CUARTA JORNADA

Barrio de Lavapiés

Alba, jueves 4 de julio de 1662

Gonzalo se despertó al alba, aunque apenas había dormido a causa del tumulto y la bronca de un burdel cercano. Lástima, pensó, que ya no fuera su tarea aquietar tales desmanes. Él habría callado el alboroto en poco tiempo, pero su sustituto no debía darse buena maña con la chusma de borrachos y maleantes que frecuentaban las mancebías de la calle. Había dormido mal, pero no sólo debido a los ruidos. El malestar que notaba era provocado por la inquietud y el fracaso en resolver aquel maldito asunto de los crímenes. Eso le malcomía el ánimo.

Se removió en la cama y abrió los ojos. Estaba más cansado de lo que creía. Echó las manos a la nuca para estirar la espalda. Aún envuelto en las brumas del sueño, volvió a pensar en los asesinatos. ¿Creía tener alguna posibilidad de apresar a Peregrino antes de la medianoche? Lo dudaba mucho. Aquel asunto se le escapaba de las manos. Se conocía bien a sí mismo y no se hacía ilusiones. Era hombre de una pieza. Recto, severo, justo a su manera, pero poco inteligente. A él se le daba bien dar alguna guantada, desenvainar la espada, o incluso soltar un pistoletazo si la insolencia era muy grande, pero aquello era otra cosa. El culpable de esos crímenes no pertenecía a la ralea de rameras y delincuentes con los que solía tratar.

¿Qué le depararía el futuro si fracasaba? Se veía con cincuenta y un años, viejo, y con poco dinero huyendo de la corte para buscarse la vida como fuera. Mal destino se le antojaba aquél. Eso si no acababa en los calabozos de la cárcel de la villa, o, peor aún, en los de la Inquisición, cuando Iturbe mandase disponer de ellos como chivos expiatorios. Pésimo se presentaba el futuro si no daban pronto con el asesino, o al menos con alguna pista o indicio.

Sonaron una serie de golpes en la puerta que le acabaron de desperezar.

—Ya voy, ya voy —dijo con voz pastosa.

Debía de ser fray Diego, siempre puntual. Le costó levantarse, cogió el aguamanil, la jofaina y al notar el agua tibia sobre su rostro se sintió mejor. Su mente se despejaba poco a poco. Mucho temía que ni con la ayuda del dominico fuera capaz de resolver aquello. Cierto que éste había dado muestras de gran agudeza. Era un hombre raro. Una rata de biblioteca, un ser peculiar en esta villa jaranera y bulliciosa donde nadie se ocupaba del saber. Bien decía la coplilla:

Es Madrid ciudad bravía,

tiene trescientas tabernas,

y una sola librería.

Los golpes arreciaron y acudió a abrir la puerta mientras una mueca de cólera se dibujaba en su rostro.

—Ya os había oído, padre —dijo abriendo la puerta—, me estaba aseando. Pasad, adelante, es vuestra casa.

—Buenos días. Perdonad si os he molestado. Parece que acabáis de salir de la cama.

—Así es. Sentaos mientras acabo —respondió el alguacil señalando la única silla de la pieza.

El alguacil descubrió con sorpresa la figura de un rapaz, que se ocultaba tras el dominico.

—¿Y éste quién es? ¿Qué hace aquí? —preguntó Gonzalo.

—Lo he traído para que nos haga llegar el mensaje si nos encontramos fuera y no ocurra lo de la vez anterior.

—Está bien pensando —asintió el alguacil.

El dominico se sentó mientras él buscaba en el arcón una camisa que no oliera demasiado mal. Tras encontrarla empezó a vestirse con celeridad. Gonzalo le observó de reojo mientras se vestía. Fray Diego miraba hacia el ventanillo absorto, pensando en Dios sabe qué.

Era un hombre culto, callado e inteligente, todo lo que él no era y jamás sería. Nunca había admirado a los hombres de letras, que por lo general sólo utilizaban su inteligencia para medrar al servicio de los poderosos. Él era diferente. No era una de esas serpientes cortesanas que se arrastraban para conseguir sus fines, o evadían a hurtadillas los peligros. Plantaba cara a Iturbe de manera más decidida que él mismo.

Buscó las botas bajo la cama y tras encontrarlas empezó a calzarse. Si fray Diego había acertado en interpretar bien esos mensajes crípticos, tendrían alguna posibilidad. Él, por su parte, cruzó las listas del importador de papel genovés con la de los asistentes a la fiesta: coincidían ocho nombres, demasiados todavía. Se ajustó el talabarte de la espada a la cintura y miró al dominico. Jugueteaba con el relicario que había puesto sobre el velador durante la noche.

—Os he observado —dijo el dominico—, cuelga perenne sobre vuestro cuello y siempre lo aferráis en los momentos difíciles. ¿Es un amuleto?

Al alguacil no le gustó aquella irrupción en su intimidad.

—Deberíais fijaros en otras cosas de más importancia —replicó enfadado el alguacil—, puede que así nos fuera mejor.

El dominico inspeccionó aquella extraña caja ovalada que destellaba a los rayos débiles del alba. La presión de su mano la abrió y dejó ver el retrato de una mujer, no demasiado bella, que lucía una hermosa melena bermeja. Sin duda, era la obra de un miniaturista flamenco.

—¿Quién es? —preguntó el dominico.

El alguacil cogió el relicario y le miró con semblante hosco.

—Mucho me temo que nunca he de saberlo. Es sólo un botín de guerra. Quiero creer que me trae suerte. Vamos, se nos hace tarde —dijo señalando la puerta.

Antes de salir de la habitación se detuvieron ante el muchacho que había llegado con fray Diego.

—¿Has comprendido bien tu tarea? —inquirió el dominico.

—Por supuesto —respondió el muchacho—, si llega un mensaje, os lo llevaré de inmediato a la casa que hace esquina entre la plaza de Lavapiés y la del Ave María. En caso de que ya no estéis allí, volveré enseguida aquí y esperaré vuestro retorno.

—Bien, así me gusta. Dos más como ésta al final del día —dijo mientras le daba una moneda de vellón—. Vamos.

Abrieron la puerta y bajaron la escalera, que crujió bajo los pasos apresurados de ambos hombres. No era agradable volver al escenario donde el pueblo aseguraba que el Diablo había asesinado por primera vez.

* * *

Aquella mañana la plaza de Lavapiés no tenía ningún parecido con el siniestro escenario de la noche del crimen. Era el peor barrio de la villa, pero también uno de los más animados. La plaza y las calles aledañas eran un río de vida, las mujeres hacían cola en la fuente central para recoger agua, y en derredor suyo un tropel de niños harapientos las envolvía con una algazara de lamentos, risas y berridos. Carros sobrecargados pugnaban por abrirse paso entre la batahola de esportilleros, aguadores, lavanderas y ganapanes que partían hacia los barrios nobles de la ciudad a ganarse el sustento. A nadie parecían importarle los relinchos lastimeros de los jamelgos, ni la algarabía de aquella muchedumbre ruidosa. Ni siquiera reparaban en el olor penetrante de las pieles resecas que el viento arrastraba desde la ribera de curtidores, impregnando todo el barrio de un olor nauseabundo.

Gonzalo y fray Diego se abrían paso a duras penas entre el gentío de menestrales hacendosos. Un perro escuálido era acosado a patadas por varios rapaces que no se apiadaban de sus ladridos lastimeros. Gonzalo propinó unos pescozones a varios de ellos, que dejaron al animal y emprendieron la fuga al ver la figura poderosa del alguacil. Dieron unos pasos más y por fin alcanzaron la casona en la esquina de la calle del Ave María.

La puerta había sido reparada de mala manera, desde su derribo por los corchetes la noche del crimen. Gonzalo sacó la gruesa llave y la puerta se abrió con un chirrido de goznes. Una turba de cucarachas empezó a corretear frenéticamente por el suelo al percibir la luz del amanecer entrar en la casa, por primera vez en varios días. A diferencia de la plaza, la casa ofrecía un espectáculo tan siniestro como el de la noche de los crímenes. El basto cortinaje de esparto y las pequeñas ventanas sumían la casona en una lobreguez acrecentada por el olor malsano a clausura y humedad.

El alguacil se mesó su perilla entrecana y miró al dominico.

—¿Por dónde empezamos? —dijo.

—Vayamos a la parte de arriba —respondió señalando a la escalera—. Debemos dedicar especial atención a las habitaciones que inspeccionamos de manera más descuidada.

Gonzalo asintió con la cabeza y se adentraron en el pasillo que conducía hacia los escalones. El suelo donde habían encontrado el cadáver de Alonso Cortizos estaba todavía cubierto de una sangre negra y reseca, presente también en la pared contigua, donde se apoyó antes de caer muerto. Ignoraron aquel vestigio siniestro y ascendieron por los peldaños hasta alcanzar el rellano; desde allí veían las entradas a las tres habitaciones de la planta.

Accedieron a la alcoba más cercana. La pieza estaba casi vacía, salvo algunos leños de encina abandonados en los rincones. Pasaron a la siguiente estancia. Allí se abría el balcón desde donde había saltado María Gómez a la muerte. Era el cuarto más grande de la casa. En el centro había un brasero, y a su alrededor una silla, un burdo costurero y una cesta con ropajes a medio remendar. Gonzalo registró ansioso el cesto, pero su búsqueda fue vana.

—Padre, parece que vuestro presentimiento os falló esta vez —dijo Gonzalo.

El sacerdote tragó saliva, fijó sus ojos claros en el alguacil y señaló la siguiente habitación.

—Sigamos, todavía no hemos acabado —insistió.

La siguiente estancia era la pieza más cálida de la casa. Aparte del sol, recibía todo el calor de la cocina situada justo debajo. Una pequeña ventana central iluminaba la sala, en cuyos costados había un catre y una arqueta. El dominico se lanzó sobre ella, pero lo único que halló fueron algunas ropas de la vieja, ya revueltas por los corchetes en su momento. Un bacín, una silla, una palangana y una lámpara de aceite constituían todo el escaso moblaje. No habían encontrado nada. Gonzalo deshizo la cama y rompió el jergón, liberando así el relleno de hojas secas de maíz de cualquier lecho humilde.

—Calmaos —dijo el clérigo asiéndole del hombro—, puede que abajo se nos pasara algo, volvamos a inspeccionar el sótano.

Abrieron los portillos que daban paso a la bodega, y bajaron la escalera iluminados por un candil de aceite. Gonzalo había dicho a fray Diego que un sacerdote de la parroquia cercana bendijo la estancia, pero ambos ignoraban que los símbolos satánicos hubieran sido borrados. También habían desaparecido la vasija de vino, el cáliz, la cruz invertida y el incensario utilizado como arma criminal. El único recuerdo de lo sucedido allí era la mancha de sangre en el suelo de tierra batida. La mesa, los dos taburetes y el arcón seguían allí, arrinconados en un lado. Se acercaron a ellos. El religioso examinó la mesa, no tenía cajones, y bajo sus tablas tampoco había nada. Movió incluso los polvorientos taburetes, que estaban patas arriba. Gonzalo inspeccionaba mientras tanto el viejo arcón, cuyos maderos estaban en su mayor parte podridos. Abrió la tapa, pero su interior estaba vacío.

—Mucho me temo que el sacerdote no ha dejado mucho que investigar —observó disgustado el dominico.

—Eso es lo que parece —repuso el alguacil—. Subamos arriba, aquí ya no hay nada que hacer.

Entraron en el cuarto frente a la cocina. Allí sólo había una buena carga de leña y una tinaja de vino. Removieron los maderos de encina sin ningún resultado. Gonzalo levantó entonces la cubierta de madera del recipiente y la habitación se llenó de un aroma áspero a vino.

—Ayudadme a volcarla —pidió el fraile, demasiado enclenque para emprender a solas la tarea.

—Lástima de buen vino —se quejó Gonzalo.

El alguacil contribuyó apenado a realizar el estropicio de ese vino, que se derramó por el suelo. Dentro de la tinaja no había nada.

—Sigamos —dijo el dominico, incansable—, sólo nos queda la cocina y la despensa.

En la última habitación por registrar el fuego estaba apagado, una marmita aún pendía de la cadena del hogar. Alrededor de éste había algunos útiles de cocina: una artesa, un cucharón, varios pucheros y unas trébedes que colgaban de un gancho de la pared. Registraron la alacena, pero sólo contenía algunos platos. La despensa al fondo había sido saqueada por los corchetes. Una alcuza vacía era el único resto de los estantes bien provistos que vieron la noche del crimen. El dominico clavó sus ojos acusadores en el alguacil.

—¿Para qué iba a pudrirse aquí toda esa comida si hay cristianos que pasan hambre? —se explicó el alguacil encogiéndose de hombros.

—Puede que así sea mejor —asintió el dominico.

—Aquí no hay nada.

Ambos se sentaron en el escaño frente a la chimenea, agotados, sin decir una palabra y con la derrota reflejada en el rostro.

—¿Y ahora qué? —dijo el alguacil rompiendo el silencio—. ¿Qué vamos a hacer?

El dominico le miró, pero fue incapaz de responderle.

—Parece que vuestro talismán no nos ha traído suerte esta vez —se lamentó señalando al relicario que colgaba del cuello del alguacil.

Gonzalo asintió. Se hizo un silencio molesto. El alguacil dio unos pequeños golpes con los nudillos sobre la madera del asiento del escaño.

—Volved a hacer eso.

—¿Qué haga qué? —preguntó el alguacil.

Fray Diego no se entretuvo en dar explicaciones, y repitió él mismo los golpes a la tabla donde se sentaban: un rústico banco de pino situado allí para sentarse alrededor de la lumbre.

—Levantaos. Era obvio, claro —dijo fray Diego.

Alzaron la ancha tabla y, como había sospechado el dominico al oír el sonido hueco de la madera, el escaño era a la vez un arcón. En su fondo distinguieron un ropaje oscuro. El alguacil lo extrajo y ambos se sorprendieron al ver el hábito de una monja. Todavía apreciaron algo más. Fray Diego lo recogió, parecía un libro de devoción. Dentro había una serie de cartas firmadas por una tal sor María. Comprendieron con rapidez la importancia del hallazgo, sólo hacía falta leer el encabezamiento de muchas de ellas: Madrid, convento de San Plácido, Anno Domini 1637.

—¡Esto es lo que buscábamos! —exclamó fray Diego—. Ahora podemos asegurar que María fue anteriormente monja en el convento de San Plácido. El mismo lugar donde el benedictino asesinado llevó a cabo sus abusos y crímenes. Sin duda, era una de las monjas seducidas por él, y podemos suponer que fue una de las convictas por iluminada o hereje, y por tanto tuvo que abandonar el hábito. Su existencia desde entonces no debió de ser fácil. Arrojada a la dura vida cotidiana, intentaría sobrevivir con la única industria rentable que había aprendido en el convento: fabricar dulces. Mientras hacía esto su corazón se llenaba de hiel, y este odio le llevó a consagrarse a los cultos satánicos que le costarían la vida. Pobre mujer, iluminada sí, pero por el odio y las hogueras de Satanás.

—He oído hablar mucho de esos iluminados. ¿Qué son exactamente? —preguntó el alguacil.

—Hay mucha leyenda, que es tanto como decir mucha mentira. En principio eran un grupo religioso formado por Isabel de la Cruz y Pedro Ruiz de Alcaraz que la Inquisición condenó en auto de fe en 1529. Los principales iluminados tenían origen converso, es decir, formaban parte de estos grupos antiguos judíos que decidieron conservar sus privilegios sociales y económicos a cambio de convertirse al cristianismo. Defendían que no había jerarquías eclesiásticas ni celestiales, sólo Dios y el hombre. Era un movimiento místico que contraponía los ritos de las ceremonias religiosas a la espiritualidad interior. Se oponían a la religiosidad popular, y en consecuencia de inmediato fueron odiados y despreciados por el vulgo. No sé si entendéis lo que quiero decir.

—Si os digo la verdad, no —confesó soltando el hábito sobre el banco—, pero tampoco me interesa mucho. Yo soy cristiano viejo y no quiero saber nada de herejes y luteranos.

El dominico, al tiempo que hablaba, continuaba inspeccionando el fajo de cartas.

—Habrá que examinar estas cartas con calma, aunque no parece que contengan nada importante. Volviendo a lo que decíais, quizá llevéis razón. Surgieron en un mal momento. Las ideas de Lutero se extendían por el norte de Europa y aquí se cercenó rápidamente esa flor que podía resultar venenosa cuando creciera.

—Mirad, padre, yo he oído muchos rumores sobre los iluminados, y ninguno es bueno.

Fray Diego volvió a meter las cartas dentro del libro de oraciones y miró a Gonzalo esbozando una sonrisa irónica.

—Lo que habéis oído me lo imagino. A este movimiento pronto se le unieron los elementos más equívocos de la vida religiosa: monjas a quienes la Inquisición condenó por embaucadoras, clérigos disolutos o confesores solicitantes de favores carnales. Bastaba un vicio, un pecado, un defecto para proclamarse iluminado. Todo ello lo engrandeció la imaginación popular, y así las conductas lujuriosas se transformaron en orgías, la falta de piedad en irreverencia, el pecado en perversidad…

—¿Defendéis acaso a los iluminados? —preguntó el alguacil mesándose la barba entrecana.

—No, yo sólo trato de explicaros que los rumores no son siempre la verdad. Hay que comprender por qué la gente se pierde.

El alguacil se sentó en un taburete frente a la mesa. Apoyó los codos en ella y miró al dominico con gesto cansado. Se sacó la pipa del jubón y, tras cargarla de tabaco, la encendió.

—¿Qué relación puede haber entre los iluminados y las sectas satánicas? —preguntó Gonzalo.

Una nube de humo se extendió por la habitación.

—Hay poco en común entre los iluminados originales y los que utilizan hoy su nombre. Supongo que, en realidad, nada. Se dice que algunos constituyeron una sociedad secreta, los iluminad, que se dejó llevar por el odio a la jerarquía eclesiástica. La flor se convirtió en cacto, los pétalos en espinas.

—¿Y todo eso adónde nos lleva?

—Mucho me temo —dijo sentándose fray Diego— que a ninguna parte, salvo saber que el único punto de unión entre el primer y el segundo crimen es lo que sucedió en el convento de San Plácido. El mal no desaparece. Ahora vuelve a resurgir, muchos años después. Revisaré con detenimiento estas cartas, que nos pueden dar una información muy valiosa en mi convento.

—Tenemos otra pista —dijo el alguacil.

—¿Cuál? —preguntó el dominico.

—Según los vecinos, María llegó aquí hace siete años con un simple hatillo. ¿Cómo podía pagar una mujer así una casa tan grande? Es un mal barrio, pero la vivienda es enorme. Sus ingresos vendiendo dulces nunca darían para costearse un lugar como éste. Madrid es famoso por el alto precio de los alojamientos. Vos en vuestro convento quizás ignoráis que la mayor parte de los vecinos de la villa malviven hacinados en covachas, bodegas y viviendas insalubres.

—Lleváis razón —el dominico asintió con la cabeza—. Tal vez sea una herencia, pero lo dudo mucho, puesto que de ser así habría venido enseguida al ser expulsada del convento. Esto nos plantea una nueva incógnita: ¿Quién pagaba el alquiler o quién es el propietario? Hay que localizar al dueño, o la persona que lo arrienda. Debía de recibir ayuda, quizá de Alonso Cortizos o de alguien más.

En ese momento sonó la aldaba de la puerta. Los dos hombres guardaron silencio. Tal vez el destino les ofrecía ahora a uno de los cómplices de todo aquello. El alguacil se levantó y empuñó su pistolón holandés. Ambos avanzaron en silencio por el pasillo. El dominico abrió la puerta. Fuera les esperaba el rapaz que habían dejado en el cuarto de Gonzalo por si recibían un nuevo mensaje del asesino. No pudieron dejar de sentirse decepcionados, pero fue sólo un instante, hasta que el muchacho les entregó un pliego lacrado. Los dos sabían del contenido del papel, y el dominico rompió ávido el sello para saber el nuevo enigma mortal al que les retaba Peregrino.

* * *

Miraron impacientes la misiva. Era muy similar a las anteriores: en la parte superior estaba la fecha de la siguiente jornada 5 7 1662, y en la inferior la de dos días después, 7 7 1662. A continuación se leían las letras griegas alfa y pi y los números romanos XVI, IV, V y VI. El centro lo ocupaba un extraño dibujo, una especie de estrella de David rematada en sus vértices por cruces cristianas. Alrededor de la imagen se veían dos letras; en la parte superior izquierda una A y en la parte superior derecha una Ω. Rodeando a cada uno de los vértices había cuatro números: 1, 21, 3, 1. En el centro del dibujo estaban escritos unos símbolos en hebreo. No faltaba la ineludible firma de trazo elegante y rebuscado: Peregrino.

—Se supone que así nos dice dónde va a cometer el siguiente crimen —se lamentó el alguacil abatido—. ¡Que me cuelguen si entiendo algo!

El dominico alzó el papel para mirar al trasluz y volvió a ver la marquilla que delataba su origen genovés. Después se quedó mirándolo con atención y emprendió el camino de vuelta a la cocina.

—Dad dos monedas de vellón al muchacho, él ha hecho su trabajo —dijo fray Diego—. Ahora nos toca a nosotros.

Gonzalo hizo un mohín de fastidio, rebuscó en su bolsa y lanzó el dinero, que el muchacho atrapó en el aire. El rapaz se inclinó respetuoso para despedirse. Gonzalo cerró la puerta, y mientras avanzaba hacia la cocina pensó en que la Iglesia no dejaba escapar una ocasión para que los feligreses se rascaran el bolsillo.

Después de recontar lo que le restaba en la bolsa tomó asiento junto al sacerdote, que examinaba absorto el papel sobre la mesa. ¿Qué podía sacar de aquello? Ni aunque le dieran mil años entendería algo de ese manuscrito. Observó de nuevo el rostro del dominico: la nariz aguileña, sus penetrantes ojos azules, las arrugas y surcos que rodeaban los ojos y la frente. Todo él estaba concentrado en descifrar el oculto contenido del mensaje. De repente vio que movía los dedos, como si contara, y comenzaba una letanía apenas audible. En su rostro se dibujó una sonrisa.

—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Gonzalo.

El dominico hizo un ademán con la mano para que callara y no le molestase. Gonzalo apoyó los codos en la mesa y le escudriñó más fijamente aún. De repente el rostro del dominico reflejaba perplejidad. Dio un golpe en la mesa. Volvió a agarrar el papel para empezar de nuevo con el recitado y su movimiento de dedos. Al poco fray Diego sonrió satisfecho.

—Arca —dijo.

—¿Cómo? —preguntó el alguacil.

—Arca, sólo nos da esa pista, la palabra «arca». ¿Qué puede significar? Tal vez se refiera a la de la alianza o a la de Noé. No sé qué quiere decir, pero ésta es la única pista que nos da.

—¿Cómo habéis llegado a esa conclusión? —inquirió Gonzalo mientras se mesaba la perilla.

—Hay tres cosas en el mensaje: un dibujo, unas letras y unos números. El dibujo es un símbolo esotérico —explicó señalando el papel—, un pantaclo, su nombre proviene del latín pantaculum, que significa pequeño todo. Es una figura geométrica que simboliza una idea o doctrina. El pantaclo sirve de talismán, de medio mnemotécnico, o como signo de reconocimiento. De nuevo Peregrino intenta darnos una pista, pero también confundirnos. El dibujo y las letras escritas en el centro son un engaño, lo importante es lo que está en el exterior.

Aquí, en la parte superior, escribe dos letras griegas: alfa y omega, el principio y el fin. Nos dice que leamos en ese orden, en dirección contraria a la de las agujas del reloj, los números que sitúa a continuación: 1, 21, 3, 1. Sustituí cada número por la letra que ocupa ese lugar en el alfabeto griego. Así que traduje: el 1 sería α, 21 φ, 3 κ y 1, de nuevo α. Tendríamos αφκα. ¿Qué significa esto? Nada.

»Tenía que ser de otro modo, así que volví a intentarlo con otro método. Tal vez no andaba errado del todo, por eso lo intenté con el alfabeto latino, es decir, sustituyendo 1 por a, 21 por r, 3 por c y de nuevo 1 por a, esto nos da la palabra «arca». Ésta es la pista que nos da.

—¿Tenéis idea de lo que quiere decir? —preguntó el alguacil.

—Eso ya no lo sé —respondió el dominico recostándose en su silla—, al menos por el momento. Puede que se refiera a la Biblia, a algún párrafo del arca de la alianza o a la de Noé. Tal vez se refiera al arca de Noé, fijaos en que la profecía relacionaba el siguiente crimen con el agua. Debo consultar las Santas Escrituras de inmediato. ¿Qué puede estar más en relación con el agua que el arca de Noé?

—Arca, arca… —repitió Gonzalo.

El alguacil se incorporó, cargó su pipa y empezó a dar vueltas en torno a la mesa echando grandes bocanadas de humo. Mientras tanto, la mirada del dominico se perdía entre las vigas del techo. Ambos se concentraban en sacar algo en claro de aquello. De pronto Gonzalo detuvo sus pasos, y se volvió hacia fray Diego.

—Puede… —aventuró dubitativo—, puede que haga referencia a las arcas del agua.

—¿Cómo? ¿Qué se os ocurre? —preguntó el dominico.

—Sí, las arcas del agua. Hasta ahora siempre los mensajes eran crípticos, pero hacían referencia a algo real de Madrid, nos señalaba un punto concreto. La casa de Lavapiés en el primero, el estanque del palacio del Buen Retiro en el segundo, tal vez ahora nos señale las arcas del agua.

—No lo había pensado, tal vez sea así —añadió fray Diego.

—Recordadme la profecía —dijo Gonzalo.

El alguacil se apoyó en la chimenea y se sacó la pipa de la boca.

—El versículo cuatro dice: «El tercero derramó su copa en los ríos y en las fuentes de las aguas que se convirtieron en sangre». El cinco y el seis añaden: «Y oí decir al ángel de las aguas: Justo eres, oh tú que eres y que eras, oh santo, en haber hecho este juicio. Porque sangre de santos y profetas derramaron, y sangre les has dado a beber: lo merecen».

—Eso es —dijo Gonzalo señalando al sacerdote—, dará de beber sangre al pueblo de Madrid, es decir, le envenenará. La profecía dice que derramará la copa de la ira de Dios sobre los ríos y las fuentes. En esta villa puede hacerlo, pero sería de poco provecho envenenar el Manzanares, un río del que pocos se atreverían a beber aunque estuvieran borrachos como una cuba. En cuanto a las fuentes, ¿cómo envenenar un lugar donde el agua se renueva continuamente? Sólo dañaría a alguna montura que bebiera del abrevadero. Además, alguien podía sorprenderlo en el intento.

«Peregrino busca las dos cosas: una mezcla de río y fuente, y esto lo encuentra en los viajes de agua, la canalización subterránea que distribuye el agua por la villa. ¿Qué haríais vos si quisierais envenenar al mayor número de personas en Madrid? ¿No sería lo mejor verter alguna sustancia en las arcas?

—Sí —fray Diego asintió con la cabeza—, todo lo que decís parece muy cierto. Nos da un punto concreto, las arcas. Es muy posible que ahora intente un envenenamiento masivo de ese pueblo de vida poco cristiana, que sin embargo acude a los autos de fe donde más de una vez se vertió la sangre de algún iluminado. «Sangre de santos y profetas derramaron, y sangre les has dado a beber: lo merecen». ¡Todo concuerda!

—No vayáis tan deprisa, padre —le atajó el alguacil calmando a fray Diego—. Tenemos un problema, pues existen tres arcas, cada una de ellas situadas en sitios muy distantes de la villa. ¿Cuál de ellas será la elegida? Podemos descartar la de la puerta de Atocha, puesto que está demasiado cercana al palacio del Buen Retiro. La Guardia Real vigilará esa zona con especial cuidado después de lo sucedido. Por lo tanto, nos queda la de Recoletos y San Bernardo.

»También eliminaría esta última por estar dentro de la villa, en medio de una calle desde cuyas viviendas puede ser visto. Desde luego, si yo quisiera envenenar al mayor número de gente de Madrid iría al arca de la puerta del prado de Recoletos. Está fuera de la villa, lo único que hay alrededor son sembrados, el edificio más cercano es el convento de los agustinos recoletos, ya dentro de la villa y bastante alejado. Es el mejor lugar, a las arcas se accede a través de una puerta cerrada con llave que es guardada por el maestro fontanero responsable del viaje. Si alguien quiere forzar esa puerta, puede hacerlo allí sin ningún problema de tiempo, sin temor a ser visto, o a provocar ruidos delatores.

—Os felicito, no dudaba que vuestro conocimiento del mundo nos resultaría útil —dijo el dominico posando su mano sobre el hombro de Gonzalo—. Esta vez habéis sido vos el que ha descifrado el enigma.

—Parece ser que Peregrino intentará envenenar el agua de Madrid —continuó el alguacil—, y si es inteligente, y hasta ahora lo ha sido, lo hará desde el arca de Recoletos. De todas maneras, es fundamental apostar hombres en cada una de las arcas para evitar una tragedia. Si deseamos detenerle esta noche necesitaremos un buen refuerzo de corchetes o soldados que vigilen las arcas y detengan a todo el que intente penetrar en ellas durante la noche. Debemos informar a Iturbe, él es el único capaz de proporcionarnos los medios para detener la amenaza que se cierne sobre la villa.

—¿Confiáis en él? —preguntó fray Diego.

—No, de ninguna manera. Él fue quien mandó al jardinero del Retiro a la cárcel de la villa, de donde no salió con vida. Y como bien habéis dicho vos, él apartó a la Justicia Real y a la Inquisición de este asunto confiándolo a nosotros. A pesar de todo, mucho me temo que no hay otra alternativa que recurrir a él.

—Creo que esta vez lo tenemos —dijo el dominico poniéndose en pie—. Reunid todos los hombres que podáis entre vuestros corchetes. Os mandaré un aviso en cuanto haya hablado con Iturbe.

Ambos se dirigieron a la puerta. Al abrirla recibieron el sol fuerte y pesado del mediodía. La plaza estaba ya más vacía que al amanecer, ahora solo vagaban sin rumbo mujeres, niños y algún perro escuálido, unidos por la miseria y el hambre. Justo enfrente se alzaba la fontana de la plaza de Lavapiés, en la cual una mujer llenaba un cántaro mientras entonaba una copla de amores desgraciados. Ninguno de ellos sabía que su vida podía depender de ese par de hombres que cruzaban la plaza.

* * *

Calle de las Damas

Mediodía, jueves 4 de julio de 1662

Gonzalo andaba presuroso por la calle de las Damas. Las razones de esa marcha resuelta se reflejaban en su rostro, encendido por la ira. Estaba enojado como pocas veces podía recordar. No quiso pensar más en aquel fulano, el estúpido alguacil que le había sustituido en sus funciones, pero a pesar de ello era imposible olvidarlo. Ese paso enloquecido le llevó a chocar con un esportillero que doblaba una esquina, y que dejó caer una carga de lechugas y tomates que salió rodando por el suelo. El ganapán se volvió furioso, pero al ver el semblante, la espada al cinto y el corpachón del alguacil empezó a recoger la carga en silencio.

El representante de la justicia tenía razones para estar enojado. Trató de convencer a José, el nuevo alguacil, de que le socorriera con algunos de sus corchetes para el negocio previsto para la noche. Sin embargo, no quiso dejarle ninguno de sus hombres si no le daba más detalles sobre el caso. De nada sirvió alegar que era un asunto de la máxima discreción, y que no podía contar nada. No valieron sus súplicas y, más tarde, ya desesperado, tampoco dieron fruto las amenazas.

Al final había conseguido la presencia de Carlos, el cabo de corchetes, que se excusó de la ronda de la noche, y de Ñuño, un camarada del tercio que vagaba ahora sin empleo desde que le despidieran de su puesto de matón en un burdel. Un viejo y un matasiete era todo lo que consiguió para detener a Peregrino por la noche; desde luego, esperaba que fray Diego hubiera tenido más suerte.

Al llegar al zaguán de su casa comenzó a subir la escalera de peldaños gastados que crujían a cada paso, como si el edificio fuera a venirse abajo en cualquier momento. Ya no le molestaba, se había acostumbrado a oír el chirrido decrépito desde la mañana al anochecer. Paró frente a su puerta para buscar la llave y entonces oyó un leve chasquido que venía de su habitación. Alguien estaba dentro. Metió la llave en la cerradura con una mano mientras desenfundaba la pistola con la otra. Entreabrió la puerta con lentitud.

En la alcoba olía a perfume, y no tardó en ver la melena bermeja de doña Isabel, rutilante al sol que dejaba entrar el ventano. Se olvidó al instante de su enfado, y contempló con la boca abierta a la mujer que le sonreía sentada en la única silla de la pieza. Vestía un audaz vestido escotado que la hacía parecer más joven y seductora de lo que recordaba. La dueña alzó la mirada, sonrió, y se puso en pie para dirigirse hacia él.

—¡Por fin, creía que nunca apareceríais! No sé si os acordáis de mí, señor alguacil. Yo no os he olvidado —dijo insinuante la dama—. Soy Isabel de Mendoza, el ama de compañía de doña Aurora, la viuda de Alonso Cortizos.

La mujer le ofreció la mano.

—Sí señora, aunque sólo os he visto en una ocasión, es difícil olvidar vuestro encanto y galanura —respondió el alguacil tras besar la mano.

—Señorita —añadió puntillosa—, si no os importa. Señora, además de sumarme unos años indeseables, no se ajusta a mi situación.

—Señorita Isabel de Mendoza, no quiero ser impertinente, pero ¿sería mucho pediros explicarme qué hacéis en mi alojamiento? ¿Cómo habéis conseguido averiguar dónde vivo?

—Soy una mujer de mundo —Isabel sonrió—, con muchos más recursos de los que imagináis. No hace falta ser demasiado inteligente para dar con el paradero del alguacil de Lavapiés. Basta con preguntar a uno de los corchetes del barrio.

—Que seguro os respondió gustoso —dijo mirando su escote.

—Así es, sois muy conocido y, si os interesa, hablan muy bien de vos, tarea bien difícil de lograr en España —explicó alisando los pliegues de su falda—. Se ve en vuestra cara que habéis corrido mundo; yo también, de otra manera, desde luego, pero mucho me temo que en empresas no menos azarosas que las vuestras.

—Os creo —repuso Gonzalo viendo su desenvoltura.

—Deberíamos tomar asiento y ponernos cómodos —asió la silla y se la ofreció—. Vos aquí, yo me acomodaré en la cama, si no os importa. Pocos muebles veo que tenéis para recibir a las visitas. Siguiendo con lo nuestro, os preguntaréis también cómo he entrado en vuestra habitación.

—Sorprendedme —dijo Gonzalo sentándose.

—Vuestro arrendador tiene una llave de la alcoba y me la dio al verme esperando en el corredor, que, además de poco conveniente para una dama, es bastante sórdido, casi tanto como vuestros compañeros de edificio. No sé cómo un hombre de vuestra calidad puede vivir en un sitio así —añadió zalamera.

—Tenéis a bien decirme que habéis averiguado mi dirección, sonsacando a mis corchetes, pedido la llave de mi cuarto al arrendador y allanado mi cuarto. Además —Gonzalo fingía cierto enfado—, escarnecéis mi humilde alojamiento y a mis vecinos. ¿Se os ofrece algo más, o esto es todo?

—Como comprenderéis —respondió ella sonriente—, no vengo a insultaros. Mi motivo es otro, os vi hablando con Juan Herrero cuando abandonasteis la casa de doña Aurora. Esto me preocupó, ese infame puede haber contado cualquier cosa con respecto a mi ama. No es bueno que la justicia se engañe con lo que dicen las malas lenguas.

—O sea, que venís a defender la inocencia de vuestra ama.

—Así es. Supongo que Juan no os contaría que fue despedido por doña Aurora. Es un mal bicho, borracho, pendenciero; perseguía a las sirvientas de la casa, e incluso se atrevió a ir detrás de mí.

El alguacil contempló como el rostro de doña Isabel se había vuelto serio, hizo un alto y tragó saliva. Desde luego, a Juan no le faltaban razones para perseguirla, pensó el alguacil mirando el escote que tan generosamente ofrecía a la vista.

—Doña Aurora consiguió por fin el despido de Juan —prosiguió el ama de compañía—, a pesar que era el sirviente de confianza de su esposo. Antes de abandonar la casa dijo que un día nos arrepentiríamos de lo que habíamos hecho. Desde entonces merodea en torno a nuestra casa, loco de rabia, cada vez más hundido y miserable. Nos acecha día y noche, no sé con qué fines, pero seguro que no son buenos.

»Temía que sus palabras nos pudieran dar problemas, ya están bastante mal las cosas desde la muerte del señor para que además esa víbora vaya contando falsedades. No sabía si confiarme al dominico o a vos, pero vos me disteis más confianza y, además —añadió en un murmullo—, sois más apuesto. Decidme, ¿qué os contó?

—Cosas muy interesantes —respondió el alguacil—, y que mucho me temo no serán de vuestro agrado oír.

Doña Isabel se acercó a él y le cogió de la mano. Gonzalo percibió más cercano su perfume y la calidez de su piel.

—Si me lo decís, y esto lo pido como amiga —dijo apretando su mano y clavando sus ojos en el alguacil—, será posible defendernos de los infundios de ese bellaco. Además, puedo contar mi versión de los hechos, que seguro que resultará tan interesante como la suya.

Gonzalo la miró y se sintió acalorado. Doña Isabel tenía unos bellos ojos claros que se fijaban en él suplicantes.

—En parte la historia de Juan coincide con la de doña Aurora —empezó el alguacil soltándose de la mano de la dama—. Me refiero a que Alonso Cortizos se transformó. Descuidó sus negocios, se emborrachaba y desaparecía para juntarse con extrañas compañías. Las mismas, mucho me temo, que le asesinaron. Pero, por otra parte, él nos relató otros hechos de los que vuestra ama nada nos dijo.

—¿Qué hechos son ésos? —preguntó Isabel.

El alguacil la observó. Estaba enfadada. Si la sacaba un poco más de sí, tal vez fuera un buen momento para sonsacarla.

—Me refiero al comercio carnal de vuestra ama con su hijastro don Rodrigo.

—¡Será bastardo, felón, hijo de cincuenta madres! —gritó Isabel mientras hacía aspavientos con las manos—. ¿Cómo se ha atrevido? ¡Cómo podéis creer a ese miserable!

—Mucho me temo que ha aportado datos y hechos concretos. ¿Cómo justificáis vos su cita en el prado de los Jerónimos? ¿No les sorprendió a ambos en una actitud equívoca en la misma casa?

—Debéis de estar loco si pensáis que doña Aurora puede estar enamorada de ese niño mal criado. Como en cualquier bulo, hay en éste parte de verdad; es cierto que ese sinvergüenza pretendió a mi ama, tan cierto como que fue rechazado desde el primer momento. ¡Por eso se citó con él! Se lo dejó bien claro, yo estaba allí. Pero él no desistió, acosaba a mi señora en su propia casa cuando faltaba don Alonso, quizá fue en algún momento de ésos cuando Juan la vio en una actitud confusa. Ella nunca ha querido nada con ese vago derrochador que vive de la largueza de sus familiares. Si no me creéis preguntad al servicio, ellos os dirán que se acabó por prohibir el paso de don Rodrigo a la casa. Ése fue el motivo por el cual su padre sólo le ha dejado un modesto legado en el testamento.

Aquello sonaba convincente. La observó con detenimiento y ella mantuvo su mirada. Gonzalo pensó que si le trataba de engañar era una de las mejores mentirosas que había visto en su vida.

—Me alegro de haber venido y aclararos esto. Mi ama es inocente de todos los infundios con los que os ha envenenado ese hombre. Si queréis buscar al culpable de la muerte de don Alonso, tendréis que ir a otra parte; vigilad bien a ese lindo don Rodrigo, el juerguista estragador de damas. No desechéis a Juan Herrero, su odio se ha ido pudriendo en el corazón y sería capaz de todo con tal de ver a mi ama por el fango, y cuando digo todo hablo de sangre y muerte. Él solo sería incapaz de planear cualquier cosa por su cuenta, pero podía ser un ayudante eficaz de alguien más sensato.

Gonzalo no dejó de mirar a la mujer, pero pensó en ello. ¿Podía ser Juan Herrero el hombre que le había prevenido frente al alcázar? Tenían la misma estatura y figura. ¿Era ese rostro el mismo que había visto tan levemente? Creía que no, pero ¿acaso no eran famosos los pedigüeños de Madrid por las artes y afeites con que se enmascaraban para mover a la piedad?

—Decidme, ¿cómo van vuestras pesquisas? —preguntó doña Isabel cortando sus cavilaciones.

—Si os tengo que decir la verdad, creo que estamos a punto de resolver el caso —respondió ufano.

—No sabéis cuánto me alegro por vos, pero —insistió— dadme algún detalle.

El alguacil contemplaba encantado ese pelo colorado, tan parecido al de la mujer del relicario. Le gustaba doña Isabel, su melena, esa sonrisa y el aroma a agua de rosas. No podía negar que se sentía a gusto con ella, a pesar de su desparpajo excesivo. ¿Por qué no contarle algo y sorprenderla con los progresos realizados?

—¿Qué es lo que habéis descubierto hasta ahora? —volvió a preguntar Isabel.

—Eso no os lo puedo decir —respondió Gonzalo.

—Vamos, don Gonzalo, ¿qué mal os puede venir de una pobre mujer como yo? ¿Acaso teméis que yo sea la asesina? —dijo burlona—. Complaced a una mujer y es posible que ella os complazca a vos.

¿Por qué no presentarse ante esa dama como un esforzado y hábil defensor de la Justicia? Se mesó la perilla y sonrió a doña Isabel. El sol se reflejaba en sus cabellos bermejos y daba una tonalidad más pálida a su rostro, linda cara y mejor talle, pensó. ¿Por qué no contarle lo que sabía?

* * *

Al entrar en el cuarto el dominico olfateó la habitación, no era el olor acre que siempre le había recibido y que el alguacil llevaba pegado a las ropas.

—¿Habéis tenido compañía? —preguntó el dominico.

—¿Acaso uno no puede recibir visita de sus amistades? —respondió el alguacil.

—No, si esas visitas son las criadas de una de las sospechosas en el asunto que nos traemos entre manos. La he visto abandonar el edificio. ¿No habréis sido tan estúpido de contarle algo? —le amonestó señalándole amenazador con el dedo.

Los fríos ojos azules del dominico se clavaron en el alguacil, que agachó su rostro enrojecido. Gonzalo guardó silencio.

—¿Qué le habéis dicho? —bramó el dominico fuera de sí.

—Vaguedades —murmuró el alguacil.

—Vaguedades, vaguedades… No podéis ir por ahí hablando con liberalidad a la primera lagarta que se os presenta, y, peor aún, ahora parece que el gato os ha comido la lengua. ¡Por Dios! —dijo juntando las manos como si fuera a orar—, decidme qué vaguedades son ésas.

El alguacil permanecía inmóvil y mudo mientras el dominico le miraba desafiante, con el rostro enrojecido, a sólo un palmo de distancia.

—No sé cómo me fié de un bravucón estúpido con la lengua larga. Ha bastado un par de tetas para que la verga se os ponga más dura que vuestra cabeza, que imagino debe de ser mucho. En un minuto os habéis olvidado de lo grave del asunto y de lo mucho que nos jugamos en esto. Así nos va —concluyó haciendo un gesto de desgana con la mano.

—Señor sacerdote, me estáis ofendiendo —se quejó el alguacil, azorado.

—Vos sí que me ofendéis con vuestras estupideces. ¿Qué le habéis dicho?

—Le expliqué que nos enfrentamos a un asesino astuto y sanguinario. Se quedó muy extrañada cuando le comenté que en cada uno de sus crímenes deja un mensaje junto a los cadáveres. Igual efecto le produjo el conocer el estado en que encontramos la casa de Lavapiés, ya sabéis, los ritos satánicos y los muertos. Todo eso. No creo que esa bella mujer sea un peligro para…

—Dejad de alabar a esa buscona y continuad vuestro relato —cortó tajante fray Diego.

El alguacil le miró molesto por su comentario. Iba a contestarle, pero decidió dejarlo pasar, no era momento de añadir más leña al fuego.

—Su asombro —continuó Gonzalo— fue aún mayor cuando supo que en los pliegos hay un enigma, y en él nos dice la fecha y el lugar donde va a cometer su siguiente asesinato. También le revelé que para cometer los crímenes se sirve de las profecías del Apocalipsis, y que cada dos días comete un nuevo asesinato. Incluso le dije que es muy posible que el criminal pertenezca a una secta secreta de herejes: los iluminati.

El dominico se echó las manos a la cabeza exasperado.

—¿Os preguntó si sospechábamos de alguien? —dijo fray Diego.

—Fue la primera pregunta que me hizo.

—Y vos, ¿qué respondisteis?

—¡Qué iba a decir! ¡Que eso es todavía un misterio!

—No sé si os habréis dado cuenta de que, gracias a vuestra actitud, esta noche puede ser un misterio para siempre. ¿No le dijisteis nada más?

—Bueno, la verdad, lo último que se me ocurrió contarle fueron nuestras sospechas. Ya sabéis, la posible relación de los crímenes con algo sucedido en el convento de San Plácido hace ya muchos años. Una de las víctimas era una antigua monja de ese convento, otro era el corruptor. También le dije que esta noche prepara una venganza contra todo el pueblo de Madrid, y ésa será nuestra oportunidad para atraparle.

—Conque vaguedades, ¡se lo habéis contado todo! —exclamó el dominico fuera de sí.

—Fray Diego —murmuró el alguacil—, os pido disculpas si mi indiscreción puede causar algún contratiempo.

—¿Contratiempo, decís? —el dominico le miró colérico—, ahora dependemos de esa mujer: si sólo es una chismosa, estaremos salvados; por el contrario, si es una alcahueta de su ama, esta noche haremos un bonito papel en las arcas de agua. ¿Al menos no le diríais dónde esperamos al asesino?

—No, eso no. Me recordó tanto a la mujer de mi relicario… —explicó compungido.

El dominico, tras acercarse la silla, se sentó. Ahora parecía más tranquilo.

—Bueno, lo hecho, hecho está —dijo conciliatorio—. Ahora, si queremos tener una oportunidad de detener a Peregrino, tenemos que actuar con cautela. No quiero más descuidos, señor alguacil.

—¿Hablasteis con Iturbe? —preguntó Gonzalo.

—Así es, no me hizo esperar. Desde luego, cree que somos un par de inútiles. Si queréis mi opinión, sólo nos quiere como chivos expiatorios. No ha querido darme todos los hombres que le pedí para salvaguardar las arcas.

—¿Qué es lo que habéis conseguido?

—Unos guardias borgoñones vigilarán el arca de San Bernardo. La guardia del palacio del Buen Retiro protegerá esta noche el arca de Atocha. A nosotros nos acompañarán un par de mosqueteros, los cinco hombres que custodian durante la noche la puerta de Recoletos, más vuestros refuerzos. ¿Y a vos, cómo os ha ido?

—Poca cosa logré. Estuve hablando con el alguacil que me sustituye, pero no me dejó un solo hombre. Sólo contamos con Carlos, un corchete veterano, vos le conocéis, el cabo que nos acompañó la primera noche. También vendrá mi amigo Ñuño, un buen hombre, hábil con el hierro y licenciado en el arte de repartir puñadas y mojicones, después de siete años poniendo orden en las mancebías de la corte.

—Veo que sois tan bueno enrolando fulanos como guardando secretos —dijo con sorna el dominico—. Con esta partida uno no sabe si vigilar las arcas o partir a la conquista de las Indias.

—Me alegra veros más dispuesto a la chufla que al escarnio. En fin, padre, permitidme invitaros a un buen vino de San Martín de Valdeiglesias que sirven aquí mismo, en un bodegón de esta misma calle. Luego reuniremos a los demás para ir a la caza de ese Peregrino, al que esta noche se le puede acabar el viaje.

—Así sea, hijo. ¡Dios te oiga!

* * *

La tasca estaba muy cerca de la misma plaza de Lavapiés. Era pobre y antigua, y en ella dominaba un olor agrio a vino peleón que el aroma tenue del tabaco de los parroquianos no lograba disimular. Debido a las penumbras que imperaban en el local, les costó reconocer a Carlos, que estaba sentado en una mesa discutiendo a grandes voces con un mozo de la taberna sobre el precio del vino.

Al ver entrar a Gonzalo y a fray Diego, Carlos dejó de discutir con el muchacho y les hizo señas para que se sentaran a su lado. Algunos parroquianos miraron, sorprendidos por la presencia del cura en ese local, pero al poco dejaron de observarle y se concentraron en lo suyo, que era no hacer nada.

—¿Qué vientos les traen por aquí? Malos barrios frecuentáis últimamente, padre —dijo mirando al dominico.

—Ningún barrio ni ningún hombre es malo para Dios —respondió fray Diego.

—¡Muchacho, trae otros dos vinos! —gritó el alguacil—. Hemos estado en la casa de María, la mujer asesinada, para ver si encontrábamos algo de interés.

—¿Y qué habéis descubierto? —preguntó el corchete.

—Nada, para decir la verdad —mintió Gonzalo.

—Yo sí he hallado algo interesante sobre esa casa, pero quizá no sea de vuestro interés.

—Por supuesto que deseamos saberlo —dijo indignado el dominico.

Gonzalo y fray Diego clavaron su mirada sorprendida en el corchete.

—No os pongáis así, señor fraile. Ya le conté al alguacil que cuando interrogamos a los vecinos nadie nos pudo decir quién era el dueño de la casa. Todos recordaban que durante muchos años estuvo alquilada a diferentes personas. Encontré a uno de estos antiguos arrendados y él me dijo a quién pagaba su alquiler.

Carlos guardó silencio y echó un trago de vino; se notaba que disfrutaba siendo el centro de atención de los dos hombres.

—¿Quién era el propietario? —preguntaron Gonzalo y fray Diego al mismo tiempo.

—No se trataba de su propietario sino de don Luis Vargas, un administrador de fincas de gente principal. ¿Sabéis lo que quiere decir esto?

—Es evidente —concluyó el alguacil—. Alguien poderoso amparaba a esa bruja y sus sicarios y se sirvió del administrador para ocultarse. ¿Habéis descubierto algo más sobre esa persona? —preguntó.

—No, no quise seguir por ese camino, y el sentido común aconseja no saber nada más. Pero si tanto os interesa hablad con don Luis, vive en la calle de la Cruzada. No creo que saquéis nada en claro, por lo visto es un viejo insoportable con tantos dineros como pecados en el alma.

—No hay tiempo que perder, vamos ahora mismo —dijo el dominico.

—Perdonad, padre, pero creo que es buena hora para hacer un alto y llenar el estómago —alegó Gonzalo—. Tampoco creo que a nadie, y menos aún a ese don Luis de mal genio, le guste que le interrumpan en medio del almuerzo. Cerca de aquí hay un figón que nos hará el servicio por escaso peculio. Luego iremos a donde vos digáis.

—Sea como decís, pero apresurémonos, que tampoco conviene perder el tiempo.

El alguacil y fray Diego abandonaron la taberna con paso veloz. No habían probado apenas el vino, así que Carlos decidió acabarlo mientras les veía perderse calle abajo.

* * *

Calle de la Cruzada

Atardecer, jueves 4 de julio de 1662

La puerta debía de ser de roble, castaño, nogal o algún otro tipo de madera noble y recia, que un carpintero había tallado con mucha precisión y pésimo gusto para disfrute de don Luis Vargas. Bastó golpear una vez la aldaba, una pieza vasta de plomo, para que apareciera un criado joven, de aspecto famélico, que les lanzó una mirada inquisitiva.

—Venimos a hablar con don Luis Vargas —anunció Gonzalo.

—¿Están citados con mi señor? —preguntó el mozalbete.

—Mucho me temo que no —respondió Gonzalo—, pero el asunto que nos trae es de tal gravedad que es menester entrevistarnos con él urgentemente. La vida de muchas personas puede depender de vuestro señor.

—En ese caso será mejor que habléis con él en otro momento, tiene como norma no recibir a nadie que no le haya solicitado previamente visita.

El muchacho empezó a entornar la puerta, pero Gonzalo pegó una patada que la abrió totalmente e hizo trastabillar al criado.

—Anunciad a vuestro amo que fray Diego y Gonzalo García, representantes de la Santa Inquisición y de la Justicia del Rey, desean verle para aclarar un asunto que incumbe a la Casa Real.

El criado debió de quedarse tan sorprendido por la reacción del alguacil y los títulos que escuchaba como defraudado por las personas que los encarnaban.

—Veo que no conocéis ni a mi amo ni su mal genio. Sentaos y esperad aquí su respuesta —les indicó el joven.

Gonzalo fue el primero en hacerlo, sobre un banco de madera basta que crujió al sentir el peso del alguacil y cuyas patas se tambalearon aún más al recibir el cuerpo del dominico. Si el criado llega a tardar es muy posible que la antigualla se hubiera venido abajo, pero apareció poco después con paso presuroso.

—Pasen por aquí, señores, mi amo les espera.

A Gonzalo el corredor por el que le conducían le pareció siniestro, la cal de la pared estaba ennegrecida, en algunos sitios había desconchados de humedad. Pero lo que menos le gustaba era el olor de la casa: un aroma áspero, de guiso grasiento, mezclado con un efluvio agrio a materia en descomposición. El alguacil pensó que don Luis debía de ser uno de esos ricos tacaños cuya muerte es celebrada por los herederos. El criado se detuvo y les señaló el acceso a una sala.

Entraron. La estancia era amplia, tenía un gran ventanal que permanecía entornado a pesar de que el ambiente dentro era caluroso. Don Luis estaba sentado en el centro de ella. Frente a él había un libro entreabierto en un atril. A juzgar por su aspecto, él debía de ser la materia en descomposición que percibió Gonzalo. Tenía un rostro macilento de cadáver, y unos labios finos y morados que acentuaban su aspecto insalubre. El pelo le colgaba lacio, blanco y revuelto, hasta las espesas cejas, que casi ocultaban unos ojos pequeños malignos de color almendrado.

—¿Qué desean de mí? —inquirió con una voz gutural, de ultratumba.

—Perdonad que interrumpamos vuestras labores, don Luis, pero un importante asunto nos trae a vuestra presencia —empezó el dominico—. En primer lugar debemos presentarnos, somos el alguacil Gonzalo García y fray Diego, dominico del Santo Oficio. El confesor real nos ha encargado resolver los sangrientos crímenes que azotan la ciudad. Hemos sabido que vos os dedicáis a administrar propiedades de gente principal. Entre esos bienes hay una posesión que requiere nuestro interés. El nuestro, y el de Su Majestad, para ser más atinados. Me estoy refiriendo a la finca de la plaza de Lavapiés donde se celebraron ritos satánicos y fueron encontradas muertas tres personas.

—Señores —dijo sin levantar la vista—, les agradecería que fueran al meollo de la cuestión y me libren de su poco grata presencia.

—Sois el administrador de esa finca —intervino Gonzalo—, y queremos saber quién es el propietario.

Don Luis se recostó en su asiento, y al hacerlo dejó ver bajo él un cojín escarlata gastado. Unió las palmas de sus manos. Gonzalo las observo con detenimiento, eran unas manos finas, cerúleas, con marcadas venas azules, manos de escribiente, de leguleyo, de persona que no sabe lo que es trabajar duro de sol a sol.

—A veces queremos cosas que no podemos tener. Es una ley de la vida —sentenció la voz gutural.

—Creo que no entendéis lo que queremos decir —dijo seco el alguacil—. El hecho de no facilitarnos ese nombre os puede costar caro.

El anciano parpadeó con aire cansado, se humedeció los labios con la lengua y clavó sus ojos en los dos visitantes.

—Creo que son ustedes los que no me entienden. Administro bienes de las más preclaras familias del reino, lo hago con rigor, lealtad y secreto. La ruptura de cualquiera de estas cláusulas provocaría mi ruina. Nada más que una orden de mi cliente puede hacer variar mi actitud. ¿Tienen esa orden?

—No, no la tenemos, pero ante vos están el Santo Oficio y la justicia que os piden ese nombre.

—Os repito: ¿Tenéis esa orden?

—Es un asunto de la Casa Real —insistió Gonzalo.

—¿Tenéis esa orden? —volvió a preguntar don Luis.

—Muchas vidas humanas dependen de vos, y sólo os dignáis a decir que desvelar el secreto de uno de vuestros clientes os puede hacer perder unos cuantos escudos. ¿No sois humano? ¿No conocéis la decencia?

El anciano se levantó. Su rostro estaba rojo de ira, y les señaló con un dedo tembloroso.

—¿Quién sois vos para acusarme de inhumanidad y de falta de decencia?

—Dejadlo, Gonzalo —dijo fray Diego—. Conozco a los hombres como él. No le convenceríais ni aunque le amenazarais con la hoguera. Estudian leyes para aprender cómo retorcerlas y burlarlas a favor de los poderosos. Todo a cambio de unas migajas de su fortuna. Dios os reclamará todo lo que le debéis algún día.

—Y vos, ¿qué creéis ser? Yo os lo diré: unos desgraciados que reciben un sueldo miserable que en el mejor de los casos permite no pasar hambre. Vos os atrevéis a juzgarme, yo que he reunido una fortuna con mi esfuerzo y trabajo. Sabed que soy un hombre en el que depositan su confianza el duque de Maqueda, el marqués del Carpio, el duque de Medina de las Torres, el duque de Béjar, y otras muchas ilustres casas de la nobleza: los Zúñiga, los Guzmán, los Haro. Por no hablar de las más importantes órdenes religiosas. A pesar de todo eso, ¡os atrevéis a venir aquí, a mi casa, para insultarme!

Don Luis se volvió hacia el ventanal, mostrando a sus visitantes la espalda corvada.

—¡Felipe, Felipe!

El criado hizo acto de presencia en el vano de la puerta.

—Acompaña a estos hombres a la puerta.

—Sois, sois… —dijo el dominico.

—Dejadlo, fray Diego.

Ambos salieron a la calle y al poco desembocaron en la cercana calle Mayor, ya muy transitada por carros y personas.

—No hemos sacado nada en claro de ese malnacido —constató Gonzalo rompiendo el silencio.

—No estéis tan seguro, tenemos un buen puñado de nombres. En un sujeto tan soberbio no es extraño que uno de los que nos ha dicho sea el propietario de la casa de Lavapiés. Estoy casi seguro. Uno de esos nobles es el dueño. El asesino no lo sabe, pero cada vez le estrechamos más el cerco. Es más, debemos prestar especial atención a un nombre, el del duque de Medina de las Torres. ¿Recordáis que don Gaspar de Haro nos dijo que había hecho la corte a la asesinada Margarita?

—Sí, cómo olvidarlo. De todas maneras, aseguró que eran rumores, hablillas, nada importante.

—Yo mismo lo consideré así, pero fijaos, de nuevo su nombre vuelve a aparecer. Si a esto sumamos que debía dinero a Alonso Cortizos y su fama de hombre turbio y malvado, creo que tenemos razones poderosas para fijar nuestra atención en él.

Fray Diego sonrió. Gonzalo pensó que era la primera vez que le veía hacerlo.

* * *

Prado de los Agustinos Recoletos

Noche, jueves 4 de julio de 1662

Había anochecido hacía ya tiempo, y la puerta de Recoletos estaba a punto de cerrar, pues eran casi las diez de la noche, hora en que todas las puertas y portillos de la villa se clausuraban. Fray Diego y Gonzalo esperaban en un pequeño cobertizo contiguo a la cerca que rodeaba Madrid. De ordinario el refugio cobijaba a la guardia de la puerta durante el día, pero ahora permanecía en apariencia cerrado y vacío. Desde allí dominaban las arcas. Habían convenido en que a su llamada acudiría el retén de la puerta, cinco hombres que esperaban en un cobertizo similar, ya dentro de la villa.

Al oeste acechaban los dos mosqueteros, dispuestos sobre la tapia gracias a un improvisado andamiaje. No estaba seguro Gonzalo de que fueran de mucha ayuda; había llovido un poco antes de anochecer y el cielo cubierto de nubes auguraba una noche de chaparrones. No era la primera vez que los temibles mosqueteros no servían de nada cuando la lluvia impedía prender la mecha de sus armas. Por último, estaban Ñuño y Carlos ocultos tras un cerrillo que cortaba la retirada hacia el norte.

Al oír voces y un ruido metálico de goznes comprendieron que ya eran las diez. La puerta se cerraba. Al poco sucedió lo que Gonzalo tanto temía, una lluvia fina pero continua empezó a caer sobre los hombres que tendían la celada. Aquello era una muy mala noticia, inutilizaba los mosquetes, reducía aún más la escasa visión y, además, un suelo fangoso retardaría sus movimientos si hubiera que emprender una persecución.

El tiempo transcurría sin novedad. Gonzalo escudriñaba, desde el único ventanillo existente, la oscuridad de la noche y permanecía atento a cualquier sonido delator. Sólo se oía el ruido del chaparrón que arreciaba, y no tardó mucho en unirse a éste truenos y relámpagos. El alguacil percibió como el aire se tornaba cada vez más fresco. Una gotera del techo le hizo imaginar a Gonzalo la triste situación en que debían de estar Ñuño y Carlos. Les había adjudicado esa posición porque era la menos expuesta, pero ahora ambos estarían maldiciéndole.

Miró al rostro inexpresivo de fray Diego. Las bolsas bajo sus ojos delataban su cansancio; sin embargo, permanecía en tensión, tan expectante como él mismo, más acostumbrado a las duras noches de vigilia. No habían cruzado una palabra desde que entraron en el cobertizo, temiendo que cualquier sonido pudiera espantar a Peregrino. Por eso ambos se concentraban en sus pensamientos. A Gonzalo le asaltaban las dudas: ¿Habían acertado al descifrar el mensaje?, ¿era aquél el arca elegida para la venganza de Peregrino?

Gonzalo aguzaba el oído para advertir tiros, voces o algún alboroto que delatase el asalto a alguna de las otras arcas, pero la villa dormía tranquila, sin que nada ni nadie perturbara su sueño. El vuelo de un solitario murciélago había sido el único movimiento en el largo rato que ya llevaban allí. Esperaba que en cualquier momento arribara un mensajero trayéndoles noticias de las otras arcas, pero nada de esto sucedía. Bien podía ser, como auguró el dominico, que doña Isabel estuviera en la trama y que su indiscreción acabase frustrando la celada. No pudo reprimir un suspiro de desánimo, pero a pesar de ello continuó oteando expectante la oscuridad que se cernía sobre ellos, siniestra, húmeda y fría.

* * *

Cansados por la infructuosa espera, el dominico y el alguacil descansaban sobre unos taburetes destartalados frente al ventanillo. Fray Diego acababa de dar fin a toda una retahíla de Avemarías, padrenuestros y otras oraciones que masculló entre sus finos labios. Guardaba su rosario en el bolsillo, cuando puso su otra mano sobre el hombro de Gonzalo.

—¿Nada? —preguntó en un murmullo.

—¡Nada! Ni un alma —respondió exasperado el alguacil.

El dominico observó con detenimiento a ese hombre que tenía a su lado. Su mirada dura y penetrante hacía juego con sus rasgos severos y su corpachón robusto de gestos lentos pero decididos. Si la cara era el espejo del alma, aquel alma debía de ser fuerte y dura.

—¿Por qué os alistasteis en los tercios? —preguntó fray Diego.

El alguacil se volvió sorprendido, clavando los ojos negros en su compañero.

—Buena pregunta —dijo recostándose el taburete—. No sé, era joven…

—¿No queréis hablar? Yo os lo contaré. Os imagino en algún pueblo de Castilla, curtido por el sol ardiente y el frío de la meseta, esperando que pase con lentitud una jornada tras otra. Un día llega el capitán de reclutamiento, hace sonar el tambor en la plaza mayor, y allí os ofrece todo lo que nunca osasteis ambicionar. Él os habla como nunca antes os había hablado nadie, bebéis cada una de esas palabras que parecen dirigirse sólo a vos. Cuenta maravillas de países extraños y felices, de botines inmensos, de mujeres bellas que disputarán vuestros favores, de hazañas sangrientas, de servir al rey, de defender la fe católica, de aplastar herejes. Miráis alrededor y solo veis vuestro pueblo miserable. No os cuesta imaginar el mañana. Se os aparecen los surcos resecos, el paso torpe de las ovejas y la peste de los guarros. Entonces un joven casi imberbe, pero muy impulsivo, da un paso al frente y firma.

El sacerdote hizo un alto para comprobar el efecto de sus palabras.

—Decidme, ¿encontrasteis lo que buscabais?

—No —repuso decidido el alguacil—. Recorrí muchos países, algunos extraños, ninguno feliz. Mujeres bellas tuve todas las que mi bolsa me pudo permitir. Botines pocos tomé, para mi desgracia. Sólo me queda el relicario que ya conocéis. Hazañas… en alguna participé que parecía imposible, y de ello me honro. Sangre sí vi, mucha, más de la que hubiera deseado. Fortuna —chasqueó la lengua e hizo un rictus de amargura—, fortuna, ninguna. Y dicho esto, ¿qué pensáis de este buen hombre?

—Cuando os vi por primera vez me dije: éste es uno de esos españoles que se debe a San Trago y no a Santiago. En eso creo no haber fallado del todo. Pero, desde luego, no sois el hombre tosco que creí ver la primera noche de Lavapiés.

—No contenéis vuestra lengua.

—Sí, quizás ésa es la razón por la que estoy aquí con vos perdido en la madrugada. No, no creo que seáis un buen hombre; sois un hombre bueno, que es muy diferente. Me alegro de haber errado, desde luego no nacisteis con el don de la discreción pero tenéis otras virtudes: honradez, buen juicio y la tenacidad del luchador. Una de tantas personas humildes que debe pelear y sudar cada pequeña victoria y avance. Nunca nadie les ayuda. Ven las injusticias a su alrededor, pero ellos no se desmoronan, ni reclaman, ni se quejan; simplemente, viven con lo poco que los poderosos les dejan para subsistir.

En cierta manera os envidio, vos perseguisteis vuestros sueños; que no los lograrais es otra cosa. Al fin y al cabo, ya dice la Biblia: «he visto todo cuanto se hace bajo el sol, y he aquí que todo es vanidad y correr tras el viento». Vos hicisteis eso, correr tras el viento, perseguir sueños y deseos, ir, en definitiva, tras la felicidad.

—¿Vos no lo habéis hecho nunca? —preguntó el alguacil.

—No, y lo confieso con pena y vergüenza.

—Quizás eso es lo que hacemos ahora, correr tras el viento. ¿Qué hemos hecho desde que iniciamos este negocio que no sea perseguir quimeras, vaguedades y sospechas?

—Tal vez sea verdad —concluyó el dominico.

Se hizo un silencio embarazoso. El alguacil miró al dominico, que ahora observaba atento por el ventanillo como si hubiera algo en el exterior, aunque ambos sabían que no era así. Luego, más calmado, fray Diego se volvió hacia el alguacil.

—¿Y vos qué pensasteis de mí?

—Mi primera impresión tampoco fue demasiado buena. Vuestro aspecto endeble y desgarbado es muy poco conveniente para un miembro de la Inquisición. Me parecisteis poca cosa, pero al menos no erais uno de esos curas que no saben hacer otra cosa que vivir bien y pasar el cepillo.

Gonzalo calló un instante mientras sacaba su pipa del jubón y la encendía.

—Yo, en cambio, no me imagino vuestra vida. Permitidme una pregunta que me intriga. ¿Por qué lleváis esa joya en forma de serpiente?

El dominico alzó su mano y miró su anillo. Estaba trabajado muy rudamente y el material del que estaba hecho no era de mucho valor.

—La serpiente, el símbolo del pecado, éste es el recordatorio de los míos. ¿Recordáis la referencia que hizo Iturbe a Zugarramurdi? Mi vida empieza y termina allí. Entonces mi corazón ardía de celo cristiano, el fuego de la fe me quemaba, casi tanto como luego lo haría el del remordimiento. Era joven, supongo que algo menos que vos cuando la milicia recaló en vuestro pueblo. Mi capitán fue el inquisidor Juan Valle Alvarado, que tuvo a bien nombrarme su secretario gracias a la influencia de mi poderosa familia. Había rumores de brujerías y aquelarres y toda Navarra se veía sacudida por una ola de pánico. Las autoridades civiles demandaban la presencia de la Inquisición, y nosotros acudimos.

A Gonzalo se le cayó la bolsa donde guardaba el tabaco y el dominico interrumpió el relato mientras la recogía del suelo.

—Perdonadme —dijo el alguacil—; por favor, continuad.

—Inspeccionamos la zona de Zugarramurdi durante varios meses. Cada día se recogían docenas de denuncias. Trescientas personas fueron inculpadas de delitos de brujería, a cuarenta de ellas las condujimos presas a Logroño. Tres jueces se encargaron del caso, uno de ellos, Alonso Salazar, discrepaba de los demás. ¡Cómo llegué a odiar a ese hombre! Odiar, ¡fijaos qué buen cristiano!

»Sus dos colegas no tenían tantos escrúpulos y aceptaron la realidad de los hechos testificados sin más y así pudo celebrarse el auto. Se les acusó de realizar aquelarres todos los viernes. Entre los actos cometidos en ellos se demostraron los de provocar tempestades, maleficios contra campos, bestias y personas, y vampirismo. Siete personas fueron quemadas, y otras cinco en efigie, ya que habían muerto a la sazón. Lo único que me consuela es que, si comparamos el auto de fe con los actos anteriores de la justicia secular, el resultado no fue cruento en exceso.

El dominico calló. Gonzalo le contempló sorprendido, en sus ojos no era difícil percibir la emoción que le despertaban aquellos recuerdos lejanos, pero a la vez tan presentes.

—Aquello no fue el fin. Alonso de Salazar, tras votar contra el criterio de sus colegas, fue comisionado para la revisión del caso. Yo fui con él para rebatirle y vigilar su acción. En mi presencia examinó a treinta y seis testigos, en los que no hubo el menor acuerdo en la forma de ir o venir al aquelarre. Se analizaron veintidós ollas y una nómina de ungüentos y polvos que resultaron, en opinión de varios médicos, embustes irrisorios. Se demostró la virginidad de una mujer que había confesado tener ayuntamiento carnal con el Diablo. Una bruja admitió que conservaba los tres dedos del pie que le arrancó el Diablo. Los casos se presentaban con una abundancia abrumadora. Entonces vi con claridad la malicia e ignorancia de los denunciantes y los testigos. El único mal que acosaba a aquella tierra era la mala fe, la envidia, las rencillas y, posiblemente, el temor a la Suprema. Abrí los ojos.

Fray Diego guardó silencio durante un instante y tragó saliva.

—No tardé en descubrir —prosiguió con una voz cada vez más débil, casi a punto de quebrarse— las violencias empleadas con los testigos. Salazar anotó más de millar y medio de perjurios y falsos testimonios levantados a inocentes, tomando como base las ochenta revocaciones más conocidas. Comprendí mis errores y mis pecados. Mi ira y soberbia habían condenado a inocentes.

Este anillo pertenecía a uno de los reos. Desde entonces lo llevo como recordatorio de mis pecados. Decidí retirarme al convento de Atocha, donde sólo he tenido tiempo para el estudio, la oración y, sobre todo, para el remordimiento. Ésa es mi historia.

Por fin el sacerdote calló. Bajó la mano y dejó de mirar la joya. Se hizo un silencio sólo roto por el canto de un grillo.

—Ha dejado de llover —dijo el alguacil—. Preocupaos de estos crímenes del presente y olvidad vuestro pasado. Todo hombre tiene algo de que arrepentirse.

No volvieron a hablar durante un largo rato. De repente escucharon un chapoteo, alguien había pisado un charco. Peregrino estaba allí.

* * *

Aguzaron el oído, pero no volvieron a oír nada. Las nubes cubrían la luna y las estrellas, el cielo era un manto blanco y borroso. Tal vez fuera una falsa alarma; sin embargo, estaban atentos a cualquier movimiento, sombra o silueta delatora. No vieron nada. La única recompensa a sus esfuerzos fue escuchar el rumor apagado de las gotas de lluvia, presentes de nuevo, aunque esta vez de manera muy tenue.

Gonzalo se restregó los ojos enrojecidos de cansancio y sueño. Tal vez había pasado ya demasiadas noches de vigilia en campaña para sumar ahora alguna más. Al menos ahora no existía peligro de que algún hereje le rebanara el cuello, pero aun así estaba alicaído. Fue entonces cuando oyeron un leve ruido metálico. Fray Diego le dio un codazo, y al instante intercambiaron una mirada.

Alguien debía de estar forzando la puerta del arca. Ellos estaban en la mejor posición para observarlo, pero no veían nada. Si querían apreciar algo era necesario acercarse más, y abandonar su escondrijo. Dudaban si hacerlo, pues si era una falsa alarma y salían de la caseta revelarían su posición, con el peligro consiguiente de provocar la huida de Peregrino. Fray Diego, cosa rara en él, vacilaba.

—Si no damos la señal ahora puede escapar —dijo Gonzalo, firme.

Echó mano a su pistola y un estampido resonó en la noche. Varios murciélagos ocultos en el tejado del arca de agua remontaron el vuelo, y sus figuras siniestras se recortaron contra la luna, que por un instante brillaba diáfana entre las nubes. Los hombres del retén acudieron raudos a la señal. No sabían qué pasaba, pero llevaban prestas las armas y se dirigían hacia el arca decididos. Carlos y Ñuño también abandonaron su escondite para encaminarse allí. Gonzalo sorprendió a una figura que hacía gestos a otras dos dentro ya del edificio. A pesar de la oscuridad, no le costó reconocer el rostro marcado por una cicatriz del hombre que le advirtió frente al palacio.

Él, al verlos acercarse, arrojó al suelo un barril que portaba y estiró su otro brazo. El alguacil, sabedor de lo que eso significaba, se arrojó a tierra después de empujar a fray Diego. Desde el suelo ambos vieron el fogonazo del arma y cómo uno de los hombres del puesto caía con un grito de dolor. El olor a pólvora se impuso al de la tierra mojada. Fray Diego miró agradecido a Gonzalo, pero éste comprobaba para su satisfacción cómo, a pesar de todo, los vigilantes de la puerta seguían avanzando, ahora agachados, y con el temor escrito en la cara.

—Ténganse a la Justicia del Rey —dijo Gonzalo.

—¡Cogedlos vivos, no disparéis sobre ellos! —gritó fray Diego.

El alguacil le dirigió una mirada de reproche. Aquello era un tremendo error, puesto que así garantizaba la vida de los fugitivos y aprovecharían para huir sin embarazo. Eso es lo que estaban haciendo en ese momento. Los tres huidos aceleraban el paso por la vereda que enlazaba con el camino de Hortaleza, la única ruta de escape que les quedaba. Gonzalo avanzaba a grandes trancos que, a pesar del peso y los años, le hacían ganar terreno al más rezagado del trío. Cuando estaba muy cercano, apenas a unos pasos, trastabilló; el alguacil maldijo aquel suelo embarrado, se maldijo a sí mismo por su torpeza, y maldijo a los condenados criminales que se le escapaban.

Estaban ya casi frente a la puerta de Santa Bárbara, incluso empezaba a vislumbrarse entre las sombras la figura y las aspas del famoso molino situado frente a la puerta. Gonzalo comprendió que, si los fugitivos tomaban el camino de Hortaleza, se podrían escabullir en cualquier descampado al resguardo de la noche. Se levantó y volvió a seguirles ya sin demasiadas esperanzas. Un traspiés de uno de los sicarios dio nuevos ánimos a los perseguidores; el rezagado se levantó pero ahora cojeaba. Dos hombres del puesto le rodearon y le acometieron con estocadas. Él se escabulló de ambos con una finta que desvelaba un hombre ducho en las lides del acero. Gonzalo se unió a la refriega y el matón debió verse perdido, entonces hizo algo que les dejó helados. Se puso la daga al cuello y se pegó un tajo profundo. La sangre salió a borbotones y el único sonido que se oyó en la noche fue el siniestro estertor de los ahogados en su propia sangre. Gonzalo observó el rostro del hombre que agonizaba; con él quedaba oculto todo lo que podía haber dicho.

El alguacil se volvió hacia el camino de Hortaleza, por donde debían escapar los otros dos. Les entrevió en la lejanía, ya fuera de su alcance. Uno era el hombre de la cicatriz y otro era un desconocido con un sombrero rematado con plumas. Aguzó la vista y advirtió que dos figuras intentaban cortarle el paso. De nuevo avanzó a la carrera. Ñuño y Carlos todavía podían detenerlos. Los pulmones le quemaban y notaba el cansancio de las piernas, pero siguió corriendo. Los guardias de la puerta también se apercibieron de la nueva posibilidad de capturar a Peregrino. El hombre de la cicatriz se detuvo cuando vio que Ñuño, más adelantado que el viejo Carlos, les impedía la huida espada en mano. Los perseguidores aprovecharon para ganarles terreno.

El fugitivo del sombrero, al percatarse de que le cortaban el paso, echó mano a algo bajo su capa, y enarboló una pistola. Ñuño se quedó inmóvil, sabiendo que iba a morir. Era imposible fallar a esa distancia. Todos oyeron la descarga, y vieron cómo caía hecho un ovillo a los pies de su asesino. Carlos salió entonces de la oscuridad pistola en mano, el fugitivo volvió a echar mano a su cintura. Debía de tener otra pistola, pero el corchete no le dio ninguna oportunidad. Una nueva descarga atronó en la noche, y el perseguido se derrumbó.

El hombre de la cicatriz había aprovechado para desaparecer. Fray Diego fue el último en llegar, a su edad sólo podía dar pasos cortos y aun así jadeaba exhausto. Todos sentían todavía la excitación del peligro bajo sus ropas empapadas, de su cuerpo se apoderaba un cansancio inmenso producido más por la tensión que por el esfuerzo físico. A pesar que la noche era fresca, sudaban copiosamente. El hombre del retén sólo había sido herido en un brazo. Peor suerte corrieron Ñuño y el fugitivo del sombrero. Ñuño agonizaba con el pecho atravesado mientras vomitaba sangre. El otro estaba muerto. Aquel rostro no les dijo nada. No dudaba que lograrían identificarlo, sus ropas y su aspecto eran el de un hombre pudiente. Él debía de ser Peregrino. Su muerte no pasaría desapercibida en la corte. Pero a la tumba se llevaba todos los secretos de los crímenes. Fray Diego no podía disimular su disgusto. Le habría gustado reprender a los hombres que incumplieron sus órdenes de capturarlo vivo. ¿A quién podía culpar? ¿Al hombre agonizante? ¿A Carlos, que sólo pudo salvar la vida a costa de eliminar al otro? ¿A Gonzalo, que hablaba en susurros al amigo que veía morir? Un desastre, todo había salido mal. Decidió hacer algo bien esa noche. Se acercó a Ñuño, pálido y con el resuello de los moribundos, y le dio la extremaunción.