Significaba para mí un duro golpe moral tener que abandonar un caso inconcluso. Regresé a mi departamento en Los Ángeles Oeste y bebí hasta sumirme en un estupor moderado.
Aun así, no dormí muy bien. Me desperté en la mitad de la noche. Una llovizna golpeaba contra la ventana. El whisky se estaba disipando y me vi a mí mismo en una llamarada de pánico: un hombre de mediana edad, yaciendo solo, en la oscuridad, mientras la vida pasaba a su lado como el tránsito que corre por la carretera.
Me levanté tarde y salí a tomar el desayuno. Los diarios de la mañana no traían ninguna novedad. Me dirigí a mi oficina y esperé a ver si Peter cambiaba de idea y me telefoneaba.
En realidad no lo necesitaba, me dije a mí mismo.
Todavía me quedaba algo de su dinero. Aun sin él y aun sin su ayuda en Montevista, yo podía ir a buscar a Perlberg y trabajar con él en el asesinato de Martel. Pero por alguna razón importante, necesitaba que él volviera a contratarme. Creo que en mi noche de soledad, pensé en Peter como en un hijo imaginario, un pobre hijo gordo y tonto, que se comía sus penas en vez de bebérselas. El sol, al evaporar la niebla de la mañana también secó las veredas. Un poco menos deprimido bajé al buzón en busca de esperanzados anuncios.
Un sobre de aspecto interesante, que provenía de España tenía estampillas con la imagen del General Franco y estaba dirigido a Mr. Lew Archer. La carta decía: Cordiales saludos. Ésta le llega a usted de la lejana España para interesarlo en la nueva línea de muebles Fiesta, con su auténtico motivo español tan excitante como una corrida de toros, de tanto color como una danza flamenca. Venga a verlos en cualquiera de las tiendas Greater, de Los Ángeles.
La pieza postal que más me gustó era un folleto de la Cámara de Comercio de Las Vegas. Entre las atracciones de la ciudad mencionaba, natación, golf, tenis, bolos, ski acuático, comer, ir a espectáculos y a la iglesia, pero no decía ni una palabra acerca del juego.
Resultó ser un presagio. Mientras seguía mirando, sonriente, el folleto, me telefoneó el capitán Perlberg.
—¿Está ocupado, Archer?
—No mucho, pues mi cliente ha perdido interés en el asunto.
—Lo siento mucho —me dijo alegremente—. Usted podría hacernos un favor a los dos. ¿Le gustaría hablar con la madre de Martel?
—¿Su madre?
—Eso es lo que le dije. Vino esta mañana en Jet, desde Panamá y está chillando para que le entreguemos el cuerpo de su hijo y también información. Usted sabe más de este asunto que yo, así que pensé que era mejor que usted le hablase y nos salvaría de un incidente internacional.
—¿Dónde está ahora?
—Tomó un departamento en el Hotel Beverly Hills. En este momento está durmiendo, pero lo espera esta tarde temprano, ¿digamos a las catorce quince? Le va a resultar una clienta muy buena.
—¿Quién va a pagarme?
—Ella. Está bien forrada.
—Creí que estaba muerta de hambre.
—Pensó mal —dijo Perlberg—. El cónsul general me dijo que está casada con el vicepresidente de un banco en la ciudad de Panamá.
—¿Cuál es su nombre?
—Rosales. Ricardo Rosales.
Ése era el nombre del vicepresidente del Banco de Nueva Granada que le había escrito a Mrs. Fablon diciéndole que ya no había más dinero.
—Me agradará visitar a Mrs. Rosales.
Llamé al profesor Allan Bosch, al Colegio del Estado, en Los Ángeles. Bosch me dijo que estaría encantado de almorzar conmigo y darme información sobre Pedro Domingo, pero aún tenía problemas con su tiempo.
—Puedo ir en mi coche hasta allá, profesor —dije—. ¿Tienen ustedes un restaurante en los terrenos del Colegio?
—Tenemos tres lugares para comer: «El Infierno», «La Cafetería» y «La Cima del Norte». De paso… Le han cambiado de nombre al colegio. Ahora se llama Colegio del Estado de California.
—El «Infierno» parece interesante.
—Es menos interesante de lo que suena. En realidad es un restaurante automático. ¿Por qué no nos encontramos mejor en «La Cima del Norte»? Queda arriba del Hall del Norte.
El Colegio está cerca del límite del Este de la ciudad. Tomé la autopista de Hollywood que me llevó a la de San Bernardino. La dejé en la salida a la Avenida del Este. Los dominios del Colegio estaban en una especie de colina decapitada, abarrotada de edificios. Los lugares para estacionar eran escasos. Por fin estacioné el auto frente a una facultad y el ascensor subió seis pisos hasta la «Cima del Norte».
El profesor Bosch era un hombre de aspecto juvenil, de unos treinta años, lo suficientemente alto para jugar como centro en un equipo de básquetbol. Tenía el aspecto un poco desmañado de los hombres de alta estatura y cierto desencanto en sus brillantes ojos. Hablaba entrecortadamente, con el acento del Medio Oeste.
—Estoy sorprendido de que haya llegado ahora. Es todo un viaje. Reservé un lugar junto a la ventana.
Me guió hasta una mesa al extremo del gran comedor bullicioso. De la ventana podía verse hasta Pasadena y sus montañas.
—Usted quiere que le hable de Pedro Domingo —me dijo Bosch, mientras comíamos una sopa de cebolla.
—Sí. Estoy interesado en él y en sus parientes. El profesor Tappinger me dijo que su madre trabajaba en un cabaret en Panamá.
—Creo que era así —cambió de posición mirándome a través de la mesa—. Antes de que sigamos adelante, ¿por qué no se publicó en los diarios la muerte de Pedro?
—Se publicó. ¿No le dijo Tappinger que Pedro usaba un pseudónimo?
—Quizás. Pero no recuerdo. Tappinger y yo nos pusimos muy excitados y por un rato no hacíamos más que dar vueltas y vueltas —me contempló fijamente—. ¿Qué pseudónimo usaba?
—Francis Martel.
—¡Qué interesante! —no me dijo por qué—. Vi la noticia de su asesinato. Se dijo que era un asunto entre gángsters.
—Eso se dijo.
—Usted parece dudarlo.
—Cada vez dudo más y más.
Bosch dejó de comer. No mostró más interés en su sopa. Cuando llegó el bife a medio cocer, lo cortó metódicamente en pequeños trozos que no comió.
—Al parecer soy yo el que hace la mayoría de las preguntas —me dijo—. Me interesaba Pedro Domingo. Tenía un buen cerebro, muy desordenado ciertamente, pero brillante. Estaba lleno de vida.
—Ya no queda nada de eso.
—¿Por qué usaba un pseudónimo?
—Robó un montón de dinero y no quería que lo agarraran. También quiso impresionar a una chica obsesionada por lo francés. Se presentó como un francés aristócrata, llamado Francis Martel. Suena mejor que Pedro Domingo, sobre todo en el sur de California.
—Ese nombre es casi auténtico.
—¿Cómo, auténtico?
—Por lo menos tan auténtico como claman serlo los árboles genealógicos. El abuelo de Pedro, el padre de su madre, se llamaba Martel. No sería un aristócrata exactamente, pero era un francés instruido. Vino de Francia joven como ingeniero de la Compagnie Universelle.
—No sé francés, profesor.
—La Compagnie Universelle du Canal Interocéanique de Panamá es el nombre que Lesseps le dio a su compañía constructora del Canal. Un gran nombre para un enorme fracaso. Quebró allá por el año 1890, y el abuelo Martel perdió su dinero. Decidió quedarse en Panamá. Era un ornitólogo aficionado y le interesaban la flora y la fauna. Con el tiempo se fue volviendo igual a los nativos y pasó los declinantes días de su vida con una chica del pueblo. Pedro decía que ella era descendiente de los Cimarrones, los esclavos que se fugaron y pelearon con Francis Drake en contra de los españoles. Aseguraba ser descendiente directo de Drake por parte de madre. Eso explicaría el nombre de Francis… pero creo que esta vez estaba hilando una pura fantasía genealógica. Pedro era muy dado a este género de fantasías.
—Es peligroso —le dije— cuando uno empieza a vivirlas como si fueran reales.
—Supongo que es así. De todos modos la chica fue la abuela materna de Pedro. Su madre y Pedro tomaron el apellido Domingo de ella.
—¿Quién era el padre de Pedro?
—Él no lo sabía. He deducido que su madre tampoco lo sabía. Vivía una vida muy desorganizada, por decirlo suavemente. Pero ella mantuvo viva la tradición del abuelo, hasta mucho después de morir el viejo.
»Hay en Panamá una tradición francesa, de todas formas. La madre de Pedro le enseñó el francés junto con el español. Leían juntos los libros del abuelo. El viejo había sido bastante literato (su biblioteca abarcaba desde La Fontaine y Descartes a Baudelaire) y así Pedro tuvo una instrucción bastante buena en francés. Podrá comprender cómo lo obsesionaba esa lengua. Era un muchacho de los barrios bajos, con sangre india y de esclavos, así como también francesa, en sus venas. Su afrancesamiento era su única distinción, su única esperanza de distinción.
—¿Cómo es posible que sepa usted todo esto, profesor?
—Pasé una temporada con el muchacho. Me parecía que era una promesa, una brillante promesa y él estaba ansioso por hablar con cualquiera que supiera francés. Pasé un año en Panamá, con una beca —Bosch añadió con un tono despectivo—. También, en mis cursos adelantados de composición francesa yo tenía un recurso, que de paso le diré que tomé prestado de Taps, consistente en que mis alumnos escribieran una composición en francés, explicando por qué estudiaban ese idioma. Pedro se destacó con una pasmosa composición sobre su abuela y la gloire… la gloria de Francia. Sacó la más alta clasificación, la primera en ese tipo de trabajo, que había dado en muchos años. En esa composición está el origen de todo lo que le he contado.
—No conozco el idioma —dije—. Pero por cierto que me gustaría ver ese documento.
—Se lo devolví a Pedro. Me dijo que se lo había enviado a su madre.
—¿Cuál era su nombre? ¿Lo sabe usted?
—Secundina Domingo. Debe de haber sido la segunda hija de su madre.
—A juzgar por su nombre, nunca se casó.
—Aparentemente, no lo hizo. Pero tuvo hombres en su vida —dijo Bosch secamente—. Una noche le di a Pedro mucho vino y me contó acerca de los marineros norteamericanos que venían a su casa con ella. Esto fue durante la guerra, cuando él era todavía bastante joven. Él y su madre tenían una sola habitación para los dos y tan sólo una cama en ella. Tenía que esperar afuera cuando su madre tenía visitas. Algunas veces tuvo que hacerlo durante toda la noche. Tenía mucha devoción por su madre y creo que la experiencia lo empujó casi al borde de un desequilibrio mental. Esa noche de que le hablo, cuando estaba volando alto a causa de mi vine ordinaire, se embarcó en un loco discurso, diciendo que su país era la encrucijada pisoteada del mundo y que él mismo era la esencia de su barro, blanco, indio, negro. Parecía identificarse con el Cristo Negro del Nombre de Dios, que es una famosa escultura religiosa de Panamá.
—¿Tenía delirios mesiánicos?
—Si los tenía no lo sé. No soy psiquiatra. Yo creo que Pedro era en realidad un poeta perdido, un alma que idealizaba y simbolizaba y que heredó demasiados problemas. Admito que tenía algunas ideas bastante fantásticas, pero hasta algunas de las más fantásticas tenían una cierta lógica. Panamá era para él, más que un país, más que un eslabón geográfico entre América del Norte y del Sur. Pensaba que representaba una conexión básica entre el alma y el cuerpo, la cabeza y el corazón… y que los norteamericanos habían roto esa conexión —añadió—. Y ahora lo hemos matado.
—¿Nosotros?
—Nosotros, los norteamericanos.
Miró la carne que se estaba congelando en su plato. Yo miré hacia las montañas. Sobre ellas, un jet había dejado una blanca cicatriz en el cielo.
Veía ahora a Bosch bajo un aspecto que me gustaba. Era diferente de un tipo un poco pasado de moda como Tappinger, que estaba tan sumergido en sí mismo y en su trabajo que había terminado por convertirse en un excéntrico social. Bosch parecía estar genuinamente interesado en sus alumnos. Le dije algo a ese respecto.
Demostró su placer ante ese cumplido.
—Soy un maestro. No quisiera ser nada más —después de una pausa que se llenó con la entrecruzada conversación de los estudiantes que había alrededor de nosotros, me dijo—: Me costó acostumbrarme a la ausencia de Pedro. Era el estudiante de más interés que tuve nunca, aquí o en Illinois. Solamente he enseñado en esos dos lugares.
—Su amigo Tappinger me dijo que el Departamento de Justicia andaba detrás de Pedro.
—Sí. Pedro entró ilegalmente al país. Tuvo que dejar Long Beach y tuvo que irse de aquí, perseguido por los hombres de la Inmigración. En realidad, fui yo quien le pasé el dato de que estaban haciendo averiguaciones sobre él. No me avergüenzo de haberlo hecho —me dijo, sonriendo a medias.
—No lo voy a denunciar, doctor Bosch.
Su sonrisa se torció, trasformándose en un gesto defensivo.
—La verdad es que temo no ser un buen doctor en filosofía. Mis entendederas me fallaron en Illinois. Podría haber probado de nuevo, supongo, pero ya no tenía mucho interés.
—¿Por qué no?
—Taps ya se había ido. Yo era uno de sus protegidos especiales y heredé por eso una cierta cantidad de mala voluntad. Lo que le pasó a Taps, por otra parte, tampoco fortaleció mi moral. Pensé que si eso podía pasarle a uno de los más promisorios eruditos en mi campo de estudios, bien le podía pasar a cualquiera.
—¿Qué le sucedió a él en Illinois?
Bosch apretó los labios y se quedó en silencio. Esperé y cambié mi ángulo de aproximación:
—¿Todavía es Tappinger un erudito destacado en su campo de estudios?
—Lo sería, si se le diera una oportunidad como a los demás. Pero no tiene tiempo para sus trabajos y eso es lo que lo está enloqueciendo. Cuando se proponen los ascensos, se le pasa por alto. Ni siquiera ha podido conseguir una promoción en un colegio como el de Montevista.
—¿Por qué no?
—Será porque no les gusta la forma en que se peina.
—¿O la forma en que se peina su mujer?
—Creo que ella tiene algo que ver en el asunto. Pero, con franqueza, no tengo interés en el menudeo de los chismes de las facultades. Se suponía que estábamos hablando de Pedro Domingo, alias Cervantes. Si quiere hacer otras preguntas sobre él, estoy a su disposición. Si no…
—¿De dónde sacó ese apellido Cervantes?
—Pensé en ello la noche que se fue. Siempre me causó la impresión de un Quijote.
Yo pensé, pero no lo dije, que esa palabra se aplicaría con más exactitud con referencia a Bosch:
—¿Usted lo mandó a estudiar con Tappinger?
—No. Debo de haber hablado de Tappinger con él, alguna vez. Pero se fue a Montevista a causa de una chica. Era una estudiante de los primeros años, según parecía con grandes condiciones para el estudio de idiomas.
—¿Quién dijo eso?
—Me lo dijo el mismo Taps y yo también hablé con ella una vez. Él la trajo para nuestro festival artístico de la Primavera. Habíamos puesto en escena la pieza teatral de Sartre «Huis Clos». Ella, hasta entonces, no había visto una obra contemporánea en francés. Pedro estaba allí y se enamoró de ella exactamente a primera vista.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Él me lo dijo. Por cierto que me mostró algunos sonetos que escribió sobre ella y su belleza ideal. Ella era una cosa hermosísima, una de esas rubias pálidas y puras, muy joven, de no más de dieciséis o diecisiete años.
—Ya no es tan joven ni tan pura, pero sigue siendo una cosa hermosísima.
Dejó caer su tenedor cuyo ruido se mezcló con el parloteo incesante del comedor.
—No me diga que la conoce.
—Ella es la viuda de Pedro. Se habían casado este último sábado.
—No comprendo nada.
—Si le dijera todo lo que sé, solamente conseguiría que se sintiera peor. Él se hizo el propósito de casarse con ella hace siete años, tal vez la misma noche que la vio acá, en el teatro. ¿Sabe usted si trató de acercarse a ella esa noche o después?
Bosch pensó la respuesta.
—Estoy bastante seguro de que no lo hizo. Moralmente seguro. Era una de esas pasiones secretas en la cual parecen embarcarse los latinos.
—¿Como la de Dante y Beatriz?
Me miró sorprendido.
—¿Usted ha leído a Dante, no es cierto?
—Lo he leído. Pero tengo que admitir que la acotación pertenece a otro testigo. Ella dijo que Pedro seguía a la chica con su mirada del mismo modo con que Dante seguía a Beatriz.
—¿Y quién que ande sobre la tierra, dijo eso?
—Bess Tappinger. ¿La conoce?
—Naturalmente. La conozco. Puede decirse que ella es una autoridad en Dante y Beatriz.
—¿Realmente?
—No lo digo completamente en serio, Mr. Archer. Pero Bess y Taps actuaron en roles comparables a esos en su época: el intelectual y la mujer ideal. Tuvieron un hermoso asunto platónico antes que… antes que los atrapara la vida real.
—¿Podría ser un poco más claro? Estoy interesado en esa mujer.
—¿En Bess?
—En ambos Tappinger. ¿Qué quiso usted decir con eso de que los atrapó la vida real?
Me estudió, como queriendo leer mis intenciones.
—No hago nada malo en decírselo, supongo. Prácticamente lo saben todos los de la Asociación del Lenguaje Moderno. Bess era una estudiante de segundo año de francés en Illinois. Taps era el joven que prometía en ese departamento de estudios. Los dos tuvieron su momento platónico. Eran como Adán y Eva antes de la caída. O como Abelardo y Eloísa. Podrá sonar a exageración romántica, pero no lo es. Sucedió. De pronto, la vida real asomó su fea cabeza, como dije. Y Bess quedó embarazada. Taps se casó con ella, por supuesto, pero todo fue manejado suciamente. En el Colegio de Illinois todos eran muy puritanos en aquella época. Y lo que empeoró las cosas fue que la Asistenta del Decano de las Mujeres estaba encaprichada con Taps. En realidad le echó los perros encima. Así también lo hicieron los padres de Bess: era una pareja de burgueses de Oak Park. El resultado final fue que la administración lo despidió por depravación moral, echándolo por la borda.
—¿Y allí ha permanecido desde entonces?
Bosch asintió.
—Doce años. Es mucho tiempo para seguir pagando por una ofensa menor, que, de paso, es muy común. Las maestras se están casando con sus alumnos, todo el tiempo, con o sin acompañamiento de tiros. En mi opinión, Taps recibió un tratamiento muy injusto y eso arruinó su vida. Pero nos estamos yendo muy lejos, Mr. Archer —miró su reloj—. Son las trece treinta y tengo una cita con un estudiante.
—Cancélela y venga conmigo. Tengo una cita más interesante.
—¿Sí? ¿Con quién?
—Con la madre de Pedro.
—Usted está bromeando.
—Me gustaría que así fuera. Pero llegó esta mañana, desde Panamá y para en el Hotel Beverly Hills. Podré necesitar un traductor. ¿Qué me dice?
—Vamos. Es mejor que llevemos los dos coches, para que no tenga necesidad de traerme de vuelta.