26

Era un día tranquilo, con el sol brillando sobre el mar, cuando el avión salió para Las Vegas. Dejamos atrás el sol y nos sumimos en un repentino crepúsculo purpúreo.

Tomé un taxi hasta la calle Freemont. Las fuertes luces de neón de los anuncios móviles hacían que las estrellas del angosto cielo parecieran pálidas y avergonzadas. El Escorpión era uno de los casinos más grandes de la cuadra, un edificio de dos pisos, con un letrero luminoso de tres pisos, en el cual un escorpión eléctrico movía la cola.

La gente, frente a las máquinas traga monedas, parecía estar accionadas por idénticos mecanismos. Las alimentaban con monedas de veinticinco centavos y de un dólar con su mano izquierda, mientras que con la derecha tiraban de las palancas, como si se tratara de un grupo de trabajadores en una fábrica de dinero. Había muchachos de ojos tiznados, tan jóvenes que aún no se afeitaban y mujeres con guantes masculinos de trabajo en las manos que usaban para mover las palancas. Algunas de ellas eran tan viejas y estropeadas, que se apoyaban en las máquinas para mantenerse derechas. La fábrica de dinero era un duro lugar para trabajar.

Me abrí paso a través de la multitud de la tarde, dejando de lado mesas de ruleta y barajas y encontré a un empleado, vigilando las mesas de pase inglés, al final de la gran sala. Era un hombre de mirada rápida, vestido como el empleado de una funeraria. Le dije que quería ver al patrón.

—Yo soy el patrón.

—No me haga chistes.

Miró al techo.

—Si usted quiere ver a Mr. Davis, tiene que tener una buena razón.

—Se la diré a él.

—Dígamela a mí.

—Puede no gustarle a Mr. Davis.

Su mirada se posó en mi cara. Pude leer en ella su antipatía.

—Si usted quiere ver a Mr. Davis, tiene que decirme de qué clase de negocios se trata.

Le dije mi nombre y mi ocupación y el hecho de que estaba investigando dos crímenes. Su expresión no cambió:

—¿Y usted cree que Mr. Davis puede ayudarlo en algo?

—Me gustaría poder preguntárselo.

—Espere aquí.

Desapareció detrás de una cortina. Lo oí subir unas escaleras. Me quedé parado al lado de una de las mesas verdes y contemplé a una chica con un traje muy escotado en la espalda, en el instante de sacudir y lanzar los dados al tapete. Este era final creativo de la fábrica de dinero, donde uno tiene la oportunidad de manipular los dados y hablar con ellos.

—Se me están calentando mucho —me dijo. Era una muchacha agradable, con una voz cultivada que me hizo recordar a Ginny. El hombre que estaba parado a su lado y la proveía de dinero, usaba adornos de piel negra en sus ropas de petimetre, que incluían un par de botas de tacones altos. De tiempo en tiempo, cuando la chica ganaba, lanzaba un sintético grito de vaquero, su mano bajaba cada vez más en la espalda de la chica.

El empleado bajó y me hizo una señal con el dedo, desde la orilla de la cortina. Lo seguí tras de ella. Un segundo hombre surgió detrás de la tapicería y se me acercó. Su cabeza parecía un accidente menor en la parte alta de su enorme cuello y espaldas.

—Puede subir —dijo, siguiéndome.

Mr. Davis me esperaba en lo alta de la escalera. Era un hambre sonriente, con la cara maleable de un político y una cantidad de cabello gris ondulado. Tenía puesto un traje gris, de rayas finas, con bolsillos oblicuos y espalda tableada, para tener libertad de acción. Mr. Davis no había tenido mucha acción últimamente: ni siquiera el cuidadoso corte de su traje podía endurecer o disimular el enorme bulto de su vientre.

—¿Mr. Archer?

—¿Mr. Davis?

No me ofreció su mano, lo que me sentó bien. No me gusta dar la mano a hombres que usan anillos con piedras preciosas.

—¿Qué pueda hacer por usted, Mr. Archer?

—Concédame unos pocos minutos. A lo mejor podemos hacer algo el uno por el otro.

Miró dubitativamente a mi viejo traje californiano y a mis zapatos que necesitaban una lustrada.

—Lo dudo. Usted habló de un crimen. ¿Es de alguien que yo conozco?

—Creo que sí. Francis Martel.

No reaccionó ante ese nombre. Le mostré la foto.

Ante ella sí reaccionó. Me la arrancó de las manos y me introdujo en su oficina, cerrando la puerta.

—¿Dónde consiguió esa foto?

—En Montevista.

—¿Estaba Leo allí?

—Ahora no. Esta no es una fotografía reciente.

La llevó a su escritorio y la estudió bajo la luz.

—No. Ya veo que no es de ahora. Leo no volverá a ser así de joven. Ni tampoco Kitty. —Parecía sentir placer ante este hecho como si, por comparación, lo rejuveneciera—. ¿Quién es este tipo raro con la bandeja?

—Tenía esperanzas de que usted me lo pudiera decir.

Se encaró conmigo:

—¿No será Cervantes?

—Feliz Cervantes, alias Francis Martel, alias Pedro Domingo. Le dispararon un tiro hoy en la avenida Sábado, en Brentwood.

Los ojos de Davis perdieron vivacidad. Noté que esto siguió ocurriendo. Mostraban un destello de interés o curiosidad o hasta malicia y volvían a caer en una falta de vida.

—¿Quiere contarme algo sobre el tiro en cuestión?

—No tengo habilidad para eso, pero lo haré —le hice un corto relato de la muerte de Martel y lo que lo llevó a ella—. Usted podrá leer el resto en los diarios de la mañana.

—¿Y el asesino se apoderó del dinero?

—Evidentemente. ¿De quién es ese dinero?

—No sabría decirle —dijo con repentina vaguedad. Se levantó y se alejó de mí todo el largo de su oficina, contemplando las fotos murales de un desierto que decoraban las paredes. Sus pasos eran silenciosos sobre la alfombra color desierto. Había en sus movimientos algo un poco femenino y algo más que un poco siniestro, como si su enorme vientre estuviera preñado de muerte.

—¿No sería dinero suyo, no es cierto, Mr. Davis?

Giró sobre sí mismo, abriendo su boca como para aullar, pero sin emitir ningún sonido. Silenciosamente se me fue acercando, hizo una especie de paso de danza, al esquivar su escritorio en forma de herradura.

—No —me susurró cara a cara—. No podía ser dinero mío ni yo he tenido nada que ver con esa muerte —sonriéndose, me dio un codazo, como si fuera a contarme un chiste, pero no había humor en su sonrisa—. De hecho, no alcanzo a comprender por qué viene a endilgarme sus discursos.

—¿Usted es socio de Leo, no es verdad?

—¿Lo soy?

—Y Cervantes era su muchacho.

—¿Qué quiere decir con eso de su muchacho?

Volvió a darme con el codo. Los tablones de su espalda, con este ademán, se abrían y cerraban con un movimiento obsceno.

—Pensé que usted podría decírmelo, Mr. Davis.

—Piense de nuevo. Yo sólo vi a Cervantes una sola vez en mi vida y eso fue el año pasado, cuando vino aquí con Leo. Yo no sé cuál era el trato. Cualquiera que fuera, no quiero ninguna parte en él. Yo soy un auténtico hombre de negocios, que dirige un negocio legal, y de paso, le comunico que Leo no es mi socio. No hay nada en los registros que diga que él el dueño de parte del casino. En cuanto a mí, no quiero ninguna participación en los negocios de Spillman.

Era una afirmación rotunda. Davis no me había impresionado como un hombre rotundo. Empecé a preguntarme si Spillman no estaría muerto también.

—¿Dónde puedo encontrar a Leo?

—No lo sé.

—¿Pero usted no le envía dinero?

—Él debería mandármelo a mi.

—¿Por qué?

—Usted pregunta demasiado. Ahora, escúrrase, antes de que me ponga nervioso.

—Creo que me quedaré por aquí. Voy a necesitar ayuda en un problema de impuestos. No mío, sino de Leo. Y puede ser también suyo.

Davis se apoyó en la pared, suspirando.

—¿Por qué no me dijo que era un recaudador de impuestos?

—Porque no lo soy.

—Entonces usted se presentó falsamente.

—Al diablo, si lo hice. Uno puede hablar de impuestos sin trabajar para el Gobierno Federal.

—Usted no puede hacer esto conmigo. Usted no puede abrirse camino hasta mi oficina, disfrazándose de agente federal.

Sabía que yo no lo había hecho, pero necesitaba un punto de enfoque para su ira. Parecía carente, en su interior, de un punto de enfoque permanente. He conocido otros hombres como él en Las Vegas y Reno. Forjadores de alegría en cantinas que han perdido su alegría, tipos sonrientes, que han ido dándose cuenta gradualmente que estaban haciéndole frente a la muerte a la que, en suma, pertenecían.

—Los federales están buscando a Leo. Sospecho que usted lo sabía —le dije.

—Sospecho que si.

—¿Por qué no lo pueden hallar? ¿Está muerto?

—Desearía que lo estuviera —dijo, riéndose tontamente.

—¿Usted hizo matar a Cervantes?

—¿Yo? Yo soy un verdadero hombre de negocios.

—Ya me lo estuvo diciendo. Pero eso no es una respuesta.

—La suya no fue una buena pregunta.

—Voy a ver si puedo fraguar otra mejor, del tipo de las preguntas hipotéticas que hacen a los expertos en los tribunales.

—Yo no soy un experto, ni estamos en un tribunal.

—En caso de que alguna vez lo esté, esto le va a servir de práctica —no pareció sentir el pinchazo, lo que podía significar que sus dolores eran más profundos—. ¿Cuánto dinero negro le extrajo del cuarto donde lo cuentan?

Contestó blandamente:

—Yo no sé nada de eso.

—Naturalmente que no lo sabría. Es usted demasiado legal.

—Obsérvelo —me dijo—. He sacado tanto de usted como nunca le he sacado a nadie.

—¿Solía hacer Leo trato con los perdedores fuertes para que pagaran en cuotas y utilizaba a Cervantes para recoger y traer el dinero?

Davis me miró cuidadosamente. Sus ojos estaban muertos, pero inquietos.

—Usted hace la clase de preguntas que se contestan solas. No me necesita.

—Nos necesitamos mutuamente —le contesté—. Yo quiero a Leo Spillman y usted quiere el dinero que él le ordeña a su negocio.

—Si usted se refiere a ese dinero que hay en América Latina, se acabó. No tengo ningún medio de recuperarlo. De todas maneras, son níqueles y centavos. La habitación donde contamos el dinero, maneja más que esa suma cada día del año.

—Así que no tiene problemas.

—Ninguno que necesite su ayuda.

Davis hizo otra de sus caminatas hasta el extremo de su oficina y regresó. Se movía cautelosamente, con una especie de recato un tanto femenino, como si su oficina color desierto fuera en realidad un desierto, con víboras de cascabel bajo la alfombra.

—Si se pone en contacto con Leo —me dijo— hágamelo saber. Estaría dispuesto a pagarle por el informe. Digamos unos cinco mil, si es exclusivo.

—No tenía intención de alquilarme como poste indicador.

—¿No la tenía? —Le echó otra mirada prolongada a mi traje—. De todas maneras la oferta subsiste, pimpollo.

Me abrió la puerta. El hombre de anchas espaldas y cabeza angosta estaba esperándome para acompañarme abajo. La chica que me hacía recordar a Ginny estaba al final de una de las mesas de juego de dados, con otro acompañante. Todo lo que sucedía en Las Vegas parecía una repetición de lo que había sucedido allí antes.

Tomé el avión de regreso a Los Ángeles y esa noche dormí en mi propia cama.