Plaza de Lavapiés
Madrugada, lunes 1 de julio de 1662
La campana de una iglesia repicó de manera lúgubre cuando un dominico y varios corchetes se adentraban en la plaza de Lavapiés, en la que ya decenas de fisgones, alumbrados con faroles y candiles, conversaban como si aquello fuera una romería. Gonzalo García vio acercarse al fraile escoltado por sus hombres, siguiendo sus potentes trancos con el rostro exánime pero sin rechistar.
A fray Diego le despertaron en medio de la noche del jergón de su celda en el convento de Nuestra Señora de Atocha. Recordaba el rostro alterado del prior, y sus manos inquietas, dándole de empellones para despabilarle a la luz de un candil. El fraile había vestido presto la sotana blanca y el manteo negro de su hábito de dominico y salió de su celda acompañado por los corchetes que requerían la presencia de un representante del Santo Oficio, pues según aseguraban no parecía haber asunto más a propósito para que interviniese la Inquisición. Y ahora la Suprema hacía acto de presencia encarnada en la figura de ese dominico que se adentraba en la plaza.
Gonzalo esperaba otro porte de un comisionado de la Inquisición; quizá por eso notó aún más pesadez en el estómago, y más sueño, y más ganas de volver a su casa a dormir. Desde luego, aquel hombre no era nada impresionante: bajo, enjuto, calvo, con un aspecto apocado de rata de biblioteca, en cuyo rostro, repleto de arrugas, únicamente destacaban sus ojos azules. El alguacil no dejó de percatarse de la mirada melancólica del sacerdote, que parecía ocultar algo, una historia, un pesar, tal vez un secreto. Volvió a dar una chupada a la pipa mientras rumiaba que ese hombre no era más que otra reliquia del pasado que no debería estar allí a esas horas.
Cuando por fin el dominico y los corchetes se plantaron frente al alguacil, éste reparó en que el fraile llevaba el manteo negro vuelto del revés, y él, que siempre se fijaba en los pequeños detalles, no pensó nada bueno de aquel sacerdote descuidado. También advirtió el anillo con forma de serpiente; mal presagio le pareció que un sacerdote llevara en su mano el símbolo del pecado. Ambos se cruzaron una mirada de desconfianza, pero fue Gonzalo el primero en hablar y explicarle, en pocas palabras, los motivos por los cuales habían requerido su presencia.
—Por Dios, ¿os atrevéis a decir que el demonio está dentro? —preguntó incrédulo el sacerdote.
—Así es, con más cadáveres, esperando que entremos; o eso asegura la única persona que estuvo allí y ha podido contarlo —respondió el alguacil.
—Vuestra merced me perdonará, pero yo no soy exorcista, algún conocimiento de Demonología sí tengo, pero sólo soy un consultor del Santo Oficio. Actúo como suplente de los abogados de los presos pobres en ausencias o enfermedades, escaso es mi poder. Mucho me temo no ser de gran ayuda y que…
El dominico siguió con su discurso sin que el alguacil le prestara atención. Le miró fijamente. Desde luego, no hacía falta que jurase que no era un cargo importante de la Inquisición, bastaba ver su aspecto desmañado. Sin embargo, en su rostro marchito y sus ojos claros había una fuerza inquietante que Gonzalo captó, algo que de momento se le escapaba, como el sentido de ese misterioso anillo.
—Para el caso sois un sacerdote, que es lo que necesitamos —dijo cortando las palabras del sacerdote—. ¿Estáis al punto, padre?
El alguacil le miró colérico antes de tenderle un farol. Ese curilla no quería saber nada del asunto, como muchos otros sólo deseaba vivir tranquilo en su monasterio. El religioso dudó un instante, pero al final asintió con el rostro.
—Como gustéis —aceptó a regañadientes al fin.
Fray Diego agarró el fanal que se le tendía y suspiró hondo. Estaba resignado a entrar en la casa y acabar el asunto rápido, antes que a discutir con ese alguacil que no parecía hombre fácil de convencer. Gonzalo vació la pipa, reunió a sus hombres y con gesto autoritario les conminó a entrar en la vivienda. El sacerdote y el alguacil fueron los primeros en cruzar la puerta, seguidos de Carlos y media docena de corchetes temerosos.
A la izquierda se abría una pieza grande, en la que aún perduraban algunos rescoldos en la chimenea y una agradable sensación de calidez. Cacerolas, pucheros y comestibles hicieron fácil identificar la pieza como la cocina, en cuyo suelo algunas cucarachas iniciaron una frenética carrera en busca de cobijo al ser sorprendidas por la luz de los faroles. Fray Diego inspeccionó los anaqueles de una alacena, recogió algo diminuto, pero en la maniobra derribó un perol, que cayó con estrépito al chocar con otras cazuelas.
—Tened más tiento, no es menester andarse con alborotos en este trance —le regañó el alguacil.
El religioso no parecía reparar en esas palabras y siguió husmeando como si no escuchara. Gonzalo le miró con ira, preguntándose qué clase de sacerdote habían buscado. ¡Tan difícil era encontrar uno que no fuera torpe, indisciplinado y fisgón! Los hombres de la justicia revolvieron la cocina sin encontrar nada de interés, así que pasaron a la siguiente habitación. Allí los faroles iluminaron una despensa en la que había grandes cantidades de huevos, harina y miel. En el suelo yacían unas cuantas banastas con bizcochos y rosquillas de varios tipos: herraduras, suplicaciones y huevos de faltriquera.
—Está claro, quien ocupa la casa es una de las mujeres que se gana la vida vendiendo dulces por las calles del barrio. ¿Dónde está el Diablo? ¿Y los muertos? —preguntó el dominico.
El alguacil se encogió de hombros. En ese mismo instante oyeron un golpe seco. Algunos corchetes que devoraban los bizcochos se quedaron rígidos, incapaces de masticar su botín.
—Abajo —dijo Carlos, el cabo de corchetes—. El ruido viene del sótano.
El grupo deshizo el camino para volver al pasillo. Avanzaron unos pasos. A su derecha se abría una nueva habitación que dejaron sin inspeccionar, pues empezaban a vislumbrar un bulto al final del pasillo. A medida que se acercaban a la extraña forma, el aire se iba haciendo más pesado e insalubre. Volvieron a sonar varios golpes, ahora más violentos. Un reguero de sangre apareció en el suelo, y al seguirlo encontraron el primer cadáver. Era un hombre de unos cincuenta años, calvo y gordo. Estaba desnudo, con las manos y el cuerpo cubierto de sangre que también impregnaba el muro. Parecía como si una fuerza sobrehumana le hubiera arrojado contra la pared y su cuerpo reventara con el golpe. A sólo unos pasos se abría un portón que bajaba al piso inferior. Los hombres de la justicia se intercambiaron miradas de temor. Ahora ya todos estaban despiertos y al acecho: quien había hecho esto podía estar abajo. Gonzalo miró al sacerdote, que se agachó calmoso para examinar el cadáver.
—Tiene el cuello partido —dijo el dominico—. La sangre que le cubre no es suya. No tiene heridas.
Tocó el rostro del muerto, que parecía tener un brillo especial, como si estuviera cubierto de cera. Después olfateó sus dedos. El alguacil y los corchetes le miraron sorprendidos preguntándose qué hacía aquel hombre, pero él les ignoraba.
—No se queden ahí, ayúdenme a cerrar el portón —pidió el cura.
Dos hombres auxiliaron al fraile y entonces vieron que las dos cerraduras habían saltado. En el suelo quedaban astillas de madera que habían saltado al fracturarse los hierros que sellaban la puerta.
—Algo que estaba en el sótano arrancó los cerrojos y mató al hombre —dijo un corchete con voz temblorosa.
Los golpes que habían oído anteriormente volvieron a arreciar. Procedían del sótano. Nadie dijo nada, pero todos se acercaron al hueco del portón para contemplar como una escalera desaparecía envuelta por las tinieblas. Muy a su pesar, ahora les tocaba bajar. Fray Diego fue el primero en descender los peldaños, no sin antes blandir un crucifijo que espantara sus temores. Gonzalo sintió una punzada en su herida de la clavícula. Tenía miedo. Sentía frío en la frente y en el estómago. Dejó el farol en el suelo para empuñar en su mano derecha un enorme pistolón holandés de cachas plateadas, y un puñal de degüello en su izquierda. Besó el relicario que le colgaba del cuello, y empezó a descender los escalones. El aire del sótano era gélido, muy diferente del de la cocina, pero en él estaba el mismo desagradable olor que habían percibido arriba, aunque ahora se iba haciendo cada vez más pestífero. La fetidez inicial se transformaba en una multitud de olores ácidos y desagradables entre los que diferenciaba el aroma inconfundible del animal maligno, el macho cabrío.
Los golpes se repitieron de manera violenta y confusa. El único farol que iluminaba ahora la oscuridad resaltaba los rasgos angulosos del rostro del monje en su avance, cuya figura magra empequeñecía aún más con las ocho arrobas de carne del antiguo soldado, que hacían crujir los escalones de madera a cada paso. Alcanzaron el suelo del sótano, y allí sus miradas se dirigieron a una puerta ligeramente entreabierta de la que surgían los ruidos y un resplandor lúgubre.
Al abrirla el ambiente se hizo irrespirable. En el lado derecho de la estancia se agolpaban en desorden una mesa, dos taburetes, y un arcón desvencijado. En el centro de la habitación estaba situada una joven gitana de unos quince años, que yacía desnuda, con una terrible herida en el pecho izquierdo, donde había clavada una daga. Su pelo negro tomaba una tonalidad rojiza al mezclarse con el charco de sangre que la rodeaba. El rostro tenía una mueca de pánico que la muerte no había borrado.
Un círculo envolvía el cuerpo, y éste a su vez era orillado por otro redondel ligeramente más grande. Entre ambos estaban escritos cinco nombres demoníacos: Asmodeo, Astarot, Azazel, Belfegor y Leviatán. Fuera del círculo había pintadas cuatro estrellas de David, en cuyo interior se situaban otros tantos velones casi fundidos, que iluminaban la escena. E1 dominico se agachó y examinó el cadáver de la joven.
—Le han arrancado el corazón —dijo fray Diego.
—¡Dios nos valga! —exclamó Gonzalo santiguándose—. Esto es obra del Diablo.
Su frente estaba sudorosa y los ojos dejaban traslucir un miedo tan intenso como no había experimentado antes, ni siquiera en los ensangrentados campos de batalla de Europa; aquel era el miedo a perder la vida, pero éste era el miedo a perder el alma. Un corchete asió un escapulario, mientras que otros comenzaban una oración.
El único que se mantuvo impávido fue el sacerdote, a quien no parecía impresionarle aquella escena. El rostro severo evidenciaba una determinación que desmentía su aspecto pusilánime. Los ojos claros del fraile se fijaron en los de Gonzalo, y éste se tranquilizó al ver que ponía rodilla en tierra para examinar calmoso el contenido de los tres recipientes que yacían junto a la cabeza de la mujer. El más grande era una extraña bola de hierro, horadada por multitud de agujeros, que desprendía el efluvio inmundo que anegaba la vivienda. A su derecha estaba otro recipiente repleto de sangre que imitaba un cáliz, a la izquierda una vasija contenía un líquido amarillo. Sobre ellos había una cruz invertida empapada en sangre de la muerta. Varios incensarios se ubicaban en las esquinas de la habitación.
Fray Diego abandonó el examen de los recipientes y, con semblante absorto, pasó a reconocer el cadáver.
—Debió de extraerlo el hombre que hemos visto arriba —dijo el dominico—, ése es el motivo por el cual está cubierto de sangre.
Tras decir eso continuó examinando las manos, el rostro y en especial la boca abierta, que olfateó. La sorpresa iluminó su rostro al advertir que alrededor de la empuñadura de la daga había enrollado un pequeño pliego de papel. Rompió el lacre y lo observó con detenimiento. En la parte superior, había una hilera de números: 1 7 1 6 6 2, y debajo estaban escritas las letras Aπ seguidas de los números X V I I I. En las dos líneas siguientes aparecían unos caracteres hebreos y una frase en latín: Angelus Domini nuntiavit Mariae[1] El renglón final era otra serie de números: 3 7 1 6 6 2. Una firma elegante y ondulada en la que se leía la palabra Peregrino, remataba el escrito.
—¿Es acaso un mensaje del Diablo? —preguntó Gonzalo.
El sacerdote le mostró la carta y al momento la sorpresa se reflejó en su rostro.
—Hace dos días recibí la misma carta. La quemé creyendo que era cosa de mal de ojo o brujería —explicó el alguacil.
Un brillo iluminó la mirada del dominico al oír esta respuesta. Siguió examinando el mensaje con detenimiento hasta que de nuevo escuchó el sonido que les había atraído. Acudieron en la dirección del ruido y allí observaron que era producido por la contraventana de un pequeño tragaluz.
Fray Diego lo cerró para pasar al costado de la habitación donde se acumulaban los muebles. Se agachó e inspeccionó el suelo de tierra batida. El alguacil y los corchetes se miraban perplejos y pensaron que el sacerdote había perdido el juicio. Pero el dominico no les prestó atención y continuó escrutando la mesa con minucia; al descubrir unas manchas de vino sobre la superficie, su rostro se iluminó.
—Buscad arriba una jarra con vino, y no se os ocurra beberla —ordenó.
Un corchete subió al piso superior, bajando al poco con el recipiente, que entregó al dominico. Éste, tras oler su contenido, sonrió satisfecho.
—Decidme, padre, ¿cuál es el motivo de vuestra sonrisa? —preguntó Gonzalo.
—A menudo, hijo mío, los hechos que se atribuyen al Diablo no se deben más que a las acciones de hombres malvados —empezó el dominico con voz cansada—. El Diablo actúa sobre la tierra, pero rara vez en persona, deja que la maldad, la estupidez, el egoísmo y la ignorancia hagan su parte. Dios me ha iluminado con su gracia y creo saber lo que ha sucedido. Ahora más vale que salgamos de aquí, no aguanto más este hedor. Sería conveniente revisar el piso de arriba y la habitación que no inspeccionamos al entrar. Mucho me temo que no encontraréis nada de interés, pero cuando lo hayáis hecho reuniros conmigo en la cocina. Entonces os diré lo que creo saber.
* * *
El alguacil apareció, acompañado por los corchetes, en el vano de la puerta poco después, tras haber examinado el resto de la casa.
—En la otra habitación no hay nada especial. En el piso de arriba hay otras tres piezas que sólo contienen algún jergón y otros enseres de uso cotidiano —dijo Gonzalo con la respiración entrecortada—. Explicaos, ¿qué ha sucedido aquí? ¿Qué es lo que creéis saber?
El sacerdote no levantó la vista. Se concentraba en intentar abrir una extraña bola de hierro repleta de agujeros y cerrada por dos remaches que impedían su apertura. Los dedos largos y delgados del sacerdote daban vueltas alrededor de aquel artefacto en un intento desmañado e inútil por abrirlo, como si en aquel artilugio estuviera contenido el secreto de los crímenes.
—Está bien, te dejaremos para otra ocasión —dijo malhumorado el sacerdote, tras poner la bola sobre la mesa—. Sólo puede haber dos explicaciones: la primera sería la sobrenatural, la intervención diabólica.
Al decir esto hizo un alto y escrutó el rostro asustado de sus oyentes.
—Aunque debéis tranquilizaros, no creo que éste sea el caso.
—¿Hay alguna posibilidad de que fuera así? —preguntó Gonzalo.
—No podemos descartar nada. Es posible que los adoradores de Satanás organizaran un aquelarre. En él sacrifican a una joven virgen para que se manifieste uno de los demonios cuyo nombre está escrito en el suelo. Durante el transcurso de la ceremonia, la potencia maléfica se vuelve contra ellos. El hombre y la mujer huyen del sótano y cierran el portón, pero aquel obstáculo no es un problema para la fuerza del Maligno. Atrapa al hombre y lo arroja contra el muro con tal fuerza que le destroza. La vieja, aterrorizada, sube al piso superior y se arroja por la ventana para no caer en sus manos. Ahora ese Diablo anda libre por las calles de Madrid.
El sacerdote calló para volver a observar a los hombres de la justicia. Sus rostros estaban pálidos y rígidos. Como si una ola de frío hubiera entrado en la casa. En la sala reinaba un silencio denso.
—¿Cuál es la otra explicación? —preguntó el alguacil.
—La más sensata, y es por la que me inclino. Alguien intentó matar a los adoradores del Diablo, pero no lo consiguió; bueno… al menos como él lo deseaba.
Todos se quedaron perplejos por estas palabras. Algunos murmuraban, otros hacían gestos ostensibles de desprecio hacia sus palabras, pero Gonzalo los hizo callar con un ademán de su brazo.
—Y bien, ¿cómo creéis que se han producido esos tres asesinatos? —inquirió el fraile.
—No creo que sea necesaria mucha ciencia para esclarecer el asunto —respondió el alguacil—. Judíos, herejes o nigromantes clavaron una daga en el corazón de la mujer para dar su ánima al Diablo.
—¿Y los otros dos? ¿Qué pasa con el hombre y la vieja? —replicó el sacerdote.
—La vieja saltó por la ventana, quizás arrepentida de lo que había hecho. No sé explicar la muerte del hombre.
—¿Qué significan los dibujos, el papel, los recipientes con los líquidos? —insistió fray Diego.
—Tampoco sé deciros nada —el alguacil señaló enfadado al sacerdote—, vos sois el experto en ritos demoníacos, para eso os hemos traído aquí.
El sacerdote sonrió, cruzó sus manos y comenzó a acariciarse el anillo en forma de serpiente que adornaba su índice.
—Dejadme que os aclare algunas dudas. El autor del crimen organizó aquí un Sabbath o aquelarre, la ceremonia donde se parodia la misa católica y se rinde culto a Satanás. La primera descripción de un Sabbath la hizo el inquisidor Jacob Sprenger, al que llamaron el martillo de brujas, y vertió todo su saber en su obra Malleus Malleficorum. Según este texto, tres oficiantes celebran la ceremonia: sacerdote, sacerdotisa y diácono. En ella se invoca a diferentes demonios, en este caso a alguno de los cinco cuyos nombres están contenidos en el círculo: Azael, Astarot, Azazel, Belfegor y Leviatán, con la finalidad de obtener poderes sobrenaturales para perpetrar malas acciones.
El ritual tiene como centro una mujer desnuda que hace de altar, que debe ser joven y virgen, y éste fue el papel de la desdichada gitana. Se utiliza un incensario, un cáliz y una espada; todo lo que hemos visto abajo. También se requiere una pila bautismal llena de orines de cabra, de ahí el olor que detectamos a macho cabrío, que es donde recibe el bautismo la mujer que se ofrenda a Satanás, y donde los asistentes mojan los dedos para hacer la señal de la cruz invertida. La ceremonia culmina con el sacrificio. Éste puede ser de un animal, generalmente un perro, gato, gallina, sapo, o bien un humano, en cuyo caso debe ser un niño sin bautizar.
—Si utilizaron a la gitana como altar y sólo se puede sacrificar a un niño sin bautizar, ¿por qué la mataron? —preguntó Gonzalo.
—En cuanto a la joven —añadió el sacerdote—, os diré que le arrancaron el corazón, pero ésa no fue la causa de su muerte. Si examináis los dedos y la punta de su nariz, veréis que están ligeramente azulados. La causa no es la descomposición, pues el cuerpo está aún caliente. El color es un síntoma de cianosis, el envenenamiento por cianuro. Si no me creéis, comprobad el efluvio a almendras amargas que desprende su boca y la expresión de su rostro, que puede ser confundida con un gesto de terror pero en realidad es producto de las contracciones musculares provocadas por la agonía de la víctima de este veneno.
—Si ya estaba muerta, ¿por qué le clavaron la daga? —intervino un corchete.
—Nadie puede saber a ciencia cierta qué ha pasado aquí, pero se pueden deducir algunas cosas. Creo que tratarían de convencerla para que participara en la ceremonia a cambio de una cantidad de dinero. Si fue así, la joven se negó. Intentarían tranquilizarla y le ofrecieron una copa de vino: el mismo que encontró vuestro corchete y que está envenenado con cianuro. Una vez muerta, la sacrificaron simbólicamente a Satanás.
—Pero, si os he entendido bien —adujo el alguacil—, al sacrificarla ya muerta incumplían el rito establecido.
—Comprendo vuestro recelo —el sacerdote volvió a recoger la esfera de metal—, pero no es la única suspicacia que se puede plantear: tampoco se realizó en un lugar sagrado abandonado, como se prescribe. No siempre se pueden cumplir todos los requisitos al pie de la letra. Hay muchas variaciones y pocos puntos fundamentales, pero uno de ellos es que al menos se necesitan tres oficiantes: sacerdotisa, diácono y sacerdote. La ceremonia era celebrada por la vieja, el hombre y otra persona que intentó asesinar a los demás.
—¿Cómo habéis llegado a esta conclusión?
—Deberíais examinar bien esta sala —dijo señalando al suelo—. Estoy seguro de que los muebles fueron llevados en andas y no arrastrados. El hombre podía mover los más ligeros, pero no los pesados, y la vieja que encontramos en la calle no habría sido de ninguna ayuda. Cuando se empezó a celebrar el aquelarre había tres personas en la casa, cuatro si contamos el cadáver de la gitana. Mirad el suelo de la bodega y comprobaréis que los muebles se movieron hace poco; sin embargo, el movimiento del pesado arcón no ha dejado ninguna marca en el suelo de arena. La clave de todo es este extraño incensario.
—¿Por qué creéis que la resolución de este enigma se encuentra en esa rara pieza? —preguntó Gonzalo.
—Ésta —señaló la esfera de metal— fue el arma homicida. Según Sprenger, el incensario debe tener una mixtura de trozos de hostia consagrada, sangre menstrual, harina, tierra, huesos y hierbas cocidas. Nuestro asesino también hizo la cocción, es posible que por eso encontráramos rescoldos en la chimenea, pero él añadió algo más para quemarlo con el fin de que sus compañeros murieran asfixiados. En la alacena de la cocina encontré algunas hojas de laurel cerezo, que al ser incineradas provocan un gas mortal.
»Mi teoría es la siguiente: en algún momento del rito el asesino abandonó la bodega tras cerrar el portón con los cerrojos, creyendo que sus víctimas serían incapaces de evadirse. Para asegurar sus propósitos, antes de la ceremonia les ordenó untarse el cuerpo desnudo con una pomada de belladona; por eso los cadáveres tenían un brillo como si se hubiesen frotado con cera u otro producto. De todo ello colijo que el asesino oficiaba de sacerdote. Él conocía el efecto de este potente alucinógeno para enturbiar las mentes.
»Las víctimas no se dieron cuenta de la traición de su compañero hasta percibir que el aire se volvía irrespirable, y para entonces sus mentes estaban ya alteradas por la droga, pero no tanto como para comprender que el pequeño tragaluz que encontramos abierto podría salvarles la vida. Para su desgracia, si bien muy ruidoso, es demasiado pequeño. Al sentir la asfixia, el hombre subió la escalera e intentó romper el portón; desesperado, lo consiguió, pero su cuello se quebró por el esfuerzo. Sólo pudo dar unos pasos, los justos para caer sobre el muro y dejarlo cubierto de sangre.
»La mujer vio morir a su compañero y empezó a correr hacia la puerta, pero no pudo salir. El traidor había cerrado la puerta, llevándose consigo las llaves. Las rejas de las ventanas le impedían huir de la casa. Determinada a escapar, subió a la planta alta y saltó por el balcón, quizás acosada por las terribles visiones de la droga, o tal vez simplemente tuviera mala suerte y su caída fuese mortal.
—Me sorprendéis, padre —dijo el alguacil.
Gonzalo le miraba ahora con respeto, quizá no había sido tan mala idea llamar al cura. Desde luego, no era el necio que había creído, y bajo esa desmañada figura discurría una inteligencia poco común.
—¿Habéis descubierto algo más a lo que nosotros no hayamos prestado la atención debida?
—Es posible, salgamos a la calle. Aquí ya no creo que encontremos más de lo que podamos sacar partido.
Al salir al exterior se encontraron con una muchedumbre de curiosos en la calle, puertas y ventanas. La plaza estaba iluminada por decenas de candiles y el murmullo de las gentes subió de tono al verlos salir de la vivienda. El alguacil y los corchetes ignoraron a la multitud y se abrieron paso tras fray Diego, que se encaminó sin vacilar a la esquina en busca de algo. Inspeccionó las casas que rodeaban la plaza: eran pobres de uno o dos pisos, con las paredes encaladas, pero de un blanco sucio, lleno de desconchados. El dominico dudó un instante.
—Aquí está —dijo satisfecho—. Es lo que estaba buscando.
La mirada del sacerdote se había posado en el edificio opuesto. Su rostro se iluminó con un ademán satisfecho.
—¿Qué sabéis sobre este lugar? —preguntó el sacerdote.
—Es un antiguo almacén de lanas —explicó Gonzalo—. Hace un año el fuego lo devoró. Desde entonces permanece en el estado ruinoso que veis.
Fray Diego sacó del bolsillo de su sotana el papel que había desprendido de la daga. Gonzalo lo iluminó con su farol.
—El hallazgo más importante es esto —dijo el fraile—. El asesino juega con nosotros. Por un lado, asesina; por otro, manda una copia de este singular pliego para informar a la justicia de que va a cometer un crimen. La primera línea está clara, es la fecha de hoy: 1 7 1 6 6 2, es decir, 1 de julio de 1662. La última línea también es una serie de números: 3 7 1 6 6 2, puede que sea una fecha, pero ignoro su significado. Según creo, la segunda línea nos da la dirección. Esto no es París, donde cada casa de una calle tiene asignado un número, aquí los vecinos buscan las casas por una referencia, y eso es lo que hizo nuestro asesino. Los caracteres hebreos se leen a la inversa que los nuestros, es decir, de derecha a izquierda. Lo que nos dicen es Avat Pues.
—¿Que significa…? —preguntó el alguacil.
—Es el nombre de la calle principal y de la plaza de la antigua judería de Madrid. Avat Pues, el barrio de calles empinadas y tortuosas que posteriormente los castellanos adaptaron a su lengua convirtiéndolo en Lavapiés. Pero eso era demasiado poco, podía ser cualquier casa del barrio o de la plaza, y de ahí la otra frase en latín, «Angelus Domini anuntiavit Maria», la primera frase del Avemaría.
—Quizás indicase el nombre de la víctima, o tal vez con Domini hiciera referencia al Señor de las Tinieblas.
—No creo que sea así. Mirad a vuestro alrededor, ¿qué veis? —preguntó el fraile.
Fray Diego señaló una estatua de la Virgen María empotrada en la hornacina de una casa. El alguacil se quedó perplejo, sin saber qué hacer o decir. Había cientos de imágenes como ésa en Madrid, alumbradas por un farolillo encendido, que constituían la única iluminación de la ciudad durante la noche.
—No, más arriba —indicó el fraile al ver su desconcierto—. ¡Encima de la imagen!
El alguacil vislumbró entonces las letras blancas sobre la tabla de madera donde estaba el nombre de la calle: Avemaría. En ese instante supo a qué se refería el sacerdote.
—El asesino nos advirtió que mataría a alguien hoy en el cruce de la calle del Avemaría con la plaza de Lavapiés. Ése es el motivo de preguntarme por el otro edificio, podía ser cualquiera de los dos, pero sólo uno de ellos está habitado.
—Veo que la justicia hace grandes progresos —dijo el clérigo—. Bueno, si me perdonáis, creo que es hora de regresar al convento. Si tenéis la gentileza de acompañarme, os aclararé algunas cuestiones que son importantes para el esclarecimiento de este extraño asunto.
—Por supuesto, padre.
Gonzalo puso a dos corchetes de guardia frente a la casa y ordenó que al amanecer siguieran interrogando al vecindario sobre la muerta. Ambos se pusieron en marcha hacia la calle de Santa Isabel.
—Me pregunto cómo habéis adquirido tantos conocimientos si vivís recluido en un convento —dijo Gonzalo.
—No siempre he llevado una vida retirada —respondió el sacerdote—. Además de ejercer como consultor, soy calificador de la Suprema, estoy encargado de la lectura de los libros que mis superiores me encomiendan para evitar la propagación de ideas perniciosas. Leo sobre muchas materias, algunos textos de ciencias ocultas, como habréis adivinado, pero también científicos, religiosos, históricos, y de mil temas más. Todo esto da un gran bagaje para enfrentarse a la vida, aunque mi existencia es tranquila. No me limito a leer. También cuido de la botica del convento, fabricando preparados para todo tipo de males; es ésta una labor difícil porque a veces la diferencia entre un remedio y un veneno mortal es mínima.
Tras salir de la plaza de Lavapiés notaron que el aire era más fresco. Gonzalo alzó la vista y contempló cómo la luna estaba cubierta ahora de nubes, que la convertían en un globo desvaído.
—Vuestra vida puede ser tranquila, pero sois mejor indagador que muchos de los alguaciles que conozco —dijo Gonzalo.
—Os agradezco el cumplido, pero me gustaría que nos centráramos en este asunto y deciros algo que considero importante. En esta casa hay un misterio. ¿Quién ha sido el asesino y por qué lo ha hecho? Dentro de esta incógnita nos encontramos un enigma que nos dejó el asesino escrito en el papel. Si se resuelve el uno, será más fácil solventar el otro.
Un gato negro, de ojos brillantes, miraba curioso como Gonzalo y fray Diego enfilaban con paso lento la leve cuesta de Buenavista, que subía hacia la calle de Atocha. Dejaban a su paso calles tortuosas y estrechas, hijas de la casualidad y el parecer de los vecinos, a los que no parecía importarles aquel caos.
—El asesino nos da una fecha, una dirección, pero hay varias cosas que se me escapan. Desconozco qué significan Aπ X V I I I, la fecha 3 7 1 6 6 2, o la firma del tal Peregrino.
—Padre —preguntó Gonzalo—, ¿habéis deducido quién puede ser el asesino?
—Eso es una tarea que os tocará resolver a su tiempo. El criminal es astuto, pero no perfecto; también nos da pistas que no debería proporcionarnos, aunque quizá la mejor de todas sea este papel.
—¿El papel? —preguntó extrañado Gonzalo.
—Sí, el papel. El pliego es de muy buena calidad, es delgado, blanco y muy suave. La suavidad es inversamente proporcional a la cantidad de cola que se le ha dado para atiesarlo. Cuanto más suave mejor será la calidad de la escritura, porque cuanto más basto es un papel menos lo impregna la tinta. El de uso común en Madrid, hecho en el molino de los monjes de El Paular, es muy inferior. Éste es importado de Génova; cada papelero firma su producto, valga la expresión, con una filigrana o emblema transparente que permite reconocerlo, el de Génova es un símbolo con forma de corazón. Compruébelo al trasluz.
El alguacil examinó el pliego hasta distinguir asombrado la marca referida por el sacerdote.
—El escrito también nos dice otras cosas —fray Diego señaló el texto—. El autor del crimen es persona culta e instruida. Conviene reparar en la caligrafía: a pesar de que es de trazo complicado, no hay ni un borrón. Tampoco se advierte ninguna de esas manchas blancuzcas, de polvillo con albayade molido y leche de higuera, que una vez seco deja el papel nuevo preparado para la escritura.
Una vez dejaron atrás la mole del convento de Santa Isabel alcanzaron la calle de Atocha. Tomaron la acera de losas sin labrar unidas de forma desigual, que tan sólo tenían las calles principales, a pesar de saber que de las viviendas podía caer en cualquier momento el contenido de alguna bacinilla donde se aliviaba el vecindario.
—La tinta también es de categoría —continuó el dominico—. Salta a la vista que no es la de uso común, mezcla de hiel de jibia con la tinta que usan los curtidores para teñir los cueros negros. Ésta es otra calidad; por el contorno fino veo que han usado goma arábiga, caparrosa, u otros materiales costosos.
En ese momento oyeron con pavor el temido grito de «agua va» y el contenido de una bacinilla cayó sobre el chambergo de Gonzalo, que le salvó el rostro de los orines y boñigas pero no el capotillo de dos haldas y la camisa de estopa.
—¡Sarna os dé Dios, malnacido, mirad antes, perro judío! ¡Bajad si sois hombre y no un bujarrón malcomido! —gritó el alguacil.
—¡Iros con vuestras boñigas y meados a otra parte, sarnoso! —replicó una voz ronca desde el edificio—. ¿Qué hombre decente anda a estas horas por la calle?
El alguacil, fuera de sí, golpeó la puerta, pero tras ver que lo único que podía ganar era recibir la carga de otro morador de la casa enfadado por sus ruidos, decidió proseguir su camino. Tomaron ahora el centro de la vía para evitar otro lance semejante, aunque así tuvieron que enfrentarse al terreno desigual, puesto que la calle de Atocha, a pesar de ser principal, no contaba con el firme de guijarros de pedernal como otras de la villa. El sacerdote supuso por el gesto adusto del alguacil que no estaba de humor para más pláticas, así que apuró el paso y al poco alcanzaron la verja del convento de Nuestra Señora de Atocha. Golpeó la puerta para que el portero le abriera.
—Mucho me temo que no nos volveremos a ver; por lo tanto, os conviene recapitular sobre las pistas que existen. El asesino es una persona adinerada, culta, un noble, quizás un comerciante o un embajador extranjero. Es menester consultar con Fabio Malatesta, el importador de papel genovés. Él os puede dar una lista de las personas que compran su papel. En estos tiempos de carestía y quiebra del reino, no pueden ser muchos. Identificad los cadáveres y descubrid todo lo que podáis sobre ellos.
—Gracias, padre. Habéis sido de una gran ayuda.
Sonaron los goznes de la puerta y tras ella apareció el rostro amodorrado del portero.
—Id con Dios, hijo.
El sacerdote hizo un ademán de despedida y entró en el convento. El alguacil emprendió el camino de regreso, no sin antes echar una mirada a los dos negros chapiteles de pizarra negra de las torres de la iglesia de Atocha, que sobresalían entre las brumas del amanecer como los cuernos de un demonio.
* * *
El Escorial
Atardecer, lunes 1 de julio de 1662
Estaba sobre el suelo, a sólo unos pasos de él. Le habían dicho lo que contenía, pero no se atrevió a abrir aquella caja. Era hermosa, finamente labrada en ébano. «Para Su Majestad Católica», indicaba el pliego anudado a ella, escrito con letra elegante y menuda. Su contenido le ofendía y repugnaba, habría deseado que nunca se lo hubieran remitido.
Estaba dentro de la cripta del monasterio, rodeado de muertos. A su alrededor no había más que el círculo siniestro de los sepulcros del panteón real, cuyos mármoles recubiertos de oro y plata contenían los huesos de los que le precedieron en el trono del Imperio. El rey acudía cada tarde a la cripta, más como un suplicante que como un monarca, y permanecía sobre un escabel de nogal, encorvado y diminuto, en el centro de la sala. Su rostro marchito apenas se dejaba entrever a la luz de algunas bujías que no libraban a la estancia de las penumbras. En la sala imperaba un vaho a clausura y muerte. Parecía como si el sol y la calidez de los primeros días de julio no pudieran entrar en aquella pieza mortuoria, tan grave como el resto del monasterio.
La mirada del monarca se fijó en el crucifijo apostado sólo unos pasos detrás de la caja. Lo observaba colérico. Era la misma cruz de marfil y oro que llevó donjuán de Austria en la borda de la galera capitana al enfrentarse a los turcos en el golfo de Lepanto, y en ella clavaba ahora el rey sus ojos enrojecidos, no para rememorar victorias añejas, sino como recordatorio de su última derrota. Sombrío, ido, melancólico, así permanecía desde que llegaron las noticias de los crímenes de Madrid. Escuchó con estupor el relato de cómo una cruz fue profanada durante los ritos demoníacos perpetrados en la misma capital de su Imperio, para escarnio de la fe, la religión, y de él mismo, máximo defensor de ambas. Aquello era sólo un preludio de los horrores que le contaron los alguaciles de la Justicia. Se imaginaba el sótano oscuro donde habían encontrado los cadáveres, y temblaba con aquellas escenas: una orgía de locura y sangre, que sólo dejó cuerpos destrozados.
Estiró los pies para acercarlos al brasero. Tenía frío. Se arrebujó bajo su manto y volvió a mirar la caja. Sabía que mil lances sangrientos ocurrían cada día en Madrid, pero ése perturbaba grandemente al pueblo, temeroso que el demonio anduviera ahora libre por las calles de la ciudad en busca de nuevas víctimas. Le habían contado que en los mentideros corrían decenas de rumores, algunos inventaban crímenes sangrientos para atribuirlos al Diablo que andaba suelto, y el miedo crecía aún más; otros, más veniales, se dedicaban al comercio de cruces bendecidas, escapularios, imágenes santas y todo aquello que pudiera amparar del Maligno, pues cada uno buscaba su defensa y nadie confiaba ya en las autoridades ni en el rey para resolver ese o cualquier otro asunto.
Sin embargo, el monarca no hacía más que pensar en ello. Se puso en pie, y tomó la caja. Con ella en las manos contempló los catafalcos, situados muy por encima de él, que parecían querer aplastarle con todo el peso de su gloria. ¿Qué habrían hecho ellos? Cada tarde observaba esos nombres que hicieron temblar al mundo y que le empequeñecían aún más: leía el nombre de una tumba y se le hacía presente la gloria del César Carlos tras aplastar a los enemigos de la fe católica en Mühlberg, tal como lo había pintado Tiziano, y él lo contempló lleno de envidia en el palacio del Buen Retiro, hacía ya mucho; tanto, que parecía ahora un recuerdo de otra vida lejana y feliz. Al leer el nombre de otro sepulcro brotaba la grandeza del segundo Felipe, el hombre que había unido las posesiones de España y Portugal para crear un Imperio sin igual en el mundo. La misma herencia que había malbaratado en sus cuarenta y un años de reinado. Incluso cuando miraba el nombre de su padre, el tercer Felipe, recordaba el rostro bondadoso de su progenitor, que si no poseía el talento de sus antecesores, al menos les había igualado en devoción y piedad cristiana.
Sabía que él era el más indigno de todos ellos. Se miró en uno de los espejos colocados frente a las bujías para duplicar su luz. Sintió lástima de lo que veía. Su cuerpo ajado, débil, al borde de la extinción, era el paradigma mismo del reino que gobernaba. ¿Quién reconocería en ese rostro flácido, ojeroso, con una eterna mueca de amargura, al galán que había perseguido a las mujeres bellas de Madrid, fueran cómicas, damas nobles, o incluso monjas? ¿Quién al ver esas manos débiles, de una blancura transparente que resaltaba aún más el recorrido de sus venas anquilosadas, diría que eran las mismas que empuñaran las armas contra el francés o aplaudían las obras de Calderón y Lope en las fiestas sin fin del Casón del Buen Retiro? ¿Quién recordaría en esa mirada triste, falta de vida, al joven monarca pintado por Velázquez?
El semblante del rey Felipe, el cuarto de los de su nombre, tenía el aspecto desolado de los jugadores que lo han apostado todo y han perdido. Alguna vez había creído que Dios le eligió para restaurar la grandeza de España. Ahora eso parecía un sueño, pero aún recordaba el tiempo en que el pueblo le aclamó, los nobles le adularon, y los artistas le ensalzaban: Felipe el Rey Planeta, Felipe el Grande; en esos lejanos días sus tercios aplastaban a los herejes en Breda y sus armadas eran dueñas de los mares. Pero Dios decidió castigarle por sus pecados. Desde ese momento todo comenzó a desmoronarse, y ahora, cuando ya no quedaban ni tercios, ni armadas, ni oro, ni orgullo, ni ganas siquiera de seguir vivo, le llegaba aquella última humillación, el escarnio al Dios al que sabía que muy pronto iba a unirse.
Volvió a sentarse en el escabel, y puso la caja en su regazo. No temía la muerte, pero le horrorizaba, más que nada, el infierno. Se había arrepentido de todos sus pecados, de su lujuria, de su soberbia, de su vanidad, de su pereza, de su avaricia, de todos los males causados a su pueblo y a sus reinos. Se arrepintió de todo, aunque sabía que eso ya no valía de nada. Y ahora llegaba aquello, su capital convertida en un cubil de cultos maléficos. Su deber era prestar un último servicio a Dios y al reino extirpando aquella semilla maligna antes que fructificara. Era necesario actuar rápido y sin piedad.
La mirada de rey había adquirido durante esa tarde un brillo especial, parecía recuperar poco a poco parte de su vigor de antaño. Aquella sería su postrera batalla, pero esta vez estaba en su mano alcanzar la victoria. Conocía la derrota, pero en esta ocasión no perdería. No ignoraba que a su cuerpo cansado le quedaba poca vida, no tardarían los gusanos en roer su carne. Nada podía hacer para mejorar la situación del reino o de sus súbditos, azotados por la peste y el hambre, pero al menos no los dejaría en manos del Diablo y de sus adoradores.
Puso la mano sobre la tapa de la caja, pero no se atrevió a levantarla. Pensó durante un largo rato a quién designar para descubrir la verdad de esas muertes. Incluso entre su círculo íntimo pocos hombres le eran de confianza ya. Estaba más solo que nunca. Le quedaban sólo aquellos muertos en sus catafalcos, que no eran sino los primeros de una legión que había pasado por su vida. De los que le vieron llegar al trono cuarenta y un años antes pocos quedaban vivos. Su corte era un séquito de fantasmas: la reina Isabel, la reina María, su heredero el príncipe Baltasar Carlos, Olivares, su amigo y consejero, los numerosos hijos que apenas habían sobrevivido unos años a su nacimiento, la mayoría de los cortesanos que inauguraron con él su palacio del Buen Retiro. De todos ellos sólo debían de quedar polvo y huesos.
Por fin, se armó de valor y levantó la tapa de la caja. Allí estaba, tal como le habían dicho. El corazón, renegrido por la sangre coagulada, era pequeño; debía de ser el de la niña gitana, uno más de sus súbditos que no supo defender. Dejó caer la caja al suelo, espantado. Se arrodilló para pedir ayuda a Dios, y juntó las manos para comenzar una plegaria. El murmullo ahogado de la oración se extendió por la cripta, hasta que el rechinar de los goznes de la puerta lo hizo enmudecer. Una bocanada de aire limpio y cálido se introdujo en la sala, pero el soberano no se percató de esto, ni de los pasos que bajaban la escalera a su espalda hasta que acabó su oración.
—Majestad, es hora de retiraros a vuestros aposentos —dijo el recién llegado.
El rey alzó la mirada y observó el rostro severo del padre Iturbe, su confesor, un jesuita de pelo prematuramente encanecido y voz sibilina o poderosa según requería la ocasión. Su porte era el de una persona inteligente y capaz, aunque en esos ojos oscuros brillara un destello siniestro, puede que de astucia o maldad, quizá de ambas cosas. Sí, pensó el rey para sus adentros, él sabría detener al Diablo.