33

Bess Tappinger vino a la puerta con su chico de tres años prendido de su pollera. Tenía puesto un vestido sin mangas de algodón, roto y descolorido, como si estuviera vestida para representar el rol de una mujer abandonada. La transpiración le corría por la cara, bajo el trapo con que se había envuelto la cabeza. Cuando se limpió la cara con el antebrazo, pude ver que el sudor brillaba en su axila afeitada.

—¿Por qué no me dijo que vendría? He estado limpiando la casa.

—Ya lo veo.

—¿Me da tiempo de tomar una ducha? Debo de estar espantosa.

—En realidad, su aspecto es bueno. Pero no vine por el espectáculo. ¿Está su marido en casa?

—No. No está —dijo con un matiz de humillación en su voz.

—¿Estará en el Colegio?

—No lo sé. ¿No quiere entrar? Haré un poco de café y de paso me libraré de este pequeño. Aún no ha dormido su siesta.

Se llevó al chico que protestaba. Cuando volvió, un buen cuarto de hora después, se había bañado, cambiado el vestido y cepillado su espesa cabellera oscura.

—Siento haberlo hecho esperar. Tenía que hacer una limpieza. Cada vez que me siento realmente mal, me entra esta pasión por la limpieza.

Se sentó en el sofá al lado mío y me dejó oler lo limpia que estaba.

—¿Por qué se siente tan mal?

De golpe echó hacia afuera su rojo labio inferior.

—No tengo ganas de hablar de ello. Ayer tenía ganas de hacerlo, pero usted no quiso —repentinamente se paró delante de mí, hermosa y temblando de esperanza, como si ese cuerpo que la había llevado al matrimonio pudiera, en alguna forma, sacarla ahora de él—. Usted no quiere hacerme ningún caso.

—Por el contrario, me gustaría ir con usted, enseguida, a la cama.

—¿Por qué no lo hace, entonces? —No se movió, pero su cuerpo allí parado, parecía más sólido.

—Hay un chico en la casa y un marido revoloteando cerca.

—A Taps no le importaría. En realidad creo que estaba tratando de estimularlo a usted.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Le gustaría verme enamorada de otro hombre… alguien que me sacara de sus manos. Está enamorado de otra chica. Hace años que lo está.

—Ginny Fablon.

Como si ese nombre le hubiera hecho aflojar las rodillas, se volvió a sentar a mi lado.

—Entonces usted ya lo sabe. ¿Cuánto tiempo hace que lo sabe?

—Lo supe justamente hoy.

—Y yo lo supe desde el principio.

—Me lo dijeron.

Me miró rápidamente, de costado:

—¿Ha tratado ese tema con Taps?

—Aún no. Acabo de almorzar con Allan Bosch, Me habló de cierta noche, hace siete años, cuando él, usted y su marido y Ginny fueron juntos a ver una obra de teatro.

—Era la obra de Sartre, «Huis Clos». ¿Le dijo él lo que yo vi?

—No. No creo que lo supiera.

—Es cierto. No se lo dije. No tuve valor para decírselo ni a él ni a nadie. Después de un tiempo, eso que había visto parecía haber perdido realidad. Se mezcló un poco con mi recuerdo sobre la obra, que es sobre tres personas, algo así como un interminable infierno psicológico. Yo estaba sentada al lado de Taps en la semi oscuridad, y le oí emitir un pequeño gruñido, o suspiro, casi como si hubiera sido herido. Miré. Ella tenía sus manos en su… en la parte superior de su pierna. Él estaba suspirando de placer. No podía creerlo, a pesar de haberlo visto. Me hizo sentir tan enferma que tuve que salir afuera. Allan Bosch me siguió. No recuerdo exactamente lo que le dije. Desde entonces he tratado deliberadamente de no verlo, por temor de que me haga preguntas sobre Taps.

—¿De qué tenía temor?

—No lo sé. Sí, no lo sé en realidad. Temí que si la gente descubría que Taps había corrompido a esa chica o si había sido corrompido él… temí que perdiera su empleo y cualquier posibilidad de tener otro empleo. Ya había visto lo que pasó en Illinois, con Taps y conmigo… —se contuvo—. Pero usted no está enterado de esa.

—Allan Bosch me lo contó.

—Allan es un chismoso terrible —pero pareció aliviada por no tener que contármelo ella—. Desde entonces me parece que algo de culpa queda en mí todavía. Sentí como si Ginny Fablon estuviera reencarnándome. Eso no hizo que la odiara menos, pero me ató la lengua. Era como si hubiera pasado estos últimos siete años encubriendo el lío amoroso de mi marido, hasta de mí misma. Pero desde hoy, no lo voy a hacer más.

—¿Qué sucedió hoy?

—Sucedió esta mañana temprano, antes del amanecer. Ella le telefoneó aquí. Él dormía en el estudio, como lo ha hecho durante años, y contestó desde la extensión que tiene allí. Yo lo oí desde el otro teléfono. Ella estaba presa de pánico, de un pánico frío. Le dijo que usted la estaba acosando y que ella no podría hacerle frente por más tiempo, por no saber qué era lo que había sucedido. Luego le preguntó si él había matado a su padre y a su madre. Él dijo que desde luego que no, que la pregunta era ridícula: ¿qué motivos tendría? Ella dijo que ellos sabían lo del niño y también que él era su padre.

Bess había hablado con rapidez. Hizo una pausa, con los dedos sobre los labios, escuchando la que había dicho.

—¿Quién se lo dijo a los padres, Bess?

—Fui yo. Sujeté mi lengua hasta septiembre del primer año, Ese verano, cuando nació mi propio hijo, la chica desapareció de la vista. Pensé que nos habríamos librado de ella. Pero de golpe volvió a aparecer en la Reunión del Círculo Francés. Taps la llevó a su casa esa noche. Creo que trataba de mantenerla alejada de Cervantes. Cuando volvió a casa, tuvimos una pelea, como ya le conté. Tuvo el coraje de decir que yo estaba entusiasmada con Cervantes del mismo modo que él lo estaba con la chica. Entonces me contó que la chica había tenido que abortar. Yo tenía toda la culpa, sólo por existir. Se suponía que debía de arrodillarme y llorar por esa chica.

»Y lloré, por un par de semanas. Pero luego no pude aguantar más. Llamé al padre de la chica y le conté todo lo referente a Taps. Fablon desapareció uno o dos días después. Me culpé por su suicidio. Y decidí no volver a hablar de nada, nunca más —de nuevo pareció estar escuchando sus propias palabras. Su significado se filtró hasta sus ojos, extendiéndose como la oscuridad—. ¿Usted cree que mi marido mató a Mr. y a Mrs. Fablon?

—Tendremos que preguntárselo, Bess.

—Usted cree que lo ha hecho, ¿no es cierto? —Al mismo tiempo que preguntaba, negaba con la cabeza, lúgubremente—. La madre de Ginny llamó aquí por teléfono, la otra noche.

—¿Qué noche?

—El lunes. ¿No fue ése el día que la mataron?

—Usted sabe que sí. ¿Qué dijo?

—Preguntó por Taps y él contestó el llamado desde aquí, así que no tuve oportunidad de oír la conversación de los dos. De todas maneras, no tenía importancia. Se limitó a decir por teléfono que hablaría con ella personalmente, y salió.

—¿Se fue de la casa?

—Sí.

—¿A qué horas?

—Debía de ser tarde. Yo estaba por acostarme. Cuando regresó, yo estaba dormida.

—¿Por qué no me dijo eso antes?

—Quise hacerlo, ayer por la mañana. No me dio la oportunidad.

Sus ojos estaban abiertos y sin vida, como los de una estatua.

—Aquella mañana, ¿qué otra cosa se dijeron Taps y Ginny por teléfono?

—Él dijo que la quería, que siempre la había querido y que seguiría queriéndola. Entonces yo dije algo en el teléfono. Una mala palabra: se me escapó. Me parecía horrible que él pudiera estar hablándole así a otra mujer, con nuestros tres hijos durmiendo en la casa. Entré al estudio en camisón. Era la primera vez, desde que mi hijo más pequeño fue concebido, que iba a verlo así. Aquél había sido el último día feliz —se detuvo, escuchando, como si el niño de tres años hubiera gritado en sueños. Pero la casa estaba tan silenciosa que yo podía escuchar el agua cayendo en la pila de la cocina—. Desde entonces, nuestra vida ha sido como acampar sobre hielo, en un lago de hielo. Una vez lo hicimos con papá, en Wisconsin. Uno sólo se da cuenta de que piensa en el hielo como si fuera tierra firme, aunque sabe que abajo está el agua muy profunda —miró abajo, hacia la alfombra raída bajo sus pies, como si hubieran monstruos nadando bajo su superficie—. Creo que, de algún modo, estaba prestándoles mi colaboración. No sé por qué lo hacía o por qué sentía como si lo hiciera. Era mi matrimonio y ella lo estaba rompiendo, pero en alguna forma yo me sentía ajena a ese vínculo. Yo era tan sólo un testigo de la boda. Ésa ya no era mi vida. Mi vida aún no había comenzado.

Nos quedamos sentados, escuchando el silencio.

—Usted me iba a decir qué sucedió cuando entró al estudio muy temprano esta mañana.

Se estremeció.

—Es horrible recordarlo. Taps estaba sentado frente al escritorio con un revólver en sus manos. Aparecía tan delgado y con la nariz tan afilada, que me hizo recordar el aspecto de las personas que van a morir. Temí que fuera a pegarse un tiro y me acerqué a él, pidiéndole el revólver. Era por completo lo contrario de lo que sucedió la noche en que fue concebido nuestro pequeño. Y era el mismo revólver.

—No comprendo.

Ella dijo.

—Compré ese revólver para matarme. Hace cuatro años. Era un revólver de segunda mano que encontré en una casa de empeños. Taps salía noche tras noche con esa chica con el pretexto de ayudarla y yo no podía soportarlo más. Había decidido destruirnos a los tres.

—¿Con ese revólver?

—El revólver era sólo para mí. Antes de utilizarlo hablé a Mrs. Fablon y le dije lo que pensaba hacer y por qué. Estaba al tanto de lo sucedido, es cierto, pero no sabía quién era el hombre. Ella se figuraba que Taps era algo así como un tutor de Ginny, una especie de figura paternal para respaldarla.

»De todos modos se puso en contacto con él donde quiera estuviese y él corrió a casa y me quitó el revólver. Me alegré, pues en el fondo, no quería usarlo. Hasta traté de convencerme de que Taps me quería. Pero todo lo que él tenía en su mente era evitar el escándalo… otro escándalo.

»Mrs. Fablon tampoco quería un nuevo escándalo. Hizo que Ginny dejara el Colegio y se fuera a trabajar en una clínica cerca del Hospital. Por un tiempo creí que todo había terminado. Yo estaba de nuevo embarazada, de mi tercer hijo y Taps no me dejaría ya nunca. Así me lo había prometido. Me dijo que había tirado al mar el revólver que yo destinaba a mi suicidio. Pero estaba mintiendo. Lo había guardado durante todos estos años. Cuando esta mañana traté de quitárselo, me apuntó con él. Me dijo que merecía morir por haber dicho esa mala palabra en los oídos de Ginny. Me dijo que ella era pura y hermosa y yo era un escuerzo inmundo. Me saqué el camisón, no sé cómo exactamente. Sólo quería que él me viera. Me dijo que mi cuerpo parecía la cara de un hombre, una cara larga y lóbrega, con rosados ojos acusadores, una nariz desnarigada como la de un sifilítico congénito y una estúpida barbita.

Sus manos se movían de la región de su pecho a su ombligo, luego más bajo, al centro de su cuerpo.

—Me ordenó que saliera, amenazándome con matarme si alguna vez volvía a aparecer por su habitación. Regresé a la casa. Los chicos estaban durmiendo aún. Todavía no había luz. Me senté esperando a que aclarara. Un rato después del amanecer, lo sentí salir e irse en su Fiat. Llevé los chicos a la escuela y luego empecé a limpiar. Desde entonces, estoy limpiando.

—¿Usted me dijo que él no está en el Colegio?

—No. Llamaron del despacho del Decano para preguntar si estaba enfermo. Dije que lo estaba.

—¿Se llevó el revólver?

—No sé. No he estado en el estudio y no tengo la intención de entrar. Se quedará sucio.

Hice una rápida búsqueda en el estudio. No había revólver. Encontré en un cajón del armario, como veinte versiones de la primera página del libro de Tappinger sobre la influencia francesa en Stephen Crane. La versión más reciente, en la cual estaba trabajando Tappinger el lunes, cuando visité el estudio por primera vez, estaba sobre el escritorio. Comenzaba así: «Stephen Crane vivió como un Dios, en la diamantina ciudad de su mente. ¿Dónde encontró el prototipo de esa ciudad? ¿En Atenas, el marmóreo modelo ejemplar del Occidente, o en la suprema heliografía que San Agustín nos legó en sus Civitates Dei? ¿O fue en París, la ciudad del arte? Quizá miró en su cuerpo de ramera con la sólida piedad fría de la Olympia, de Manet. Quizás la luminosa ciudad de su mente fue levantada del barro de los lomos de Cora».

Para mí eran galimatías, sugiriéndome que Tappinger se estaba derrumbando, que se había estado derrumbando desde la primera vez que entré a verlo.

Al lado del desesperado manuscrito había una página con las cinco preguntas que había elaborado para Martel.

lª ¿Quién es responsable de Les Liaisons, vieja y nueva versión?

2ª Hypocrite Lecteur.

3ª ¿Quién creía en la culpabilidad de Dreyfus?

4ª ¿Dónde situó Descartes el alma? (glándula pineal).

5ª ¿Quién sacó de la cárcel a Jean Genet?

Viendo las preguntas en la forma que se le habían ocurrido a Tappinger, me percaté de su significado personal. Las había utilizado, acaso inconscientemente, para hablar de las cosas que lo estaban llevando a orillar la locura; un peligroso concubinaje sexual, hipocresía, culpa y prisión, el alma humana atrapada en una glándula.

Si las preguntas me habían parecido extrañamente volcadas hacia un solo tema era porque también constituían respuestas arrancadas de una especie de código por el conflicto moral y emocional de Tappinger. Recordé, con un ligero estremecimiento, que la quinta pregunta había sido Sartre y me preguntaba si, en el peculiar y complejo código académico de Tappinger, se refería a la noche de la obra teatral de siete años antes.