29

La ciudad de Santa Teresa está construida en una ladera que comienza en el mar y se alza más y más escarpada, hacia las montañas de la costa en una serie de colinas ascendentes. Una de ellas, la primera y la más baja era la llamada Padre Ridge, la única situada dentro de los límites de la ciudad.

Era una zona bastante cara, con una vecindad de casas antiguas muy conservadas, algunas de ellas con jardines prolijamente cuidados. Los terrenos del número 1427, eran los únicos de la manzana que mostraban abandono. El seto de ligustro necesitaba una poda. La maleza se extendía, rampante, por el empinado césped.

Hasta la casa, pintada de rosa y con tejas rojas, tenía en su contorno un aire de desuso. Las cortinas de las ventanas del frente estaban arrugadas. El único signo de vida era el reyezuelo doméstico que respondió cuando me aproximé a la galería.

Levanté la cabeza de león del llamador y la dejé caer, pensando que difícilmente, me contestarían. Pero, después de un momento, unos pasos suaves se fueron acercando a la puerta, que fue abierta apenas por una mujer de edad mediana, que tenía puesto un traje de baño mojado, de algodón color azul.

—Mi nombre es Archer. ¿Está el señor Ketchel en casa?

—Voy a ver.

La mujer salió del charco que habían dejado sus pies desnudos en el piso, desapareciendo hacia el fondo de la casa. Yo empujé la puerta de calle y entré, consciente del revólver que, como un tumor benigno, tenía debajo de la axila.

Daban al vestíbulo varias puertas. Sólo una, al final, estaba abierta. Desde ella pude ver, a través de una habitación con puertas corredizas de cristal, el agua azulada de una piscina de natación.

Kitty salió de ella chorreando agua. Atravesó la habitación, dejando sobre la alfombra las huellas de sus pies, que parecían cinturas de avispas y se topó conmigo en la puerta. Tenía puesto un traje de baño blanco, de tejido elástico y una gorra blanca de goma en forma de yelmo que la hacía parecer una centinela de las Amazonas.

—Salga de aquí, o llamaré a la policía.

—Claro que lo hará. Sobre todo ahora, que están pasándole el rastrillo a todo el Estado para ver dónde está Leo.

—No ha hecho nada malo —dijo y añadió—: No recientemente…

—Quiero oírselo decir a él en persona.

—No. No puede hablar con él.

Dio un paso adelante, cerrando la puerta tan abruptamente, que chocó conmigo. Me puso las manos sobre los hombros para conservar el equilibrio y retrocedió, como si yo estuviera o muy frío o hirviendo.

Debe de haber sentido el arma bajo mi brazo. El temor volvió a poseerla. Eso hizo que su rostro se pusiera como si hubiera tomado veneno.

—¿Usted vino aquí para matarnos, no es cierto?

—Ya hemos hablado antes de ese tema, usted y yo. Parece que usted no puede apartar de su mente el asesinato.

—He visto demasiados… —no prosiguió, conteniéndose.

—¿Ha visto morir a demasiadas personas?

—Claro. En accidentes de tránsito y cosas así —trató de poner una expresión de inocencia. Sin la pintura y con su llamativo cabello cubierto, parecía más joven y más positiva. Pero de ninguna manera inocente—. ¿Qué quiere de nosotros? ¿Dinero? No tenemos.

—No trate de engañarme, Kitty. Esta es la oficina principal de la fábrica de dinero.

—Es verdad lo que le digo. Ese gato que se hace llamar Martel desapareció con nuestro dinero en efectivo y no podemos convertir el dinero que tenemos invertido.

—¿Cómo pudo Martel apoderarse de ese dinero?

—Se suponía que tenía que traérselo a Leo. Leo creía en él. Yo no, pero él sí.

—Martel fue muerto de un tiro ayer, en Los Ángeles. Otro accidente para su libro de recuerdos. Tenía consigo cien mil dólares en efectivo.

—¿Dónde está ese dinero ahora?

—Pensé que podía estar acá. Era dinero negro, ¿no es cierto, Kitty? —alzó sus brazos con un movimiento cerrado, llevando sus puños a los hombros y luego dejándolos caer—. No estoy afirmando o negando nada.

—Es tiempo ya de que hable, ¿no lo cree? Existe una cosa, algo así como comprar inmunidad, dando informaciones, especialmente en un caso de evasión de impuesto a los réditos.

A pesar de que en el vestíbulo no hacía frío, ella empezó a temblar.

—En el caso de un crimen —le dije— no es tan fácil. Usted no puede permitirse el lujo de mantenerse en silencio. ¿Fue Leo o alguno de sus muchachos los que ejecutaron a Martel?

—Leo no tuvo nada que ver en eso.

—Si él lo hizo y usted sabe que lo hizo, es mejor que me lo diga. A menos que quiera ser enjuiciada con él.

—Yo sé que no lo ha hecho Leo. No ha salido de esta casa.

—Pero usted sí.

Temblaba violentamente.

—Oiga, señor. No sé qué es lo que usted está tratando de hacernos a nosotros…

—Se lo han hecho ustedes mismos. Lo que uno hace a otras personas se lo hace a sí mismo, eso está en el proverbio de la Regla Áurea, Kitty.

—No sé de qué está hablando.

—De tres asesinatos. Ayer Martel. Marieta Fablon la noche anterior, cuando, incidentalmente, usted estaba en Montevista y Roy Fablon siete años antes. ¿Lo recuerda a Fablon?

Asintió, sacudiendo la cabeza.

—Dígame qué le pasó a Fablon. Usted estaba allí.

—Déjeme poner algo encima. Estoy helada. He estado en el agua con Leo durante una hora.

—¿Salió él de la piscina?

—Sí. Está trabajando con su fisioterapeuta. No diga nada en presencia de ella, ¿quiere? Es una mujer honrada.

Kitty se quitó el gorro de baño. Su cabellera roja floreció. Cuando abrió una de las puertas alcancé a ver una desarreglada habitación femenina en tonos rosados, con un gran espejo en el techo, sobre la enorme cama camera.

Salí. Una silla de ruedas estaba entre los muebles que circundaban la piscina. La mujer del traje de baño azul estaba metida hasta el pecho en ella, con un hombre en sus brazos. La cara del hombre era redonda y fláccida, su cuerpo flojo. Sólo sus ojos retenían algo del control propio de la vida adulta.

—Hola, Mr. Ketchel.

—Yo diré hola por él —dijo la mujer—. Mr. Ketchel ha tenido un pequeño accidente cerebral hace tres meses y desde entonces no ha vuelto a decir una palabra. ¿No es cierto, querido?

Sus tristes ojos negros le contestaron. Luego se desviaron hacia mí, aprensivamente. Sonrió. La saliva le resbaló por el costado de la boca.

Kitty apareció tras las puertas corredizas, invitándome a entrar. Tenía puestos unos pantalones con adornos que brillaban sugestivamente, un sweater de angora de cuello alto y se había trabajado la cara con tanta pintura que casi la había reducido a una máscara sin ninguna expresión. Era difícil decir qué albergaba en su mente para mí.

Me llevó a un pequeño salón al frente, lejos de la piscina, y corrió los cortinajes. Se quedó parada junto a la ventana, compitiendo con el paisaje. Al lado de las protuberancias y los huecos de su cuerpo, las velas de las embarcaciones que estaban en el mar, parecían borrosas y remotas como blancas servilletas de tres picos en un descolorido mantel azulado.

—¿Ve ahora lo que tengo en mis manos? —me dijo, extendiendo las manos—. Un pobre hombrecito viejo y enfermo. No puede caminar, no puede hablar, no puede ni siquiera escribir su nombre. No puede decirme dónde está nada. Ni puede protegerme.

—¿De quién necesita protegerse?

—Leo se ocasionó muchos enemigos toda su vida. Si supieran que está indefenso, su vida no valdría ni esto —hizo castañetear los dedos—. Ni tampoco la mía. ¿Por qué cree usted que estamos escondiéndonos en estos andurriales?

Para ella, pensé, andurriales era cualquier lugar que no fuera el triángulo Chicago-Las Vegas-Hollywood.

—¿Es el socio de Leo, ese Davis, una de las amenazas? —le pregunté.

—La principal. Si Leo muere o lo ponen fuera de combate, Davis es el que ganará más.

—¿El Club Escorpión?

—Prácticamente es suyo, según los papeles. La Impositiva obligó a Leo a largarlo. Además Davis se la tiene jurada.

—Hablé con Davis anoche. Me ofreció dinero para que le dijera donde estaba Leo.

—Así que es por eso que está aquí.

—No se apresure a sacar conclusiones. Me negué.

—¿Es cierto?

—Es cierto. ¿Por qué se la tiene jurada a Leo?

Sacudió su cabeza, que flameó con la luz del sol. Me hizo recordar el fuego de los recolectores de naranjas en el terreno del ferrocarril. La extraña y forzosa intimidad de aquella noche flotaba aún como una posibilidad entre Kitty y yo.

—No puedo decírselo —me contestó.

—Entonces se lo diré yo. La oficina de Réditos Internos anda atrás de Leo por el dinero que les escamoteó. Si no lo pueden encontrar ni a él ni al dinero, y quizá aunque los consigan, igual lo clavan a Davis con el asunto de la evasión. En el mejor de los casos, perdería su licencia por tener la audacia de evadir réditos. En el peor ingresará a la penitenciaria federal por el resto de su vida.

—No será el único.

—Si se refiere a Leo, el resto de su vida ya no vale mucho.

—¿Y qué sobre el resto de mi vida? —Apoyó su mano sobre su pecho forrado de angora—. Aún no tengo treinta años. No quiero ir a parar a una prisión.

—Entonces, lo mejor que puede hacer es transar.

—¿Entregando a Leo? No lo haré.

—En su estado, no le harán nada.

—Lo encerrarán. No podría seguir su tratamiento. Nunca más llegaría a aprender a hablar o a escribir. O… —Se detuvo en mitad de la frase.

—O decirle dónde está el dinero.

—¿Qué dinero? Usted dijo que ese dinero había desaparecido —dijo después de una vacilación.

—Los cien mil, sí. Pero tengo informes de que Leo sacó millones cuando estaba arriba. ¿Dónde están esos millones?

—Ojalá lo supiera, señor —a través de su compuesta máscara podía ver la máquina calculadora trabajando detrás de sus ojos—. ¿Cuál me dijo que era su nombre?

—Archer. ¿Sabe Leo dónde está el dinero?

—Creo que sí. Todavía le queda algo de su cerebro. Pero es difícil saber en qué medida comprende. Siempre finge comprender todo lo que le digo. Así que el otro día hice la prueba diciéndole cosas en una jerga deshilvanada. Sonrió asintiendo, lo mismo que siempre.

—¿Qué le dijo?

—No me gustaría repetirlo. Fueron solamente una cantidad de malas palabras sobre lo que haría por él si aprendiera a hablar. O, por lo menos, a escribir —tensamente, apretó sus manos contra el pecho—. Me vuelvo loca cuando pienso por lo que he pasado esperando tener un poco de paz y seguridad. Las palizas que le he aguantado y todas las demás bajezas. No crea que no he tenido otras oportunidades. Pero me enamoré de Leo. Esa es la palabra, me enamoré. Y ahora estoy atada a un inválido y nos está costando dos mil dólares por mes, vivir. Seiscientos sólo para medicinas, médicos y tratamiento… y no sé de dónde sacaremos el dinero para el mes que viene —alzó la voz—. Sería millonaria si pudiera hacer valer mis derechos.

—O sus equivocaciones.

—Yo gané ese dinero. Lo he cultivado, trabajando como un negro en un cafetal durante años. No me diga que no tengo derecho a él. Tengo derecho a una vida decente.

—¿Quién le dijo eso?

—Nadie tuvo que decírmelo. Una mujer con mi presencia… puede elegir y levantar a quien quiera.

Era una charla pueril, patética, como si quisiera convencerse a sí misma de lo que decía. Me dio una idea del oscuro capricho que la había hecho unirse a Leo Spillman y mantenerse a su lado, aislada de la vida por el capricho de Leo, aun más grande que el de ella misma.

—Querrá decir que puede ser elegida y levantada. ¿Por qué no sale y se mueve un poco? Usted es una muchacha fuerte.

Aún tenía la arrogancia de la adolescencia.

—¿Cómo se atreve? No soy una prostituta.

—No me refería a esa clase de movimientos. Consígase un empleo.

—Nunca tuve que trabajar para vivir, a Dios gracias.

—Ya es tiempo de que lo haga. Si sigue soñando con esos millones, terminará soñando con ellos pero en las penitenciarías de Camarillo o de Corona.

—¡No se atreva a amenazarme!

—No soy yo el que la amenaza. Son sus sueños. Si no alza, aunque más no sea un dedo, para ayudarse, vuelva con Harry.

—¿Ese enclenque? Si ni siquiera pudo pagarse el hospital.

—Dio todo lo que tenía.

Se quedó en silencio. Su cara era como una fotografía coloreada, luchando angustiosamente por cobrar vida. La vida fue lo primero que brilló en sus ojos. Una lágrima se abrió camino por su mejilla. Me encontré de golpe a su lado, tratando de confortarla. Su cabeza fue como una dalia artificial sobre mi hombro y pude sentir los desconsolados movimientos de su cuerpo volviéndose menos desconsolados.

La kinesióloga golpeó la puerta y la abrió. Se había puesto la ropa de calle.

—Me voy, Mrs. Ketchel. Mr. Ketchel está seguro y arropado en su silla de ruedas —nos miró severamente— Pero no lo deje afuera demasiado tiempo.

—No lo dejaré —dijo Kitty—. Gracias.

La mujer no se movió.

—Estaba pensando si usted podría pagarme algo de lo de la semana pasada y por quedarme el lunes a la noche. Yo también tengo cuentas que pagar.

Kitty entró en su dormitorio y salió con un billete de veinte dólares en la mano. Se lo dio a la mujer.

—¿Le alcanza esto, por ahora?

—Tendrá que alcanzarme. Comprenda que no pongo precio a mis servicios, pero una mujer tiene derecho a un pago honesto por un trabajo honesto.

—No se preocupe. Tendrá su dinero. El cheque de nuestros dividendos tarda en llegar este mes.

La mujer le dirigió una mirada de incredulidad y se retiró. Kitty estaba dura de rabia. Apretó los puños en el aire.

—¡Vieja bruja! Me ha humillado.

—¿Y hay dividendos por llegar?

—No va a llegar nada. Voy a tener que vender mis joyas. Pensar que las estaba ahorrando para un día de lluvia.

—Pues este parece un verano bastante húmedo.

—¿Qué es usted? ¿Un fabricante de lluvias?

Se acercó a mí, tarareando esa vieja canción sobre qué haremos en un lluvioso, lluvioso día. Su pecho me rozó ligeramente.

—Haría mucho por el hombre que me ayudara a encontrar el dinero de Leo.

Ahora, deliberadamente, se ponía provocativa, pero nuestro cuarto de hora ya había pasado.

—¿Me diría la verdad, por ejemplo?

—¿Sobre qué?

—Sobre Roy Fablon. ¿Lo mató Leo?

Después de pensarlo un largo rato, me dijo:

—No quiso hacerlo. Fue un accidente. Pelearon por… algo.

—¿Algo?

—Si quiere saberlo, fue por la hija de Roy Fablon. A medida que Leo se ponía más viejo, buscaba las cabritas más jóvenes. Era desconcertante. Tal vez no debía de haber hecho lo que hice, pero le pasé el santo a Mrs. Fablon sobre el trato de Leo con Fablon por la chica.

—¿Usted se lo dijo a Mrs. Fablon?

—Así es. Actué en defensa propia. También le estaba haciendo un favor a la chica. Mrs. Fablon puso a su marido en vereda y le dijo nones a Leo.

—No comprendo cómo no fue Fablon el que dijo nones primero.

—Le debía a Leo una fuerte suma de dinero y esa era toda la ventaja que necesitaba Leo. También Fablon fingió ignorar cuál era el trato. ¿Sabe lo que quiero decir?

—Sé lo que quiere decir.

—Como Leo, él era un filántropo o algo así. Hubiera sido capaz de vender la sangre de su madre enferma por diez dólares la pinta y pedir un depósito por la botella. Leo también lo haría. Pero pensaba mandar la chica a Suiza para perfeccionar sus conocimientos. Y a Fablon le parecía que eso era formidable, hasta que su mujer lo descubrió. ¡Francamente, creo que Fablon odiaba a la chica!

—Yo creí que estaba loco por ella.

—Algunas veces no existe diferencia entre las dos cosas. Pregúntemelo a mí, si no. Soy una experta. Fablon se puso en su contra cuando ella quedó embarazada no sé por qué individuo: hubiera hecho cualquier cosa por apartarla de él.

—¿Quién era ese individuo?

—No lo sé. Mrs. Fablon tampoco lo sabía o, al menos, no quiso decírmelo. De cualquier modo, Fablon se apareció esa noche en el chalet y deshizo el trato. Leo y él tuvieron una pelea y Fablon recibió una tremenda paliza. Leo era terrible con sus puños, aún estando enfermo. Fablon se fue en muy mal estado esa noche. Se extravió en la oscuridad, cayéndose en la piscina y ahogándose.

—¿Usted lo vio?

—No. Fue Cervantes.

—Debe de haber mentido. De acuerdo con las evidencias químicas, Fablon se ahogó en agua salada. El agua de la piscina es dulce.

—Ahora, tal vez lo sea. En aquellos días era salada. Yo lo sé bien. Nadé en ella todos los días por espacio de dos semanas.

Sus palabras se demoraban ante el recuerdo. Quizás estuviera deslizándose hacia días lluviosos. Y tendría que vender sus joyas. Pero había pasado dos semanas al sol en el Club de Tenis.

—¿Y qué fue lo que dijo Cervantes sobre eso, Kitty?

—Encontró a Roy Fablon en la piscina y vino a decírselo a Leo. Fue una escena fea. Leo había cometido un delito sólo por haber usado sus puños. Con Fablon ahogado, eso se convertía, técnicamente, en un asesinato. Cervantes le sugirió que él podía echar al mar el cuerpo, fraguando un suicidio. Había estado anteriormente sacándole el jugo a Leo y ésta era su oportunidad para pegarse a él. Cuando Leo dejó la ciudad al día siguiente, se lo llevó. En lugar de mandar a la chica de Fablon a Suiza, mandó al muchacho Cervantes a un colegio en París, Francia. Le dije a Leo que estaba chiflado. Me dijo que la razón por la cual su vida era un éxito, era porque miraba años adelante. Tenía en qué emplear a Cervantes y sabía que podía confiar en él, después de lo de Fablon. Esa fue la primera vez que se equivocó. En cuanto Leo cayó enfermo, esta última vez, Cervantes se le dio vuelta —voz se hizo más profunda—. Qué raro lo que pasó con Leo. Todo el mundo le temía, incluyéndome a mí. Era un rayo. Pero cuando se enfermó, de verdad se volvió nadie. Un fracasado como Cervantes, le sacó todo lo que tenía.

—Por lo menos, fue un interruptor. ¿Cómo hizo Cervantes para sacarle todo el dinero?

—Leo confiaba ciegamente en él y se lo fue dando pieza a pieza, durante los tres últimos años. Cervantes consiguió un empleo del gobierno, o dijo así y podía cruzar las fronteras sin ser revisado. Depositó el dinero en algún lugar fuera del país, tal vez en Suiza, en alguna de esas cuentas numeradas que existen allí.

—No creo que su dinero estuviera en Suiza. Hay cuentas numeradas también en Panamá.

—¿Qué está pensando?

—Me preguntaba si Mrs. Fablon no estaría chantajeando a Leo por haber matado a su marido.

—Claro que sí. Vino a verlo a Las Vegas, cuando encontraron el cuerpo de su marido. Le dijo que ella lo había protegido durante la investigación, con sus declaraciones y que lo menos que podía hacer era ayudarla un poco. Leo sufría como un demonio por tener que hacerlo, pero creo que de allí en adelante siempre le mandó su mensualidad —se detuvo y me miró vivamente—. Ya le he dicho todo lo que sé de los Fablon. ¿Va usted a tratar de encontrar para mí el rastro de ese dinero?

—No digo que no. En este momento tengo otro cliente y otros dos crímenes que resolver.

—Pero en eso no hay dinero.

—El dinero no es todo en la vida.

—Eso es lo que pensaba yo hasta ahora. ¿Qué es usted? ¿Un tipo a quien le gusta hacer el bien o qué?

—Nada de eso. Soy alguien a quien no le gusta hacer el mal.

Me miró intrigada:

—No lo entiendo, Archer. ¿Cuál es su punto de vista?

—Me gusta la gente y trato de serles de alguna utilidad.

—¿Y eso añade algo a la vida?

—Por lo menos, hace la vida posible. Pruébelo alguna vez.

—Ya lo hice —me contestó—. Fue con Harry, pero él no vale lo que pesa. Siempre me tengo que topar con enclenques o inválidos —se estremeció—. Mejor es que vaya a ver cómo anda Leo.

Leo estaba esperando pacientemente en la sombra protectora de la mampara enrejada. Su camisa y su pantalón flotaban alrededor de su cuerpo encogido. Pestañeó al mirarme, cuando nos acercamos, como si yo tuviera la intención de golpearlo.

—Cobarde, tembleque —dijo Kitty alegremente—. Éste es mi nuevo amante. Va a ayudarme a encontrar el dinero y me llevará a dar la vuelta al mundo. ¿Y sabes lo que te va a suceder, pobre payaso viejo? Te meteremos en una sala del hospital Municipal. Y nadie irá nunca a verte.

Caminé hacia afuera.