SEXTA JORNADA

Calle de Alcalá

Mañana, sábado 6 de julio de 1662

A la mañana siguiente, poco después del alba, ya estaban en la casa de doña Aurora. La sirvienta les condujo a la sala principal de la vivienda, una estancia amplia presidida por una enorme mesa de roble y unos candelabros de forja. En el suelo refulgía lustroso un brasero, ahora inútil en los calores del verano. Habían retirado la alfombra, pero no un gran tapiz con el calvario de Cristo que todavía pendía de uno de los muros, a pesar de que la costumbre era utilizarlo únicamente en invierno para evitar el frío. La luz que se colaba por un ventanal caía sobre un bargueño, coronado por un costoso reloj de bronce. Tomaron asiento en las sillas que circundaban el largo tablero y esperaron. Frente a ellos había dos cuadros de San Isidro y Santa María de la Cabeza. Desde luego, no parecía la casa de un hombre muerto en un aquelarre.

Fray Diego se recostó en la cómoda silla, asió los brazos y dirigió su mirada hacia Gonzalo.

—¿Quién creéis que se ha apoderado de la casa y de todas sus riquezas tras la muerte de don Alonso y el encarcelamiento de doña Aurora? ¿A quién beneficia todo esto?

Gonzalo tragó saliva. Desde luego, Isabel había pasado de simple ama de compañía a dueña de la casa, pero en su interior se negaba a creer que esa mujer tuviera nada que ver con los crímenes.

—Dejad eso ya —respondió—. Escuchad lo que tenga que decirnos y luego juzgadla. Creo que os equivocáis con ella.

El sacerdote estaba a punto de replicarle cuando percibieron que una puerta se abría. En el otro extremo de la habitación apareció doña Isabel. Gonzalo la encontró transformada; se la veía ojerosa y con el rostro descompuesto, su hermoso cabello bermejo estaba recogido en un moño descuidado del que escapaban algunas guedejas que caían sobre su cuello y su frente. Se notaba que no tenía tiempo ni ganas para acicalarse y, aunque la vio tan desfavorecida, eso le gustó. Así demostraba la preocupación por el estado de su ama y, por tanto, su inocencia. Al acercarse hacia ellos el alguacil y el dominico se levantaron para recibirla.

—Por favor, siéntense —dijo Isabel, desconcertada.

Antes de hacerlo, Gonzalo le asió la mano para besarla y sonrió al ver la turbación de doña Isabel.

—No hay de que preocuparse, ya conocéis a fray Diego, colabora conmigo en la investigación y os puedo asegurar sin ninguna duda que es hombre de confianza. Podéis hablar con total libertad. Está aquí para ayudaros y socorrer a vuestra ama.

Doña Isabel se sentó en la silla que presidía la mesa. Ellos también tomaron asiento. Más de cerca, Gonzalo advirtió que estaba desmejorada, su rostro tenía una palidez malsana acentuada por las ojeras de una vigilia indeseada.

—Tenemos que sacar a doña Aurora de la cárcel —dijo con voz trémula—. A saber qué abusos y privaciones estará pasando en los calabozos de la villa.

—Os aseguro que vuestra señora se encuentra bien —respondió Gonzalo tranquilizador—. Ocupa una de las celdas individuales, reservadas a gente principal. Intentaré hacer lo posible para que vayáis a visitarla y comprobéis que su estado es bastante bueno dadas las actuales circunstancias. Poco tiene que ver su situación con la de las desheredadas que caen en ese lugar.

—Os agradezco vuestras atenciones.

Doña Isabel pareció más tranquila después de estas palabras. Se alisó la falda e hizo una mueca que quiso ser una sonrisa.

—Ya os dije que soy una mujer de recursos, por eso desde la última vez que nos vimos he tenido en cuenta todo lo que me contasteis. Pregunté, busqué, investigué, mi aspecto de mujer desvalida bien puede engañar.

—Id al grano, señora —la conminó fray Diego—, tenemos otras ocupaciones que nos urgen.

A Gonzalo le pareció descortés la actitud del dominico, pero al mirar el reloj sobre el bargueño reconoció que debían apresurarse. Aún tenían que buscar esa extraña ave pagana en las iglesias de Madrid y el tiempo corría en su contra.

—Bien, iré al grano. El que busca encuentra, eso es lo que me sucedió. Tengo un testigo que os puede ser de gran ayuda en vuestras investigaciones.

Tras decir esto doña Isabel hizo sonar una campana y señaló al otro extremo de la sala, donde una puerta se abría. Una mujer de sonrisa bondadosa y pelo blanquecino entró en la estancia y se sentó al lado del ama de compañía, que la cogió de la mano para tranquilizarla.

—Éstos son los hombres de los que le hablé. Señores, les presento a doña Teresa Valle, que en su día fue priora del convento de San Plácido. Se le ha levantado el exilio de la corte hace sólo unos meses.

La anciana hizo una reverencia. Gonzalo vio que en su rostro ajado no tenía las arrugas profundas producidas por el trabajo al sol. Sus manos eran finas, de las que no saben de las duras labores del campo, la cocina o de baldear una casa. Sin duda, no era una mujer vulgar.

—Señora —dijo fray Diego—, no sabéis lo importante que puede ser vuestro testimonio para aclarar el asunto que nos ocupa. Decidnos qué sucedió allí.

—Bien sabe Dios que preferiría olvidar todo aquello —empezó doña Teresa lanzando un suspiro—. Hace tanto tiempo ya, pero una y otra vez parece resurgir para no dejar mi alma en paz.

—Haced un esfuerzo —insistió el dominico—. El esclarecimiento de los crímenes y la vida de muchos que pueden estar en peligro os lo agradecerán.

—¿Queréis saber lo que sucedió? —preguntó clavando sus ojos en el dominico—. Os lo diré, el mal se apoderó del convento. Vino con él y lo extendió, al final nos arrastró a todas. Muchas nos dejamos llevar, e incluso alguna perdió su alma para siempre.

—¿Quién trajo el mal al convento? —inquirió Gonzalo.

Doña Teresa parecía trastornada, a Gonzalo no se le escapó el leve temblor de sus labios. La mujer entornó los ojos, estaba absorta en aquellos recuerdos dolorosos y añejos, pero presentes aún. Abrió al fin los ojos y desvió su mirada de aquellos hombres que la contemplaban anhelantes.

—¿Quién trajo el mal al convento? —volvió a preguntar el alguacil.

—Éramos una comunidad feliz —respondió doña Teresa, como si no hubiera oído la pregunta—. Había algunas rencillas y los pequeños problemas que hay en cualquier convento, pero él llegó y lo transformó todo.

—¿Quién era él? —dijo el dominico.

—Francisco García Calderón.

La desilusión se dibujó en los rostros de Gonzalo y Diego, que sólo unos instantes antes creían estar a punto de descubrir la identidad de Peregrino.

—Aún recuerdo con claridad el primer día que le vi. Sé que ha muerto y supongo que ya debía de ser un anciano entonces. Un triste despojo de otros tiempos. Sin embargo, para mí seguirá siendo ese hombre alto y bien parecido que un día entró en mi convento con su hábito negro de benedictino. Contemplo aún esos ojos oscuros que te desasosegaban, porque parecían comprender tus deseos, leer tus pensamientos. Oigo su voz profunda, grave y suave a la vez, hecha para ser obedecida, respetada; mejor aún, para ser amada.

»Era difícil, por no decir imposible, negarse a sus deseos o insinuaciones. Primero fue una hermana, luego otra, y otra más; yo no lo supe hasta mucho después, pero cuando comprendí lo que sucedía ya gran parte del rebaño del que debía cuidar había sido corrompido por el fraile. Eso fue malo, pero peor aún es que yo misma me dejara pervertir.

Doña Teresa hablaba con un tono leve y monocorde que era difícil de seguir. De repente guardó silencio, reclinó el rostro en dirección al suelo, su mirada parecía inspeccionar las baldosas de barro cocido del suelo.

—No tardó mucho en organizar lo que él llamaba las veladas. Nos daba a beber una pócima que nos hacía perder el control. Algunas noches se me aparece la sala de los ritos, oscura y cálida, iluminada por la luz crepuscular de las velas, que dejaban ver extraños dibujos en el suelo teñido por la sangre de los animales sacrificados. Aún oigo las voces siniestras y sibilantes que leían los conjuros y nombraban a los demonios convocados.

»Más tarde, cuando el rito se daba por acabado, estallaba la lujuria. Las monjas que se negaban a participar eran azotadas, sus mismas hermanas empuñaban los látigos para castigarlas. Hombres y mujeres se excitaban con ese dolor, y después los cuerpos desnudos y sudorosos se entregaban al trato carnal con Francisco, o algunos de los hombres que hacía venir al convento.

»Varios eran frailes, otros, personajes principales, incluso algunas veces introducían, para degradarnos aún más, a un arriero o ganapán borracho encontrado en la calle.

—¿Reconocisteis a alguien de los que os visitaban? ¿Recordáis algún nombre? —preguntó Gonzalo.

—Todavía tengo presente algunos rostros, pero nunca supe cómo se llamaban. Sólo hubo una excepción, el protonotario de Aragón, Jerónimo de Villanueva, la única personalidad cuyo nombre se hizo público, aunque no fue juzgado al ser descubiertas nuestras prácticas. Él era el patrocinador del convento.

Doña Teresa tuvo que hacer un alto, la voz se le quebraba y en sus ojos era fácil leer el dolor.

—Sin embargo, recuerdo entre todos aquellos rostros uno en particular. Él era el más perverso y malvado de todos, incitaba a la maldad y el desenfreno. Casi siempre permanecía embozado mientras dirigía los ritos sacrílegos. Nadie le delató, nunca supimos quién era. No se le citó en el proceso, desapareció como si la tierra se lo hubiera tragado, nadie pudo dar con su paradero. Sé por qué: era un demonio, no un hombre.

»Se hacía llamar Peregrino, supongo que era debido a que su vida no era más que un largo peregrinaje para extender el mal. Desde su llegada la situación no hizo más que degenerar. Si en nuestro convento había reinado la armonía, ahora imperaba la perversidad. Las peleas entre las hermanas eran continuas, estallaban por cualquier motivo. Las luchas más disputadas eran por disfrutar de los hombres que deseaban. El mal reinaba sobre el convento.

»Era un ambiente siniestro, enfebrecido, de maldad y locura. Abandonamos a Dios, y él a su vez nos abandonó. Solo nos quedaba Peregrino, ansiábamos su llegada cada semana, cada día, cada hora. El convento iba a la ruina; por supuesto, ya nadie se ocupaba de los oficios religiosos, y también desechamos realizar cualquier tarea cotidiana. Sólo manteníamos en orden la sala donde él nos entregaba a los ritos y a la lujuria. De siervas de Cristo habíamos pasado a ser esclavas del Demonio.

—¿No nos podéis decir algo sobre su identidad? —aventuró fray Diego.

Doña Teresa no levantó la vista del suelo, pero negó ligeramente con la cabeza.

—¿Sabéis que el culpable de estos crímenes nos manda unas cartas firmadas con el nombre de Peregrino?

Los ojos de la antigua priora se clavaron en el dominico. Gonzalo se sorprendió de su expresión, una mezcla de temor y asombro.

—Sabía que volvería. El mal nunca muere —dijo doña Teresa, sin poder evitar que su voz se estremeciera.

—¿No tenéis algún detalle o pormenor que nos pueda servir para prenderlo? —insistió el dominico.

Doña Teresa se hundió en el asiento y apoyó su cuerpo en el respaldo. Levantó la mano temblorosa y señaló con el índice.

—Buscad en las altas esferas, la maldad siempre anida entre los poderosos. Yo cumplí mi castigo, pero lo que nunca he sabido es por qué el protonotario no fue juzgado con nosotras. Bueno, sí lo sé, alguien situado muy arriba le protegió. Una persona tan poderosa como para detener un proceso de la Santa Inquisición. ¿Queréis un consejo? ¡Buscad a Jerónimo Villanueva y preguntadle! Él os podrá decir lo que yo no sé.

La ex priora estaba exhausta, su confesión había abierto una vieja herida mal cicatrizada que ahora debía sentir en carne viva.

—Señores, será mejor que os retiréis —solicitó doña Isabel, viendo la postración de la anciana.

Gonzalo miró el reloj que estaba sobre el bargueño. Se hacía tarde y doña Teresa no les podía dar ya ningún pormenor más de interés. Si querían detener a Peregrino había que buscar ese misterioso ave fénix en las iglesias. Tras despedirse salieron a la calle. El sol calentaba ya la ciudad, ni una nube asomaba para librarles de su rigor, pero Gonzalo sentía como si las tinieblas del relato que acababa de escuchar se le hubieran prendido en el alma y le dejara helado el cuerpo. En la mente del alguacil sólo había una pregunta: ¿Cómo se puede detener a un demonio?

* * *

Tras una tarde frenética de búsqueda no fueron capaces de descubrir nada. La noche se les había echado encima, y todos estaban agotados tras recorrer las iglesias de la villa persiguiendo una quimera. Lo más parecido a un fénix lo halló uno de los criados del marqués en la iglesia de Santa María; allí había un facistol en forma de águila desplegando las alas. Al fin, desalentados por la vana búsqueda, decidieron dirigirse allí y pasar la noche en ese templo.

Fray Diego contemplaba pensativo la figura dorada del águila, amenazante y en posición de despegar. El dominico intuía que no era lo que buscaban, pero eso no podía decírselo a Gonzalo, Carlos y a los dos criados del marqués que le acompañaban ocultos en una capilla cercana al altar. Esa imagen no le inspiraba ninguna confianza, pero el lugar sí le parecía significativo. La iglesia de Santa María era la más antigua de la villa, y según decían bajo sus cimientos estaban las ruinas de la antigua mezquita. Fuera verdad esto o no, era un templo importante; ejercía de catedral, de ella partían muchas procesiones, incluida la más importante de toda la villa, la gran procesión del Corpus.

Gonzalo contemplaba la nave dominada todavía por olor a incienso y cera derretida. Frente a él estaba don Gaspar de Haro, a quien la luz mortecina daba un aire marchito. No era tan joven como le había parecido; las arrugas en la comisura de los labios y los ojos así lo atestiguaban. Debía de ser un hombre lo suficiente hábil en el mundo de la corte para estar a punto de ser nombrado alcaide del Retiro. Era uno de esos productos típicos de las grandes familias: finamente educado, puede que inteligente, y, sin duda, taimado e intrigante. Reconocía la gran ayuda que les había prestado, pero no dejaba de sorprenderle la sonrisa maliciosa de su rostro. Esta extraña situación de espera le divertía. Debía de ser el único que estaba seguro de atrapar a Peregrino. Sin duda, imaginaba las prebendas que recibiría por aquel éxito tan inesperado como espectacular.

Por el contrario, Gonzalo no se hacía ilusiones. Intuía que algo no encajaba y que esos temores eran compartidos por fray Diego, aunque no lo manifestara. A pesar de las órdenes cursadas a todos los alguaciles habían sido incapaces de encontrar al hombre de la cicatriz. Que desapareciera era normal, pero lo extraño era otra cosa. Tras indagar en el ambiente de la rufianería, nadie parecía haberle visto, conocido o hablado. Parecía que nunca hubiera existido. Un espectro que se manifiesta y después se desvanece.

Decidió no pensar en esas cosas. Sus esperanzas de concluir la jornada atrapando a Peregrino esa noche eran remotas, pero permanecía allí tratando de atisbar algo entre las sombras que se apoderaban de la iglesia, dando un aspecto fantasmagórico a las tallas de los santos y al gran Cristo que presidía el altar. Se arrebujó bajo la capa; el fresco que al entrar le había parecido agradable se iba haciendo más intenso. Sería una larga noche de vigilia.