Cárcel de la villa
Amanecer, martes 9 de julio de 1662
Al poco de amanecer escucharon como se abría el portón. Gonzalo se incorporó del camastro de paja y levantó la vista. No podía creerlo; tanto fue así que lanzó una mirada a fray Diego para que le aclarase si aquello era una aparición espectral, un mal augurio o una pésima sorpresa. Tal vez fuera las tres cosas. Iturbe estaba en el vano de la puerta acompañado por el carcelero, que les señalaba con la mano. El jesuita lucía una expresión de cólera como pocas veces había visto en su vida.
—Levantaos, el señor confesor real desea veros —dijo el guardia con la poca gracia que sus dientes podridos le permitían.
Fueron conducidos a una sala más amplia del piso superior. Allí esperaban cuatro miembros selectos de la guardia borgoñona. Altos, de espaldas anchas, brazos fuertes, cada uno tenía el aspecto de un toro, y era posible que también su cerebro, pero Gonzalo adivinó que sus manazas serían capaces de hacer hablar a cualquiera, y que éste era el motivo de su presencia.
Iturbe se situó frente al ventanal enrejado por el cual entraba el sol, cruzó las manos, miró a la calle y suspiró.
—Os advertí que no debíais continuar con las pesquisas, incluso el duque de Medina de las Torres os amenazó con la cárcel y otros males que dejó entrever. Sois tan torpes que vuestras acciones os han conducido aquí antes que él o yo pudiésemos actuar. ¿Tenéis algo que alegar? —dijo volviéndose bruscamente.
Fray Diego mantuvo clavados sus ojos grises en el rostro del jesuita, Gonzalo se encogió de hombros.
—Si de mí depende, tardaréis mucho en salir de estos muros. Me habéis ocultado información, y desobedecido mis órdenes. ¡Os burláis de mí y de la confianza que deposité en vuestras manos!
Gonzalo intuyó que Iturbe debía estar dominado por la rabia, ira, odio y otros sentimientos poco convenientes para un siervo de Dios. No hubo respuesta por parte del alguacil ni del dominico. Ambos sabían que en ese momento era mejor permanecer callados.
—¿Qué hacíais en el corral de la Cruz? ¿Por qué buscabais al hijo de Jerónimo Villanueva? ¿Cómo sabíais que alguien iba a atentar contra su vida?
—Ahora ya es demasiado tarde —se atrevió a decir fray Diego en un murmullo—. Es demasiado tarde para todo, para él, para nosotros, y mucho me temo que incluso para vos.
—En eso, como en casi todo, os equivocáis. Ahora os doy la oportunidad de confesarme todo lo que sabéis como a un amigo. Si os negáis, tal vez estos caballeros pueden haceros entrar en razón —dijo Iturbe señalando a los guardias.
Los borgoñones ya se arremangaban las camisolas dispuestos a la tarea.
Gonzalo tragó saliva y miró preocupado al dominico, pero éste parecía impasible y dispuesto al martirio. Sentía un fuerte vacío en el estómago. Era necesario confesar. El alguacil no tenía ninguna duda de que, mal que les pesara, ahora el jesuita representaba la única oportunidad que tenía de librarse de la prisión, la tortura, e incluso la muerte.
—Hablad, fray Diego, ¡por Dios! Si no lo hacéis vos, lo haré yo.
El dominico contempló sorprendido a Gonzalo, después volvió su mirada a Iturbe.
—Está bien, os contaré todo lo que creemos saber.
—Caballeros, haced el favor de dejarnos solos —indicó el jesuita a los borgoñones.
En el acto los guardias abandonaron la sala. Gonzalo suspiró aliviado. Fray Diego narró sus sospechas sobre el posible asesinato de Adam de la Parra, la recepción de la cuarta carta y las pesquisas realizadas para evitar el asesinato de don Jorge, el hijo de Jerónimo Villanueva.
—La única relación que une todos estos asesinatos —concluyó el dominico— son los hechos ocurridos hace años en el convento de San Plácido. Lo que sucedió entonces allí, siega vidas hoy.
Iturbe no había dejado de escrutar el rostro grave del dominico durante su confesión. Se volvió de nuevo hacia el ventanal, afuera el tráfico de carros y personas ya arreciaba. Pareció meditar lo referido por el dominico.
—¿Por qué no he sido informado de todo esto? —preguntó Iturbe.
—Os negabais a creer las sospechas que os expusimos —contestó terminante el dominico—. Vuestro comportamiento hacia nosotros siempre ha sido ambiguo: por un lado nos encargáis una tarea, por otra parte habéis hecho todo lo posible para dificultarla.
Gonzalo temía la reacción del jesuita, pocas cosas podían ser peores que señalar a un poderoso su estupidez, y que de sus errores se podrían derivar terribles consecuencias. Para su desgracia, eso es lo que estaba haciendo en ese momento fray Diego.
—Todos cometemos yerros, pero ahora debemos olvidar el pasado y concentrarnos en acabar de una vez con este asunto —dijo Iturbe.
El jesuita parecía muy preocupado y, lo que era más desconcertante aún, sincero. Para un hombre de su orden esta virtud debía requerir un esfuerzo inusual.
—Esta mañana, mientras mis hombres os confiscaban vuestros bienes, encontraron esto en el cuarto de don Gonzalo —explicó tendiendo un pliego de papel.
El alguacil estiró el cuello para intentar leer la carta que ya examinaba atento fray Diego. La primera línea era la fecha del día: 9 7 1 6 6 2; no faltaba la cita bíblica: Aπ X V I X. La novedad era la inclusión de tres líneas de una partitura de música. En la línea del final una hilera de números: 1 1 7 1 6 6 2, una nueva fecha. Al final, la firma de Peregrino.
—Los números superiores son la fecha de hoy —dijo el dominico levantando la vista—, la segunda línea nos indica el versículo 16, 10 del Apocalipsis, que si no recuerdo mal dice lo siguiente: «El quinto derramó su copa sobre el trono de la bestia, y el reino de ella se cubrió de tinieblas, y se mordían de dolor las lenguas».
—¿Y eso qué significa? —preguntó Iturbe.
—No lo sabemos, antes debemos descifrar el sentido de esta pieza de música.
—Sé que yo no les gusto, igual que ustedes no me gustan a mí, pero creo que es hora de que lleguemos a un acuerdo. Los unos nos necesitamos a los otros. Sin mí, ustedes se pudrirán en la cárcel; yo, sin su ayuda, seré incapaz de aclarar este misterio y ganarme la gracia real. Les propongo lo siguiente: pónganse de nuevo a mi servicio, esta vez sin dobleces y sin ocultarme nada. Por mi parte, les ofrezco protección, liberarles de este lugar y, llegado el caso, recompensaré debidamente sus esfuerzos.
Fray Diego mantuvo su mirada desafiante frente al jesuita, se volvió hacia Gonzalo y éste asintió casi al instante.
—Está bien, aceptamos.
—Así me gusta —el jesuita se sentó en el escritorio y cogió papel y pluma—. Don Juan Hidalgo es el más destacado músico de la villa. Se encarga de la música teatral en la corte y trabajó en estrecha relación con Calderón. Id a esta dirección, tal vez él os pueda explicar cuál es el significado de la partitura. Estaré en el Alcázar Real si necesitan mi ayuda. Espero sus noticias.
Gonzalo y fray Diego se levantaron, hicieron una reverencia y abandonaron lo más rápido que les permitía sus pies aquel edificio siniestro.
* * *
Una hora después Juan Hidalgo, músico de la corte, les abría la puerta de su casa. El maestro lucía un aspecto lamentable y desastrado. Era afamado por ser el mejor músico de la corte y, también, uno de sus personajes más excéntricos. Su calva reluciente surgía entre dos largas crenchas de pelo blanco que le daban el porte de un nigromante, y que él dejaba caer desidioso sobre un jubón sin planchar cubierto de goterones en la pechera. Parecía un loco y, según el parecer de muchos, eso es lo que era.
—¿Qué es lo que deseáis? —preguntó con una desagradable voz de pito.
—Maestro, necesitamos vuestra ayuda. Tenemos una carta de presentación del confesor real —informó Gonzalo respetuoso.
—¡Os podéis ir al infierno, gañanes! —dijo antes de cerrar la puerta de un golpe.
Gonzalo volvió a aporrear la puerta. Nunca le había gustado tratar con gente de instrucción; las pocas veces que se relacionó con alguno sacó en claro que su vanidad y mal genio solían ser mucho mayores que sus talentos.
—Abrid la puerta a la justicia.
—Idos al infierno, alfeñique. ¿No me habéis oído?
—Abrid la puerta al Santo Oficio —gritó fray Diego.
El cerrojo de la puerta se abrió. A Gonzalo le satisfacía enormemente ver como el temor a Dios y a los instrumentos de tortura de sus sirvientes allanaba el camino a quien actuaba en su nombre. El músico entornó la puerta y, al ver al dominico, hizo un gesto que quiso ser de cortesía.
—¿Qué deseáis? —repitió ahora con cierto respeto.
—Dejadnos entrad, es un asunto de la Casa Real.
—Pasad, por favor, siempre estoy dispuesto para servir al rey, aunque algunas veces no me ha pagado en concordancia a mis méritos.
Mientras Gonzalo seguía al músico por el corredor, pensó que ese era uno de los males que aquejaba a la monarquía de España: ninguno de sus súbditos cobraba lo suficiente por un trabajo que la mayoría de las veces desempeñaba con una curiosa mezcla de chapucería, indolencia y torpeza. Sabía de lo que hablaba: también era su caso.
Alcanzaron por fin un salón tan grande como destartalado, increíblemente sucio. En los estantes de las paredes se acumulaban partituras, libros, ilustraciones y pequeñas figuras de madera que representaban instrumentos musicales.
—Perdonad que no tenga sirvientes, pero acabo de expulsar al último; no aguantaba más sus sisas y sus desplantes. Sentaos, por favor —dijo señalando unos escabeles.
Gonzalo miró con estupor unos toscos asientos recubiertos de una gruesa capa de mugre y polvo.
—Preferimos permanecer de pie —intervino fray Diego—. Señor, el asunto que nos trae aquí es grave, muy importante para la Corona y, por supuesto, confidencial. Podemos confiar en vuestros servicios, que sin duda el rey sabrá recompensaros.
—Oh sí, por supuesto. Siempre he sido un súbdito fiel de la Corona —dijo sonriendo al saber que podía ganar algunos ducados.
—¿Os importaría decirnos si este fragmento tiene algún significado para vos? —preguntó fray Diego mostrándole la carta.
—Es una partitura.
—Bien, eso ya lo sabemos —dijo decepcionado el dominico—. ¿Nos podéis dar algún dato de mayor interés?
Don Juan cogió el mensaje y empezó a hacer movimientos con la mano, como si escuchara la música cifrada en ese papel. Estaba extasiado. El músico levantó la vista al fin y sonrió a fray Diego.
—Es una pieza moderna, bella pero convencional. No es de mi agrado, yo prefiero la música de más enjundia. No sé si me entendéis…
Fray Diego asintió, pero Gonzalo le miró confundido; toda la música de la cual él gustaba se limitaba a coplas sencillas interpretadas con vihuelas y guitarras, a cuyo ritmo cimbreaba el culo alguna de las pupilas de las mancebías con ínfulas de bailarina.
—El compositor de esta pieza es Cavalli —continuó Hidalgo—, el famoso músico veneciano. Mirad, su nombre está escrito aquí en la esquina izquierda, y en la derecha está el nombre de la pieza: la ópera L’Erismena. En el centro nos señala el acto primero de la escena primera, el comienzo de la obra.
—¿No podéis decirnos algo más? —preguntó el dominico.
—No es de sus obras más conocidas. La más famosa es su ópera Serse, que realizó en 1660, cuando Mazarino le hizo llamar a París para la celebración de la boda de Luis XIV con María Teresa. Poco más os puedo contar, el estreno constituyó un acontecimiento en la capital francesa; ya que en su ballet intervinieron los propios reyes y otras figuras de la corte —explicó tras devolverle la carta.
—¿Puede tener algún mensaje oculto o indicar algún lugar?
—No sé de qué me habláis —dijo extrañado donjuán.
—Mucho me temo que no sois capaz de decirnos nada más —insistió fray Diego.
—Mucho me temo que así es —concluyó el músico—. Siento decepcionaros, pero ignoro cuál es el tema de la trama de esa ópera; yo sólo entiendo de música. A mí esos estúpidos argumentos y los gorgoritos que perpetran las entretenidas y eunucos que ensucian nuestro arte se me escapan.
—Os agradecemos vuestra ayuda y perdonad si os hemos apartado de vuestras ocupaciones —se disculpó fray Diego levantándose.
Deshicieron el camino para salir a la calle acompañados por Don Juan, que peroraba sobre la decadencia de la música actual y otros temas de escaso interés. Gonzalo miró a fray Diego y adivinó su descontento: no habían sacado nada en claro. Ya en la puerta se volvieron para despedirse del maestro.
—Si tenéis tanto interés en esa obra, sabed que la interpretarán a la una de la tarde en el Coliseo del palacio del Buen Retiro; supongo que os será muy difícil conseguir un asiento en tan distinguido auditorio. El marqués de Heliche organiza esta velada; poneos en contacto con él, es un hombre muy agradable. Pero tened en cuenta lo que os he dicho: un músico cortesano. Su clientela: reyes, nobles y otros oídos ignorantes que escuchan simulando atención mientras se aburren.
La expresión de fray Diego se transformó.
—Muchas gracias, maestro, habéis sido de gran ayuda.
Gonzalo también había captado la transcendencia de las palabras del músico: el asesino intentaría matar al rey durante la representación de la ópera de Cavalli.
* * *
Palacio del Buen Retiro
Mediodía, 9 de julio de 1662
Hacía ya un buen rato que las campanas de la iglesia habían señalado el mediodía cuando los dos coches pararon al unísono. La caja de los vehículos se agitó con el brusco frenazo, y no tardaron en escucharse gritos de protesta por la poca pericia de los cocheros, cumplidores fieles de las órdenes de conducir aquellos dos carruajes lo más rápidamente al palacio del Buen Retiro. El portillo del primero, un transporte más rústico y grande, se abrió y de él bajaron media docena de soldados de la Guardia Real Borgoñona sudorosos y con cara de fastidio, al tener que afrontar un servicio en esas horas ardientes.
La mayoría de ellos debía de pensar que ése era un buen momento para tomar un vino en la fresca cantina de los sótanos del Alcázar, pero no para estar en un erial frente al palacio del Buen Retiro expuestos al inclemente sol de julio. El portillo del segundo carro tardó más en abrirse, pero al fin lo hizo, entre un piafar de caballos y crujir de maderas. De él bajaron tres figuras: Iturbe, fray Diego y Gonzalo, que casi al instante quedaron ocultos por el polvo del camino que les trajo una racha de viento.
Las tres figuras buscaron la sombra de una hilera de plátanos, mientras que los sudorosos guardias recomponían sus uniformes y aprestaban sus armas para el cometido que les había traído a este lugar. Los dos religiosos y el alguacil tomaron aliento después del veloz viaje. Frente a ellos se alzaba el desmesurado palacio del Buen Retiro. A Gonzalo no dejaba de impresionarle la enorme extensión del edificio. Tras el muro se entreveía el pórtico de la iglesia de los Jerónimos transformada en simple capilla palatina.
—¿A qué esperamos? —dijo Gonzalo.
—A otro carruaje con media docena más de guardias que nos pueden ser de gran ayuda —respondió Iturbe.
Gonzalo volvió a contemplar el palacio que se erguía magnífico ante él. Cuando comenzó la construcción del edificio él estaba ya en Flandes, pero incluso allí llegaban los rumores sobre el nuevo palacio del rey. También entre los españoles de esas lejanas tierras circulaban los panfletos sediciosos que maldecían esa obra surgida de esquilmar a los pecheros del reino. Aún recordaba la coplilla que había compuesto Quevedo sobre la construcción del palacio, y que entre las filas del ejército, siempre dadas a la chufla, corría libremente.
Pero no es buena ocasión
Que cuando hay tantos desastres
Hagas brotar fuentes de agua
Cuando corren ríos de sangre
No es razón que cuando el cielo,
Desenvainando el alfanje
Se mira con nosotros
Por nuestros pecados graves
Andes haciendo «Retiros»
Y no haciendo Soledades.
¿Cuánto había costado aquel palacio edificado sobre la miseria de sus súbditos? ¿Quién lo sabía? ¿Quién lo quería recordar? Tal vez era como su artífice Olivares: grande y feo. Allí se unían el mal gusto del arquitecto italiano y la falta de planificación de su colega español; juntos parieron aquel monstruo grande, costoso y sin ningún orden.
—Señor confesor real, el tiempo corre en nuestra contra. No podemos seguir esperando —advirtió el dominico.
El jesuita echó un vistazo hacia la villa para ver si se acercaba algún carruaje, pero no era así.
—Lleváis razón, no podemos esperar más. Tendremos que contentarnos con esta pequeña escolta.
—Gonzalo, no es hora de observar sino de actuar —dijo fray Diego sacándole de sus meditaciones.
Miró a su alrededor, los borgoñones ya estaban dispuestos, así que emprendieron la marcha hacia el portón situado a su izquierda. Los guardias de palacio retiraron sus alabardas al ver al confesor real, y ellos se introdujeron directamente por un pasaje que les condujo a la plaza de los Oficios, donde daban las habitaciones de la servidumbre. Por allí pululaban varios menestrales, cargados con cántaros de vino, baldes de agua, capones vivos y verduras frescas. Gonzalo olió un fuerte olor a podrido procedente de un rincón bajo las cocinas donde se acumulaban los detritus. Aceleró la marcha a pesar que el calor le aplastaba, tanto como a los desgraciados que trabajaban a esas horas en pleno mes de julio.
—¿Por qué tanta cautela? ¿Por qué no entrar por la puerta principal? —preguntó el alguacil.
Iturbe se secó el sudor de la frente de un manotazo y miró a Gonzalo.
—Creedme —dijo el jesuita—, es mejor así, señor alguacil. El palacio está lleno de ojos y de oídos. Mejor obrar con cautela y disimulo. Si vuestras suposiciones son ciertas, conviene atrapar de una vez por todas a ese criminal.
—Esas palabras son prudentes. Cuanta menos gente conozca nuestra presencia aquí, mejor para nuestros intereses —añadió fray Diego.
—¿Serán suficiente los hombres que llevamos? —insistió el alguacil.
—Puede que sean incluso demasiados si queremos pasar desapercibidos. Os pido que guardéis silencio, dejad que yo me entienda con la gente de palacio.
Iturbe dijo esto cuando ya habían abandonado la plaza de Oficios y, tras tomar un pasaje, salían a la llamada plaza Principal, donde pululaban algunos cortesanos y un oficial de la guardia que miró extrañado la premura del jesuita pero no se atrevió a detenerle o siquiera interrogar a ese extraño grupo.
Gonzalo percibió que Iturbe cada vez parecía más tenso. Tenía la frente cubierta de sudor y el rostro enrojecido, se esforzaba en saludar con leves ademanes a los cortesanos, pero mantenía su paso firme que tanto le costaba seguir a fray Diego.
—Ya estamos cerca, ¿estáis totalmente seguro de lo que decís? —preguntó Iturbe.
—Mirad, señor confesor real —dijo fray Diego—, la profecía del Apocalipsis que nos señala la carta asegura: el quinto derramó su copa sobre el trono de la bestia. Creo que puede que esto aluda a un ataque al trono, y el fragmento de la pieza que incluía en la carta es la ópera de Cavalli que esta tarde va a ser interpretada en el Coliseo de este palacio. ¡Juzgad vos mismo qué podemos hacer!
—Debéis estar seguro de lo que va a suceder, quiero evitar sobre todo ponerme en ridículo delante de Su Majestad.
—Mucho me temo que nadie nos puede garantizar eso, ya hemos fallado anteriormente al interpretar estos crípticos mensajes.
El rostro del jesuita se tornó grave, y por un momento detuvo sus pasos. Habían dejado atrás la plaza Principal, quedaba atravesar el Jardín del Rey, muy cercano al Coliseo, el lugar donde se iba a celebrar el concierto. Fray Diego le miró con sus inquisitivos ojos azules.
—Podemos estar equivocados, pero también podemos salvar la vida a Su Majestad.
No hubo más palabras, emprendieron de nuevo el camino y se introdujeron entre los parterres de flores y setos de boj del Jardín del Rey. Era un lugar hermoso, pero ellos no tenían tiempo para reparar en el frescor de las fuentes o las bellas estatuas de las hornacinas. Lo atravesaron veloces hasta que por fin distinguieron la entrada del Coliseo.
Hicieron un alto para tomar aliento y asegurarse de que nadie les había seguido. Sólo repararon en la figura de un sirviente cargado con un pesado barril. No debía de faltar mucho para la una. Peregrino podía estar dentro ya, por eso Iturbe dio orden al cabo de los guardias para que inspeccionaran la sala en silencio. El lugar estaba lleno de cortesanos. Por los ventanales entornados apenas entraba luz, así se trataba de evitar la acumulación de calor, y se había conseguido, puesto que del Coliseo manaba un ligero frescor muy agradable que todos agradecieron después de haber atravesado todos esos patios bajo un sol implacable.
El cabo distribuyó a los soldados y éstos se dispersaron por el lugar, que quedó de nuevo en penumbras al cerrar la puerta. Las campanas de los Jerónimos repicaron señalando la una y un grupo de palomas, que debía estar en la techumbre, levantó el vuelo entre gorjeos escandalosos.
El medio centenar de cortesanos invitados a la representación conversaban en sus asientos, y toda la sala se veía envuelta por su parloteo. Gonzalo inspeccionó ese edificio levantado para que el rey dispusiera de un teatro permanente. El Coliseo de las Comedias se asociaba en toda la villa a un lugar de lujos y maravillas, y lo que Gonzalo tenía ante sus ojos no desmentía la leyenda. Le llamó la atención la curiosa planta ovalada y los tres elegantes pisos de balcones, de los cuales el primero, señalado con el escudo de la monarquía, debía estar reservado a la familia real. Según decían, el rey podía acceder allí desde sus propios aposentos.
El escenario tenía a cada lado dos columnas de jaspe que sostenían un frontón donde la figura de un león sujetaba un globo, la Cruz, el cetro y la espada, los conocidos símbolos de la Religión y el Poder, además del Toisón de la Casa de Austria. Sobre la escena ya estaban situados los músicos, que afinaban sus instrumentos y colocaban sus partituras.
Pese a la magnificencia del lugar, fray Diego y Gonzalo estaban atentos a los invitados al concierto: uno de ellos era Peregrino. Ambos escrutaban aquellas caras sonrientes y felices, sin poder descubrir algún indicio de preocupación, ni siquiera al ver la entrada de los guardias en el local. Ninguno parecía inquieto, aunque todos debían de estar un tanto sorprendidos. Entonces advirtieron la única nota discordante en la sala.
El sirviente cargado con el barril en el que habían reparado al entrar salía ahora tras levantar una trampilla del escenario, pero sin su pesada carga. Estaba claro que aquel objeto podía ser un artefacto diseñado para volar todo aquello por los aires. Buscaron al jesuita pero éste había desaparecido, al igual que los guardias, en los pisos superiores.
—Debemos actuar por nuestra cuenta —dijo fray Diego—. No podemos dejar que escape de nuevo.
Gonzalo asintió, desenfundó su pistola, y ambos partieron hacia el escenario.
—¡Alto a la Justicia del Rey! —gritó Gonzalo.
El hombre se precipitó hacia la puerta por la cual había entrado, pero ya era demasiado tarde: dos borgoñones bajaron veloces la escalera para cortarle el paso.
—¡Prendedle! —oyeron gritar a Iturbe desde el piso superior.
El fugitivo corrió hacia la otra salida del Coliseo; le esperaba allí otra pareja de guardias. Desesperado, intentó subir por las escaleras hacia los palcos del piso superior, pero otros dos guardias le cerraban el camino.
Gonzalo y fray Diego reconocieron al hombre de la cicatriz al que ya habían visto anteriormente en las arcas de agua y en el corral de la Cruz. Estaba sudoroso y congestionado, y esto le marcaba aún más el costurón que le cruzaba el rostro. En su piel aceitunada, de berberisco, sobresalían unos ojos angustiados en los que se reflejaba el temor de quien ya se veía sometido al tormento. Se quedó quieto, sabiéndose atrapado. Con un gesto veloz sacó un cuchillo, que clavó en su corazón. Al caer su pecho emitió un último estertor. Cuando llegaron a su lado, las grises losas del suelo empezaban a teñirse del rojo de su sangre. No había nada que hacer. El dominico cerró los ojos y la boca del suicida. Esos labios se llevaban a la tumba el secreto de los crímenes, quizá para siempre.
* * *
Palacio del Buen Retiro
Atardecer, 9 de julio de 1662
La familia real se dedicaba a su labor usual: holgazanear por el palacio. Tan importante asunto les ocupaba casi todo el día y, también, la mayor parte de su vida. Iturbe les había avistado frente a los preparativos de la nueva obra teatral en la isla del estanque, que se estaba montando bajo la supervisión del duque de Medina de las Torres. Tras informar al rey de lo sucedido en el Coliseo, se apresuró a volver al palacio.
Allí le esperaban Gonzalo y fray Diego, que permanecían aburridos en una pequeña estancia asignada como despacho al jesuita. Iturbe parecía inquieto. Fue directo a mirarse en el espejo de la entrada, junto al banco donde permanecían sentados.
—Tengo grandes noticias. El rey ha accedido a recibirnos en el Salón del Trono —anunció Iturbe—. Debemos exponerle los hallazgos que hemos hecho sobre los crímenes.
El alguacil y el dominico se levantaron del banco para situarse alrededor del recién llegado.
—Además, tengo información sobre el hombre de la cicatriz. Su nombre era Julio, al parecer era un esclavo berberisco, obsequio de Rodrigo Cortizos a la Casa Real. Prestaba sus servicios en la cocina de palacio.
—De ahí que su búsqueda por la villa fuera infructuosa —dijo fray Diego—, pues después de cada fechoría volvía al refugio del palacio del Buen Retiro, una pequeña ciudad dentro de la villa de Madrid. El parche del ojo con el que le había visto Gonzalo antes de entrar en el Alcázar Real sólo era un embozo para disimular sus trazas.
El jesuita dio por finalizada la tarea de acicalarse en el espejo y se dirigió a sus invitados.
—Espero que comprendan la importancia de esta audiencia. Lo único que tienen que hacer es acompañarme y mantener el debido decoro. No deben mostrarse nerviosos, no deben hablar con nadie si no les dirigen primero la palabra. Confío en su buen juicio. Síganme.
Dicho esto, abandonaron la estancia para recorrer los desangelados pasillos. Gonzalo pudo ver a través de los ventanales como el séquito real estaba acabando de cruzar la plaza Mayor de palacio, pero no pudo detenerse a observarlos, porque el jesuita les dirigía con paso raudo al Salón del Trono.
Después de un apresurado recorrido por varios corredores vieron al final un portón; a ambos lados se situaban dos alabarderos. Al ver a Iturbe abrieron las puertas que daban paso a una gran sala rectangular donde se arremolinaban los cortesanos. Empezaron a distinguir al fondo las figuras del avejentado rey y su nuevo valido, el duque de Medina de las Torres, situado, como era preceptivo, a su derecha.
El Salón de Reinos o Salón del Trono era el lugar donde el monarca recibía a sus más ilustres visitantes, por eso Gonzalo no dejaba de preguntarse qué hacía él allí, en medio de esa enorme estancia, pisando una mullida alfombra de bello colorido, rodeado de ojos de cortesanos escrutadores que les miraban con una mezcla de desprecio y curiosidad.
Según avanzaban por la sala, el alguacil tuvo que reconocer que estaba impresionado. Ignoró los murmullos y los ojos que se clavaban en ellos y elevó la mirada hacia la enorme bóveda pintada al fresco con los escudos de los veinticuatro reinos de la monarquía. Junto a ellos estaban los retratos de la familia real, y los cuadros de victorias añejas: la recuperación de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la rendición de Breda. Triunfos sepultados ya por el tiempo, la derrota y las desdichas; pero que permanecían allí, desafiantes o patéticos, no se sabía bien, como el único recuerdo de una gloria desvanecida.
Por fin se situaron a pocos pasos del soberano. Los tres hombres hicieron una reverencia ante el rey y su valido. El duque de Medina de las Torres tenía la cara abotargada y una expresión, famosa ya, de sempiterno enfado. Se veía que era de noble cuna, distinguido, el típico hombre de Estado que en un momento u otro va a pedir a quienes están bajo su mando la bolsa, la vida, o puede que incluso ambas cosas.
El monarca les observó con sus fríos ojos claros. Tenía las manos blancas y ligeramente temblorosas aferradas al trono. Simulaba un cadáver con su rostro de un pálido intenso, pelo blanquecino y unos ojos apagados cuya mirada vacua desmentía cualquier signo de inteligencia o coraje. Su aspecto era triste, remarcado aún más por un deje de amargura en los labios.
—Os felicitamos —dijo el rey con voz tenue—, vuestra acción ha salvado a la monarquía de una situación arriesgada.
—Majestad —respondió Iturbe sonriente—, no hemos hecho nada que no sea cumplir con nuestro deber de súbditos y buenos cristianos.
Se adelantó para hacer una reverencia especialmente servil. En un momento se había apoderado de todos los méritos.
—Tened por seguro que sabremos recompensar vuestros esfuerzos —dijo el rey.
El jesuita sonrió, pero al levantar la vista tuvo la desagradable sorpresa de ver que fray Diego le adelantaba y, tras hacer una ligera reverencia, se dirigió al soberano.
—Majestad —intervino fray Diego—, si me permitís, os diré que este caso es de gran calado. Con la muerte de ese esclavo no se ha resuelto este extraño negocio, él es sólo un peón de alguien más poderoso.
El monarca no dijo nada, estaba tan sorprendido como el propio Iturbe o los cortesanos que le rodeaban. Aquel dominico se atrevía a robar el protagonismo al jesuita y dirigirse al rey. Éste hizo un ademán de asentimiento, le gustaba la audacia de aquel anciano.
—El esclavo era sólo la mano de un hombre que ha turbado vuestra corte con crímenes horribles —continuó el dominico—. Os puedo asegurar que esta maquinación no parte de un oscuro siervo, de poca inteligencia e ínfimos medios. Su mano obedecía a una mente maligna cuyo lugar está en las más altas esferas de esta corte.
El Salón del Trono estalló en un murmullo de sorpresa y desaprobación. Aquel viejo estúpido se atrevía a dirigirse al soberano sin que éste le hubiese dirigido la palabra y, por si fuera poco, amenazaba de manera velada a alguno de los nobles presentes.
Iturbe elevó los brazos para acallar los murmullos de los cortesanos.
—Majestad —dijo Iturbe—, si me permitís que tome la palabra me gustaría exponer las conclusiones a las que he llegado. Algunas ya las sabéis, otras os serán desconocidas. Como dice este buen dominico, el culpable de estos horrorosos crímenes estaba aquí con nosotros. Formó parte de la corte, estuvo aprovechándose de nuestra benignidad mientras planeaba su venganza. ¿Quién era este malvado? Creo que pocas personas lo ignoran en la corte: Rodrigo Cortizos.
»Sí, el hijo de Alonso Cortizos, el banquero de origen judío que fue encontrado muerto en el aquelarre de Lavapiés. Rodrigo Cortizos era, al igual que su padre, un adorador de Satanás. El primer crimen que cometió fue asesinar a su progenitor, con el objeto de hacerse con su fortuna y suprimir ese obstáculo que le impedía mantener relaciones con su madrastra.
»A continuación decidió matar a Margarita, la hija del marqués de Villamagna al conocer que estaba prendada de otro joven que no era él. No contento con estos crímenes, intentó envenenar a las gentes de la villa vertiendo un barril de aguas emponzoñadas en las arcas de la ciudad.
Un grito de estupor proferido por cientos de voces se apoderó del enorme Salón del Trono.
—Como buen cristiano, no me gusta complacerme en la vanidad, pero tengo que reconocer que sólo la rapidez de mis deducciones y la intervención de mis subordinados, aquí presentes, impidió que tal acto produjese miles de víctimas. La vida de Rodrigo Cortizos acabó ahí, al ser sorprendido perpetrando este vil acto. Pero había dejado con nosotros a su más fiel servidor, un esclavo que le seguía desde su estancia en Nápoles. Una serpiente que quiso vengar a su amo y apuntó hacia lo más alto: el trono de Su Majestad. Para bien de la corte, todo ha acabado hoy, cuando el último cómplice de estos crímenes decidió acabar con su vida al verse perdido. No queremos ocupar por más tiempo vuestra atención. Os damos las gracias por habernos recibido, permitid ahora que abandonemos vuestra presencia.
Iturbe hizo una nueva reverencia y empezó a retroceder. Fray Diego y Gonzalo le siguieron para salir del magnífico Salón del Trono. Al cerrarse la puerta, la sonrisa que el jesuita lucía hasta unos instantes antes desapareció. Sus cejas y el rictus de sus labios daban al rostro de Iturbe una expresión de enfado temible.
—¿No os dije que no era conveniente hablar si no se dirigían a vos? ¿No os quedó claro que todo lo que teníais que hacer era permanecer tras de mí? ¡El caso está acabado! No os obcequéis en el error.
—Señor confesor real, si me permitís… —empezó el dominico.
—No, no os permito. No necesito más vuestros servicios. Os recompensaré dignamente como os prometí en su momento. Fray Diego, os ruego que no intentéis confundir o engañar a la corte. Habéis estado a punto de inquietar a Su Majestad.
—Nada de lo dicho al rey es verdad. No habéis mencionado los asesinatos de Adam de la Parra, o de don Jorge, el hijo de Jerónimo Villanueva. Eso por no hablar de la invención de un joven pretendiente para evitar nombrar al infame benedictino que la dejó embarazada. El cerebro de todo esto no era Rodrigo, hay alguien más arriba. Hacedme caso o habrá más crímenes. Fijaos que la última carta señala un nuevo crimen para el jueves once.
—Señores —dijo el jesuita con un gesto de hastío—, hemos acabado. Sí, señala una nueva fecha, pero al ser prendido Julio no queda nadie para cometer ningún crimen más. No quiero seguir escuchando sandeces. Os podéis retirar. Para abandonar el palacio sólo debéis ir hasta el final del pasillo.
Iturbe partió en dirección contraria, tan veloz como enfadado. Fray Diego y Gonzalo se quedaron allí, inmóviles, sin saber qué hacer.
—No, señor confesor real; mal que os pese, no hemos acabado —dijo el dominico en un susurro—. Gonzalo, vayamos a la cocina, debemos averiguar todo lo que podamos sobre ese esclavo.
* * *
Decían que el hedor de la cocina del palacio del Buen Retiro se podía percibir a una legua de distancia; bien podía ser así, porque el inmenso fogón de palacio era, además de cocina, corral y basurero. Un fuerte olor a diferentes guisos y aceite quemado inundaba la estancia, que tenía las paredes oscurecidas de un hollín grisáceo. Cuando llegaron allí todos conocían ya los rumores del atentado contra el rey. Al ver a ese dominico del Santo Oficio y a su acompañante, un alguacil de mirada torva y aspecto feroz, cundió la inquietud entre toda la servidumbre.
Esto se manifestaba en las actitudes de los criados y cocineros que se movían de aquí para allá, tropezando unos con otros, como si esos movimientos rápidos, torpes las más de las veces, o las miradas esquivas y los gritos desatinados que los unos se daban a los otros pudieran disipar las posibles sospechas que esos dos personajes pudieran imaginar.
—¿Dónde está el cocinero mayor? —bramó el alguacil.
Una voz grave surgió entre el estrepitoso chocar de cacerolas y platos, que se mezclaba con el crepitar del aceite hirviendo y los gritos que daban los cocineros a los sirvientes.
—¿Para qué me queréis? —dijo un hombre gordo y sudoroso.
Se acercó a las dos figuras recién llegadas tras suspender la regañina que estaba dando a un fámulo, pero conservando la misma expresión encolerizada en su rostro.
—Tenemos órdenes del confesor real —mintió el alguacil— de hablar con vos sobre Julio, el esclavo berberisco.
Las facciones de su rostro cambiaron. El enfado desapareció para ser sustituido por una expresión mezcla de temor y respeto que pocas veces había mostrado en aquella cocina, hasta aquel momento su feudo privado.
—Haced el favor de acompañarme.
Atravesaron la sala en toda su longitud, pasando entre enormes pucheros con caldos olorosos, gigantescas sartenes donde se freían truchas, pollos y enormes filetes de buey. El cocinero mayor les guió por el pasillo central, mientras esquivaban hombres cargados con corderos desollados y mujeres que transportaban faisanes, cuyas plumas vieron en un enorme montón de despojos que desprendía un insoportable hedor. Su recorrido acabó en una sala que, por la cantidad de comida almacenada, no podía ser otra cosa que la despensa. Poco más allá de la entrada había una mesa y tres sillas.
—Siéntense, por favor —les conminó el cocinero.
El cocinero recogió el cuaderno y la pluma con los que llevaba el control de los alimentos y ocupó uno de los desvencijados asientos.
—¿Por qué vienen a preguntarme sobre Julio? Yo no sé nada sobre lo que ese hombre se traía entre manos. Si hubiera sospechado algo sobre lo que pretendía hacer contra Su Majestad, habría informado a las autoridades.
—Eso ya lo sabemos. No dudamos de vuestra lealtad al rey —dijo fray Diego en tono tranquilizador—. El asunto que nos trae aquí es averiguar todo lo que podamos sobre él. Sabemos que era sirviente de esta cocina, y que estaba a vuestro cargo. Cualquier cosa que nos podáis decir puede ayudarnos en gran manera.
—Julio era un mal sirviente —empezó el cocinero mayor—, poco trabajador y menos diligente aún. Nunca me gustó. Ni a mí, ni a nadie. Llevaba ya bastante tiempo aquí, no recuerdo bien, alrededor de dos años. En todo este tiempo no hizo un solo amigo, lo que ya dice bastante de él.
»No tenía oficio o maña alguna, así que hacía un poco de todo. Últimamente se encargaba de hacer pequeñas compras en los mercados de la ciudad. A veces se entretenía demasiado, pero en eso era igual a casi todos los que han hecho este trabajo, muy deseado aquí, puesto que le permite a uno estar buena parte de la mañana en la villa. Hace unos días renunció a esta tarea, desconozco el motivo, porque ya os digo que es un buen puesto. Desde ese momento permaneció recluido en el palacio.
Uno de los mozos que estaba colocando los alimentos en las estanterías derribó un jamón y unas ristras de chorizo, que fueron a caer con gran estrépito sobre una canasta de huevos. El cocinero se levantó profiriendo una serie de improperios que dejaron blanco al joven criado. Viendo que la reprimenda no acababa, Gonzalo pegó un fuerte golpe sobre la mesa.
—¡Atendednos como es debido, señor! Este asunto es cosa seria —dijo el alguacil.
El cocinero volvió a sentarse a la mesa, después de dar unos pescozones al muchacho.
—Perdonadme, pero con esta tropa que me ha tocado lidiar no puede uno bajar la guardia un momento. Es difícil creer que tantos vagos e inútiles puedan juntarse a la vez.
—¿Qué más nos podéis decir de él? —preguntó el alguacil.
—Era berberisco —continuó el cocinero—, por lo visto fue capturado por la flota de Nápoles. No sé si fue pescador, corsario o cualquier otra cosa, nunca nos lo dijo. Ignoro de dónde salió, pero tenía buena mano con los cuchillos. Llevaba una cruz en el pecho, aunque no me extrañaría que fuera un mahometano encubierto.
»Por lo visto, lo trajo Rodrigo Cortizos, ese hombre que murió hace poco. Éste se lo regaló al marqués de Heliche, y tras estar un breve tiempo a su servicio fue cedido a la Casa Real. Así acabó en la cocina de palacio. Ningún amo le apreciaba demasiado. Si os digo la verdad, aquí tampoco lo hicimos. Siempre me pareció un tipo turbio. Eso es todo lo que os puedo decir.
—¿Estáis seguro de que el marqués de Heliche fue el dueño durante una temporada de Julio? —preguntó el alguacil.
—No me cabe la menor duda; habló alguna vez de sus amos. Se refirió poco a la temporada que estuvo con Rodrigo Cortizos; en cambio, contaba lo maravilloso que había sido servir al marqués. Le saludaba con efusión cada vez que lo veía en palacio. Ahora que lo pienso, es extraño: maldecía su suerte por estar en la cocina, pero el marqués era el responsable de ese destino.
—Muchas gracias por vuestra colaboración, no queremos entreteneros más. Habéis sido de gran ayuda —dijo fray Diego mientras se levantaba.
Salieron de la despensa para sumergirse de nuevo en la vorágine de la cocina.
—Ya saben dónde encontrarme para lo que gusten —dijo el cocinero mayor.
Dicho esto volvió a meterse en el almacén, pero antes que sus visitantes se hubieran alejado unos pasos, la puerta de la despensa se abrió de nuevo.
—Se me olvidaba. No sé si será importante… el otro día discutí con él. No recuerdo qué es lo que había hecho mal, pero me dijo que aquellos gritos serían los últimos que le diese, que muy pronto iba a ser un hombre libre.
* * *
Los dos hombres anduvieron durante un rato sin cruzar palabra mientras avanzaban a la sombra de los plátanos que conducían hacia la salida del recinto del palacio del Buen Retiro. Gonzalo aprovechó para sacar su pipa y encenderla.
—¿Qué pensáis? —preguntó fray Diego.
El alguacil se despegó la pipa de los labios. Echó una bocanada de humo y se quedó pensativo durante un instante.
—Si os digo la verdad, no sé qué pensar. Lo único que tenemos claro es que Julio aprovechaba sus salidas a la ciudad para hacer los mandados de la cocina y los de otra persona: Peregrino. Por eso regresaba siempre tan tarde. Cuando supo que le buscábamos abandonó ese trabajo y se refugió en el palacio para no ser identificado.
»Todo lo demás me parece confuso. El esclavo Julio vincula el atentado al rey con dos personas: Rodrigo Cortizos, que al estar muerto poco nos interesa, y el marqués de Heliche, una persona en la que hasta ahora no habíamos reparado. Al poner a nuestra disposición varios de sus criados mostró su buena voluntad; además, él mismo nos acompañó a la iglesia donde esperamos a Peregrino. Incluso ofreció una recompensa por la captura del asesino. No sólo no era sospechoso, sino que incluso ha sido nuestro aliado.
—En efecto, nos socorrió —afirmó el dominico—, pero ¿por qué? ¿Quería realmente auxiliarnos o intentaba no resultar sospechoso? ¿De qué nos sirvió su ayuda? Para buscar una iglesia en la que no apareció nadie y acompañarnos en una noche de espera en la que el asesino no hizo acto de presencia. Peor aún, actuó en otro lugar, envenenando al inquisidor Adam de la Parra mientras nosotros esperábamos en ese templo.
—¿Creéis que puede ser el culpable que buscamos? —preguntó el alguacil.
Los gritos de un arriero que se dirigía hacia la cocina de palacio con un carro repleto de patatas, lechugas y otros comestibles interrumpieron la conversación. Detuvieron su marcha un momento, tras apartarse para dejar paso al vehículo y las mulas, que desprendían a su paso un olor desagradable.
—No sé si puede ser el culpable, pero es posible —dijo fray Diego—. Los asesinatos del benedictino y Margarita se cometieron en un acto organizado por el marqués. De nuevo la agresión contra el rey tuvo lugar en un concierto preparado por él. Es más, en una ocasión nos recogió en su carruaje con el fin de sonsacarnos.
—Esto puede ser sólo un cúmulo de coincidencias —adujo Gonzalo—. Los otros crímenes no tienen nada que ver con el palacio del Buen Retiro. El primero se produjo en el barrio de Lavapiés, lugar que probablemente no haya pisado en su vida. ¿Qué relación puede tener él con los demás asesinatos?
—Quizá sea así —aceptó el dominico—, pero es necesario considerar una coincidencia más. Para buscar a los sospechosos recurrimos a dos listas: la de invitados a la fiesta del palacio del Buen Retiro y la del importador de papel genovés del crimen de Lavapiés. En la primera, que él mismo elaboró, su nombre estaba omitido porque era el organizador. En la segunda sí constaba y, por lo tanto, es posible que enviase los anónimos.
Habían llegado ya casi a la entrada que desembocaba en el prado de Atocha. En el portón que daba acceso al exterior del palacio había cuatro guardias borgoñones, ataviados con los vistosos uniformes multicolores que hacían a esos hombres grandes y rubicundos todavía más exóticos. Dos de ellos se volvieron al ver la extraña pareja que se acercaba. El dominico, abstraído en sus pensamientos, continuó su coloquio sin reparar en su presencia.
—Por si fuera poco, don Luis de Vargas nos dijo que administraba los bienes de grandes familias de la nobleza, entre ella los Haro. Podemos deducir que don Gaspar de Haro, marqués de Heliche, es casi con toda probabilidad uno de los aristócratas que está entre sus clientes. Por lo tanto, es uno de los posibles propietarios de la casa donde se produjo el primer crimen. En mi opinión, son demasiadas coincidencias.
—¿Por qué consideráis sospechoso al marqués y no al duque de Medina de las Torres? —preguntó Gonzalo—. El valido real me parece un ser siniestro y malvado, capaz de cualquier cosa. También él, como el marqués de Heliche, tiene acceso al palacio del Buen Retiro y al papel genovés. Además, nos consta su amor por Margarita y el rechazo que obtuvieron sus propuestas. Sabemos que Alonso Cortizos le prestó dinero para organizar fiestas en palacio. Incluso Luis Vargas le administra los bienes…
Fray Diego se encogió de hombros y enarcó las cejas.
—Es cierto que es un hombre tan ambicioso como el marqués y posiblemente sea más turbio. Sin embargo, hay un hecho claro: que en palacio se produzcan dos asesinatos y un intento de atentado contra el rey sólo le puede causar perjuicios, como la pérdida de la gracia real e incluso la destitución como alcaide del Buen Retiro; si es así, ¿quién será el próximo alcaide? ¿Quién le disputó el puesto?
—Don Gaspar de Haro, marqués de Heliche —respondió el alguacil.
—Exacto. El primer asesinato en el palacio del Buen Retiro se podía haber producido para que el monarca perdiera la confianza en el duque de Medina de las Torres, pero no fue suficiente, por lo que llevó a cabo un intento de atentado contra el rey durante el concierto de Cavalli. De momento el duque conserva su puesto, pero su destino, no es difícil imaginarlo, pende ahora de un hilo. En todo Madrid se rumorea que su destitución es inminente.
—Sí, todo esto puede ser cierto —dijo Gonzalo—, pero me cuesta considerar al marqués como un criminal; puede que sea ambicioso, odie a su rival, o desee el puesto de valido y alcaide del Retiro, pero sólo le veo como un cortesano sin mucho seso, más dedicado a los placeres de la vida que al oficio de la muerte.
El dominico se detuvo para observar un pequeño huerto que debía utilizarse para abastecer de condimentos a la cocina: había perejil, romero, tomillo y otras hierbas similares. Se salió del camino y recogió una pequeña cantidad de hinojo. Se lo introdujo en el bolsillo y continuaron su marcha.
—Me he quedado sin él y lo necesito con urgencia. Sigamos con lo que decíamos. Eso explicaría los asesinatos y el intento de atentado cometidos en palacio, pero no los otros crímenes. Es más, Peregrino se cree un iluminado, un justo poseído del fervor religioso que lo único que hace es castigar a los malvados. Al marqués le falta celo religioso, crueldad y, si me apuráis, hasta talento y erudición para realizar los mensajes. Será un hombre ambicioso y maquinador, pero no creo que sea un asesino.
—Por el contrario —añadió el alguacil—, es conocida por toda la villa la profunda religiosidad del duque, así como su amplia cultura.
Gonzalo sacudió la cabeza, desconcertado.
—Puede ser, Gonzalo, puede ser. Son sólo cabos que intentamos unir, pero que se resisten a ser atados. Por último, cabe hacerse una pregunta: ¿por qué Iturbe omitió que había sido esclavo también del marqués de Heliche? ¿Lo hizo a propósito, o era un hecho que ignoraba?
El trote de un caballo interrumpió su conversación. Un jinete avanzaba a la carrera por el camino que habían recorrido, y al alcanzarlos refrenó su montura.
—¿Sois Gonzalo García y fray Diego? —preguntó el caballero con aliento entrecortado.
Gonzalo respondió con un ademán de afirmación; entonces el sudoroso jinete sacó de su jubón un sobre lacrado que entregó al alguacil.
Tras romper el lacre, los ojos de ambos escrutaron aquel mensaje de letra elegante rematado con el sello del duque de Medina de las Torres. Aunque escrito con lenguaje diplomático y formas de cortesía al uso, la misiva era clara: debían presentarse en el despacho del duque en el palacio del Buen Retiro a la mañana siguiente, poco después del amanecer.
—No faltaremos —dijo Gonzalo.
El jinete dio la vuelta a su caballo y deshizo su camino. Estaban ya casi al lado del portón donde les esperaban los guardias borgoñones. Su conversación se había interrumpido, porque ambos sospechaban que a la mañana siguiente podían tener una cita con Peregrino.