DÉCIMA JORNADA

Palacio del Buen Retiro

Amanecer, miércoles 10 de julio de 1662

La sala donde esperaban era enorme. Aparecía tan descomunal como suntuosa, sus paredes lucían pinturas de escenas religiosas y retratos de santos. En los laterales una serie de estantes de madera de roble contenían cientos de volúmenes, algunos de gran valor y antigüedad. Fray Diego reparó en los Comentarios del Apocalipsis, un códice miniado que incluía entre sus ilustraciones las referentes a las copas de la ira de Dios. ¿Significaba algo ese libro? ¿Era una coincidencia? ¿Habían sido esos dibujos de vivos colores la inspiración de los crímenes que asolaban la villa? Imposible saberlo. Dejó el texto con un mohín de fastidio, y comenzó a examinar la estancia.

Había también varias estatuas de los evangelistas, pero lo que más llamaba la atención era la copia de la imagen de la Virgen de Atocha que presidía el aposento justo detrás de la lujosa mesa de roble frente a la que estaban. Fray Diego se sentó al lado del alguacil, que esperaba aburrido la aparición del duque.

No cabía duda de que don Ramiro Pérez de Guzmán, duque de Medina de las Torres, alcaide del Buen Retiro y valido real, era un hombre muy religioso, a pesar de su fama en la corte como varón mujeriego, cruel y taimado.

Las ventanas situadas frente al patio interior del palacio estaban abiertas, dejando entrar la luz de un sol que todavía no abrumaba con su ardor. Era agradable aspirar el aroma a tierra húmeda y flores, procedente de los parterres cercanos que rodeaban la bellísima estatua ecuestre de Felipe IV a caballo.

El sonido del golpe de una puerta al cerrarse les sacó de ese ambiente casi idílico. Ante ellos apareció el valido real. Tenía un aspecto cansado y nervioso, que unas profundas ojeras hacían más evidente aún. Su cuerpo, alto y fornido, parecía haber encogido.

—Deberán disculpar la tardanza, he tenido una mala noche. Me cuesta conciliar el sueño.

El duque, tras tomar asiento en el sillón, clavó sus ojos negros en los invitados. El a su vez era observado con el mismo detenimiento. Don Ramiro tenía un inusual aspecto desastrado. El pelo aparecía revuelto y en la barba se podían distinguir diminutas migas de pan. Estaba pasando una mala racha y eso reflejaba el escaso tiempo que debía de dedicar a su compostura, hasta hace tan poco una de las más distinguidas de la villa.

—Seré breve —dijo el duque—. Me resultaron muy interesantes vuestras palabras de ayer en el Salón del Trono. Entiendo que sospecháis que el autor de los crímenes no es Rodrigo Cortizos. Al contrario, creéis que el responsable es alguien poderoso en la corte. ¿No es así?

—Así es —contestó fray Diego—, el verdadero causante no ha sido identificado. Julio, Rodrigo o el matón muerto en las arcas de agua sólo eran acólitos de alguien que está muy por encima de ellos. Uno de los personajes importantes de la villa que tiene un oscuro secreto en el pasado.

«Señor duque, dos veces nos habéis amenazado. Una para que encontráramos al culpable de los crímenes de manera inmediata, otra para que no continuáramos con la investigación. ¿Para qué nos habéis mandado llamar ahora?

Don Ramiro puso los codos sobre la mesa y entrecruzó los dedos. La expresión corriente de enfado se había mudado por un gesto de hastío.

—Pecar es humano, sé que he cometido un grave error con ustedes. Cuando tuvimos ese encuentro en la taberna me avisasteis que este asunto podía no estar acabado. El tiempo os ha dado la razón. Toda la corte sabe que mi puesto peligra. Dos asesinatos y un atentado contra el rey en el palacio del que soy alcaide hacen que el cargo que ocupo esté en entredicho. Muchos rumorean que mi destitución es inminente. Si se produce un crimen más, mi caída en desgracia es segura.

—Señor, mucho me temo que otros hechos similares pueden producirse durante el día de mañana —replicó el alguacil.

El duque hizo un gesto con la mano que hizo callar a Gonzalo. Su mirada recuperó por un momento la llama que le era propia, la del hombre acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido.

—Quiero conocer todo lo que han averiguado en el curso de su investigación. Ustedes y yo nos hundiremos o nos salvaremos juntos. Iturbe se atribuye todos los méritos, pero no ignoro que los verdaderos responsables de aclarar un poco este asunto son ustedes.

Fray Diego vaciló un momento, podían estar dando información a un enemigo. Lanzó una mirada de duda al alguacil, pero éste asintió con la cabeza. Entonces empezó a desgranar todo lo que sabían: los mensajes cifrados con la cita del Apocalipsis referentes a las copas de la ira de Dios, los antiguos sucesos del convento de San Plácido, la historia de la familia Cortizos y el crimen del inquisidor Adam de la Parra. En definitiva, todos los pormenores de los crímenes que habían sacudido la villa.

—Bueno, no parece que vayáis mal encaminados. Pero necesito que el culpable sea detenido de inmediato. Tienen toda mi confianza, cualquier cosa que soliciten será suya, hombres, dinero, lo que sea. Sólo tienen que pedirlo.

El duque tomó una pluma para mojarla en el tintero y comenzó a escribir. El sonido de la pluma rasgando el papel era lo único que se oía en la sala.

—El presente documento les abrirá todas las puertas de la corte. Por lo que he sabido, Iturbe os encargó este dificultoso asunto sin proporcionaros los medios adecuados. A partir de ahora debéis ser conscientes de que contáis con la ayuda del valido real. Acudid a mí sin vacilar.

Dicho esto, sacó del cajón una bolsa de cuero que provocó un sonido de entrechocar de monedas al ponerla sobre la mesa.

—Esto es para los gastos que puedan tener —dijo el duque—. Si es preciso más, pedidlo. No será nada comparado con la generosidad con la que os recompensaré si se soluciona como es debido este asunto. He dado orden al capitán Niemeyer, de la guardia valona, para que os apoye con sus soldados en cualquier momento o circunstancia.

»No tengo más que deciros, salvo que no confiéis demasiado en Iturbe. Son innumerables las veces que he insistido a Su Majestad en la conveniencia de sustituir a ese jesuita por un hombre de vuestra orden, que me parecen mucho más dignos que los de esa Compañía de Jesús, tan dados a la doblez. Os podéis retirar.

Fray Diego recogió la bolsa y la carta del duque. Los dos visitantes se levantaron y, tras hacer una reverencia, abandonaron la sala donde aquel hombre les había confiado su suerte.

* * *

Convento de Nuestra Señora de Atocha

Mediodía, miércoles 10 de julio de 1662

Le habían dicho que fray Diego estaba en la biblioteca del convento y se dirigía allí con premura. Gonzalo tenía la cara enrojecida y el aliento entrecortado, justo castigo por moverse a las horas en las cuales el sol aplastaba las calles de la villa de Madrid. Los tacones de sus botas resonaban en el largo pasillo, mientras que el sudor corría por su frente y su espalda. Siguió avanzando con grandes zancadas hasta que abrió la puerta de la biblioteca, con tanta fuerza que ésta chocó con la pared, produciendo un ruido que hizo levantar la cabeza a los tres dominicos que consultaban pesados volúmenes de hojas amarillentas. Entre ellos estaba fray Diego.

—Mirad lo que me han enviado —anunció Gonzalo.

Su mano se extendió para entregar al dominico una hoja similar a las que ya habían recibido. En la parte superior aparecía una fila de números: 1 1 7 1 6 6 2. En la parte central estaba escrito XVI XII XVI. Justo debajo, una carta de Tarot, el diez de espadas, que mostraba la siniestra figura de un hombre tendido en el suelo atravesado por diez espadas. A su lado, un brazo con una tela colorada anudada como si fuera un brazalete. Por primera vez en la parte inferior no había una nueva hilera de números. Lo que no faltaba era la ineludible firma de Peregrino.

—Es sorprendente —dijo el dominico.

Examinó con detenimiento el papel. Su rostro reflejaba una gran extrañeza, pero más asombrado aún se mostró el alguacil cuando fray Diego sacó otra carta similar que guardaba debajo del libro que estaba leyendo. Las dos eran parecidas, pero no iguales.

—Yo tengo otra —añadió el sacerdote—. Hasta ahora habíamos recibido un único mensaje, ahora tenemos dos. No es lo único extraordinario. En todos los escritos había una hilera de números en la parte superior e inferior que señalaba la fecha de los asesinatos. Ahora sólo nos da una. Peregrino da por concluida su labor. Dios derrama siete copas de su ira, Peregrino manda siete cartas; por lo tanto, cometerá otros tantos asesinatos.

»Hay algunas cosas que coinciden con las anteriores misivas. Para empezar nos da el día del nuevo crimen, es decir, a lo largo de mañana 11 de julio de 1662. Después incluye la cita del Apocalipsis, que, cómo no, se referirá a las copas de la ira de Dios. Acompañadme.

Ambos salieron de la gran sala de lectura para entrar en una pequeña estancia. Los cristales de la parte superior dotaban la sala de una luz refulgente. Fray Diego extrajo una voluminosa Biblia y la puso sobre un atril. Al abrir el libro éste desprendió olor a vejez y una nube de polvo que podía verse de forma clara a través de los rayos de sol. El dominico buscó entre las páginas finales, que contenían el Apocalipsis, y leyó con voz pausada.

—El 16,12 dice lo siguiente: «El sexto derramó su copa sobre el gran río Éufrates, y secose su agua, de suerte que quedó expedito el camino a los reyes del naciente sol». El 16,16 añade: «Y los juntó en el sitio que en hebreo se llama Harmagedón».

El dominico levantó la vista del volumen para examinar de nuevo el mensaje.

—Otro detalle novedoso es la situación de la alusión del Apocalipsis en la carta. Hasta ahora en la parte central del papel había un enigma que nos indicaba dónde iba a actuar; en esta ocasión ese lugar lo ocupa la cita. Es decir, el sitio donde va a actuar Peregrino está en la referencia del Apocalipsis.

—No lo entiendo —dijo Gonzalo—. Pretende decirnos que debemos buscarle en un sitio llamado Harmagedón, pero en todo Madrid no hay ningún lugar con ese nombre o algo similar.

—En eso os equivocáis, απμαγεδδων la palabra griega que designa a Har Megido, la colina de Megido, el lugar donde tendrá lugar la lucha final de Dios y las fuerzas del bien contra Satán. Parece querer anunciarnos que nos desafía a una batalla final, y para ello nos convoca en una colina. Como en Madrid hay varias, nos da otra pista en la siguiente cita. «El sexto derramó su copa sobre el gran río Éufrates, y secose su agua, de suerte que quedó expedito el camino a los reyes del naciente sol». Es decir, debemos buscarle en un lugar donde confluyen un monte y un río seco.

—En Madrid sólo tenemos un río, y aunque lleva poco agua no está seco.

—Exacto, estuvo muy agudo el embajador francés cuando al ver la enorme fábrica del puente del Segovia y el diminuto caudal del Manzanares dijo que Madrid debería comprar un río o vender un puente. Bromas aparte, ¿dónde podemos encontrar un río seco?

—Esperad —respondió Gonzalo—, no sé si puede ser… pero…

—Decid lo que se os ocurra.

—El Manzanares, a su entrada en Madrid, pierde parte de su caudal, puesto que se desvía agua hacia los jardines y huertos de la Casa de Campo del rey. En esa misma zona hay un par de islas que hacen más angosto el paso del agua. Todo el lugar está cubierto de cañas, juncos y herbazales que hacen el efecto de que el río esté seco, sobre todo ahora en julio, cuando la sequía reduce aún más el caudal.

—Habéis sido muy hábil, Gonzalo —dijo el dominico—. Ése puede ser el paraje que nos indica.

—Es más, justo enfrente de esa zona hay una colina cuya mayor parte lo ocupa la huerta de la Buitrera. ¡Es el único sitio donde confluye un río sin apenas agua y una colina en toda la villa! Estoy seguro que es allí.

—Bien, ya tenemos el lugar. Ahora nos quedan esos dos símbolos: la carta de Tarot y el brazalete colorado.

—El significado de este último es evidente para mí —replicó el alguacil—. Un brazalete, fajín o cualquier trozo de tela colorada era la marca que usábamos los soldados de España para diferenciarnos de nuestros enemigos a la hora de combatir cuerpo a cuerpo.

—Es decir, la carta os cita a vos —dijo fray Diego—. Hemos avanzado mucho ya. El mensaje señala un lugar, la persona que debe ir y, también, lo que os espera. Ése es el motivo de la inclusión de la carta.

»El Tarot es un oráculo. Consta de setenta y ocho cartas que intentan desvelar los arcanos o misterios de la vida. La baraja se subdivide en dos grupos principales: un grupo formado por veintidós cartas, que reciben el nombre de arcanos mayores, y otro grupo de cincuenta y seis, denominadas los arcanos menores. Las primeras son cartas únicas, las segundas se dividen en cuatro series o «palos», los precursores de nuestros naipes.

»Se dice que cada palo corresponde con una de las cuatro clases sociales. Las espadas representan a los guerreros, a la mítica Excalibur, por lo que vos, un antiguo soldado, recibís una carta del palo de espadas. Las copas simbolizan el clero, el Santo Grial; por lo tanto, yo recibo una que es del palo de copas. Como puedes ver, Peregrino pretende dejar muy claro a quién va dirigido cada mensaje.

—¿Qué significa ese siniestro diez de espadas con su acuchillado? —preguntó el alguacil.

—Cualquier carta del Tarot puede simbolizar muchas cosas. En concreto el diez de espadas representa un acto negativo, destructivo, incluso brutal; también puede interpretarse como un hecho liberador, un punto final.

Los ojos del alguacil examinaron con aprensión aquella ilustración siniestra de un hombre caído atravesado por diez espadas.

—Lo adivináis, puede representar una muerte violenta.

—¿Queréis decir que Peregrino me reta a ir a ese lugar y señala lo que me espera? —dijo Gonzalo.

—Es posible. Quizá trate de manifestarnos que es necesario acudir a ese lugar si queremos atraparle; pero, cuidado, también puede advertir de que nos está esperando para acabar con nosotros. Debe de saber que somos los únicos en toda la villa que hemos averiguado algo de sus crímenes. Al igual que el duque de Medina de las Torres, Peregrino no ha creído que Iturbe sea el hombre que evitó el atentado contra el rey. Estoy casi seguro de que él estaba ayer en el Salón del Trono. Ahora intenta eliminarnos. Eso es lo que sucederá en Armagedón, y esto es lo que nos propone con estos dos mensajes: un duelo final entre el bien y el mal.

Hubo un momento de silencio. El dominico sacó entonces la carta que había recibido para examinarla.

—¿Qué dice el mensaje que os ha enviado a vos? —preguntó el alguacil.

—Tenemos la fecha, y la cita del Apocalipsis. El 16, 17 dice lo siguiente: «El séptimo derramó su copa en el aire y salió del templo una gran voz que procedía del trono de Dios diciendo: Hecho está». Sucede lo mismo que en vuestro mensaje, el acertijo que ocupaba la parte central ha desaparecido y su sitio es ocupado por la cita bíblica.

—O sea, de nuevo la cita nos debe indicar un lugar, pero no hay ninguna referencia a colinas, ríos ni cualquier otro lugar identificable.

—Cierto —convino el dominico—, aquí encontrar el significado de lo que nos quiere decir va a ser todavía más difícil. Veamos, habla de un templo y de una gran voz.

—Quizá se refiera a un lugar donde acompañen los oficios religiosos con cánticos.

—No, no puede ser —dijo fray Diego—. Hay demasiadas iglesias donde en algún momento se celebran oficios religiosos con música coral. Debe ser un templo único por algo.

El dominico se concentró en observar el mensaje. Buscó la sombra, puesto que el sol empezaba a calentar demasiado. Gonzalo, inquieto, interrumpió su silencio.

—Bueno, dejemos eso por el momento. Si no logramos descifrar el significado de la cita del Apocalipsis, deberíamos concentrarnos en lo que sigue. Tenemos otra carta de Tarot, el siete de copas, y un escudo con una cruz en medio al que rodean tres lemas en latín: Laudare, Bendecire, Predicare. No entiendo qué puede significar este extraño símbolo rodeado de latines.

—A vos no os ha sido difícil descifrar el sentido del brazalete colorado, tampoco se me antoja complicado desentrañar este símbolo. El escudo es el de la orden dominicana y su lema: alabar, bendecir, predicar. La cruz flordelisada con campo de plata, es decir, blanco, y sable, negro, representan los colores del hábito dominico. Aquél era un mensaje para vos, éste es para mí. Hasta el momento Peregrino nos indicaba dónde iba a cometer el crimen. Ahora nos cita a cada uno en un sitio, nos divide, y mucho me temo que lo que planea es que nosotros seamos sus próximas víctimas. Estamos demasiado cerca, cree que no es prudente dejarnos vivos. Quiere poner punto final a su trabajo, lo dice la misma cita del Apocalipsis: Hecho está.

—Nos desafía —dijo el alguacil—. Aunque si lo pensamos bien, podemos no acudir.

—Sí, es posible ignorarle, pero ¿os imagináis lo que pasará si no conseguimos ningún resultado? El duque de Medina de las Torres se ha mostrado muy generoso, pero puede manifestar toda su crueldad si no le conseguimos un culpable. Lo mismo puede decirse de Iturbe. Después de detener el atentando contra Su Majestad goza de la gracia real, pero puede destruirnos si Peregrino sigue actuando en la corte y comete más crímenes. Dos de los hombres más poderosos de la villa están detrás de nosotros y pueden vengarse si no les damos lo que quieren.

—No hay otra escapatoria. Debemos ir a esa cita, aunque nos cueste la vida —concluyó Gonzalo.

—Mucho me temo que así es.

El tañido de una campana cortó su conversación. Fray Diego cerró el libro y dirigió su mirada hacia el ventanal. A sus pies, el patio del convento se llenaba de dominicos que acudían a la llamada del servicio religioso.

—El templo y el trono son las dos únicas palabras que aluden a algo concreto. Eso es. Sólo hay un templo utilizado de manera frecuente por el trono. Ese lugar es la iglesia del Real Monasterio de la Encarnación, situada frente al Alcázar Real. El rey la emplea como capilla real, ya que en palacio no hay ningún lugar adecuado para oficiar la santa misa. Se dice que hay un pasadizo subterráneo que conecta el palacio con el monasterio, puesto que así el monarca puede visitarlo en la intimidad sin tener que hacer un despliegue de carrozas y protocolo para recorrer tan corta distancia.

—Muchos aseguran que cuando Su Majestad era joven visitaba a las monjas por las noches —dijo el alguacil.

—Ya se sabe, los rumores siempre atribuyen al clero actos livianos, cuando no perversos. Si hay algo que hace bien un español es pensar mal de todo el que le rodea.

—No seré yo quien os contradiga. Volvamos a lo que nos interesa. Peregrino intenta que acuda a la huerta de la buitrera, junto al río Manzanares, y vos, a la iglesia del monasterio de la Encarnación.

—Así es, Peregrino trata de poner en marcha una vieja máxima: divide y vencerás. Sin embargo, todavía tenemos que descifrar algo más de sus intenciones.

Fray Diego volvió a coger el mensaje y señaló la carta de Tarot. Gonzalo fijó su mirada en el extraño dibujo de una figura que contemplaba asombrada siete copas que se mantenían en el aire envueltas por una misteriosa niebla. En la parte superior de cada copa asomaba su contenido: una serpiente, una cabeza de mujer, un dragón, unas monedas, una corona de laurel, un castillo y una figura humana cuyo rostro estaba cubierto.

—Ya os he dicho que cada carta del Tarot tiene muchas interpretaciones —dijo el dominico—. El siete de copas representa la salvación, la victoria, y una advertencia de no crear falsas ilusiones. Sea lo que sea lo que nos espere en los lugares que nos indica, lo que encontraremos será la salvación y la victoria, o bien la muerte. Peregrino no nos da otras alternativas. Me intriga lo que pueden significar esos raros emblemas y esa nube de humo, pero no tengo la más remota idea.

Debemos recurrir a la ayuda que nos prometió el duque de Medina de las Torres. Id a buscar al capitán Niemeyer y pedidle hombres para que nos acompañen a esos lugares. Parto ahora mismo para el monasterio de la Encarnación. La carta del duque me abrirá las puertas de ese lugar.

—Si os digo la verdad, pienso que esos soldados de parada serán de poca ayuda —dijo Gonzalo.

—Puede ser, pero será mejor ir con ellos que nosotros solos, ¿no os parece?

Gonzalo guardó un silencio que daba la razón al dominico.

—Necesitaré media docena de guardias que me acompañen a esa iglesia —añadió fray Diego—. No hay que descuidarse, antes de que anochezca tenemos que estar en esos lugares. También serán necesarios caballos, puesto que es la única manera de estar comunicados. Enviad un mensaje cada dos o tres horas, salvo que ocurra algo de interés, en cuyo caso el aviso debe ser inmediato. Yo actuaré de la misma manera. Partid ahora mismo.