Bosch y yo nos encontramos en la recepción del Hotel. Llegaba con unos minutos de retraso para la cita, así que el empleado me dijo que subiera directamente. La mujer que nos hizo pasar al recibidor del departamento, tendría más o menos cincuenta años. Todavía era hermosa, a pesar de sus dientes de oro y las ojeras parecidas a cráteres que le circundaban los ojos. Estaba vestida de negro, de pies a cabeza. Una estela de perfume almizclado flotaba alrededor de ella, como olor de fuego, dándole un aura de sexo quemado.
—¿Señora de Rosales?
—Sí.
—Soy el detective particular Lew Archer. No hablo muy bien el español. Espero que hable inglés.
—Sí. Hablo inglés —miró interrogativamente al joven que estaba a mi lado.
—Este señor es el profesor Bosch —le dije—. Era amigo de su hijo.
En un inesperado gesto de emoción, más ansioso que hospitalario, nos dio una mano a cada uno, llevándonos a través de la habitación y haciéndonos sentar a cada lado de ella. Sus manos eran las de una mujer trabajadora, ásperas y manchadas con imborrable tizne.
Su inglés era bueno, pero duro, como si hubiera sido muy elaborado.
—Pedro me habló de usted, profesor Bosch. Usted fue muy amable con él y le estoy agradecida.
—Fue el mejor estudiante que tuve jamás. Siento mucho su muerte.
—Sí. Fue una gran pérdida. Hubiera sido uno de nuestros grandes hombres —se volvió a mí—, ¿Cuándo entregarán su cuerpo para el entierro?
—En uno o dos días. Su cónsul arreglará todo para que sea enviado a su país. En realidad, usted no necesitaba venir.
—Así me dijo mi marido. Me dijo que debería mantenerme lejos de este país. Que ustedes me arrestarían y me sacarían todo el dinero. ¿Pero cómo podrían ustedes hacerme eso? Yo soy una ciudadana de Panamá y lo mismo era mi hijo. El dinero que me dio Pedro me pertenece —hablaba con una especie de desafiante interrogación.
—A usted y a su marido.
—Sí, por supuesto.
—¿Hace tiempo que se casó?
—Dos meses. Un poco más de dos meses. Pedro estaba muy feliz con mi casamiento. Pedro nos dio como regalo de bodas, una villa en La Cresta. Pedro y el señor Rosales, mi marido, eran muy amigos.
Parecía estar tratando de justificar su casamiento, como si sospechara una conexión entre éste y la muerte de su hijo. No tuve ninguna duda de que era un casamiento de conveniencia. Cuando el vicepresidente de un banco de cualquier país, se casa con una mujer madura, de inciertos antecedentes, tiene que existir un sólido motivo de negocios.
—¿Estaban asociados en los negocios?
—¿Pedro y el señor Rosales? —se colocó una máscara estúpida. Alzando sus manos y sus hombros en una contracción que parecía a medias una actitud de regateo, siguió diciendo—: Yo no sé nada de negocios. Eso hace más notable aún que mi hijo tuviera éxito en ello, n’est ce pas? Él entendía los trabajos de la Bourse… ustedes lo llaman Wall Street, ¿no es así? Ahorró su dinero e invirtió con inteligencia —dijo con una especie de rítmica auto-hipnosis. Sin embargo, debía de sospechar la verdad, porque añadió—: ¿No es cierto, verdad, que Pedro haya sido muerto por los gángsters?
—No sé si es cierto o no, señora. El asesino todavía no ha sido apresado.
Bosch agregó:
—Usted dijo que dudaba de que fuera un gangster el que mató a su hijo.
La mujer se apoyó en la frase de Bosch.
—Por supuesto. Mi hijo no tenía nada que ver con gángsters. Era un hombre refinado, un gran hombre. Si hubiera vivido podría haber llegado a ser nuestro embajador, quizás, nuestro presidente.
Estaba tejiendo una tela de fantasías para velar cualquier verdad que pudiera aparecer. No tenía ganas de razonar con su dolor, pero le dije:
—¿Conocía usted a Leo Spillman?
—¿Quién?
—Leo Spillman.
—No. ¿Quién es Leo Spillman?
—Un jugador de Las Vegas. Su hijo era socio de él. ¿Nunca le mencionó a Leo Spillman?
Sacudió su cabeza. No vi nada que denotara que mentía. Pero en sus ojos negros había profundidades de dolor, profundidades bajo profundidades, como un estrato de historia más antiguo que los Incas.
—¿Usted cree que Spillman mató a mi hijo, no es así?
—Lo creí hasta ayer. Pedro había sustraído un montón de dinero a Spillman.
—¿Sustraído? —Recurrió a Bosch—. ¿Qué está diciendo?
Él le contestó de mala gana:
—Mr. Archer cree que su hijo se apropió algún dinero de Mr. Spillman. Yo no sé nada de eso.
La respiración le silbaba entre los dientes de oro:
—¡Está diciendo mentiras! ¡Pedro hizo su dinero en Wall Street!
—Dice que usted es un mentiroso —me dijo Bosch con placentera cortesía.
—Gracias. Recibí el mensaje —le dije a ella—: No saco a relucir estas cosas por divertirme, señora. Si queremos descubrir quién mató a su hijo, tenemos que meternos en el asunto de su dinero. Creo que fue muerto por su dinero.
—¿Por su nueva mujer? —dijo en tono alto.
—Ésa es una buena pregunta. La respuesta tiene que ser no, pero me intereso por sus razones para preguntarlo.
—Conozco a las mujeres y conozco a mi hijo. Él era capaz de un grand… un gran amor. Hombres así siempre son engañados por sus mujeres.
—¿Sabe usted si Pedro lo fue?
—Él lo sospechaba. Me escribió diciéndome que temía que la mujer con quien quería casarse no lo amara. Pienso hablar con la mujer.
—No sería una buena idea —dije—. En pocos días ha perdido a su madre y a su marido. Déjela tranquila, señora.
Insistió impasiblemente:
—He perdido más que ella. Quiero hablar con ella. Pagaré bien a quien me lleve adonde está.
—Lo siento. Pero yo no puedo hacerlo.
Se levantó bruscamente:
—Entonces está perdiendo su tiempo.
Se dirigió a la puerta y la abrió para que saliéramos. Yo estaba feliz de irme. Había encontrado todo lo que deseaba, en realidad todo lo que necesitaba, y no quería nada de su dinero negro, absolutamente nada o del luto que venía con él.
—Estuvo bastante brusco con ella —dijo Bosch en el ascensor—. Me pareció bastante inocente e ingenua.
—Puede permitírselo. Está bien claro que su marido es el que da vuelta la manija. Está encerrado con ella y el dinero y el gobierno de Estados Unidos no verá jamás ni un centavo de esas sumas.
—No comprendo. ¿Qué quiso decir usted cuando comentó que Pedro había sido muerto por su dinero? Su madre no lo mató, con toda certeza.
—No. Y el que lo hizo probablemente no tenía conocimiento de que el dinero había pasado a ella.
—Eso deja el campo completamente libre, ¿no es cierto?
Pero Allan Bosch era un hombre sensible y creo que intuyó en qué dirección se estaba moviendo mi mente. Cuando salimos del ascensor se despidió, picando como un corredor.
—No he terminado con usted, Allan.
—¿No? Me temo que no he sido de mucha utilidad. Creí que tendríamos oportunidad de conversar con la señora.
—Tuvimos nuestra oportunidad. Nos dio más de lo que yo pensé. Ahora quiero otra oportunidad de hablar con usted.
Lo metí en el bar y maniobré para sentarlo en la parte pegada a la pared, del banco almohadillado de un compartimento. Tendría que pasar sobre mí para poder salir. Pedí dos ginebras con agua tónica. Bosch insistió en pagar la suya.
—¿Qué es lo que nos ha quedado por discutir? —me preguntó más bien calmosamente.
—De amor, dinero y Tappinger, y su gran error en Illinois. ¿Por qué supone usted que sigue pagando por ese error después de doce años del acontecimiento?
—No tengo idea.
—No estará repitiendo su error, ¿no es cierto?
—No sé adónde quiere llegar —Bosch empezó a rascarse la nuca—: Taps está casado y feliz. Tiene tres hijos.
—Los chicos no son siempre una barrera. Es más, he conocido hombres que se han puesto en contra de sus hijos, porque éstos les recordaban que ya no eran jóvenes. En cuanto al matrimonio de Tappinger, está a punto de quebrarse. Ella es una mujer desesperada.
—Tonterías. Bess es un amor.
—Pero no el amor de Tappinger —le dije—. Me pregunto si no habrá encontrado otro nuevo amor entre las estudiantes.
—Desde luego que no. No anda tonteando con estudiantes.
—Me dijo usted mismo que alguna vez lo hizo.
—No debí haberlo dicho.
—Ese es un esquema de comportamiento que tiende a repetirse. He tenido alguna experiencia en mi trabajo, con hombres y mujeres que no pueden madurar y no soportan volverse viejos. Tratan, una y otra vez, de renovarse con compañeros cada vez más jóvenes —el desagrado hizo que la cara de Bosch se contrajera.
—Todo eso podrá ser cierto. No tiene nada que ver con Taps y, francamente, encuentro ese tema bastante desagradable.
—Para mí tampoco es agradable. Le tengo simpatía a Tappinger, que me ha tratado bien. Pero alguna vez tenemos que enfrentar hechos desagradables, aun sobre gente que nos agrada.
—Usted no enfrenta los hechos. Usted está, simplemente, especulando en base a algo que sucedió hace doce años.
—¿Y está seguro que eso no sigue? Usted me dijo que hace siete años trajo una chica de primer año a ver aquí una obra. ¿Había otras estudiantes en la reunión?
—No lo creo.
—¿Es muy usual que un profesor traiga a una estudiante de primer año, desde sesenta o setenta kilómetros de distancia, para ver una obra de teatro?
—Podría ser. No lo sé. De todas maneras, Bess estaba con ellos.
—¿Por qué no me dijo eso antes?
—No comprobé que eso constituía una escapatoria —me dijo con algo de ironía—. El profesor Tappinger no es un psicópata sexual, y usted lo sabe. No necesita ser vigilado las veinticuatro horas del día.
—Espero que no lo necesite. Usted me dijo que habló con la chica. ¿Le dijo ella algo sobre Tappinger?
—No recuerdo. ¡Fue hace tanto tiempo!
—¿Los vio juntos?
—Sí. En realidad los tres vinieron a comer a casa y de allí nos fuimos todos a la función.
—¿Cómo actuaban Tappinger y la chica entre ellos?
—Parecía que estaban muy apegados —por un momento su semblante se abrió, recordaba algo, y luego se volvió a cerrar. Levantándose a medias, dijo—: Oiga. No sé adonde quiere llegar.
—¡Claro que lo sabe! ¿Se comportaban como amantes?
Bosch me contestó lenta y cuidadosamente:
—No alcanzo a comprender del todo esa pregunta, Mr. Archer. Y no veo que sea pertinente ahora. Después de todo, estamos hablando de siete años atrás.
—Ha habido tres crímenes en esos siete años, todos ellos en conexión con Ginny Fablon. Su madre, su padre y su marido han sido asesinados.
—¡Dios mío! No le estará echando la culpa a Taps…
—Es muy pronto para decirlo. Pero puede estar seguro que esa pregunta es pertinente. ¿Eran amantes?
—Bess parecía creer que lo eran. En ese tiempo pensé que ella estaba imaginando cosas. A lo mejor no era así.
—Dígame qué pasó.
—No fue mucho. Se levantó y salió en medio de la función; Todos estábamos sentados juntos. Bess entre Taps y yo y la chica en el otro extremo. Bess de repente se levantó y salió afuera, a la oscuridad. La seguí. Pensé que podía estar enferma, y en efecto, había devuelto su comida en el estacionamiento. Pero era más una enfermedad moral que física. Barbotó una cantidad de basura sobre Taps y esa chica Fablon y acerca de cómo ella lo estaba corrompiendo a él…
—¿Ella lo estaba corrompiendo a él?
—Así lo proclamaba Bess. Por una razón no la tomé muy en serio. Estaba embarazada por aquel entonces y ya sabe usted cómo suelen ponerse de celosas las mujeres en ese estado. Pero posiblemente había algo de real en lo que ella decía. Después de todo, Taps se enamoró de Bess, cuando ésta era mucho más joven que la chica —Bosch se sonrojó oscuramente, como un hombre que ha sido agarrotado—: Me siento como un Judas, diciéndole todo esto.
—¿Qué lo llevaría a hacer, un amor así, a Tappinger?
Bosch tomó su bebida:
—Veo lo que quiere decir. Taps no es exactamente un émulo de Cristo. Sin embargo, hay una gran distancia entre andar por ahí con una chica y matar a sus padres. ¡Eso es inimaginable!
—El crimen, frecuentemente, lo es. Ni los asesinos pueden imaginarlo. De lo contrario, no lo harían. ¿A qué hora lo visitó Tappinger la otra tarde, la tarde del martes?
—A las dieciséis. Hizo una cita y llegó en punto…
—¿Cuándo hizo la cita con usted?
—Menos de una hora antes de llegar. Me telefoneó y me preguntó cuándo estaría libre.
—¿De dónde habló?
—No me lo dijo.
—¿Cuál era su estado de ánimo cuando llegó?
—Usted parece un fiscal, Mr. Archer. Pero no lo es y creo que no contestaré a esa pregunta ni a ninguna otra.
—Su amigo Pedro fue muerto en Brentwood, el martes a la tarde. Su otro amigo Tappinger, dejó Montevista alrededor de las trece. Entre las trece y las dieciséis tuvo tiempo y oportunidad de cometer el crimen y regresar, para protegerse con usted.
—¿Protegerse?
—Utilizó la visita que le hizo a usted para explicar porqué canceló la clase del martes a la tarde, y hacer el viaje a Los Ángeles. ¿Sabe manejar un arma? —Bosch no quiso contestarme—. Él mencionó que iba a la escuela mientras hacía patrullaje, lo que significa que estuvo en alguna rama de ese servicio militar. ¿Sabía usar un arma?
—Estuvo en la infantería —Bosch dejó caer la cabeza como si los hechos que se iban acumulando tendieran a probar su propia culpa—. Cuando Taps era un muchacho de diecinueve o veinte años, participó en la liberación de París. No era… no es un hombre despreciable.
—Nunca dije que lo fuera. ¿Cómo era su estado mental cuando fue a su oficina el martes?
—No soy una autoridad en estados mentales. En realidad, estaba un poco tenso y como aturdido. Por supuesto no nos habíamos visto durante varios años. Y acababa de salir de esa carretera a San Bernardo, que es bastante difícil… —se interrumpió bruscamente—. No puedo negar que Taps parecía estar bastante agitado. Prácticamente se puso histérico cuando reconocí a Pedro Domingo en la fotografía y le conté los hechos principales acerca del muchacho.
—¿Qué dijo?
—No dijo mucho de nada. Tuvo, lo que puede llamarse un ataque de risa. Parecía pensar que todo era una tremenda broma.