La ausencia del revólver significaba probablemente, que Tappinger lo llevaba consigo. Salí y saqué mi propio revólver y cartuchera del baúl de mi coche. Como había niños en la calle, retrocedí, yendo a colocarme la cartuchera dentro de la casa.
—Usted va a matar a Bill —me dijo Bess. Ya parecía una viuda.
—No usaré esto a menos que me obligue. Tengo que protegerme.
—¿Qué pasará con los chicos?
—La mayor parte de esa responsabilidad caerá sobre usted.
—¿Por qué tiene que caer sobre mí? —me contestó con su voz de niña—. ¿Por qué tenía que pasarme esto a mí?
Usted se casó equivocándose de hombre, en un momento equivocado y por razones equivocadas. Se lo dije en silencio. No había por qué decírselo en alta voz. Ella ya lo sabía. En realidad, desde el día en que nos encontramos me lo había estado diciendo con su manera pequeña, peculiar e inarticulada de decir las cosas.
—Por lo menos, ha sobrevivido. Eso es algo para agradecer, Bess.
Alzó sus puños en un gesto impaciente, casi desafiante.
—Yo no quiero sobrevivir de esta manera.
—Sobrevivirá. La vida que viva en adelante, será solamente suya.
La perspectiva la asustó.
—No me deje sola.
—Tengo que hacerlo. ¿Por qué no llama a alguno de sus amigos?
—No tenemos ninguno. Desaparecieron hace tiempo.
Parecía estar perdida en su propia casa. Traté de darle un beso de despedida. No fue una buena idea. Su boca no me respondió. Su cuerpo estaba tan rígido como una tabla.
Llevaba conmigo el recuerdo de ella de manera punzante e insatisfecha, mientras me dirigía a través de la ciudad hacia la casa de los Fablon. Quizá, bajo el nivel de su conciencia, allá abajo, donde los monstruos luminosos nadaban en la fría oscuridad, Bess estaba enamorada de los amoríos de su marido.
Ginny estaba en la casa y él estaba en ella. Su Fiat gris estacionado bajo el roble, lo decía. Cuando llamé a la puerta del frente, me respondieron los dos juntos. Él tenía los ojos rojos y estaba lívido. Ella temblaba.
—Tal vez usted pueda hacerlo callar —me dijo—. Hace horas y horas que habla.
—¿De qué?
—Te prohíbo decirlo. Váyase —me dijo.
La voz de Tappinger era ronca e inhumana.
—Por favor, no se vaya —me pidió ella—. Le tengo miedo. Él mató a Roy y a los otros. De eso es de lo que ha estado hablando todo el día… de todos los motivos que tenía para matar a Roy. Y sigue dando distintas razones… como que vio a Roy arrodillado frente a la piscina tratando de lavar su cara cubierta de sangre y sintió tanta pena por él, que lo empujó. Esa razón… es ¡eutanasia! Luego está la de San Jorge y el Dragón: Roy me estaba entregando en las manos de Ketchel y algo había que hacer para detenerle.
Su voz era salvaje y despreciativa. Tappinger retrocedió ante ella.
—No debes burlarte de mí.
—¿Esto es burlarse? —se dio vuelta hacia mí y me dijo—: El verdadero motivo es muy simple. Usted lo adivinó anoche. Yo fui embarazada por él y Roy descubrió no sé en qué forma que Taps era el padre.
—Usted me hizo creer que era Peter.
—Sé que lo hice. Pero ya no voy a encubrir más a Taps.
Él resopló como si hubiera estado conteniendo la respiración.
—No debes hablar así. Alguien puede oírte. ¿Por qué no entramos?
—Me gusta conversar aquí mismo.
Se plantó más firme en la puerta. Él temía dejarla. Estaba obligado a oír lo que ella pudiera decir.
—¿Qué estaba haciendo usted aquella noche en el Club de Tenis, profesor?
Sus ojos se desviaron y luego se quedaron fijos:
—Fui por razones puramente profesionales. Miss Fablon era mi alumna desde febrero. Yo la aconsejaba y ella confiaba en mí.
—¡De ninguna manera! —dijo Ginny.
Él siguió hilando su hebra de palabras como si éstas fueran su único soporte en el vacío.
—Me confió que su padre, con la ayuda de una beca que conseguiría Mr. Ketchel, la iba mandar a un colegio en Suiza. Me pareció que mi consejo como profesor podía serles útil y fui al Club a ofrecérselos.
»Llegué muy tarde para serles de utilidad. Vi a Mr. Fablon, tambaleándose, atravesar el jardín. Cuando le hablé, no me reconoció. Se dirigió a tropezones hasta el borde de la piscina, aparentemente con la idea de lavarse la cara que le estaba sangrando, y antes de que me diera cuenta, se había caído adentro. Yo no soy un nadador, pero traté de pescarlo con un palo que tienen para esos casos, con un gancho forrado en el extremo…
—Querrá decir —dijo ella— que lo usó para mantenerlo bajo el agua.
—Esa es una acusación ridícula. ¿Por qué sigues repitiéndola?
—Francis me dio su versión como testigo, la otra noche. No le creí entonces… creí que lo decía sólo por celos. Pero ahora lo creo. Él lo vio empujar a Roy y luego mantenerlo bajo el agua con ese palo.
—¿Por qué no intervino, si estaba cerca? —dijo Tappinger con pedantería—. ¿Por qué no hizo la denuncia?
—No lo sé —miró detrás de mí, al declinante sol, como si éste la fuera a abandonar, a dejarla en la fría oscuridad—. Hay un montón de cosas que no comprendo.
—¿Se las preguntó a su madre, el lunes por la noche?
—Solamente algunas de ellas. Le pregunté si podía ser cierto que Taps ahogara a Roy en la piscina. Tal vez no debería haberlo hecho. La idea pareció destrozarla.
—Así fue. Hablé con ella después que usted se fue. Y, luego le habló a Tappinger por teléfono. Fue su última conversación. Él vino y la mató.
—No lo hice —dijo él, sin convicción.
—Sí lo hiciste, Taps —la voz de Ginny era grave—. Tú la mataste y luego, al otro día, viniste a Brentwood y mataste a Francis.
—¡Pero si no tenía motivos para matar a ninguno de los dos! —había un tono de pregunta en sus negativas.
—Tenías motivos más que suficientes.
—¿Cuáles eran? —les pregunté a los dos.
Se volvieron y se miraron uno al otro, como si cada uno de ellos poseyera la respuesta, la múltiple respuesta. Me sorprendió el curioso parecido que había entre ellos, a pesar del sexo y la edad. Eran casi del mismo peso y altura y tenían ambos los mismos rasgos regulares. Podían haber sido hermanos. Deseé que lo hubieran sido.
—¿Cuáles eran los motivos para matar a Martel? —les pregunté.
Seguían mirándose uno al otro, como si cada uno fuera una figura en el sueño del otro, que tuviera que ser interpretado.
—¿Estabas celoso de Francis, no es cierto? —dijo Ginny finalmente.
—¡Esas son tonterías!
—Entonces eres un tonto, porque tú fuiste quien lo dijo primero. Querías que terminara todo, de una vez.
—¿Qué era ese todo? —pregunté.
Ninguno de ellos habló. Se miraron con un cierto aire de vergüenza, como chicos pescados en juegos prohibidos. Dije:
—Ustedes pensaron en matarlo y heredar así el dinero. ¿No es cierto? Pero es siempre el estafador el que resulta estafado. Ustedes estaban tan llenos de sus propios sueños locos que creyeron todas sus historias. Ustedes no sabían o no les importaba que el dinero que él tenía proviniera de un robo a alguien que evadía el impuesto a los réditos.
—Eso no es cierto —dijo Ginny—. Francis me contó toda la historia de su vida la semana pasada. Es cierto que cuando comenzó era un muchacho pobre en Panamá. Pero era descendiente directo de Sir Francis Drake, por su madre, y tenían un mapa chamuscado, que se conservaba en la familia, mostrando el lugar donde Drake enterraba sus tesoros. Francis lo encontró. Más de medio millón de oro peruano, en la costa de Panamá, cerca de Nombre de Dios.
No quise discutir con ella. Ya no importaba lo que ella creyera o dijera que creía.
—Y tampoco es cierto —siguió diciendo— que planeáramos matarlo a él o a nadie. El plan original, para mí, era casarme con Peter. Luego, simplemente, me divorciaba de él y conseguía una pensión, para que Taps y yo pudiéramos irnos…
Él sacudía la cabeza ante cada una de sus cortas inspiraciones de aire. El pelo se le encrespaba como el de una mujer.
—¿Irse a estudiar a Europa? —le pregunté.
—Sí, Taps y yo pensábamos que si él regresaba a Francia, podría escribir su libro. Hace años que intenta comenzarlo. Yo también me estaba desesperando. Era tan sucio tener que hacer el amor en la parte trasera de los automóviles, o en su oficina o en moteles. Me parecía que todos en el colegio y la ciudad entera debían de saber lo nuestro. Pero nadie dijo nunca una palabra.
—No debes decirle nada de esto —dijo Tappinger—. ¡No le admitas nada!
Ella se encogió de hombros.
—Ya no hace ninguna diferencia.
—¿Así que, originariamente, usted planeó casarse con Peter y luego divorciarse de él, no es así? —le pregunté.
—Sí, pero odiaba la idea. Solamente acepté porque necesitábamos el dinero desesperadamente. Siempre me gustó Peter. Cuando llegó Francis y me pidió que me casara con él, cambié el plan. A Francis no le debía nada.
—¡Te sentiste atraída por él! —las palabras de Tappinger parecían salir involuntariamente de su boca, como de la boca de un muñeco de ventrílocuo.
—Ya dije que tenías celos de él, ¿no es cierto?
—¿Celos? —tartamudeó—. ¿Por qué tenía que sentir celos? Nunca vi a ese hombre hasta que… —se calló, tragándose las palabras.
—Hasta que lo mataste —dijo Ginny.
—Ya te he dicho que yo no lo maté. ¿Cómo iba a saber dónde encontrarlo?
—Yo te di la dirección. No debía de haberlo hecho. Francis me dijo, después que le disparaste el tiro, que habías sido tú. Dijo que era el mismo hombre que había matado a Roy.
—Es que me odiaba.
—¿Por qué razón? —le pregunté a Tappinger.
—Porque Ginny y yo éramos amantes.
—¿Usted lo admite, no es cierto? —insistí.
Su boca trabajaba tratando de encontrar las palabras que lo ayudaran en ese vacío.
—Éramos amantes, pero en el sentido platónico, quiero decir.
Ella lo miró con resentimiento.
—No eres ni siquiera un hombre. Estoy arrepentida de haber permitido que me tocaras.
Él temblaba, como si los escalofríos de ella lo hubieran embargado.
—¡No debes hablarme así, Ginny!
—¿Por qué? ¿Eres muy sensitivo? Lo eres tanto como un perro loco. No creo que sepas mucho más de lo que estás haciendo, que un perro loco.
Taps gritó:
—¿Cómo te atreves a hablarme con esa falta de respeto? Eres una chica ignorante. Hice de ti una mujer, te admití en la intimidad de mi mente…
—Ya lo sé; la luminosa ciudad. Solamente que no es tan luminosa. La última lucecita se apagó el día que mataste a Marieta, el lunes por la noche.
Todo su cuerpo pareció proyectarse hacia ella, como si fuera a atacarla. Pero no pudo hacer el movimiento. Yo estaba allí.
—No puedo soportar esto ni un minuto más —giró sobre sus talones y entró al vestíbulo, casi corriendo.
—Tenga cuidado con él —dijo Ginny—. Tiene un revólver. Quería convencerme de que nos suicidáramos juntos.
El revólver tosió apologéticamente. Encontramos a Tappinger tirado sobre el piso de la habitación donde había asesinado a Marieta. El revólver que había usado contra ella y contra Martel, le había dejado un agujero negro en su propia sien. El portafolio con el dinero estaba detrás de la puerta, como si él no se hubiera atrevido a dejarlo fuera de su vista.
Tomé su revólver, que aún tenía tres balas en el tambor y me fui a la otra casa, a llamar a la policía del distrito.
Peter se puso muy excitado. Quería volver a entrar en la casa de los Fablon a cuidar a Ginny. En realidad era él el que necesitaba cuidados. Le ordené que se quedara en su casa.
Estuvo bien que lo hiciera. Ella estaba tirada en el piso, cara a cara con Tappinger, sus perfiles como figuras que se complementaran, cortadas de un solo trozo de metal. Yacía allí con él, silenciosa y sin moverse, hasta que se sintió a lo largo de la calle el ulular de las sirenas. Entonces, levantándose, fue a lavarse la cara. Al volver, había recuperado su serenidad.
— FIN —