PRÓLOGO

A la luz de la luna no parecía más que un montón de ropa informe tirada en la calle, pero al acercarse vio un charco de sangre espesa y oscura empapando el suelo seco de la plaza de Lavapiés. Sólo cuando el alguacil apartó el manto, un paño basto y ocre raído por el tiempo, pudo observar la cabeza quebrada de la muerta. El cráneo había estallado al chocar contra el suelo. Bastó el leve movimiento de la vestidura para que el cuerpo desnudo se volteara, contempló entonces, a la escasa luz de los faroles, el rostro arrugado y cetrino de una anciana, cuya cabeza derramaba todavía un hilo de sangre sobre las rodadas que los carros dejaron al cruzar la plaza.

Gonzalo García pudo ver muchos muertos antes de ser alguacil. Los campos de batalla de Flandes e Italia le mostraron hombres acuchillados, quemados, degollados, ahorcados; miles de muertes diferentes, algunas horribles, otras rápidas y limpias. Sin embargo, aquella se le quedaría grabada para siempre; no por la terrible herida del cráneo, ni por el cuerpo seco y desnudo encogido de dolor, ni por las manos huesudas y crispadas en un ademán inútil por evitar su destino. Todo eso ya lo había visto antes. El alguacil volvió a mirar aquel rostro ensangrentado. Lo peor de todo era la mueca de su boca desdentada, enormemente abierta, no se sabía bien si para dar un grito de sufrimiento, de terror por la muerte cercana o, quizá, de aviso ante algo terrible.

El alguacil cubrió el cadáver y se incorporó con la lentitud a que le obligaba su pesado cuerpo. Había engordado en los últimos años, pero aún era un hombre más fuerte que grueso. Sus facciones duras le daban un aspecto enérgico que desmentía su edad. Se movía con firmeza y seguridad. Cualquier observador sagaz podía reconocer a un hombre curtido en la vida, acostumbrado tanto a obedecer como a dar órdenes.

Se mesó pensativo la perilla entrecana mientras miraba al balcón desde el cual la mujer saltó. No estaba tan alto, si hubiera caído de otra manera se habría salvado, todo lo más una pierna y un brazo roto. Tal vez fue mala suerte, pero a primera vista percibió algo extraño que no encajaba. ¿Qué hacía aquella mujer desnuda en su casa? ¿Por qué se había lanzado al vacío? Si buscaba la muerte, ¿por qué escogió aquel modo, más propio para quedar inválida?

Sea como fuere estaba muerta, y así se lo recordaba el aire impregnado del olor dulzón de la sangre, por eso agradeció el que una ráfaga de viento fresco barriera la plaza limpiando el ambiente. Sabía bien que sería sólo un alivio pasajero, puesto que la brisa de la Sierra de Guadarrama pronto se malograba en aquel laberinto de callejuelas malolientes. La luna llena ponía al descubierto el aspecto miserable y sucio de la plaza. Las casas eran bajas, de adobe y cal, aunque alguna era de ladrillo. Unas más altas, otras más bajas, de tal manera que el único rasgo común de aquel conjunto dispar era la poca maña de sus constructores. Un perro ladraba, molesto quizá por el estrépito que provocaban los corchetes vestidos de negro, moviéndose de aquí para allá como una bandada de sombras siniestras, aporreando la madera o las aldabas de las puertas para preguntar sobre la mujer muerta. En las ventanas asomaban ya luces de candiles y los gritos de protesta de los vecinos, que se unían al perro en su ladrido inútil.

Cuando le mandaron a vivir allí para mantener el orden en el barrio, sabía donde entraba. Era el peor barrio de la ciudad. Sus calles estaban repletas de trincones, jugadores de ventaja, rameras, buscavidas y todo tipo de sinvergüenzas que pudiera imaginarse. Gonzalo inició una sonrisa. Bien pensado, era como el mismo Alcázar Real.

Los gritos de protesta de los vecinos fueron subiendo de tono por el alboroto que interrumpía su descanso. El alguacil torció el gesto, él también poseía motivos para estar de mal humor. Le habían despertado en medio del sueño que ya tanto le costaba conciliar. Tenía los ojos enrojecidos y el cuerpo descompuesto. Sintió lástima de sí mismo: treinta y tres años de afanes y desvelos al servicio del rey, de lucha por la fe católica, para estar ahora allí de vigilia, contemplando el cadáver de una vieja chiflada. Aun así, debía dar gracias por no hallarse bajo un palmo de tierra hereje, o mutilado, dando pena y pidiendo limosnas a la puerta de las iglesias; o peor aún, maquinando ardides para rapiñar a los ilusos que llegaban cada día a la corte, como había visto hacer a muchos de sus compañeros de tercio.

Alzó la mirada para contemplar la luna llena y las estrellas que se asomaban entre los jirones de nubes. Aquellas horas de la madrugada no eran para que a sus cincuenta y un años estuviera vagando por las calles. Se acercó con trancos lentos a la fuente del centro de la plaza para mojar su cara en el agua fresca. Las asaduras de cerdo de la cena le pesaban en el estómago, así que echó un trago, y al notar el agua fresca bajar por su garganta reseca se sintió mejor. Tras secar la comisura de los labios en la manga de la camisola, escuchó el murmullo relajante del agua cayendo sobre la pila. Se sentía más calmado, pero al darse la vuelta le invadió de nuevo el desánimo.

Estaba frente a la entrada de la casa de la vieja, cuya puerta abatida yacía en el suelo. La habían derribado dos de sus hombres al ver el cadáver pocas horas antes. De uno no se sabía el paradero, escapó corriendo de la vivienda y al paso que llevaba debía de encontrarse ya por Leganés o Navalcarnero. El otro regresó con el rostro desencajado, afirmando que dentro había más muertos y que el mismo Diablo estaba presente tras esos muros.

No era aquella una buena noche. A la vieja loca se le habían unido un par de alucinados, y a éstos media docena de cagones, los corchetes que le acompañaban y se negaban a entrar en la casona sin la presencia de un cura. Gonzalo pensó que sus corchetes eran como su sueldo: escaso y presto a desaparecer cuando más se lo necesitaba. Miró a sus hombres ajetreados simulando que hacían algo, aunque algunos permanecían ociosos rascándose los piojos. El alguacil no pudo evitar lanzar un suspiro descorazonado.

El viento volvió a soplar y su fuerza arrastró algunas hojas de dos árboles cercanos. Una de ellas fue a caer al pie del muro de la casa, donde un farol permitía ver el cuerpo gordo de una rata removiéndose nerviosa. El roedor olfateó el aire y después se dirigió a la puerta con rapidez, en busca de comida. De repente se detuvo. El animal permaneció inmóvil olisqueando el aire que salía de la casa y, como si husmeara un peligro mortal, corrió veloz deshaciendo el camino para desaparecer tras el muro de la esquina.

Gonzalo García frunció los labios, notaba arder su vieja herida de la clavícula bajo el coleto. Aquel recuerdo con el que le había obsequiado un arcabucero hereje nunca fallaba, y tuvo la certeza de que algo peligroso o maligno les aguardaba dentro de la casa. Dio unos pasos hacia la puerta y se sorprendió de la oscuridad del interior. Era de una negrura insondable, que apenas disminuyó al acercar un poco más el fanal; entonces percibió un olor denso, parecía que esas tinieblas fueran la boca de entrada a un mundo arcano y temible.

—Dios perdone a esa mujer, se llamaba María Gómez —dijo una voz grave, de borracho viejo.

A su espalda apareció Carlos, el más veterano de los corchetes, fumando su pipa de barro y envuelto en bocanadas de humo de aroma agradable, muy diferente del que salía de la casa.

—Trabajaba vendiendo dulces —continuó—. Según sus vecinos era una vieja arisca, apenas hablaba con nadie y si lo hacía era para disputar con ellos. Llegó al vecindario hace unos siete años, nadie sabe de dónde procedía, ni habló nunca de su vida anterior. Todos coinciden en que estaba medio loca. Al parecer, pocos lamentan su muerte.

—¿Ha llegado el cura ya? —preguntó Gonzalo.

—No, todavía no ha aparecido —Carlos sonrió mostrando sus dientes amarillos por el tabaco—, no se les ha ocurrido otra cosa que ir al convento de Atocha, a buscar a un dominico del Santo Oficio. ¿Quiere que los reúna para entrar y acabamos de una vez con este negocio?

—No, mejor esperaremos al cura, puede hacernos falta —respondió en un murmullo.

Carlos se sorprendió de la cortedad de ánimo de Gonzalo. Aun así no dudó un instante, confiaba en él después de muchos años de servicio a su lado.

—Déjame algo de tabaco —pidió el alguacil.

—Es del mejor. Viene de la Española.

Gonzalo rellenó su pipa. La encendió y aspiró hondo. Los dos hombres se quedaron frente a la puerta derribada, sin cruzar palabra, ambos miraban la oscuridad del interior de la casa. Mientras trataba de intuir algo en las penumbras no dejaba de acariciar inquieto un relicario que le colgaba del cuello, sin duda una pieza valiosa. El gesto del alguacil era grave; no lo comentaba con nadie, pero tenía la certeza de que tras esos muros había algo maligno, y eso les esperaba allí, agazapado en las tinieblas, aguardando a que ellos entraran.