Un grajo que vivía en mi vecindad me despertó por la mañana. Estaba posado en una rama alta frente a la ventana de mi departamento en el segundo piso, gritando a todo gritar, en espera de su ración de maníes salados.
Busqué en mi armario, pero se habían acabado. Le arrojé un poco de cereal en el alféizar de la ventana. El grajo ni se molestó en bajar de su percha. Inclinó su cabeza a un lado y miró sarcásticamente. Luego se columpió en la rama, alejándose.
La leche que estaba en el refrigerador se había puesto agria. Me afeité, endosándome una muda limpia y mi otro traje, para salir a tomar el desayuno. Leí el diario, mientras comía mi jamón con huevos. Hallé el asesinato de Martel en la segunda página. Se hablaba de él como de un asesinato de pandilleros. El de Marieta Fablon había sido sepultado atrás, entre las noticias de Southland. No se insinuaba ninguna conexión entre los dos crímenes.
En camino hacia mi oficina, en la Avenida Sunset, hice un largo desvío hasta el Palacio de Justicia. El capitán Perlberg tenía un informe preliminar del Laboratorio del Crimen. La bala que el doctor Wills extrajera del pecho de Marieta Fablon, había partido, con toda certeza, de la misma arma que había matado a Francis Martel. Era, probablemente, un revólver antiguo, de calibre 38. Ni el arma ni el autor del disparo habían sido hallados.
—¿Tiene alguna idea al respecto? —me preguntó Perlberg.
—Tan sólo este hecho: Martel trabajaba para el dueño de un casino, un sujeto llamado Leo Spillman.
—¿Qué trabajo hacía?
—Creo que era la estafeta de Spillman. Recientemente se había metido en el negocio, por su cuenta.
Perlberg me dirigió una mirada melancólica. Encendió un cigarrillo. A través del desorden de su escritorio, largó el humo en mi dirección. No se mostraba ni hostil ni agresivo, pero tenía la especie de fuerza envolvente de los judíos.
—¿Por qué no mencionó esto anoche, Archer?
—Anoche fui a Las Vegas e hice algunas preguntas. No obtuve respuestas muy buenas pero sí las suficientes como para sugerir que Martel cooperaba con Spillman en una evasión del impuesto a los réditos. Luego, dejó de cooperar. Quería el dinero para sí mismo.
—¿Y Spillman lo mató?
—O lo hizo matar.
Perlberg dio varias pitadas a su cigarrillo, llenando la pequeña oficina de humo, como si la neblina fuera el elemento nativo en que su cerebro trabajaba mejor.
—¿Y cómo encaja Mrs. Fablon en esta hipótesis?
—No lo sé. Tengo la teoría de que Spillman mató a su marido y ella lo sabía.
—Su marido se suicidó, según la gente de Montevista.
—Así siguen repitiéndomelo. Pero no está probado. Yo digo que no fue suicidio.
—Entonces tenemos tres crímenes sin resolver, en lugar de dos. Necesito un crimen extra tanto como un agujero extra en mi cabeza —arrojó su cigarrillo violentamente. Era el único signo de impaciencia que se permitía—. Gracias por la información, de todos modos… y por sus ideas. Pueden ser útiles.
—Tenía esperanza de poder conseguir un poco de ayuda.
—Cualquier cosa, si no cuesta el dinero de los contribuyentes.
—Estoy tratando de encontrar a Leo Spillman.
—No se preocupe. Me dedicaré a ello en cuanto usted deje la oficina.
Era una invitación a que me fuera. Me detuve en la puerta.
—¿Me lo hará saber, en cuanto lo localice?
Perlberg me contestó que así lo haría.
Crucé la ciudad en dirección a mi oficina. Había un montón de cartas en el buzón, pero nada de importancia. Las llevé adentro y las coloqué sobre el escritorio. La delgada capa de polvo que lo cubría me hizo acordar que no había estado allí desde el viernes. Lo limpié con una hoja de Kleenex y llamé al servicio de información.
—Un doctor Sylvester ha tratado de comunicarse con usted —me informó la chica del conmutador.
—¿Dejó su número?
—No. Dijo que tenía que hacer algunas visitas en el hospital. Estará en su oficina después de las trece.
—¿No sabe qué es lo que quería?
—No lo dijo, pero parecía tratarse de algo importante. Y anoche tuvo un llamado del profesor Tappinger. Él sí dejó su número.
Me lo dijo, y marqué el número de la casa de Tappinger. Contestó Bess.
—Habla Lew Archer.
—Hola, amoroso —me dijo con su voz de niña—. ¡Qué coincidencia! Estaba pensando en usted.
No le pregunté qué pensaba. No quería saberlo.
—¿Está su marido?
—Taps tiene clases toda la mañana. ¿Por qué no viene a tomar una taza de café? Hago un rico café a la italiana.
—Gracias. Pero no estoy en la ciudad.
—¿Dónde está usted?
—En Hollywood.
—Son tan sólo ochenta kilómetros. Podría llegar acá antes de que Taps vuelva a almorzar. Quiero hablar con usted, Lew.
—¿Sobre qué?
—De nosotros. De todo. Estuve despierta casi toda la noche pensando en ello… en el cambio que se ha operado en mi vida… y usted es parte de ello. Así es, Lew.
La interrumpí:
—Lo siento, Mrs. Tappinger. Tengo un trabajo que hacer. Mi ocupación no es consolar esposas descontentas.
—¿No le gusto nada?
—Claro que me gusta. Eso no puedo negárselo.
—Lo sabía. Hubiera podido asegurarlo. Cuando tenía dieciséis años fui a ver a una gitana que decía la buenaventura. Ella me anunció un cambio en mi vida, en el término de un año, diciendo que encontraría un hombre inteligente y buen mozo y que me casaría con él. Y así pasó. Me casé con Taps. Pero también me dijo que habría otro cambio, cuando tuviera treinta años. Siento que está por producirse. Es como estar embarazada de nuevo. Creí que mi vida había terminado y ahora…
—Todo esto es muy interesante —le dije—. Hablaremos de ello en otro momento.
—Pero no podemos esperar.
—Tendrá que ser así.
—Usted me dijo que yo le gustaba.
—Hay muchas mujeres que me gustan.
Fue una observación estúpida.
—A mí no me gustan los hombres. Usted fue el primero desde que yo…
La frase murió sin terminar. No le di ánimos para resucitarla. No pronunció una sola palabra más. Rompió a llorar y cortó la comunicación.
Me dije que Bess debía ser esquizofrénica, o afecta a novelas de alcoba, atacada de claustrofobia o de las neurosis propias de una temprana edad crítica, parecida a esas heladas que nos sorprenden un cuatro de julio. Era evidente que tenía problemas y un hombre inteligente que conocí en Chicago me había dicho una vez: «Nunca duermas con nadie que tenga un problema peor que el tuyo».
Pero era difícil apartar a Bess de mi mente. Cuando saqué mi auto del estacionamiento y enfilé hacia la carretera de San Diego, sentí que iba hacia ella, aunque me esforzara en pensar que era a su marido a quien iba a ver.
A la tarde estaba esperando frente a su oficina en el edificio de Las Artes. Un minuto después de las catorce, apareció caminando por el corredor.
—Guiándome por usted, podría poner mi reloj en hora, profesor.
Dio un respingo:
—Me hace pensar que soy un hombre mecánico. Personalmente, odio tener que seguir este rígido horario —abrió la puerta de su oficina y me hizo entrar—. Pase.
—Tengo entendido que usted ha descubierto algo más sobre Cervantes.
No me contestó hasta que estuvimos sentados uno frente al otro, ante su escritorio.
—Es cierto. Después que lo dejé ayer, decidí tirar por la borda el rígido horario, aunque fuera una vez. Cancelé mi clase de la tarde y fui al Colegio del Estado, en Los Ángeles, con la fotografía que usted me dio. Su nombre es Pedro Domingo. Por lo menos así se registró allí. El profesor Bosch cree que ese es su verdadero nombre.
—Lo sé. Hablé con Bosch ayer.
Tappinger me miró descontento, como si hubiera pasado sobre su cabeza.
—Allan no me lo dijo.
—Lo llamé después que usted se había ido. Estaba muy ocupado y le pude sacar muy poco. Me dijo que Domingo había nacido en Panamá.
Tappinger asintió:
—Esa fue una de las cosas que lo metieron en dificultades. Saltó de un barco y ya estaba ilegalmente en el país. Por eso fue que se cambio el nombre al llegar aquí. Los de la inmigración estaban tras él.
—¿Cuándo fue eso?
—Fue en el año 1956, según dice Allan, cuando Pedro tenía veinte años. Desembarcó en San Pedro. A lo mejor creía que el nombre le iba a traer suerte. De todos modos saltó prácticamente del barco a un aula. Fue al Colegio del Estado, en Long Beach, por un año, no sé cómo hizo para que lo aceptaran, y de allí derivó al Colegio del Estado, en Los Ángeles, donde estuvo durante dos años. Allan Bosch llegó a conocerlo bastante bien. Le produjo a Allan la misma impresión que a mí: un muchacho de inteligencia superior, con problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Sociales y culturales. Históricos también. Allan lo describe como una especie de Hamlet tropical, tratando de hacerle frente a una realidad contemporánea. En realidad esa descripción se puede aplicar a muchas de las culturas de las Américas Central y del Sur. Los problemas de Domingo no eran tan sólo personales, pertenecían a su tiempo y a su lugar en el mundo. Pero su principal anhelo era la ciudad luminosa.
El profesor Tappinger parecía estar dando una conferencia.
—¿La qué?
—La ciudad de la luz. Es una frase que uso para referirme al mundo del espíritu y del intelecto. El producto de la destilación de las grandes mentes del pasado y del presente —se golpeó las sienes como para reclamar su carácter de socio de ese grupo—. Lo abarca todo, desde las Formas de Platón y la Civitas Dei de San Agustín, hasta las epifanías de Joyce.
—¿No podría ir un poco más despacio, profesor?
—Perdóneme —ante mi interrupción pareció confundirse—. ¿Estoy hablando en jerga académica? Es que el dilema de Pedro no puede ser establecido simplemente: era un pobre panameño con todas las esperanzas, los contratiempos y las frustraciones de su país. Salió de los barrios bajos de Santa Ana. Su madre era una muchacha de un cabaret de Panamá y Pedro era, seguramente, ilegítimo. Pero él tenía demasiada perspicacia para aceptar su condición y permanecer en ella. Yo conozco algo de lo que él puede haber sentido. No es que fuera precisamente un bastardo, pero tuve que abrirme paso desde un arrabal de Chicago y supe, durante la depresión, lo que era sentir hambre. Nunca hubiera podido ingresar a la universidad sin la ayuda de una beca. Así que, como ve, simpatizo con Pedro Domingo y espero, que si lo apresan, no sean muy severos con él.
—No lo serán.
Notó algo definitivo en mi voz. Lentamente sus ojos se elevaron hacia los míos, sensitivos, algo femeninos, ojos que debieron ser agradables antes de que el continuo sometimiento a un esfuerzo hubiera enrojecido sus blancos.
—¿Le ha sucedido algo?
—Está muerto. Un pistolero lo mató ayer. ¿No lee los diarios?
—Tengo que confesar que raramente los leo. Esta noticia es terrible —se detuvo, con la boca contraída—. ¿Se sabe quién lo mató?
—El principal sospechoso es un jugador llamado Leo Spillman. Es el otro hombre de la foto que le di.
Tappinger sacó la fotografía de su bolsillo y la observó.
—Parece peligroso.
—Domingo también lo era. Es una suerte para Ginny que saliera de esto con vida.
—¿Mrs. Fablon está bien?
—Todo lo bien que se puede estar, después de haber perdido a su madre y a su marido en la misma semana.
—Pobre criatura. Me gustaría verla y consolarla, si eso fuera posible.
—Mejor que consulte eso con el doctor Sylvester. Él la está atendiendo. Ahora mismo voy a verlo.
Me levanté para irme. Tappinger salió de atrás de su escritorio.
—Siento no poder invitarlo hoy a almorzar —me dijo, con una especie de inquietud agresiva—. No hay tiempo.
—Yo tampoco tengo tiempo. De mis saludos a su mujer.
—Se alegrará de recibirlos. Es una gran admiradora suya.
—Porque no me conoce muy bien.
Mi intención de tomar el tema con ligereza no me dio resultados.
El hombrecito alzó hacia mí sus ojos inyectados y ansiosos.
—Estoy preocupado por Bess. Es tan soñadora, tan adicta al Bovarysmo, y yo no creo que usted le convenga a ella.
—Tampoco lo creo yo.
—¿No lo tomará como una ofensa personal, Mr. Archer, si le sugiero que quizá sería mejor que no la viera más?
—Eso es lo que pensaba hacer.
Tappinger pareció sentirse aliviado.