Palacio del Buen Retiro
Mañana, miércoles 3 de julio de 1662
Se habían presentado en la puerta de su casa para conducirle al palacio del Buen Retiro. El servidor real encontró a un Gonzalo de pelo revuelto, voz pastosa y cabeza dolorida, después de una noche de vino y mujeres como las que no recordaba desde hacía mucho tiempo. No era para menos, de alguna manera tenía que olvidar el arduo asunto que le había encargado ese maldito jesuita.
Ahora, ya allí, Gonzalo observaba al extraño pájaro de plumaje multicolor que desgranaba sobre la rama de un pino su canto exótico y salvaje, al que se unían las notas lánguidas del ensayo de los músicos en el cercano salón de baile. Nunca había visto un ave como ésa, así que pensó que debía de ser algún huido de las numerosas pajareras de aves tropicales de los jardines del palacio del Buen Retiro. Los hombres como él jamás pisaban ese recinto. Por eso estaba maravillado al contemplar ese vergel que se levantaba en medio del secarral castellano para deleite del rey.
Había árboles de sombra como álamos, laureles y moreras, pero él se fijaba más en los frutales: membrillos, perales, manzanos y naranjos, entre otros muchos, que le hacían recordar su infancia, cuando trepaba entre las ramas para recoger sus frutos. Sí, aquella parecía una jornada de su niñez, con el cielo azul y despejado y una temperatura agradable. Los jardineros aún estaban regando. Aspiraba el aire fresco que olía a tierra mojada y verdor, mientras que contemplaba admirado todo lo que se le ofrecía desde la portezuela de su carruaje.
El hombre que asomaba el rostro por la portezuela había olvidado sus preocupaciones. Gonzalo era en ese momento un hombre radiante y feliz. Le condujeron allí en un lujoso carruaje de maderas nobles, cortinillas de seda y mullidos asientos de tafetán. Se le hacía extraño tanta amplitud y vegetación; quiso recordar cuantos años llevaba sin salir de las sucias y estrechas callejas de Madrid, pero no pudo, porque el carruaje paró en ese momento frente al gran estanque.
Una mano anónima abrió la portezuela y él descendió frente a un grupo de hombres entre los que reconoció a Iturbe. El confesor real estaba furioso. Aun así, su rostro no era nada comparado con el del individuo a su lado, un hombre corpulento, de mediana estatura, cejijunto, que olía a la legua a turbiedad, poder y dinero.
A ambos sujetos les rodeaban varios arqueros de la guardia valona, algún criado y unos cuantos jardineros, que miraron al recién llegado con sorpresa. El alguacil tenía de sí una idea de hombre de buen carácter, a veces se enfadaba de manera desmedida, pero era pasajero. Le costaba odiar, pero con Iturbe no tenía ese problema.
Gonzalo no se amilanó. Mantuvo esas miradas hostiles mientras avanzaba hacia ellos. Los sirvientes se apartaron y entonces pudo verlo: la orilla del estanque estaba cubierta de sangre, y sobre el suelo yacían dos cadáveres plantados con esas posturas extrañas que adoptan los muertos. Entre ambos había dibujado en la arena un círculo con una estrella de David, en cuyo centro estaba clavado un cuchillo teñido de sangre. Gonzalo suspiró hondo. Después de todo, quizás hubiera sido mejor no salir de las callejas sórdidas de Madrid. Sintió de nuevo el dolor de cabeza, no sabía bien si por el vino de la noche anterior o por el panorama ante sus ojos.
—Parece que tenemos un nuevo crimen demoníaco —gritó enojado el confesor real—. Éste es aún más horrible si cabe.
—¿Por qué más horrible? —preguntó Gonzalo.
—Ahora una de las víctimas es un siervo de Dios.
—¿Por qué más horrible? —insistió Gonzalo—. Todos somos hijos y siervos de Dios.
—No sólo ha muerto un sacerdote —repuso subrayando la palabra—, también ha sido asesinada una mujer de noble cuna.
Gonzalo no dijo nada y encendió su pipa. Una nube de humo ocultó su rostro. Al disiparse la humareda, observó el cadáver más cercano: un hombre cubierto por un chorreante hábito negro de benedictino. El cuerpo debía de haber sido quebrantado por las palas de una de las norias que removían las aguas alrededor del estanque, hasta tal punto que uno de sus pies estaba cercenado. Le extrañó ver que tenía las manos atadas a su espalda y la boca amordazada.
—Lo encontraron junto a la noria cercana a la ría que parte de allí —explicó Iturbe señalando una esquina del estanque.
El alguacil miró hacia ese lugar y después se agachó Para observar la cabeza, que mostraba un corte en el cuello de oreja a oreja. Era una herida irregular y torpe. Un trabajo pésimo, de los peores que había visto. Nada tenía que ver con los tajos rotundos que él asestó a muchos centinelas herejes, mandándoles al infierno a que pagaran sus culpas de manera rápida. ¿Le habrían lanzado vivo aún al agua? ¿Murió ahogado antes de desangrarse? Por primera vez echó de menos a fray Diego. Tal vez ese dominico otorgado por Dios como compañero dedujera algo, pero él, por su parte, poco más podía hacer.
—¿Qué habéis descubierto? —preguntó una voz ronca a su espalda.
—Dejadme que os presente a Ramiro Pérez de Guzmán, duque de Medina de las Torres, recientemente nombrado alcaide del palacio del Buen Retiro —intervino Iturbe.
—Poca cosa —respondió Gonzalo sin volver la vista.
—Miradme cuando me dirija a vos, señor.
El alguacil dirigió un vistazo a ese rostro colérico. Los ojos de aquel hombre echaban chispas y sus manos temblaban nerviosas. Adivinó que debía temer por su cargo.
—El padre Iturbe me ha dicho que os encargáis de estos crímenes. No sé qué recompensa o amenazas os habrá hecho, pero yo os aseguro que más os vale descubrir algo, porque si no yo en persona me encargaré de arruinaros allá donde os queráis esconder. ¿Os queda esto claro?
El alguacil asintió. Dicho esto, el duque se despidió de Iturbe y partió en dirección al palacio. Vació la pipa y la guardó en su jubón. Conocía a los sujetos como él. No era la primera vez que tenía que guardarse de un zopenco de sangre azul embebido de su grandeza.
Pensó en ello mientras le veía alejarse. Se encogió de hombros y murmuró un insulto lo suficientemente bajo para que nadie más pudiera oírlo. Decidió continuar con su tarea avanzó hacia el cadáver de la mujer, pero antes de poder agacharse para examinarlo oyó el sonido pesado de un carruaje y el galope de los caballos. No era difícil adivinar quién estaba dentro, y sus sospechas quedaron confirmadas cuando tras la portezuela apareció fray Diego.
El sacerdote abandonó el vehículo y se encaminó hacia los cadáveres. Dirigió un ademán de reconocimiento a Gonzalo, desdeñando al confesor real. Sin decir una palabra, se puso al lado del alguacil y ambos se agacharon a la vez para examinar el cadáver de la mujer.
El vientre estaba cosido a puñaladas y dejaba al descubierto gran parte de las entrañas. Gonzalo reparó en el elegante traje de fiesta azul claro teñido por negras manchas de sangre reseca. A diferencia del sacerdote, la mujer no fue arrojada al estanque, pero también tenía un tajo muy similar en el cuello. ¿Por qué el asesino se había ensañado con la mujer? Aquél era otro enigma sin resolver. De repente, escucharon unos gritos llamando su atención desde el estanque.
—¿Qué es ese alboroto? —preguntó el confesor real.
Nadie pudo responderle. En medio del estanque una barca recogía las redes dispuestas para recuperar el pie del sacerdote, pero a juzgar por sus gritos habían descubierto otra cosa. El esquife se dirigió a la orilla rápidamente y todos los presentes se acercaron a recibirles, extrañados. Los remos chapoteaban en el agua una y otra vez, pero la barca avanzaba con dificultad, dejando tras de sí una estela blanca, y más atrás aún una isleta ovalada; justo en el centro del estanque, entre cuyos árboles se dejaba entrever un decorado teatral.
—¿Y aquello, sobre la isla? —preguntó el dominico.
—Ayer celebramos una pequeña fiesta —dijo Iturbe—, a cuyo final se ofreció una representación en la isla del estanque. Ya sabéis que Su Majestad siempre ha sido aficionado a este tipo de espectáculos desde su juventud.
Todos estaban expectantes y en silencio. Gonzalo escuchaba el sonido lejano de las aguas siendo removidas por las norias. Era paradójico ver aquellos cadáveres junto al hermoso estanque con sus falúas, góndolas y la famosa fragata decorada por Zurbarán; pero Gonzalo lo miraba con los ojos bien abiertos intentando grabar cada detalle, porque no ignoraba que ésa era la última vez en su vida que iba a contemplar la maravilla de ese pequeño mar con sus barcos, islas, pescaderos y rías levantados allí por designio del rey.
Al acercarse la barca atisbaron los rostros descompuestos de los remeros, no por el esfuerzo, sino por lo que habían descubierto. Todos aguzaban la vista para tratar de ver el contenido de las redes situadas en la popa, pero no pudieron observar nada hasta que la barca tocó la orilla. Entonces lo ojearon, y nadie dejó de sentirse turbado al observar la obra del Maligno.
* * *
El feto tenía la cara comida por los peces. Era grande, de unos siete meses; para la mujer debía de haber sido difícil ocultarlo bajo el guardainfantes.[2]No era la primera vez que aquella estructura sobre la que se apoyaban las vistosas faldas de la Corte ocultaba un embarazo vergonzante. Iturbe extrajo el cuerpecillo de la red y lo bendijo, lo arropó en una manta que un criado había traído del carruaje, mientras el resto de los presentes se santiguaban para iniciar una oración por aquel alma inocente que no podría alcanzar el paraíso. Cuando la plegaria concluyó, sólo el dominico tuvo el valor suficiente para romper el silencio.
—Bueno —dijo fray Diego—, al menos ya sabemos por qué se reunían. No cabe duda que ella estaba embarazada de este pastor indigno.
—¿Por qué decís eso sin tener la certeza de que ocurrió así? —preguntó Iturbe—. ¿Acaso no podía tratar de socorrerla espiritualmente en una situación tan difícil?
—Ciertamente. Pero decidme, ¿a cuántas de vuestras feligresas citáis en un despoblado, por la noche, y a salvo de las miradas indiscretas de los demás? ¿No os parece mejor buscar un lugar más a propósito para solventar los problemas espirituales de vuestras parroquianas, sobre todo si son mujeres bellas y jóvenes?
—Os advierto, fray Diego —dijo Iturbe señalándole amenazador—, que vuestras palabras ensucian el nombre de la Santa Madre Iglesia, y el de uno de sus servidores, que no puede defenderse por haber sido brutalmente asesinado. Lo que decís llegará a los oidores de la Santa Inquisición.
—No recordáis, señor, que yo mismo soy miembro del Santo Oficio y que vuestro enfado se dirige contra uno de sus representantes.
Ambos callaron. Se hizo un silencio tenso que rompió la voz de Gonzalo.
—Tenemos un puñal similar al del crimen de Lavapiés.
El dominico desclavó del suelo el arma situada entre los dos cadáveres. Su hoja estaba cubierta de sangre reseca. Y por el tamaño cuadraba perfectamente con las heridas del hombre y la mujer. Fray Diego, tras romper el sello, alzó el Pliego para mirarlo al trasluz y comprobar que tenía la marca característica del papel genovés. El alguacil se puso a su lado y ambos escudriñaron el mensaje del asesino.
Gonzalo comprendió muy poco de él. Estaba claro que los números de arriba eran la fecha: 3 7 1 6 6 2, tres de julio de 1662; debajo, las letras Aπ seguidas de XVIIII, un palo más que en el anterior mensaje. No lograron descifrarlo antes y seguía sin tener significado alguno, pero lo más desconcertante eran las líneas siguientes.
Según el sacerdote, allí debía encontrarse la dirección donde se iba a cometer el asesinato, pero las frases en latín y hebreo dejaban paso a dos líneas de números. En el tercer renglón estaba la cifra 17.000, y en el cuarto había una multiplicación: 1.006 X 443. La última línea era una nueva serie de números. Todo quedaba rematado por la misma firma de caligrafía menuda y elegante: Peregrino.
—¿No habéis recibido una carta como ésta? —preguntó el dominico.
—No, esta vez no —respondió el alguacil, antes de dar una chupada a su pipa—. Si lo hubiera hecho os habría avisado.
—¿Estáis seguro de ello? —insistió fray Diego.
—Padre, puede que no sea tan inteligente como vos, pero ahora sé muy bien lo que habría significado un mensaje como éste.
El criado que recogió a Gonzalo en su casa dio en ese momento unos pasos hacia ellos.
—Perdón, señores —les interrumpió el servidor—, al entrar en vuestra casa vi una nota en el suelo. Es posible que ayer no reparaseis en ella, seguramente al abrir la puerta ésta la arrastró hacia la esquina donde yo la vi, pero estoy convencido de que allí había un pliego de papel. Otra cosa es que lo que vi no tenga relación con este asunto…
—Muchas gracias, sois de gran ayuda —dijo el dominico, cortés.
El servidor hizo una reverencia mientras se retiraba. Fray Diego cogió del hombro a Gonzalo para apartarlo del grupo.
—Acompañadme, por favor. Prometedme decir la verdad. No contaré nada a nadie. Hijo mío, las preguntas que os voy a hacer son fundamentales. ¿Os ausentasteis ayer por algún motivo de vuestra casa? —preguntó.
—Tenía… —Gonzalo carraspeó para aclarar la garganta—, tenía unos asuntos pendientes que solicitaban mi atención.
El dominico le volvió a mirar con insistencia. Gonzalo percibió como aquellos ojos azules y fríos le inspeccionaban con rigor. Fray Diego metió las manos en las mangas de su hábito.
—¿Hasta qué hora estuvisteis fuera de vuestra casa despachando esos importantes asuntos que resolvéis durante la noche? —prosiguió el sacerdote.
Gonzalo supo que había adivinado su noche de francachela. La cara abotargada y sus ojeras dejaban entrever mucho más de lo que debían.
—No puedo deciros con seguridad a qué hora llegué a casa —se detuvo un momento para pensar—, pero recuerdo que para entonces las numerosas mancebías de mi calle habían cerrado sus puertas. La noche debía de estar ya muy avanzada.
—¿Comprobasteis que no habíais recibido nada extraño? —insistió el clérigo.
Gonzalo miró fijamente al dominico. Sí, ahora recordaba. Era algo lejano, distante, como envuelto en una nube, pero le parecía haber visto una mancha blanca en el suelo, aunque él no le prestó ninguna atención. ¿Cómo fijarse en aquello? Tenía el estómago demasiado lleno de vino de Navalcarnero.
—Sí, creo recordar que algo había en el suelo, no sé si sería este mensaje. Al levantarme por la mañana ni me acordé de él, sólo tuve tiempo para un aseo rápido y subir en ese carruaje dispuesto para conducirme al palacio del Buen Retiro.
—Mucho me temo —dijo fray Diego— que el asesino volvió a dar un aviso de sus intenciones y de nuevo fracasamos. La próxima vez deberemos obrar con más diligencia, no siempre es posible estar a la altura de lo que se nos exige. Somos hombres, polvo y barro, mal material para hacer algo bueno.
Gonzalo agradeció esta última frase, pronunciada en un tono conciliatorio. Ahora el dominico ya no le miraba acusatoriamente, estaba demasiado absorto en descifrar el mensaje del papel que aferraba en su mano. Gonzalo sentía vergüenza; más que eso, en parte él era responsable de esas muertes que tal vez podía haber evitado. Había visto el mensaje y no le prestó atención, su error lo pagaba el hombre y la mujer que yacían en el suelo muertos.
—No os sintáis mal —intentó consolarle el dominico, mirándole de reojo—. Aunque hubiéramos descubierto a tiempo el mensaje, poco podríamos haber hecho. Debió de llegar muy tarde, dejándonos así sin apenas tiempo para reaccionar. Me tendríais que haber encontrado y descifrar el lugar donde se iba a producir el asesinato. Es más, aun así dudo mucho que nos franquearan el paso a palacio en medio de una fiesta real.
—¿Por qué decís que el mensaje es evidente? —preguntó el alguacil.
—De nuevo el asesino nos da una fecha en la que va a cometer sus crímenes: 3 7 1662. Esto es muy importante. Era la última línea del anterior pliego; es decir, nos informaba que el 3 de julio volvería a asesinar. Ahora la última línea es: 5 7 1662; por lo tanto, nos asegura que el 5 de julio cometerá un nuevo crimen, ¡nos da sólo dos días para descubrirle! El latín y el hebreo son sustituidos por una serie de números que nos indican de nuevo una dirección.
—¿Cómo una serie de cifras puede indicar un lugar?
—Por extraño que parezca, así es. Quizás antes de producirse el asesinato descifrarlo podía ser difícil, pero ahora es muy simple. El primer número nos señala una extensión, un lugar que ocupa 17.000 pies. No es poco, un tercio de la superficie total de la villa de Madrid. Un lugar enorme. No hay un sólo edificio, finca o propiedad que ocupe tanto terreno, salvo una: el palacio real del Buen Retiro, cuya extensión fue señalada por el conde-duque de Olivares en 17.000 pies.
»El asesino nos manifiesta su intención de matar en el recinto de palacio, pero en una extensión tan grande no sería fácil localizarle; por eso en la segunda línea leemos 1.006 X 443. Esto nos da el sitio en concreto: el estanque, un rectángulo de 1.006 pies de largo por 443 pies de ancho. ¿No son ésas las dimensiones? —dijo mirando al jesuita.
Iturbe asintió, no pudo disimular su sorpresa por la rápida inteligencia del dominico, la misma que Gonzalo ya había comprobado anteriormente. El alguacil sonrió y se mesó la perilla entrecana. Tal vez con aquel compañero tuviera alguna oportunidad de resolver este espinoso asunto, al tiempo que conservaba su puesto y recibía la gracia del rey. El hilo de estos pensamientos fue interrumpido por Unos disparos.
—No os preocupéis, no es nada importante. Este erial a nuestra izquierda se utiliza como coto de caza menor, son muy abundantes las liebres.
Las descargas cesaron al poco, pero un olor a pólvora impregnó el aire.
—¿Quién es el benedictino? —preguntó el alguacil tras la andanada.
—Eso —dijo dudando Iturbe— será mejor que os lo responda el abad de los Jerónimos. Creo que él lo conocía bien. Acompañadme si sois tan amables.
Emprendieron el camino hacia el convento de los Jerónimos bordeando el estanque. El alguacil miró de reojo al dominico, que parecía permanecer ausente, como si su mente pensara en otra cosa. Su rostro anguloso reflejaba preocupación. Debía reparar en algo que hasta entonces menospreció y ahora se esforzaba en desentrañar. Gonzalo se volvió hacia Iturbe, que encabezaba la marcha.
—¿Habéis esperado mucho mi llegada, señor confesor? —preguntó el alguacil.
—No, llegué poco antes que vos, justo a tiempo para ordenar el traslado de un jardinero a la cárcel de la villa para su interrogatorio.
—Desconocía ese arresto. ¿Quién es ese sospechoso?
—Tal vez llamarle sospechoso sea algo excesivo. La guardia encontró esta mañana los cadáveres, y poco después también descubrieron al jardinero. Estaba borracho y oculto en uno de los templetes que enmascaran las norias del estanque. Quizás intentó tener trato carnal con la mujer, o puede que matara a ambos en un arrebato de furia. En cualquier caso, en su estado era imposible interrogarlo, así que ordené su traslado a la cárcel de la villa.
Gonzalo pensó que ese hombre no volvería a pisar los bellos jardines, que él contemplaba ahora deslumbrado, pasaban en ese momento frente a una ermita pequeña, una de tantas del recinto, cuyas negras agujas sobresalían entre el verdor de la arboleda.
—¿Qué sabéis de ese jardinero? —preguntó el alguacil.
—Se llama Armand, al parecer le trajo Franquerre, el flamenco que diseñó parte de los jardines. Lo malo no es que sea extranjero —continuó el confesor real con desprecio—, sería diferente si fuera italiano o tudesco, pero no, tenía que ser francés; no he visto nunca salir nada bueno de ese reino enemigo nuestro y de Dios.
A juicio del alguacil, ese pobre hombre no hizo nada más que agarrar una buena cogorza, pero sería el chivo expiatorio perfecto. Guardó silencio y acarició el relicario que le prendía del cuello, le gustaba tocar aquel objeto cuando se encontraba inquieto. Había observado que el dominico hacía lo mismo con el extraño anillo en forma de serpiente.
—¿Sabéis algo sobre la muerta? —insistió el alguacil.
—Bien sabe Dios que, a pesar de lo que vos penséis, me parece mucho más grave la muerte de esa pobre joven que la del sacerdote. La muerta es Margarita, hija del marqués de Villamagna, que tiene su palacio y huertas en el prado, entre la calle de San Jerónimo y la calle de los Jardines.
—Es decir, vive justo frente al palacio del Buen Retiro y al convento de los Jerónimos. ¿Sabéis si frecuentaba habitualmente la iglesia de este convento? —preguntó Gonzalo.
—No es difícil discurrir lo sucedido —interrumpió la voz seca del dominico—. Una joven tiene trato frecuente con un confesor, el roce se convierte en amistad, la amistad en amor. El pastor se transforma en lobo.
—Fray Diego, os vuelvo a repetir que no os conviene difamar el nombre de un servidor de la Iglesia —intervino Iturbe—. ¿No lo creéis así?
El dominico agachó la cabeza, cruzó los brazos e introdujo sus manos en la sobremanga contraria. No hubo una palabra más. Las tres figuras se introdujeron por una de las calles del Jardín Ochavado, cubierta de entramados a modo de galerías abovedadas en las que florecían los rosales y las moreras. Un ruido suave y melódico hizo volverse a Gonzalo hacia el lugar de donde provenía el sonido: así pudo contemplar un pequeño estanque, en cuyo centro se levantaba un templete rematado por campanillas que sonaban al ser azotadas por el viento, una brisa suave y fresca, cargada con el aroma de las rosas.
Aquellos ruidos y olores le traían lejanos recuerdos hacía mucho tiempo olvidados, reminiscencias que le hablaban de una vida feliz y plena, quizá de una existencia que había deseado en sueños, la misma que nunca pudo disfrutar. Así que siguió avanzando más rápido, como si realmente tuviera prisa por alcanzar la iglesia de los Jerónimos, que estaba ya allí, cerca, con sus muros de piedra gastada que hablaban de realidades y no de sueños improbables, nunca realizados.
* * *
Esperaban. El prior no aparecía a pesar de que habían llegado hacía ya un buen rato. Los tres hombres caminaban lentamente alrededor del claustro de los Jerónimos, escuchando las voces masculinas que entonaban el miserere, bello y armonioso como el cielo azul que se entreveía a través de las piedras añejas. El cántico finalizó de repente, poco después oyeron unos pasos cortos y veloces a su espalda. Los tres hombres volvieron sus miradas hacia la figura regordeta que se acercaba a ellos, componiendo con su boca desdentada una sonrisa que no disimulaba su nerviosismo.
—Bienvenido seáis a nuestra casa —dijo tras hacer una reverencia—. Son terribles las noticias que nos han despertado esta mañana. Nueve años llevo ya cumpliendo las funciones de prior y desde entonces mis jornadas habían transcurrido plácidas y felices…
—Todo llega a su fin —repuso el dominico—. Es hora de rendir cuentas, el momento de pagar por los pecados.
El prior miró espantado el rostro grave de fray Diego. Temía aquella figura escuálida y envuelta en su hábito negro y blanco. Ni al más lerdo se le escapaba su significado: Santo Oficio. Tragó saliva y devolvió una sonrisa servil a fray Diego.
—Bien sabe Dios —murmuró— que en esta casa que dirijo pocos pecados se cometen.
Inició así un discurso bastante incoherente en el cual ensalzaba la virtud de sus monjes ante los tres hombres, que escuchaban sin interés. Las palabras que brotaban atropelladamente de su boca ponían de manifiesto su nerviosismo. Se mesaba inquieto la barba blanca, o se tocaba la oronda tripa que desmentía cualquiera de sus declaraciones de templanza. Al acabar su defensa permaneció quedo, mirando a esos forasteros que tanto le amedrentaban. El jesuita le sonrió, quería infundirle tranquilidad.
—No estamos aquí para dudar de la santidad de esta casa —dijo Iturbe—. Solo deseamos conocer algunos pormenores de ese monje benedictino que vuestra comunidad acogió, y que tan mal parece devolveros ese amparo.
El prior besó la cruz que colgaba de su cuello. Sabía que aquella era la hora de la verdad. El momento de confesarlo todo. Dios le perdonaría.
—Es una historia desventurada y antigua. Unos tristes acontecimientos que hablan de amores sacrílegos, herejías y posesiones demoníacas. Vuesa merced —dijo señalando al dominico— tal vez la conozca mejor que yo.
—Creo intuir algunas cosas de las que han sucedido aquí —murmuró fray Diego—, pero nada sé de ese asunto añoso del que habláis.
—El nombre del benedictino muerto es Francisco García Calderón. No sé si este nombre os dice algo.
Miró atento el rostro de los tres visitantes esperando una señal de reconocimiento; al ver que no era así, el prior continuó:
—Nuestra comunidad le acogió hace mucho tiempo, a principios de los años cuarenta, aunque no sé bien la fecha exacta. Desde entonces mantuvo siempre una conducta ejemplar, su buen hacer como sacerdote le ganó la confianza de algunas personalidades de relieve de la corte que lo tenían como confesor. Ya sabéis que muchos de ellos tienen sus palacios en la otra parte del prado, frente a nuestra iglesia.
—¿Cuál es esa vieja historia por la que le acogisteis en vuestra comunidad? —inquirió fray Diego.
—El padre Calderón huía de su pasado —el prior calló para ajustarse el cordón que circundaba su barriga—. Durante los últimos años fray Francisco intentó enmendar los errores del pasado; ahora veo que no lo consiguió. Las tentaciones pudieron más que él. Sus pecados fueron grandes y su alma ahora pagará por ello en el infierno.
—Dejaos de rodeos, ¿qué sucedió hace tanto tiempo? —insistió el dominico.
—No sé si recordáis los sucesos del convento madrileño de San Plácido.
Por el rostro de sorpresa de los tres hombres frente a él, supuso que ninguno de ellos tenía memoria de tan lejano suceso.
—Sucedió en 1638. El padre Francisco era entonces un muchacho y su ardor juvenil llenaba su alma de tentaciones. Ya pertenecía a la orden benedictina. Su principal ocupación era la de ser confesor de las religiosas de ese convento. Muchas eran jóvenes pertenecientes a las mejores familias de la corte, destinadas a la vida religiosa contra su voluntad. Algunas gozaban de gran belleza. Cada día el alma del sacerdote se inflamaba de lujuria y deseo, y aquellas mujeres poco a poco se dejaron dominar por el sacerdote; primero como confesor, más tarde como hombre.
»Según declararon más tarde, sus ojos negros, la voz profunda y el porte elegante provocaron estragos y corrompió a muchas de ellas. Algunas incluso dijeron que las endemonió. Aquello acabó por descubrirse, la Inquisición instruyó un proceso y el confesor fue condenado como sospechoso de herejía. Se le acusó de pertenecer a la secta de los iluminados. Las monjas abjuraron de sus errores y, según su implicación, sufrieron diversas penas.
—Ahora recuerdo el caso —apostilló Iturbe—. Sí, fue muy comentado en todos los mentideros. El populacho descargaba toda la culpa del suceso en el protector del convento, don Jerónimo de Villanueva, protonotario de Aragón e íntimo colaborador de Olivares. A los ojos del vulgo, don Jerónimo era un hechicero que permitía un sinfín de liviandades en el convento. Los más atrevidos llegaron a decir que el odiado conde-duque y su colaborador llevaban a cabo ritos sacrílegos en ese lugar.
—Es difícil saber qué sucedió realmente allí —el prior hablaba ahora más reposadamente—. Años después doña Teresa Valle de la Cerda, la superiora de las monjas, tras sufrir su condena, pidió la revisión de la causa y obtuvo de la Inquisición una sentencia absolutoria. Sin embargo, lo que declaraba aquella mujer no dejaba de ser extraño. ¡Nunca vaciló en admitir que el lugar había estado poseído por un demonio llamado Peregrino!
Los tres hombres se miraron sorprendidos al recordar la firma al pie de los insólitos mensajes.
—Según la superiora, hasta veinticinco monjas estuvieron en la misma situación de posesión diabólica que ella. Admitía muchas acusaciones, pero rechazaba todo lo relativo a profesar opiniones como las de los iluminados por las cuales fue condenado el padre Francisco.
A Gonzalo se le escapó un suspiro de desánimo, aquello cada vez se complicaba más. A los asesinatos, aquelarres y cartas cifradas, se sumaban ahora oscuras sectas heréticas. Había oído hablar de los iluminados, los iluminati, la peligrosa secta que se permitía todo tipo de orgías y crímenes. Cada vez le gustaba menos el asunto. Las víctimas eran ya no sólo banqueros, sino incluso confesores de la corte y damas nobles. Nadie parecía estar a salvo.
—Prior, ¿seríais tan amable de decirnos, en vuestra opinión, qué ha sucedido esta noche? —preguntó Iturbe.
—Siento mucho ser yo quien lo diga, su superior, pero mucho me temo que ésta es una historia de amores prohibidos —hizo un alto y suspiró—. Margarita frecuentaba nuestra iglesia, no es necesario que os diga que fray Francisco era su confesor; lo demás lo podéis suponer. Es lamentable. Un hombre tan mayor, una muchacha joven e inexperta, es un suceso triste que nos cubre a todos con su oprobio.
—¿Sabíais que Margarita estaba embarazada? —preguntó el dominico.
El prior se cubrió la cara con las manos, avergonzado.
—No, no sabía nada —dijo en un murmullo apenas audible—. Lo ignoraba todo de estos amores sacrílegos. La veíamos acercarse cada día a la iglesia, silenciosa y recatada, poseída de un fervor cristiano desconocido en muchas jóvenes de nuestros tiempos. ¿Deberíamos haber sospechado algo? Esa sangre caerá sobre mi conciencia algún día.
Iturbe dio una leve palmada en la espalda del prior.
—Muchas gracias —dijo Iturbe—, nos habéis sido de gran ayuda. Dios tendrá en cuenta todo lo que habéis hecho hoy por nosotros.
* * *
Los tres hombres abandonaron el claustro con paso vivo. Una avenida de plátanos encaminaba sus pasos hacia una de las salidas del Retiro al prado de Atocha. Gonzalo agradeció la sombra de los árboles, ya que el sol empezaba a calentar demasiado.
—Después de todo lo que hemos visto y oído —dijo el confesor en un tono cansado—, me gustaría saber cuáles son vuestras conclusiones; así como los avances realizados desde que se os encomendó resolver este asunto.
Los dos aludidos guardaron silencio.
—Creo que el padre Francisco mantenía relaciones con Margarita, es algo evidente —empezó Gonzalo con tono firme—. La mujer quedó embarazada; aunque el guardainfantes hizo bien su papel de encubrimiento, ya no era posible ocultarlo por más tiempo. Ambos amantes se habían citado al término de la obra teatral para buscar una solución. De alguna manera Peregrino supo de la cita, sorprendió a ambos y los asesinó.
—Hay más —añadió el dominico.
Gonzalo e Iturbe miraron intrigados a fray Diego.
—Es imposible tener la certeza, pero creo que el asesino siguió un orden establecido. Primero mató a la mujer: se ensañó con ella para que el sacerdote viera el destino de su amada. Peregrino debía de odiar mucho al sacerdote. Es posible que el benedictino intentara moverle a la piedad por el embarazo, pero su intento fue vano. Incluso tal vez eso le enfureciera aún más. La acuchilló hasta matarla, rasgó el vientre de la mujer, extrajo el feto y lo arrojó al estanque. La muerte del benedictino debió de ser terrible. Contempló atado y amordazado el asesinato de la mujer que amaba y de su hijo. Su última visión pudo ser la del asesino avanzando con el cuchillo ensangrentado. Una vez muerto arrojó su cuerpo al estanque.
—Decidme —Iturbe carraspeó para entonar su voz turbada—, ¿cómo es posible que alguien se introduzca en el palacio del Buen Retiro, ejecute a dos personas y se escabulla sin que los numerosos guardias lo descubran?
—Es una buena pregunta —dijo el dominico—. La Guardia Real custodiaba todas las entradas y salidas, cualquier persona sospechosa habría sido detenida. Sin embargo, nadie fue prendido, ni vio nada. No lo descubrieron porque el asesino es uno de los personajes principales que ayer asistió a la fiesta real. Entró sin necesidad de saltar tapias o esquivar guardianes, atendería a la representación teatral y tras concluir ésta debió de ocultarse para esperar a los dos amantes.
—Si sucedió así —añadió el alguacil—, debemos cotejar los nombres que figuran en la lista del importador de papel genovés con la de los invitados de la fiesta de anoche. Eso reduciría su número en gran medida.
—Es una excelente idea —convino fray Diego—. Me complace ver que sois de mente rápida.
—No puedo creer que uno de los cortesanos de Su Majestad ande rebanando cuellos como un matarife —intervino Iturbe.
El dominico clavó sus ojos claros en el jesuita.
—Recordad una cosa: no fue descubierto porque no desentonaba en el ambiente palaciego. Si no me equivoco, vos estabais en la fiesta ayer.
—Así es.
—¿Qué guardia se atrevería dar el alto a un personaje de vuestro rango?
—Haced lo que creáis conveniente —dijo exhausto el confesor real—. En cualquier caso, tenedme informado de vuestros progresos.
Habían alcanzado ya casi la puerta cuando vieron cómo los guardias saludaban respetuosamente a un hombre que entraba al palacio a caballo. Era un joven rubio, apuesto y espigado. Vestía con tal elegancia que parecía el retrato del perfecto cortesano. El alguacil pensó que debía de pertenecer a una de esas familias principales del reino, cuyas últimas diez generaciones no habían tenido ningún contacto con la inteligencia o el trabajo. Sin embargo, en el rostro de aquel joven se reflejaba una preocupación difícil de disimular.
—Os aconsejo que tengáis tiento tratando a este hombre que se nos acerca —les recomendó el jesuita—. Es don Gaspar de Haro, marqués de Heliche, el organizador de la fiesta de la pasada noche. Su tío era don Luis de Haro, fue valido del rey desde la caída de Olivares hasta su muerte el Pasado mes de diciembre. Su sobrino era el más firme candidato a ocupar el puesto de alcaide del palacio del Buen Retiro, que le fue arrebatado por el duque de Medina de las Torres. No sé si sabéis que este puesto es ocupado por el favorito del rey; es decir, el alcaide del Retiro es el valido, privado, o como lo queráis llamar, pero la persona que realmente gobierna la monarquía. Os aconsejo que le tratéis con la máxima cortesía, puesto que su ánimo no debe de estar dispuesto a tolerar vuestras impertinencias.
El caballo piafó cuando el jinete tiró de las riendas para detenerse. Don Gaspar se quitó el sombrero y esbozó una sonrisa como saludo.
—Buenos días, marqués —saludó Iturbe—, veo por vuestro rostro que ya conocéis las malas nuevas.
—Estoy lleno de horror, padre Iturbe. En las gradas de San Felipe y otros mentideros de la villa se comenta que el demonio anda suelto por las calles de Madrid. ¿Qué lugar hay seguro si entra incluso en la morada del rey? Bien sabéis lo mucho que me afectan estos hechos nefastos, al ser el organizador de esta fiesta.
»No sé si ignoráis que Margarita era mi amiga, he ofrecido una recompensa de cien escudos a quien descubra al asesino. Ahora me alegro de que no se me concediera el puesto de alcaide en el palacio del Buen Retiro.
—Señor marqués —respondió el confesor—, si puedo hacer algo por vos no tenéis más que decirlo.
—Si no peco de indiscreto, me gustaría saber quiénes son vuestros acompañantes.
La sorpresa se reflejó por un momento en el rostro repentinamente rígido del jesuita, pero al instante su cara lució una sonrisa forzada.
—Don Gaspar de Haro nunca es indiscreto. No tengo inconveniente en manifestaros que he encomendado a estos hombres de mi confianza la captura del asesino que siembra de terror las calles de nuestra villa.
—Si os puedo ser de alguna ayuda —dijo tras inclinar la cabeza en señal de saludo—, contad en todo conmigo.
—Nos sería de mucha utilidad —intervino fray Diego— que nos suministréis, si está en vuestra mano, una lista de los invitados a la fiesta.
—Esta misma tarde se la haré llegar al padre Iturbe. Si no os molesta, padre, me gustaría comentar con vos unos asuntos muy importantes.
Bastó oír estas palabras para que el dominico y el alguacil se despidieran y al poco habían abandonado el recinto del palacio real. Caminaron un buen rato a la sombra de los álamos del prado de Atocha sin decir una palabra. El sacerdote parecía inquieto. Miró a Gonzalo como si no se atreviera a decir algo que le quemaba la lengua; sin embargo, al final se decidió.
—Señor alguacil, ¿habéis pensado en los motivos del confesor para encargarnos este asunto?
—Desea que se cumpla la voluntad del rey.
—Si quiere resolver los crímenes realmente, ¿por qué no deja obrar a la justicia o al Santo Oficio sino en su mínima expresión: un alguacil y un cura? Tal vez no esté tan interesado en que se descubra la verdad o, peor aún, sólo busca dos chivos expiatorios: un par de pobres hombres sobre los que descargar su ira en el momento adecuado.
Gonzalo estaba perplejo, pero al instante reconoció la verdad en todo lo que decía el dominico. Arqueó las cejas y se mesó la perilla canosa.
—Sí —concluyó el alguacil—, hay algo raro en ese jesuita. Dispuso de manera inmediata el traslado del jardinero a la cárcel, tal vez para que no habláramos con él.
—La vida de ese hombre puede estar en peligro —dijo el dominico—, debéis ir a la cárcel de la villa y sacarle de allí como sea. Después ponedle bajo custodia de hombres de vuestra confianza. Creo haber descubierto la clave para desentrañar el mensaje cifrado que nos manda el asesino en sus escritos, pero necesito confirmarlo en la biblioteca de mi convento.
—Iré ahora mismo a la prisión. Nuestro destino y la resolución de este extraño asunto pueden depender de ese jardinero.
—Marchad —le conminó el dominico—. Me encargaré de ponerme en contacto con vos cuando haya descubierto algo. Esmeraos y recordad que sólo tenemos dos días para detener al asesino.
Gonzalo enfiló la empinada cuesta que conducía hacia la cárcel de la villa con paso veloz. Al poco su barriga le pesaba demasiado y su frente sudaba copiosamente, pero no menguó el ritmo de su marcha porque era consciente que la rapidez de sus pasos podía salvar la vida de un hombre.
* * *
Cárcel de la villa
Mediodía, miércoles 3 de julio de 1662
Del edificio decían que era el más bello de Madrid; sin embargo, para quien cruzaba sus puertas sólo era un lugar siniestro. Fuera quedaba la estatua del ángel custodio, el escudo de la casa de Austria, la fachada palaciega y las torres erizadas de pizarra negra; dentro sólo se encontraba miseria.
Gonzalo estaba agotado, el resuello de su respiración se dejaba oír por las galerías lúgubres entre la cháchara del carcelero sudoroso. Ya había visto antes las ratas que entraban y salían por entre los huecos de los muros que rezumaban humedad, así como el rostro demacrado de los presos. Sabía que la cárcel de la villa de Madrid era un tártaro con aspecto de palacio. Aquella idea se le confirmó al abrir el portón del calabozo y ver el cadáver del jardinero francés. Yacía en el suelo, rodeado de un charco de sangre.
Demasiado tarde. Alguien se había encargado de silenciarlo antes de que pudiera desvelar lo que contempló la noche anterior. Cualquiera podía sobornar a alguno de los presos para hacer esa tarea. Si existía un lugar poco seguro en Madrid, ése era la cárcel. Echó un nuevo vistazo al cadáver. Sospechaba que ese hombre sabía algo. Ahora esos ojos abiertos y ciegos, ya para siempre, le decían que así era y eso le había costado la vida. Miró a su alrededor.
Sus compañeros de calabozo eran un conjunto de rufianes y jaques endurecidos, gente a la que hacer hablar era difícil incluso con tormento. Sería inútil preguntar por el culpable, pues todos eran conocedores de que quien se metiera en ese asunto pagaría con la vida. Los rostros fieros de muchos de ellos se clavaron en Gonzalo; bastantes le conocían, pero la mayor parte le observaba con desinterés.
Debían de ser una docena de hombres; algunos resistían desafiantes la mirada del alguacil, otros se recostaban en la paja podrida, rascándose los piojos o la sarna. El calabozo entero estaba envuelto en un olor fétido a sudor y miseria humana, por eso el alguacil decidió acabar con aquello cuanto antes.
Gonzalo se adentró en la celda hasta alcanzar el lugar donde yacía el cadáver. Una puñalada en la espalda le atravesaba el corazón. En el suelo había una mancha de sangre espesa y oscura que empezaba a ennegrecer. El alguacil examinó el jubón y las calzas del jardinero, sin éxito. Nada. Todo lo que tenía valor, incluido sus zapatos y su cinturón, había desaparecido. Se fijó entonces en su puño crispado. Le costó abrirlo, pero dentro estaba la recompensa: un anillo decorado con un pequeño topacio. Un murmullo de ira surgió de algunos matasietes que observaban el registro, porque el muerto les arrebató su más preciada posesión guardándola en la mano. ¿Qué significaba aquella joya tan valiosa? Un enigma más.
No le hacía falta permanecer allí, abandonó con paso rápido las entrañas de aquel edificio bello y avieso embargado por un sentimiento de derrota. La luz del sol le deslumbró al salir a la plaza de la Provincia y una racha de viento llenó sus pulmones de aire limpio. Miró al cielo, de un azul impoluto donde sólo se dejaba ver el jirón de alguna nube. El sol y el aire levantaron su ánimo. Permaneció inmóvil mientras escuchaba las campanas de la cercana iglesia de la Santa Cruz saludando el mediodía.
—¿Señor alguacil Gonzalo García? —preguntó un zagal.
—Sí, yo soy.
—Tengo un mensaje para vos —dijo mientras le tendía un papel lacrado.
Rompió el sello para leer la carta mientras el zagal desaparecía de su vista calle abajo. «Apresuraos a venir al convento, creo haber descubierto la clave de los crímenes. Fray Diego». Una mueca de sonrisa se prendió de su rostro y comenzó a bajar la calle Atocha raudo; a pesar del gentío y de los muchos carros, del alboroto, de la sordidez de la cárcel todavía presente en su recuerdo, avanzaba satisfecho pensando que no todo estaba perdido.
Tan absorto iba en su marcha que no se percató que desde la esquina de una calle cercana un hombre le observaba. Su rostro curtido por el sol quedaba cortado por una cicatriz. Si Gonzalo se hubiera vuelto habría reconocido al hombre que le advirtió guardarse del rey frente al Alcázar Real; pero no lo hizo. El hombre comenzó a seguir los pasos del alguacil calle Atocha abajo; no pudo evitar sonreír al ver la despreocupación del alguacil, podía ser una presa fácil.
* * *
Lo primero que vio fue el rostro exultante de fray Diego. Estaba en medio de la sala iluminada por los rayos del sol, que entraban en torrente a través de los ventanales. Su figura enclenque estaba casi cubierta por una pila enorme de libros viejos que despedían olor a vejez, cuero y polvo. El dominico se volvió para contemplar a su visitante. Gonzalo pudo ver, entre la nube de humo de su pipa, como sus ojos claros estaban enrojecidos por el cansancio de tanta lectura. Fray Diego sonrió y le hizo un ademán para que se acercara.
—Mal vicio tenéis con esa pipa —le reconvino el sacerdote—. ¿No habéis oído las recomendaciones de los galenos que desaconsejan el uso del tabaco?
—Sí los he oído y bien poco caso veis que hago —respondió Gonzalo—. Las cosas no están claras y yo me quedo con lo que asegura don Cristóbal Hayo, catedrático de Medicina en la Universidad de Salamanca, quien afirma que usando de él no se siente soledad y que tiene la adorable virtud de dar descanso al cuerpo trabajado.
—Haced lo que queráis con vuestros humos y contadme qué ha sido del jardinero francés.
—Ha muerto, llegué demasiado tarde. En sus manos encontré esto —dijo Gonzalo mostrando el topacio.
El dominico recogió la joya para observarla con detenimiento.
—Es bastante valiosa. Armand debió de recibir esto la misma noche del crimen como un pago. Puede que por informar del lugar de la reunión de los amantes. Después se emborrachó, con su sueldo jamás había soñado que pudiera disfrutar de una joya de este valor. Por desgracia, su pagador no le permitió vivir para contarlo.
—Pobre hombre —dijo el alguacil santiguándose.
—Sí, pobre hombre —añadió el dominico—, la avaricia le costó la vida. A veces, creo que el mundo está a punto de acabarse, es tanto el mal en la tierra que no debe faltar mucho para el día del Juicio Final.
El cura se quitó las antiparras para dejarlas en la mesa mientras se frotaba los ojos.
—Sí, ese día se acerca —continuó—, muchos son los signos que lo indican. Otra cosa es que nos hagamos los desentendidos.
—Fray Diego —replicó molesto el alguacil—, os recuerdo que me habéis hecho venir urgentemente para desvelarme información importante acerca del asunto que nos traemos entre manos. No es ahora momento para que me endilguéis esta cháchara sobre el fin del mundo y el juicio de Dios.
El dominico le miró con sorna, parecía divertido mientras cruzaba los brazos para meterse las manos en las mangas del hábito.
—No está de más recordaros —continuó Gonzalo— que nuestro futuro depende de la resolución de este negocio.
—Callad vuestras necias palabras.
El rostro del clérigo se había vuelto grave. Guardó silencio durante un instante.
—Lo que os he dicho está relacionado con nuestro asunto —dijo fray Diego por fin—. ¿Habéis oído hablar alguna vez de las copas de la ira de Dios?
Gonzalo quedó sorprendido. La cólera de Dios, el infierno, los castigos que esperaban a los pecadores; todo eso, como a cualquier cristiano, le era familiar, pero jamás había oído hablar de tales copas.
—No mienten aquellos que aseguran que toda la sabiduría está en la Biblia. Había una parte del mensaje que se nos escapaba, las letras griegas y los números: Aπ XVIII, y Aπ XVIIII. Al recibir el segundo mensaje me di cuenta que algo fallaba, no era un número como habíamos creído, el 18, sino dos: 16, 2; esto sólo lo descubrí cuando llegó el segundo mensaje, no podía ser 19, puesto que eso sería XIX y no XVIIII. El segundo mensaje era 16, 3. Los números había que complementarlos con las dos letras que los precedían. ¿Qué significaba eso?
—Este libro —dijo señalando la Biblia— tenía la respuesta. Alfa y Pi son dos letras griegas. Como sabéis, la Biblia está dividida en libros algunos de ellos con nombres griegos, Génesis,[3] Éxodo,[4] que se reseñan con las letras iniciales: Gn; Ex, en nuestro caso el asesino hace referencia a otro libro cuyas iniciales en griego son Aπ, es decir Ap. Sólo hay un libro con esas iniciales: el Apocalipsis de San Juan. Apocalipsis viene del griego Aπoκoлυπơ, su significado es revelación, y quizás eso es lo que se propone el autor, revelarnos algo: su plan para cometer una serie de asesinatos. Leed.
El dominico señaló una parte del libro del Apocalipsis y se la mostró al alguacil. Gonzalo se quedó desconcertado, sabía leer pero desconocía el latín. El dominico se dio cuenta de ello y cogió el libro.
—Esta parte del Apocalipsis hace referencia a las copas de la ira de Dios que se derraman sobre la tierra antes del fin del mundo y del Juicio Final.
Se puso de nuevo las antiparras y aclaró la garganta.
—El Apocalipsis 16:1 dice así: «Oí una gran voz procedente del templo que decía a los siete ángeles: Id y derramad sobre la tierra las siete copas de la ira de Dios». El 16:2, el primer mensaje que nos mandó el asesino, en números romanos XVI II, apunta lo siguiente: «Fue el primero y derramó su copa sobre la tierra y se produjo una úlcera maligna y horrible en los hombres que tenían la marca de la bestia y adoraban su estatua».
—Según vos —dijo el alguacil—, nuestro hombre asesina siguiendo las profecías del Apocalipsis. Derrama las copas de la ira de Dios sobre la tierra, y por lo tanto su primer asesinato lo dirigió contra los adoradores del Diablo. El asesino es un loco, un fanático religioso.
—Y en el segundo crimen —continuó fray Diego sin responder al alguacil—, el número era XVI III, 16:3, que dice esto: «derramó su copa sobre el mar, el cual se convirtió en sangre como la de un muerto y todo ser viviente en el mar murió».
—El segundo asesinato debía ser en el mar —dijo Gonzalo—. ¿Dónde podía encontrar el mar en medio del secarral castellano? Ésta era una tarea imposible, sólo había una opción, lo que los cortesanos llaman el Mar: el gran estanque del Retiro, con sus pequeños barcos, isla, rías y pescaderos. Si hubiéramos sabido esto ni nos habría hecho falta la otra pista que nos aportó, las dimensiones del Retiro y de su estanque.
—Ahora la resolución del enigma nos parece muy fácil —dijo el dominico—, pero en su momento no comprendimos nada. Hay que ser más rápidos e inteligentes que él. Sabemos que actúa según un plan determinado, si sigue el orden, y creo que lo hará, podemos adelantarnos a sus planes. La siguiente profecía dice lo siguiente: «El tercero derramó su copa en los ríos y en las fuentes de las aguas que se convirtieron en sangre».
—Por lo tanto —coligió el alguacil—, el tercer crimen tendrá que ver con el agua, bien con las fuentes o con el río Manzanares. Es demasiado vago, pero ahora estamos sobre aviso y es posible que al recibir la próxima carta haya una oportunidad de atraparle.
—Así es, pero hay más. ¿Qué nos dice sobre él mismo?
El alguacil se encogió de hombros.
—Nos dice que no se ve como un malvado. Se cree un enviado de Dios que castiga a quienes lo merecen: a los adoradores del Diablo, al cura renegado, a la joven lujuriosa. Sus crímenes son un sermón en que nos advierte de la llegada del Juicio Final. Es un iluminado, un justo. Además, no es difícil deducir que es una persona fría, determinada a cumplir una misión que él considera santa. Planea bien sus asesinatos y nos reta; la justicia de Dios desafía a la justicia del hombre.
—A mi parecer, poco tienen que ver los asesinatos de ese sacamantecas con la voluntad de Dios.
—Eso es lo que nosotros pensamos —aseguró tajante el dominico—, pero él razona de otra manera. Si logramos descifrar cómo lo hace estaremos muy cerca de prenderlo. Ahora sabemos mucho más. Hasta ahora el asesino ha cometido dos crímenes relacionados con las dos primeras profecías. Según el Apocalipsis, Dios derrama siete copas de su ira, por lo que podemos suponer que tratará de cometer siete crímenes. Cada vez que pretende cometer uno nos envía un mensaje con la fecha en la que se va a cometer, el lugar y una cita del Apocalipsis que nos aclara el método o contra quién va dirigido el asesinato. Nos dice muchas cosas directa o indirectamente, cuándo, dónde, quién, pero nos falta un dato. Los muertos eran pecadores, pero ¿por qué ellos, de entre toda la multitud viciosa que componen la villa de Madrid, una nueva Babilonia famosa por su vida impía? Ésa es la pregunta a la que debemos dar respuesta. Creo que todos los crímenes están entrelazados y, si me acompañáis a la cita que tengo, es posible que esa pregunta quede resuelta.
* * *
Calle de los Jardines
Atardecer, miércoles 3 de julio de 1662
Los dos hombres avanzaban con el paso cansino de los que sobrellevan un día de ajetreo y sobresaltos. Ni una sola nube asomaba en el cielo huérfano de la más leve brisa. El sol caía a plomo sobre la calle de los Jardines, pues a ellos no llegaban las sombras de los árboles que se erguían tras las tapias recubiertas de cal. Los rumores frescos de las fuentes, que se adivinaban tras los muros, eran sólo la promesa de un paraíso inalcanzable. No en vano aquella zona en las afueras de la ciudad se había convertido en alfoz de personas de rango. Un jardín de las delicias para favoritos de la fortuna, pero bien sabían ellos que también la serpiente habitaba en ese paraíso. La muerte de Margarita, inquilina de esos palacios rodeados de huertas, lujos y servidumbre, así lo demostraba.
Un suspiro de alivio se le escapó a Gonzalo cuando desembocaron en la calle de Alcalá. Habían parado a degustar un potaje aderezado a su gusto en un figón de confianza, y ahora su barriga le ponía en desventaja frente al dominico de carnes magras. La calle era una barahúnda de villanos a pie y carros que abandonaban la villa tras vender sus mercaderías. Rucios escuálidos bregaban por alcanzar el arco de la modesta puerta de Alcalá, sucia por el polvo de mil caminos y la tizne del quemadero cercano de la Inquisición; el mismo que impregnaba el aire de olor a carne quemada en los días señalados para hacer justicia.
Gonzalo y fray Diego se introdujeron en ese otro tropel de gentes que no abandonaban la villa: nobles a caballo, damas, escribanos, tratantes, monjas, y, cómo no, rufianes y mendigos de variado pelaje. Todos ellos deambulaban por ese concurrido lugar en forma de embudo, más estrecho cuanto más se acercaba a la puerta del Sol, que a pesar de ser calle ilustre era incapaz de disimular sus trazas de antiguo camino engullido por la villa.
—Creo, fray Diego —dijo Gonzalo con un suspiro entrecortado—, que ya es hora de que me digáis a quién vamos a visitar. Tanto secreto se me torna ya antojo poco gentil.
—Creéis mal, mi buen alguacil. Todo tiene su sentido —respondió el dominico esbozando una sonrisa mordaz.
—Pues tened a bien decídmelo o me voy, ya que os sirvo de tan poca ayuda.
—No os suponía tan impaciente. Está bien. Os diré que vamos a visitar a la viuda de Alonso Cortizos, doña Aurora.
El alguacil se detuvo y miró ceñudo al dominico.
—Pues en balde hemos hecho el camino —se quejó Gonzalo—. La interrogué tras la muerte del marido y poco pude sacar en claro, salvo que era judío converso y, por tanto, dado a los cultos sacrílegos que le costaron la vida en Lavapiés.
—Ya sabía que ibais a salir con ésas. Es la razón por la que no os lo he dicho. Quiero vuestra presencia, sois un hombre sagaz y puede que vos captéis algo que se me escape. Dos cabezas y cuatro oídos no vendrán mal en este negocio. Ya hemos llegado.
Ambos se plantaron ante una puerta recia tachonada con adornos de bronce. Fray Diego tocó la aldaba con energía y, tras unos cuantos golpes, esperaron.
Gonzalo se volvió para contemplar aquel barrio que tan poco frecuentaba. Era la calle Alcalá, vía muy principal, donde banqueros y comerciantes adinerados habían decidido plantar sus reales. Como muchos financieros, Alonso Cortizos tenía allí su casa, aunque al alguacil le bastó echar un vistazo al palacio para ver que aquel caserón no se podía igualar con los que él había visto en Italia, Flandes o Francia. Los españoles acaudalados imitaban con acierto los lujos y las fiestas de otros reinos, pero sus mansiones eran sólo casas espaciosas, mezquinas en cuanto a perfección y hermosura.
Al reclamo de la aldaba apareció una muchacha joven que abrió con esfuerzo la puerta.
—Tenemos una cita con doña Aurora —anunció el dominico.
—Les esperábamos —dijo la joven—. Acompáñenme.
* * *
En el jardín posterior del palacio venteaba un aroma a humedad y hierba fresca. En el centro, bajo la sombra de un tilo, les esperaba doña Aurora, una mujer aún joven, que fijaba en aquellos intrusos sus ojos almendrados. El alguacil no pudo evitar mirar con deseo a esa mujer ataviada con un vestido de tafetán negro que dejaba al descubierto los hombros. El aprestador se ajustaba a su talle esbelto, y esto hacía aún más crecido el gran volumen de la falda. No era la vestimenta más adecuada para una viuda, pero ni la muerte de su marido le había hecho renunciar a su vanidad. Era bella y lo sabía. Con un gesto de su mano les indicó que tomaran asiento.
—Ustedes dirán —dijo acariciándose su cabellera azabache.
—Perdonad que os molestemos en estas horas de dolor —comenzó el dominico—, pero nuevos crímenes, relacionados con el de vuestro marido, nos obligan a requerir vuestro testimonio.
—¿Qué más puedo decirles? Ya conté todo lo que consideré útil al alguacil aquí presente.
—Lo sé —repuso fray Diego—. Disculpad nuestro atrevimiento, pero pensamos que escuchar de nuevo vuestro testimonio puede ser de ayuda para resolver este espinoso asunto. Nos gustaría conocer todos los pormenores que consideréis de interés sobre vuestro marido, sabiendo que cuanto nos digáis quedará entre nosotros.
Una mujer hizo su aparición en el jardín. Era algo mayor que doña Aurora y, por el porte y las ropas, supusieron que debía de ser su ama de compañía. Tenía una larga melena bermeja, ojos claros y un rostro agraciado. Portaba una bandeja de hojaldres rellenos de miel y una damajuana con vino dulce, que empezó a servir. Sonrió a Gonzalo antes de ofrecerle una copa. El alguacil pensó mientras apuraba la bebida que aquella dueña, a pesar de sus años, aún estaba de muy buen ver.
—Muchas gracias, Isabel —dijo Aurora—. ¿Qué desean saber exactamente?
—Contadnos todo lo que creáis conveniente sobre vuestro marido. Sus orígenes, actividades, enemigos; todo lo que pueda aclarar algún punto del caso —le pidió el cura tras coger un hojaldre.
—Mi marido pertenece, perdón, pertenecía —respondió, y su voz se quebró— a la familia Cortizos. Él se crió en la casa de su tío Manuel. Como ya os relaté, procedían de Braganza, donde su tío, el fundador del clan, trataba con lanas al por mayor. Más tarde se establecieron en Valladolid y, tras el traslado de la corte a Madrid, recabaron aquí. Ya entonces había cambiado las lanas por todo tipo de mercaderías de lujo, que en este reino de apariencias, envidias y embustes que es la corte tanto éxito tienen. No sé si esto es de su interés.
—Siga, siga, todo lo que nos cuenta puede tener una relación —dijo el dominico tras chuparse los dedos pringados de la miel del hojaldre.
—Llegaron muy alto, pero nunca los quisieron, quizá por eso mismo, por llegar tan alto. La familia de mi marido tenía un origen social demasiado humilde para esta sociedad que oculta el hambre bajo escudos nobiliarios; por si fuera poco, eran conversos. A pesar del desprecio de muchos, la familia Cortizos siguió prosperando, y con el dinero acumulado de sus negocios dieron el salto al mundo de las finanzas. Olivares, siempre necesitado de oro con el que sufragar sus sueños de gloria, les favoreció, y Manuel Cortizos acumuló cargos y honores. En 1637 era ya caballero de la orden de Calatrava, señor de Arrifana y regidor de la villa de Madrid.
—¿Tenía muchos enemigos don Alonso? —preguntó Gonzalo.
—Enemigos nunca les faltaron. Ni a él ni a su familia —dijo Aurora con un suspiro, y a continuación guardó silencio.
El ama de compañía sirvió una nueva copa de vino que Gonzalo no rechazó. No pudo evitar la comparación del retrato del relicario con la mujer que tenía enfrente. Desde luego, no era la misma, pero tenía un gran parecido.
—Agradezco vuestro relato, pero sería conveniente que os centrarais más en vuestro marido —intervino el alguacil volviendo a mirar a doña Aurora.
—Alonso, mi marido, con apenas veinte años ya ocupaba importantes cargos y ganaba dinero a la sombra de su tío. Yo le conocí en 1645. Él había cumplido ya los treinta y nueve y acababa de enviudar, tenía un hijo de diez. Yo sólo contaba dieciséis años, apenas tenía mundo, todo lo contrario que él, acostumbrado a desenvolverse en el azaroso ambiente de la corte. Me fascinó desde el momento que le conocí, era apuesto, amable y cariñoso.
Doña Aurora hizo un alto y se alisó la falda.
—El mismo rey le apreciaba desde que convenció a su tío Manuel y al resto del clan para que contribuyeran espléndidamente al levantamiento del palacio del Buen Retiro. Regalaron al rey muebles y pinturas para decorar sus estancias, incluso aportaron fondos para la construcción del gran estanque.
El alguacil miró al dominico: sin duda, era un hecho importante que la construcción del lugar donde se cometió el último asesinato había sido sufragado por don Alonso. Fray Diego no parecía atento al interrogatorio. Devoraba un hojaldre tras otro, dejando así en sus manos el interrogatorio de doña Aurora. Quizás así era mejor. Echó un nuevo trago del espléndido vino con el cual le obsequiaban y continuó prestando atención a las palabras de la anfitriona.
—Aquella fue su edad de oro. Su tío Manuel consiguió plaza de familiar del Santo Oficio y su poder fue tanto que el inquisidor Adam de la Parra fue encarcelado por atreverse a escribir un hiriente epigrama en el cual se mofaba de su origen converso. Manuel, el hombre que había forjado la prosperidad del clan, murió en 1650; fue entonces cuando la Suprema fijó sus ojos en ellos. Se abrió un proceso inquisitorial con el fin de demostrar que tanto el muerto como su familia practicaban en secreto el judaísmo.
Gonzalo se preguntó cómo el sobrino de un hombre del Santo Oficio podía acabar asesinado en medio de un culto satánico. ¿Llevaban razón los que decían que su fe había sido siempre falsa?
—Todo aquel escándalo acabó en nada —continuó Aurora—. El proceso inquisitorial fue suspendido sin causa aparente, aunque el hecho coincidió con un gran préstamo a la corona realizado por Sebastián Cortizos, el hermano de Manuel.
—Poderoso caballero es Don Dinero —sentenció el dominico.
Fray Diego parecía salir de su letargo tras acabar con los hojaldres.
—Doña Aurora —prosiguió el clérigo—, sé que mi siguiente pregunta es ruda, pero intentad ser lo más sincera posible. ¿Era vuestro marido un buen cristiano?
La viuda le lanzó una mirada fría y dura.
—Mi marido era un buen hombre. Mucho mejor que otros que se llenan la boca de su limpieza de sangre, de ser cristianos viejos, y luego llevan una vida de pecados y excesos. Cuando le conocí frecuentaba la compañía de buenos católicos, hacía muchas obras de caridad y seguía los consejos de su confesor. Su fe era sincera. Por lo menos hasta el proceso. Después nunca fue el mismo… no sé, todo cambió.
—¿Qué queréis decir? ¿Cuáles fueron esos cambios? —inquirió fray Diego.
—Tras el proceso nunca volvió a ser el de antes. De alguna manera, su mundo quedó trastocado. A pesar de todo lo que habían hecho, de sus obras de caridad, de su ayuda al reino, todos los despreciaban. El respeto de la corte era fingido. Envidiaban su riqueza, y parecían estar dispuestos a saltar contra ellos a la menor muestra de debilidad por su origen converso.
»Los negocios empezaron a ir a la deriva y las pérdidas no tardaron en llegar. Por si fuera poco, en algunas ocasiones se esfumaba con grandes cantidades de dinero. Su carácter se transformó. Empezó a beber. Maltrataba a la servidumbre y en sus ojos surgió la mirada del odio. Buscó nuevas amistades y ellas le llevaron a la muerte.
—¿Qué compañías eran ésas? —preguntó Gonzalo.
—No lo sé, y creo que nunca lo sabré. Simplemente, abandonaba la casa. Algunas veces por las mañanas, otras por las tardes, en muchas ocasiones se ausentaba durante días enteros. Pero nunca me dijo dónde o con quién se reunía. Sólo hablaba de su venganza, de aquellos que pagarían por el daño que le habían hecho. Sólo una noche, al regresar borracho, mencionó a alguien: dijo que Peregrino le ayudaría. Un apodo, supongo.
Gonzalo y fray Diego se miraron. Ambos comprendían la importancia de lo que acababan de oír.
—Vuestro relato nos es de gran ayuda. Una última pregunta: ¿Se ha leído el testamento? —preguntó el dominico.
—Salvo un modesto legado para su hijo Rodrigo, soy la única heredera. Sí, su muerte me beneficia. A pesar del quebranto de los últimos tiempos, todavía me deja una buena fortuna.
—Habéis sido muy amable. No os molestaremos más —se despidió Gonzalo.
Ambos hombres se levantaron, hicieron una reverencia y salieron acompañados por el ama de compañía que les encaminó hacia la puerta. Gonzalo miraba hechizado aquella melena bermeja que desprendía un olor cálido a rosas; definitivamente, aquella mujer le gustaba.
Aurora contempló la retirada de la pareja dispar y, al desaparecer ésta, una sonrisa surgió en su rostro hasta ese momento compungido. No eran los únicos ojos que se fijaban en ellos; fuera, ya en la calle, una mirada de odio les seguía.
* * *
La calle Alcalá estaba ahora tranquila. El tráfago de la villa había disminuido, aunque se veían todavía muchos transeúntes. Los toscos carromatos de los villanos dejaban ya su lugar, poco a poco, a los carruajes de paseo nobiliarios. Una brisa fresca levantaba el polvo de las calles y con él la peste de basura y mugre acumulada durante el día en la villa. El sol, velado por algunas nubes, enrojecía, anunciando que no tardaría mucho en ocultarse. Las campanas de la iglesia llamaban a misa, ahogando el relincho de algún caballo y el traqueteo de los carros al golpear contra los baches.
Apenas se habían alejado de la casa de doña Aurora cuando oyeron un siseo que reclamaba su atención.
—¡Aquí, vengan, vengan! Tengo algo muy importante que decirles.
La voz provenía del soportal de una casa. El zaguán estaba oscuro y apenas se vislumbraba una figura embozada en un tabardo ajado con capucha, innecesario por el calor si no era como artificio para ocultarse.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de nosotros? —preguntó el alguacil.
—Tengo algo muy importante que decirles —repitió el desconocido—, sé cosas que pueden interesarles.
—Nunca me han gustado los denunciantes anónimos —dijo el dominico.
El hombre miró receloso a la calle. Después se adelantó unos pasos hacia ellos para descubrirse el rostro. Sus ojos saltones, llenos de rencor, destacaban en un rostro afilado con barba de varios días. Llevaba unos calzones anchos raídos, camisa de estopa y abarcas gastadas, uno más de los miserables vagabundos que recorrían las calles de Madrid.
—Mi nombre es Juan Herrero —dijo mirando al dominico—. Serví en casa de don Alonso Cortizos durante doce años, y durante este tiempo he visto cosas que me habría gustado no ver nunca. Ya sabía que esa furcia acabaría en la hoguera. No sabe cuánto me alegro de ver a la Suprema entrar en ese nido de víboras.
—¿Qué es eso tan importante? —preguntó Gonzalo.
—Sé quién mató a Alonso Cortizos.
El alguacil no pudo disimular su sorpresa. Tal vez la fortuna les pusiera en la mano la resolución del asunto en el cual hasta ahora sus esfuerzos habían sido baldíos. Cogió su pipa y la cargó de tabaco.
—¿Estáis seguro de lo que decís? Es una acusación muy grave —insistió el alguacil, echando una bocanada de humo.
—Por supuesto que sí. Fue esa perra de Aurora —dijo escupiendo al suelo—. Don Alonso nunca hubiera muerto si no llega a ser por los manejos de su mujer. Cuando entré a servir en la casa todo iba bien, pero luego cambió. Su hijo don Rodrigo volvió de Nápoles hace tres años; desconozco quién sedujo a quién, pero entre ellos había algo. Él se enamoró perdidamente de su madrastra, la pretendió y consiguió sus favores. Fijaos en sus edades, Aurora debe tener treinta y tres años, su hijastro veintisiete. Cuando don Alonso conoció a Aurora, ésta era una chica de dieciséis, casi una niña. Él tenía ya treinta y nueve, un hombre maduro, pero joven aún; diecisiete años después ella todavía es joven, casi tanto como su hijastro, mientras que su marido sólo era un carcamal.
—¿Tenéis alguna prueba de ello?
—Un día conduje la carroza hasta el prado, ya sabéis que es sitio muy a propósito para citas galantes; pues allí había otro carruaje esperando. Me mandaron abandonar el vehículo y alejarme. No sé quién estaba dentro, pero seguro que era su hijastro, don Rodrigo.
—No le visteis, sólo lo imagináis —puntualizó Gonzalo, buen conocedor de las denuncias falsas.
—No, sólo lo supongo, pero eso da lo mismo. Trabajé en esa casa y veía como trataba a su hijastro, todo mimo y afición. Los sorprendí una vez al entrar en una de las salas de la casa en una actitud, como diría… ya me entendéis, demasiado íntima. Todo esto lo vi con estos ojos que me dio el Señor. Por eso fui despedido. La casa se convirtió en un burdel al estar amparados ambos amantes por la mala pécora de doña Isabel, otra que no debéis dejar escapar.
—Lo que decís resulta difícil de creer —intervino el dominico—. Afirmáis que doña Aurora, en confabulación con don Rodrigo, asesinó a don Alonso. Todo ello para consumar sin ningún impedimento sus amores.
—Y la fortuna, no olvidéis la fortuna. ¿A quién beneficia más su muerte? ¿Quién hereda todo el dinero de mi amo? El viejo lo estaba dilapidando; además, ya apenas se ocupaba de unos negocios que sólo generaban pérdidas. La muerte era la mejor manera de evitar más quebranto a su caudal.
—¿Creéis que vuestro amo sabía algo de esas relaciones?
—Estoy seguro de ello. En los últimos tiempos tenía un comportamiento extraño, pero nunca creí esas tonterías de adorador del Diablo. No, jamás he visto mejor cristiano. Es verdad que cambió. Maltrataba a la servidumbre, se emborrachaba, ¡él, que poco antes apenas gustaba del vino! Desaparecía durante días enteros, abandonaba sus negocios y tenía fuertes discusiones con su mujer. Don Alonso nunca fue mala persona. No señor, le conocía demasiado bien. Se volvió loco al saber de la traición de Rodrigo y Aurora. Su mujer le mató el alma, su hijo sólo acabó con el cuerpo. Así fue.
El criado guardó silencio por unos instantes. Sacó un paño mugriento de sus calzas para limpiarse la nariz y de paso una lágrima, quizás en recuerdo de su amo, o acaso por la vida feliz en la casa de la que fue expulsado para arrastrarse en la miseria.
—Si me perdonáis —murmuró—, tengo más cosas que hacer y poco más que decir.
El hombre se volvió a cubrir con la capucha y salió a la calle.
—Con Dios —dijo, y desapareció.
Gonzalo y fray Diego permanecieron parados en el portal. El alguacil aprovechó para vaciar su pipa.
—¿Qué os parece? —preguntó luego.
—No sé, no sé —repuso el dominico—, tal vez el único que conozca la verdad de este asunto sea Dios.
Enfilaron la calle de los Cedaceros, que empezaba a cubrirse con la oscuridad de la noche. Algún artesano todavía aprovechaba para fabricar cedazos con las últimas luces de día. Gonzalo pasó a su lado sin percatarse de su presencia. Estaba inquieto, pensaba en lo que sucedería si no descubrían al culpable de los crímenes. Temió verse de nuevo sin trabajo, vagando como el pobre hombre con el que habían hablado hacía unos instantes. Pensó que este asunto era como la calle por la cual avanzaban, en la que cada paso adelante les sumergía más en las peligrosas tinieblas de la noche.
* * *
Bajaban ya por la carrera de San Jerónimo, pero no pudieron avanzar mucho más, puesto que antes de alcanzar el prado un lujoso carruaje se detuvo junto a ellos. Un lacayo bajó del pescante para abrir la puerta e invitarles a subir. Ellos se quedaron inmóviles, sin saber cómo obrar. Al parecer, todo el mundo quería hablarles ese día.
Gonzalo sintió el mordisco de la envidia al contemplar el lujoso vehículo. Era de hechura muy a la moda, con la caja de madera empandada y ruedas delanteras más pequeñas que las de atrás, para hacer giros cerrados. Ligero y veloz, pero al mismo tiempo seguro. El fabricante no había olvidado un detalle. Sin duda, debía ser hombre muy adinerado el que les ofrecía su compañía. Fray Diego no estaba atento a estas minucias, por eso fue el primero en reaccionar y subir al carruaje. Viendo Gonzalo la determinación del dominico, no tardó en seguirle.
Dentro del carruaje descubrieron el rostro barbilampiño y el cabello rubio del marqués de Heliche, que les sonreía afable. Tomaron asiento en unos mullidos cojines, cerraron la portezuela, y al cerrarla emprendieron de nuevo el camino.
—Vos diréis, señor marqués, qué se os ofrece para buscar nuestra humilde compañía —dijo el dominico.
A Gonzalo le impresionaba la capacidad de fray Diego de comportarse con desenvoltura frente a personajes distinguidos, que a él no dejaban de intimidarle. Le apetecía echar una pipa, pero no se atrevía a encenderla, así que puso las manos sobre las rodillas y observó al marqués.
—No he podido resistir la tentación de averiguar cómo van sus pesquisas. Toda la villa se sigue preguntando por el autor de los horrendos crímenes, pero nadie parece capaz de saber nada sobre ese hombre o demonio. Quizá vos podáis aportarme algún dato revelador; en confianza, por supuesto.
El marqués sonrió, pero al ver el semblante serio del dominico la mueca se le congeló en el rostro. Sus dedos tamborilearon nerviosos la madera del ventanillo.
—Si gustáis os puedo acercar a vuestro destino —añadió molesto—. ¿Adónde os dirigíais?
—Os agradeceremos que nos acerquéis a la puerta de Atocha. Nosotros también deseábamos veros. ¿Tenéis ya la lista de invitados a la fiesta? —preguntó fray Diego.
El marqués corrió un pequeño portillo para dar la orden al cochero de dirigirse al lugar indicado. Al volverse se encaró con el dominico.
—Sí, por supuesto. Encargar una copia de esa lista fue lo primero que hice al llegar a mi palacio. El padre Iturbe debe de tenerla ya en sus manos, es raro que no os la haya hecho llegar. Es una larga relación con más de doscientos invitados, no creo que os sea de gran ayuda. En realidad, me extrañaría mucho que alguna de esas personas, la flor y nata de la corte, tenga nada que ver con estos horribles asesinatos.
El dominico tosió, y después de aclarar la garganta miró al joven aristócrata.
—¿Estaba Rodrigo Cortizos entre los invitados? —preguntó.
Don Gaspar de Haro sonrió, cruzó los brazos y le contempló sorprendido.
—Es curioso. Si os digo la verdad, no puedo acordarme del nombre de más de una docena de asistentes, veinte a lo sumo; para saber si alguien asistió debería consultar la lista. Pero a Rodrigo es uno de los que recuerdo. Sí, fue invitado y asistió a la fiesta.
—Si no es molestia, ¿nos podéis aclarar por qué lo recordáis con tanta claridad? —preguntó fray Diego.
—No creo que nadie en esta villa haya olvidado la muerte de su padre. No todos los días se encuentra a gente principal asesinada en un rito demoníaco.
—¿No sería éste un motivo para descalificarle como participante? —dijo fray Diego.
—En parte lleváis razón —respondió sonriente el marqués—. Yo insistí en invitarle. No desconozco que el reino debe favores a esa familia. Si hubiéramos invitado a otro miembro del clan Cortizos que no fuera él, no habría asistido por la vergüenza. Conozco a Rodrigo, es un hombre muy dado a festejos, a la buena vida y a las jóvenes bellezas de la corte. La invitación era un acto de reconocimiento a los servicios prestados por la familia Cortizos a la monarquía. Quería diferenciar a esta honrada y trabajadora estirpe de los errores particulares del asesinado. El fin era decir: a pesar de todo, os aceptamos.
—¿No será que aceptáis su bolsa? —preguntó socarrón el dominico.
El joven aristócrata se encogió de hombros.
—Veo que vos también conocéis los préstamos que han hecho a la Corona. Pensad lo que queráis.
Gonzalo se alegró de haber dejado la brega con don Gaspar en manos del insolente fray Diego, quien parecía solazarse en poner de mal humor al marqués. Un bache estremeció al carruaje y detuvo la conversación por unos instantes.
—¿Observasteis a Rodrigo durante la fiesta? —continuó el dominico.
—Si os digo la verdad, no. Le vi al principio, antes de empezar la representación teatral, no estaba sentado demasiado lejos de mí. Como siempre, rodeado de varias jóvenes. La buena figura y los modales siempre le han hecho popular entre las damas. Más tarde, cuando la obra finalizó, le perdí de vista.
El coche se detuvo, habían llegado a la puerta de Atocha. Era ya de noche.
—¿Sabéis adónde se dirigió después? ¿Le visteis salir?
—No, había mucha gente —el marqués dudó un instante—. Esperad, ahora recuerdo, salió muy tarde. Me extrañó que un hombre que debía estar afectado por la muerte de su padre estuviera tan cómodo en la fiesta, y que incluso fuera uno de los últimos en abandonar palacio.
El dominico intercambió una mirada cómplice con el alguacil.
—¿Cómo describiríais a Rodrigo?
—Es un joven encantador y amable, ya os he dicho que tiene mucho éxito con las mujeres. Es el perfecto cortesano. Estudió en Italia, pero mucho me temo que esa estancia le fue de poco provecho. Según aseguran, sólo pudo licenciarse en el arte de escribir poemas, montar trifulcas y seducir mujeres; todo ello con gran dispendio y desagrado de la familia. Rodrigo es mundano, alegre, dicharachero, desentona en ese clan de hormiguitas trabajadoras que son los Cortizos. Desde luego, es la oveja negra de la familia. Nunca he sabido bien qué le gustaba más, si las fiestas o las mujeres, y creo que él tampoco —añadió soltando una carcajada.
—¿Qué habéis oído acerca de las relaciones con su madrastra?
El rostro del marqués se tornó serio y negó con la cabeza.
—Creo saber lo que queréis decir. En mi opinión, es un bulo. No negaré que doña Aurora no sea un bocado muy apetecible, por su edad podía ser más su amante que su madrastra. Ya os he dicho que Rodrigo es un hombre con mucho éxito entre las mujeres, nunca le han faltado amantes, y vos debéis saber bien lo poco virtuosas que son las mujeres de esta villa. ¿Para qué iba a complicarse la vida y ganarse la enemistad de su padre? ¿Por qué exponerse a ser desheredado? Un asunto harto peligroso para un hombre como él. En mi opinión, son rumores maledicientes.
—¿Tenéis alguna idea de quién podía odiar tanto a su padre como para asesinarle?
El joven volvió a sonreír, a pesar de hablar de un tema tan grave.
—Alonso Cortizos tenía deudores en toda la villa de Madrid, no sólo pequeños comerciantes, también muchos aristócratas e incluso cortesanos. Hasta el mismo duque de Medina de las Torres le pidió dinero para organizar festejos al ser elegido alcaide del palacio del Buen Retiro. Siento desilusionaros, pero si buscáis un sospechoso por deudas no podéis encontrar uno sino mil.
—Una última pregunta. ¿Qué podéis decirme de Margarita?
—Ya os dije que era amiga mía —respondió el marqués—. Era una joven muy bella y de buen parecer. Supongo que ya sabéis que pertenece a una de las grandes familias de la aristocracia, los Villamagna. No se le conocían amoríos, aunque hubo rumores hace unos meses sobre un supuesto cortejo por parte del duque de Medina de las Torres. Parece ser que con muy poco éxito. Todo esto son habladurías, pero ya sabéis: cuando el río suena, agua lleva.
—Muchas gracias, marqués, os agradezco de corazón vuestra sinceridad. Si nos disculpáis —dijo abriendo la portezuela—, debemos continuar nuestro camino.
—Veo que he hecho mal negocio —dijo sonriendo don Gaspar—. No me habéis dicho nada del asunto y en cambio vos me habéis sonsacado a vuestro gusto.
—Perdonad que no os digamos nada, pero debemos ser discretos en este asunto. Id con Dios, señor marqués, habéis resuelto un poco nuestras dudas —añadió en un murmullo— y creado unas cuantas más.
El dominico y el alguacil contemplaron como se alejaba el carruaje del marqués. Gonzalo se volvió hacia el sacerdote mientras cargaba su pipa.
—¿Creéis que Rodrigo fue el asesino?
—No sé qué deciros. Todo es muy confuso.
En el rostro del dominico se acumulaba el cansancio de todo el día, imprimiendo a su voz un tono pausado.
—Yo lo dudo —confesó el alguacil—. Tal vez matara a su padre con el fin de apropiarse del dinero y la mujer; sin embargo, ¿por qué habría de matar al benedictino y a Margarita?
—Decís bien. ¿Por qué? Quizás él tuvo alguna relación con la joven y en un ataque de celos matara a los dos. Yo también lo veo poco probable. Según nos dice el marqués tenía mucho éxito con las mujeres, y si su carácter es según nos han dicho, lo mismo le daba una que otra mientras fuera bella. Además, si está enamorado de su madrastra y asesinó a su padre por ella, ¿por qué iba a arriesgarse a matar por otra mujer que no le correspondía?
—¿Qué os parece ese posible cortejo del duque de Medina de las Torres a Margarita?
—Me parecen tonterías, no me puedo imaginar al duque asesinando a una joven por no ver correspondido su amor. De todas maneras, es un dato más a tener en cuenta, al igual que el hecho de que Alonso Cortizos le prestase dinero para organizar fiestas.
—Y bien, ¿qué sacáis en claro? —preguntó el alguacil, tras echar una bocanada de humo.
—Nada. Teníamos dos días para intentar descubrir al culpable. Mañana el asesino nos mandará un nuevo mensaje y es muy posible que vuelva a matar. Mucho me temo que no podamos impedirlo. He estado cavilando todo el día y algo se nos escapa.
—Algo, decís —dijo indignado el alguacil—, no tenemos ni la más remota idea de quién es el asesino. ¿Por qué lo hace? ¿Cuál es el motivo por el cual elige a sus víctimas? ¿Cuáles van a ser las siguientes? Lo único que veo con claridad es un futuro negro: yo seré despedido y vuestra suerte en Flandes o Nápoles no será mucho mejor. Resumiendo: no tenemos nada.
Gonzalo hizo un alto y escupió al suelo.
—Damos vueltas, escuchamos a unos y otros, vemos cadáveres, leemos misteriosos mensajes, en fin, damos palos de ciego. ¿Qué le vamos a decir a Iturbe?
Ambos callaron.
—No sé —respondió dubitativo el dominico—, tal vez debamos empezar de nuevo. Lo que decís es cierto, bien a nuestro pesar. Tengo un presentimiento. Volvamos a la escena del primer crimen, la vimos con demasiada urgencia. Todos los que estábamos allí esa noche teníamos prisa por acabar, quizás ahora, con más tranquilidad, hallemos eso que se nos escapa.
—¿Queréis ir otra vez allí? —preguntó Gonzalo—. La inspeccionamos acompañados por varios corchetes. ¿Deseáis dar más vueltas?
El alguacil fijó su mirada en los ojos claros del sacerdote y éste asintió.
—Bien, iremos. No tengo nada que hacer hasta que ese maldito jesuita venga a pedirnos cuentas. Llamaré a algunos corchetes para que nos ayuden.
—No, prefiero que lo hagamos con detenimiento. Sólo vos y yo. Mucha gente rodando por la casa puede provocar la desaparición de indicios.
Gonzalo asintió con la cabeza, pues al fin y al cabo no era tan mala idea.
—Mañana os recogeré en vuestra casa al alba. Si la fortuna nos ayuda, acabaremos el día esclareciendo la relación que tienen todos los crímenes entre sí.
Tras despedirse en un murmullo apenas audible, emprendieron cada uno su camino, inquietos, sabiendo que sólo les quedaban unas pocas horas para detener al Peregrino. Si no lograban prenderlo, el día siguiente volvería a cubrir de cadáveres las calles de la villa de Madrid.
* * *
A esas horas tan tardías, el mesón estaba medio vacío y no tuvo problema para encontrar una mesa. Aun así, escogió una situada en el rincón más apartado. Gonzalo se sentó y encendió la vela. Le gustaba el aroma de la cera ardiendo, un olor cálido y suave, como la misma luz, que empezaba a alumbrar la madera rugosa de la mesa. Estaba cubierta de todo tipo de arañazos y golpes debidos al uso, además de algún dibujo y un nombre grabado, Bernal Díaz, un sujeto al que no se le había ocurrido otra cosa para pasar el tiempo.
El posadero trajo por fin la pluma y la tinta. Gonzalo desplegó dos papeles que sacó de su coleto. Suspiró profundamente, tenía ante sí la lista de los clientes del importador de papel genovés y la de los invitados a la fiesta palaciega. Al llegar a casa se encontró con que algún enviado de Iturbe la había introducido bajo su puerta, obligándole así a trabajar a aquellas horas de la noche. Cogió la pluma con gesto cansado y la mojó; al hacerlo percibió el olor acre de la tinta barata.
Empezó a tachar los nombres de la lista del comerciante genovés que no fueron invitados a la fiesta del palacio del Buen Retiro. La lista se redujo notablemente, pero de los treinta nombres iniciales aún quedaban dieciséis. Consideró conveniente disminuirla con lo poco que habían indagado los corchetes en los días anteriores. Desde luego, sus agentes no se presentaron ante esas personas de tan alta alcurnia. Se limitaron a preguntar a los criados, cuya locuacidad les rindió un gran servicio.
Empezó por suprimir al duque de la Puebla, muerto hacía dos meses. Prosiguió con todos aquellos que se encontraban retirados en sus propiedades, viejos, enfermos, o ausentes en Italia u otras tierras lejanas de la Corona. Alguien podía dirigir toda la trama desde sus propiedades, pero era poco probable. La vida le había enseñado que existían muy pocas certezas.
Levantó la vista y vio sobre el borde más lejano de la mesa a un hermoso gato negro que le observaba curioso. Intentó acariciarlo, pero el animal huyó espantado. Volvió a tomar la pluma y siguió tachando nombres; una racha de aire estremeció las hojas de los árboles del patio de la posada, pero Gonzalo siguió absorto en su tarea sin levantar la vista del papel.
Al llegar al fin de la lista posó la pluma en la mesa y se desperezó. Estiró la espalda y se recostó en la silla. Empezó a leer los ocho nombres que restaban. El primero era la Casa Real, le seguía el duque de Medina de las Torres, el valido, el hombre más poderoso de España después del rey. A continuación aparecían el conde Baños, el duque de Medina de Rioseco, el marqués del Carpio, el conde de Monterrey, el marqués de Heliche y, por último, el duque de Medinaceli. A primera vista se le hicieron evidentes dos hechos: primero, que esos ocho nombres representaban a la más alta nobleza que residía en la villa de Madrid; segundo, que todos esos altisonantes apellidos quedaban unidos por un mismo lugar de residencia, las huertas y casas de recreo en torno al palacio del Buen Retiro.
Los volvió a repasar uno a uno. Si excluía la Casa Real y al valido, el primer nombre era el del conde de Baños, cuya huerta estaba en el prado de Recoletos, casi enfrente del convento de los Agustinos Recoletos que daban nombre al lugar.
Decidió dejarse de especulaciones y continuar con la lista. El siguiente nombre era el del duque de Medina de Rioseco, almirante de Castilla, el cargo más influyente tras el de valido. También tenía huerta en la zona. Eran famosos en toda la villa los espectáculos que daba en su jardín, donde había un teatro que rivalizaba con el del propio rey en el Retiro.
Los siguientes nombres eran los del marqués del Carpio, el conde de Monterrey, el marqués de Heliche y el duque de Medinaceli. Todos ellos tenían sus huertas en el prado de los Jerónimos, ya frente al palacio del Buen Retiro. Aquella zona pertenecía al clan de los Guzmán, la familia del conde-duque de Olivares, pues tanto el conde de Monterrey, don Manuel Acevedo y Zúñiga, como el marqués del Carpio, don Diego López de Haro, habían sido cuñados del valido, además de primos segundos. Esas huertas fueron lugares de grandes festejos en la juventud del rey, y su memoria todavía perduraba en la mente de muchos.
Gonzalo arrojó la pluma exasperado; todo aquello le desagradaba, nunca le habían gustado los poderosos y ahora se veía arrastrado a enfrentarse a uno que le podía destruir con la misma facilidad que él aplastaba una hormiga. No creía que ese resultado complaciera a fray Diego cuando se lo comunicara a la mañana siguiente. Echó un trago del vino que había pedido, agrio y basto, que le calentó el estómago y le hizo olvidar un poco su enfado. Volvió a mirar el papel y decidió continuar.
El último nombre era el del duque de Medinaceli, cuya inmensa huerta ya estaba en el prado de Atocha. Era tan grande que en su espacio daba cabida al convento de San Antonio y el de Jesús Nazareno, cuya imagen era una de las favoritas de la devoción popular. A pesar de la merma causada por estos edificios, aún tenía amplitud suficiente para un espléndido jardín, un pequeño teatro y una plaza cerrada para dar fiestas de toros.
Volvió a leer esos nombres. Iturbe le había encarecido que debían capturar al hombre que cometía esos horribles crímenes, detener al Mal. Podía ser una paradoja, pero esos nombres constituían el único mal que él conocía. Los había soportado ya desde niño, cuando su padre se partía el espinazo arando las tierras resecas para pagar el arriendo al conde, mientras su madre se dejaba la vista y la salud cosiendo los vestidos para las damas de la condesa. A esos nobles soberbios les daba lo mismo si la cosecha era buena o mala, la salud o la enfermedad; ellos siempre vestían de seda aunque sus campesinos pasaran hambre.
También los había visto en el ejército. Vestidos de punta en blanco, altaneros y bravucones, rápidos en apoderarse de los laureles en el éxito y los primeros en huir si se avecinaba el peligro. Nunca se rebajaban a luchar por el botín, pero siempre se llevaban la mejor parte.
Todos ellos vivían de explotar y oprimir al débil. ¿Qué se creían? Lo mejor de la tierra. ¿Qué eran? Una casta de haraganes arrogantes que se consideraba mejor que los demás. Ellos eran el único mal que conocía, y para su desgracia imperaban sobre la tierra. Dejó la pluma sobre la mesa, sopló sobre la llama de la vela y al instante la oscuridad se apoderó de todo. El mundo que le había tocado vivir era eso, un mundo de sombras.