad del marqués. Una en la parte baja, frente al río, y la otra en la cumbre del monte. Todo el recinto estaba envuelto por una valla no demasiado alta, por lo que entrar allí no era tarea difícil. Gonzalo dispuso dos retenes de siete hombres en cada puerta. Cinco guardias más vigilaban las dos islas en medio del río, y otros tantos guardaban la orilla opuesta, junto a la Casa de Campo del rey.

Incluso se habían destinado cuatro soldados más a la huerta más lejana, la de las Minillas. Ésta sólo se extendía por una pequeña parte de la ladera del monte, pero aun así, Gonzalo ordenó que esos valones vigilasen la entrada.

Sin lugar a dudas, la más importante era la huerta de la Buitrera. En su amplia extensión había cultivos, jardines, árboles frutales, parterres e incluso una lujosa casa de campo que coronaba el monte. Gonzalo encomendó a dos guardias que ocupasen una excelente posición en la cumbre de la montaña, desde donde podían abarcar toda la zona. Debido a la excesiva distancia entre ambas entradas, se dispuso una hoguera que debían prender para alertar si algo extraño sucedía en el recinto.

Los últimos rayos de sol estaban a punto de desaparecer y la oscuridad se iba apoderando de las orillas del río, ya en las afueras del norte de la ciudad. Los guardias seguían allí desde la noche anterior, ocultos entre los árboles y la fragorosa vegetación, aguantando las picaduras de los mosquitos y el calor agobiante que el escaso caudal no alcanzaba a refrescar. A todo ello había que sumar el molesto sonido de los gorriones, las cigarras, los grillos, e incluso se percibía el cántico triste de algunas lavanderas que se apresuraban a hacer la última colada del día corriente abajo.

No había uno que no desease volver a su cuartel y perder para siempre de vista a ese alguacil que les condujo a ese paraje para no hacer nada que no fuera pasar hambre, pues llevaban todo el día de ayuno. Peor aún, desde los sitios en los que estaban escondidos contemplaban las huertas junto al río, las vides y los árboles frutales alineados en bancales.

El capitán Niemeyer permanecía al lado de Gonzalo, luciendo idéntica cara de cansancio que el resto de sus soldados y las mismas picaduras de mosquitos, que se afanaba en rascar. Era un hombre corpulento y rubicundo que apenas había hablado con el alguacil, pero que no puso el más mínimo problema para conducir allí a treinta de sus soldados y distribuirlos según las indicaciones de Gonzalo.

Todo fue organizado con celeridad y eficacia. Tanto esfuerzo mereció escasa recompensa, pues faltaban poco más de tres horas para que acabase el día y no se había descubierto nada sospechoso.

Gonzalo no podía disimular su decepción. Era muy posible, como ya sucedió antes, que se hubieran equivocado de lugar. Sea como fuere, estaba harto de ese Peregrino y sus acertijos. Respiró hondo para oler el agradable aroma a tierra mojada y vegetación fresca. El único rumor que se oía era el del agua que discurría bajo la tupida alfombra de hierbas y juncos, que impedía verla.

Una racha de viento agitó las hojas de los álamos situados a su espalda. Niemeyer y él se mantenían junto a la orilla en un lugar un poco distante de la entrada, al resguardo de unos chopos que les habían librado de la terrible canícula de julio pero no de la molestia de los mosquitos, que a esas horas arreciaban en sus ataques. Desde ese lugar podían advertir todo lo que sucedía tanto en el monte como en las dos orillas. Un poco más allá, un caballo y su jinete estaban dispuestos a partir para informar a fray Diego de las novedades que se produjesen.

El guardés de la finca se resistió a entregar la llave de la casa de campo en la cima del monte. Gonzalo no quiso insistir; de todas maneras, cualquier cosa que sucediese allí sería vista por los valones apostados en la cumbre de la montaña. El día finalizaba y Gonzalo estaba agotado. Decidió tumbarse sobre un mullido rincón recubierto de hierba y cerró los ojos. Había permanecido despierto toda la noche anterior, así que dijo a Niemeyer que si sucedía algo le despertase.

Al tumbarse Gonzalo acarició el relicario que le colgaba del cuello, que en esta ocasión parecía no haber cumplido su función de traerle buena fortuna. Le desconsolaba que no apareciese nadie. Ahora presentía que tal vez no fuera ése el lugar indicado. ¿Era extraño? No, nunca había sido un hombre astuto. Quizá sólo fuera lo que todos veían en él: un tipo de cuidado, un matón hábil con la espada y la pistola al servicio de la ley.

Por otra parte, su anterior vida de alguacil en el barrio de Lavapiés se le antojaba ahora gris y muy lejana. Fray Diego era una persona peculiar como pocas. También estaba Isabel de Mendoza, que tanto se parecía a la retratada en el camafeo. Le gustaba esa mujer, pero más aún le agradaría acabar aquella aventura, si era posible, entero, y con una pequeña parte de las recompensas prometidas en el bolsillo. El último pensamiento que tuvo Gonzalo antes de quedar sumido en un inquieto sopor fue que la espera había sido tan vana como sus intentos de detener a Peregrino.

* * *

El gutural castellano de Niemeyer le despertó al poco de haberse dormido. Su mano le indicó la cumbre de la colina. La fogata estaba ardiendo. La señal convenida avisaba que algo sucedía en la huerta de la Buitrera; de inmediato se dirigieron a la entrada de la finca frente al río. Allí debían estar apostados siete guardias, pero nadie respondió a la llamada del capitán.

—¿Dónde se han metido? —preguntó Gonzalo.

El rostro del valón mostraba mayor perplejidad todavía que el del alguacil. Se encogió de hombros y señaló el acceso a la huerta.

—Vayamos a inspeccionar —propuso Niemeyer.

Gonzalo asintió. Al acercarse vieron que la puerta estaba entornada, y sobre la madera rugosa había algo clavado. Acercaron la luz del farol para verlo con detenimiento. Un grueso clavo sostenía sobre los maderos una amenazadora carta de Tarot que representaba una figura humana con cuernos en la cabeza y medio cuerpo de macho cabrío. Bajo él aparecían un hombre y una mujer encadenados. Por si quedaba alguna duda, dos palabras aclaraban su significado en la parte inferior: El Diablo. Lástima que no estuviese fray Diego para interpretar esa inquietante ilustración, pensó Gonzalo.

En cualquier caso, estaba claro que Peregrino había pasado por allí. Dos de los valones responsables de vigilar el acceso yacían degollados en el suelo un poco más allá de la entrada. Los habían sorprendido, puesto que no se contemplaban señales de lucha y sus armas permanecían enfundadas. De los otros cinco no existía rastro alguno.

Las miradas de ambos se cruzaron, cada uno intentaba que el otro no detectase la inquietud que sentía. Gonzalo sacó su pistolón holandés tras santiguarse. Niemeyer hizo lo propio con una pequeña pistola que llevaba ajustada al cinto bajo el jubón. Tras concluir sus preparativos, sólo quedaba iniciar el ascenso hacia la cima del monte.

Era noche de luna llena y, a pesar de que algunas nubes vaporosas la cubrían de vez en cuando, decidieron avanzar sin recurrir a la ayuda de un farol para no desvelar su posición. De todas maneras, marchaban con mucho tiento, puesto que el camino tenía altibajos, baches y piedras arrastradas por las lluvias.

La sensación de frescor que había traído la noche se iba evaporando mientras subían el monte. Gonzalo notó como el sudor le empapaba la espalda y su prominente barriga, poco después de iniciar el camino. Cada cierto tiempo miraba de reojo a Niemeyer. ¿Dónde estaban sus soldados? ¿Por qué habían desaparecido? ¿Formaban ese capitán y el duque de Medina de las Torres parte de los crímenes? ¿Era un ayudante o un enemigo? ¿Se dirigía a una trampa mortal?

Prefirió no seguir haciéndose preguntas inquietantes. Continuó avanzando con paso rápido, a pesar que su respiración entrecortada delataba su avanzada edad.

Cuando casi habían alcanzado la cumbre vieron la luz de un farol que se movía hacia su posición. El valón le hizo un gesto para que se detuviera; después le señaló varias encinas y unas retamas donde se escondieron. Al principio no era más que un pequeño destello, pero se dirigía hacia ellos de manera decidida.

La claridad se fue haciendo cada vez más intensa. Los portadores del fanal avanzaban sin temor, pues su conversación se dejaba escuchar en la distancia, aunque no se distinguía su sentido. Gonzalo y Niemeyer dispusieron pistolas y espadas para el inminente encuentro. La luz estaba ya a muy poca distancia. De repente, el capitán abandonó su escondite para dirigirse en su lengua a los que se acercaban. Recibió una respuesta efusiva. Al poco Gonzalo pudo ver a dos valones ataviados con su vistoso uniforme. Eran los guardias encargados de encender la hoguera, que, tras llevar a cabo su cometido, acudían a reunirse con sus compañeros.

Al encuentro siguió una conversación en la que Gonzalo, a pesar de no entender esa lengua, distinguió reproches, preguntas y evasivas.

—Dicen que han visto cómo se encendían luces en el torreón de la vivienda —explicó Niemeyer—. Es posible que los cinco hombres que debían estar en el portón ascendieran hacia la casa al ver algo sospechoso.

—Puede ser —aceptó Gonzalo—, pero estoy seguro de que ellos no degollaron a los dos guardias de la entrada ni pusieron esa siniestra carta con la figura del Diablo.

—No, desde luego. Tampoco creo que sean los que han encendido la luz en el torreón de una vivienda de la que nos negaron la llave. En ese lugar sólo puede estar la persona que estamos esperando.

—Entonces, debemos ir allí —dijo Gonzalo.

Enfilaron el camino que llevaba hacia la casa de la cumbre. Al poco rato vislumbraron su figura. Era un edificio de dos plantas. La planta superior estaba rematada por un torreón en su parte derecha. A través de los ventanales de la atalaya se distinguía una claridad que debía proceder de la chimenea o de algunos candelabros. El único movimiento que se veía era de unos murciélagos trazando círculos alrededor del edificio.

—¿Puede ser el guardés el que esté allí? —preguntó Niemeyer.

—No, es imposible —respondió Gonzalo—. Nos negó la llave diciendo que la casa sólo se abría cuando sus amos estaban presentes. Él se aloja en una pequeña vivienda en la parte baja del monte, muy pegada al río. No creo que a estas horas haya venido hasta aquí. Debemos entrar y acabar esto de una vez.

Empezaron a aproximarse hacia el edificio. En el centro avanzaban Niemeyer y Gonzalo y en los flancos los soldados que les acompañaban. De repente oyeron disparos y gritos de lucha procedentes del cercano bosque de encinas. Por un momento se quedaron inmóviles, sin saber qué hacer, pero luego prosiguieron el avance a la carrera para buscar un resguardo en el edificio.

Al llegar frente a la puerta el español vislumbró otra carta de Tarot clavada en ella. Ésta era aún más siniestra que la anterior: una montura y su jinete con la celada del casco abierta dejando ver una calavera. De nuevo dos letras en la parte inferior dilucidaban las dudas: La Muerte. Tras arrancarla, la tiró al suelo. La cerradura había sido forzada, y la puerta permanecía entreabierta. Gonzalo empujó la puerta. El interior del edificio estaba oscuro, pero a pesar de ello dio unos pasos para entrar.

Fue entonces cuando percibió el fogonazo y una nube de pólvora de olor acre. Sintió cómo su cuerpo recibía un empujón que le derribaba al suelo, y cómo el líquido caliente de su sangre empapaba la camisola. Oyó exclamaciones en valón, más disparos, entrechocar de espadas, gritos de dolor… Nada de esto podía preocuparle a él, que permanecía postrado en el suelo viendo cómo su sangre se extendía sobre las losas del pórtico. Un intenso dolor invadió su cuerpo. Sus párpados le pesaban, pero antes de cerrarlos pudo ver la carta arrancada de la puerta. La calavera del jinete parecía feliz al contemplar como el alguacil consumaba el destino señalado por Peregrino.

* * *

Iglesia del Monasterio de la Encarnación

Anochecer, jueves 11 de julio de 1662

Fray Diego había permanecido en la iglesia del monasterio de la Encarnación desde la noche anterior y el cansancio se reflejaba en su rostro demacrado. La media docena de guardias que estaban ocultos en las diferentes capillas del templo sentían una fatiga similar y un aburrimiento todavía mayor.

Los mensajes que recibió de Gonzalo durante todo el día le indicaban que en el río no sucedía nada. ¿Se habían equivocado de nuevo? Resultaba difícil pensar que su error se extendiera a los dos lugares, pero parecía ser así. ¿Cuál era el fallo? ¿Qué hacían él y esos soldados de la guardia valona allí, agazapados, esperando a no sabían quién? Fray Diego no podía disimular su desánimo.

La iglesia sólo estaba abierta a determinadas horas, cuando se celebraba culto, por lo que permanecía clausurada la mayor parte del día. Más aún, en ese momento de la noche las puertas se mantenían tan sólidamente cerradas que era imposible que alguien, a no ser un fantasma o un demonio, pudiese penetrar allí.

En el templo hacía fresco. El dominico se sentía alterado e incómodo. No le había gustado salir de su retiro en el convento de Nuestra Señora de Atocha para resolver aquellos crímenes. Sin embargo, ahora lo agradecía. Aquel asunto le descubrió de nuevo el mundo hostil y lejano del que huyó hacía tantos años. Ésa era la realidad, el duro ámbito donde vivía Gonzalo y tantos como él. Combatir la maldad era la misión de todo buen cristiano, no huir o refugiarse. Eliminar a Peregrino era sólo un eslabón para erradicar una parte del mal que había en el mundo.

Fray Diego interrumpió sus cavilaciones al escuchar el sonido de unos pasos que marchaban decididos hacia la iglesia. El ruido era claramente perceptible. Provenía de una entrada lateral que conectaba la iglesia con el Alcázar Real. El portón estaba abierto y el ruido del tacón entrechocando con las losas del suelo se fue haciendo cada vez más nítido. Los pasos se detuvieron al entrar en la iglesia. El dominico reconoció la figura y el rostro serio de Iturbe. Fray Diego salió al pasillo central del templo, pero antes que pudiera decir algo el confesor real le hizo un gesto perentorio para que se acercara.

—Tengo malas noticias para vos —anunció Iturbe—. Gonzalo se encuentra malherido, ahora mismo está en el Alcázar Real. Dice que debe contaros algo de suma importancia; a pesar de mi insistencia se ha negado a confesarme qué es. Acompañadme y os guiaré hasta él.

Varios guardias valones salieron de sus escondrijos al ver a Iturbe. Fray Diego se volvió hacia ellos.

—Seguid en vuestros puestos, sabéis lo que hay que hacer. Detened a toda persona que aparezca en la iglesia. Intentad no utilizar la espada ni la pistola, es importante cogerle vivo. Debo ir al alcázar, pero en breve estaré de vuelta.

—Será mejor que mientras permanezcáis allí me encargue de vigilar esta iglesia —dijo Iturbe.

Los guardias volvieron a esconderse en las capillas. Fray Diego siguió a Iturbe, que se conducía con soltura por la laberíntica distribución del monasterio. Bajaron unas escaleras al final de las cuales había un enorme portón de madera de roble. El jesuita abrió la puerta que daba a un pasadizo siniestro y oscuro.

—¿Es este el famoso pasaje que conecta el monasterio con el Alcázar Real? —preguntó el dominico.

—Así es, será un paseo breve, en unos minutos estaremos allí.

Iturbe cogió uno de los faroles que estaba junto a la puerta y, tras encenderlo, se adentró en el corredor. Fray Diego siguió sus pasos. El túnel era amplio y estaba forrado de madera. Cada cierto tiempo había unos grandes velones apagados que debían iluminar el recorrido cuando la familia real hacía ese camino. Iturbe avanzaba veloz empuñando su farol, mientras que las tinieblas formaban un bloque compacto delante y detrás de ellos.

Fray Diego se esforzaba en seguir las zancadas que imprimía el jesuita. El corazón del dominico se iba acelerando y cada vez le costaba más respirar, en parte por el ritmo frenético que llevaban, pero también por el aire estancado del túnel, que desprendía un fuerte olor a humedad. De repente Iturbe detuvo sus pasos en seco.

—¿Qué es esto? —preguntó el jesuita.

Sobre el suelo aparecía una carta del Tarot. Iturbe la recogió para mostrársela. El rostro del dominico se demudó. La carta representaba al Diablo.

—Es uno de los arcanos mayores del Tarot —explicó fray Diego—. Como cualquiera de las cartas, tiene muchos significados. Uno es el de la maldad que está condenada a permanecer en la tierra. Otra de sus interpretaciones es la de señalar un peligro. Quien haya puesto la carta quiere decirnos que en este pasadizo estamos en peligro, hay que salir de aquí. ¿Queda mucho para llegar al final?

—Debemos de estar a la mitad del camino —dijo el jesuita.

—Apresuraos. ¡Peregrino está aquí!

Avivaron aún más el paso; la temperatura era gélida y el olor a humedad se hizo aún más fuerte. A Iturbe se le cayó el farol y por un momento todo el pasadizo quedó sumido en la oscuridad. En ese instante se dejó notar un sonido fuerte a sus espaldas, como si alguien hubiera entrado en el túnel tras cerrar la puerta.

—¿Habéis oído? —preguntó el dominico.

Iturbe acababa de encender de nuevo el farol, su rostro reflejaba una inquietud desconocida en él.

—Yo no oigo nada —respondió Iturbe.

—Escuchad —insistió el dominico.

Ambos aguzaron sus sentidos, pero no se volvió a percibir nada.

—Tenemos que salir de aquí cuanto antes —dijo fray Diego.

Los dos clérigos volvieron a apresurar el paso. Iban prácticamente a la carrera. Fray Diego tropezó y cayó al suelo. Antes de volver a enderezarse, oyó un nuevo ruido a sus espaldas. Ahora estaba seguro, alguien se acercaba desde el otro extremo del túnel. Notó como el sudor le recorría la frente y siguió avanzando hacia Iturbe, que había detenido su paso. Poco más allá se encontraba la puerta de salida del túnel. Empezaron a distinguir algo clavado sobre ella. Al llegar a su lado lo vieron claramente. Era otra carta.

Se veía la figura de un jinete sobre un caballo blanco a cuyos pies había cadáveres tendidos en el suelo. La celada del casco estaba abierta y mostraba una calavera sonriente. Dos palabras en la parte inferior aclaraban cualquier duda: La Muerte.

—¡Salgamos de aquí! —dijo el dominico.

Iturbe abrió la puerta y fray Diego entró en el pequeño cuarto en el que concluía el túnel. Justo en ese momento sintió cómo Iturbe cerraba el portón para dejarle aprisionado. Fray Diego se volvió hacia atrás, intentando abrir de nuevo, pero lo único que consiguió fue oír como el jesuita echaba la llave.

La pequeña estancia estaba a oscuras, pero debía tener otra salida. Se dirigió a tientas hacia el otro extremo y entonces pudo percibirlo. Era un olor desagradable y pesado, que le iba asfixiando de manera lenta, el mismo efluvio de la bodega donde se cometió el primer crimen. Sabía que estaba producido por la incineración de laurel cerezo, y que aquel gas era mortal. La puerta del otro lado también estaba cerrada, así que se retiró hacia el lugar donde aquel olor era menos fuerte. Aun así, notó que iba perdiendo la consciencia y supo que iba a morir. Recordó la carta del Tarot del último mensaje, las siete copas estaban envueltas en una nube de humo, el mismo que ahora le estaba matando.