25

Sekjar, el nombre de soltera de Kitty no estaba en la guía telefónica. Me dirigí a la biblioteca pública y miré en la guía de extranjeros de la ciudad. Una tal María Sekjar, empleada en un hospital, estaba anotada en la calle Juniper 137. Encontré la callecita, de pobre aspecto, atrás de las vías del ferrocarril. La primera persona que vi al llegar fue al joven policía Ward Rasmussen, caminando hacia mí a lo largo del sucio sendero que servía de vereda.

Me bajé del coche y lo llamé. Me pareció que se desilusionó un poco al verme. Algunas veces uno se siente así, cuando está encaprichado con una chica y otro hombre le salta al paso.

—Encontré a la madre de Kitty —me dijo—. Y fui a la escuela y desenterré a un consejero de las chicas que recordaba a Kitty.

—Fue bastante provechosa la tarde.

—No diría tanto —pero estaba sobriamente satisfecho—. No tuve mucha suerte con su madre, sin embargo. Tal vez le quiera decir más a usted. Parece que teme que su hija ande metida en algún lío serio. Lo estuvo desde muy niña, según me dijo el consejero.

—¿Líos con muchachos?

—¿Qué otra cosa podría ser?

Cambié el tema:

—¿Tuvo tiempo de ir al banco, Ward?

—Sí, señor. Y tuve mejor suerte allí —sacó de su bolsillo una libreta de notas y recorrió sus páginas—. Mrs. Fablon estuvo recibiendo, regularmente, una suma de dinero por intermedio de ese banco de Panamá, el Nueva Granada. Todos los meses le mandaban un giro, hasta el mes de febrero último, en que fue suspendido.

—¿Cuánto recibía por mes?

—Mil dólares. Esto durante seis o siete años. Lo sumé y son unos ochenta mil dólares.

—¿Se tiene alguna indicación de la procedencia?

—Según los del banco local, no. Aparentemente procedía de una cuenta numerada. Toda la transacción se hacía sin ser tocada por manos humanas.

—Y, de pronto, terminó.

—Exacto. ¿Qué idea tiene sobre esto, Mr. Archer?

—No quisiera sacar ninguna conclusión todavía.

—No, por supuesto. Pero ese puede ser dinero del hampa. ¿Recuerda que eso mismo se nos ocurrió esta mañana?

—Estoy seguro que lo es. Pero nos va a costar muchísimo poder probarlo.

—Lo sé. Hablé con el encargado de giros internacionales en el banco Nacional. Los bancos de Panamá son como los de Suiza. No tienen que revelar el origen de sus depósitos bancarios, con lo cual favorecen la canalla. ¿Qué cree que deberíamos hacer?

Yo estaba ansioso de conversar con Mrs. Sekjar y le contesté:

—Haga cambiar la ley. ¿Quiere esperarme en el coche?

Así lo hizo. Yo me acerqué, caminando, a la casa de los Sekjar. Era una vivienda pequeña que daba la sensación de haber perdido la mayor parte de su pintura a causa del sacudimiento de los trenes que pasaban casi al lado.

Golpeé en la rústica puerta de alambre tejido y apareció una mujer con los cabellos teñidos de negro. Era alta y robusta, de unos cincuenta años, aunque el cabello teñido la hacía parecer más vieja. Era buena moza, pero no tanto como su hija. La tintura barata que usaba, con el sol de la tarde, parecía tornasolada.

—¿Qué quiere?

—Quiero hablarle.

—¿Sobre Kitty, de nuevo?

—Más o menos.

—No sé nada de ella. Esto es lo que les he dicho a los otros y lo que le vuelvo a decir a usted. He trabajado duro toda mi vida, para poder estar en esta ciudad con la cabeza alta. No fue fácil y Kitty no me ayudó para lograrlo. Ahora no tiene nada que ver conmigo.

—Pero es su hija, ¿no es así?

—Supongo que sí —su tono era áspero—. No se comporta como una hija. No soy responsable de lo que hace. Solía golpearla hasta hacerle brotar sangre y no dio resultado. Siguió siendo tan salvaje como siempre, burlándose de las enseñanzas del Señor —miró a lo alto y vi que sus ojos eran también rebeldes.

—¿Puedo entrar, Mrs. Sekjar? Mi nombre es Archer y soy un detective particular —ante su mirada inflexible, me apresuré a decir—: No tengo nada contra su hija, pero estoy tratando de localizarla. Podría darme algunos datos con referencia a un crimen.

—¿Un crimen? —Estaba aterrada—. Los otros no me dijeron nada sobre un crimen. Este es un hogar decente, señor —me dijo con la tensa, precaria respetabilidad de los pobres—. Esta es la primera vez, desde que Kitty nos dejó, que un policía llega a nuestra puerta —miró para afuera, de derecha a izquierda, como temiendo que sus vecinos estuvieran espiándonos—: Creo que es mejor que entre.

Sacó el cerrojo de la puerta metálica y me dejó entrar. Su vestíbulo era pequeño y raído. Tenía un diván-cama y dos sillas, una alfombra manchada y gastada y una televisión, puesta en una serie de esas que se dan durante el día. Afirmaba, en lo poco que pude oírle, que las cosas eran muy duras en todas partes. Mrs. Sekjar la apagó. Sobre la televisión había una Biblia grande y uno de esos globos de vidrio que hay que sacudir para que se produzca una tormenta de nieve. Todos los cuadros de las paredes eran religiosos y había tantos que parecían una barrera de defensa contra el mundo.

Me senté en el diván-cama. Olía a Kitty, leve pero perceptiblemente. El olor de su perfume era extraño en un lugar semejante. Y no era precisamente olor de santidad.

—Kitty estuvo anoche aquí, ¿no es cierto?

Asintió. Estaba parada al lado mío.

—Pasó por la cerca, cruzando las vías. No podía echarla. Estaba asustada.

—¿No dijo de qué?

—Es por su modo de vivir. Está atrapada. La clase de hombres con quienes anda, rufianes pervertidos… —se paró en seco—. No vamos a discutir eso.

—Creo que deberíamos hacerlo, Mrs. Sekjar. ¿Habló Kitty con usted anoche?

—No mucho. Estuvo llorando algo. Por un momento me pareció que tenía a mi niña de vuelta. Se quedó toda la noche. Pero por la mañana estaba tan dura como siempre.

—No lo es tanto.

—A lo mejor no se lo ha demostrado todavía. Era una chica bastante buena cuando su padre estaba con nosotros. Pero Sekjar se enfermó y pasó sus últimos dos años en el Hospital de la Municipalidad. Después de eso, Kitty se volvió tan dura como los clavos. Me culpaba a mí y a los otros adultos por haber mandado a su padre al hospital. Como si yo hubiera podido elegir. Cuando tuvo dieciséis años, casi me sacó los ojos con sus uñas. Se las corté bien cortas. Si no hubiera sido más fuerte que ella, me habría dejado ciega. Después de eso ya no pude hacer nada con ella. Se volvió loca por los muchachos. Traté de frenarla. Sé lo que sucede cuando se vuelven locas por los muchachos. Fue así que sólo por escupirme, se casó con el primer hombre que se lo pidió —se calló, revolviendo entre sus enojosos recuerdos—. ¿Es Harry Hendricks el que murió?

—No. Pero fue herido.

—Oí eso en el hospital. Soy ayudanta de enfermeras —dijo con cierto orgullo—. ¿Quién fue asesinado?

—Una mujer llamada Marieta Fablon y un hombre que se llamaba a sí mismo Francis Martel.

—Nunca oí hablar de ninguno de los dos.

Le mostré la fotografía de Martel con Kitty y Leo Spillman al frente. Súbitamente dijo:

—¡Este es él! Este es el hombre que se la arrebató a su marido —con su dedo índice golpeaba la cabeza de Spillman—. ¡Querría matar a ese hombre por lo que hizo a mi hija! Se la llevó y la arrastró por el barro. Y aquí está ella, con sus piernas cruzadas, sonriendo como una gata.

—¿Conoce usted a Leo Spillman?

—Ese no era su nombre.

—¿Ketchel?

—Sí. Ella lo trajo a esta casa, hace seis o siete años. Me dijo que él quería hacer algo por mí. Esos tipos quieren siempre hacer algo por uno y antes que uno se dé cuenta, les pertenece. Como le pertenece Kitty. Me dijo que era dueño de un departamento en el edificio Latinoamericano, que me podía mudar allí, sin pagar alquiler. Y que si quería, dejara de trabajar en el hospital. Le dije que prefería seguir trabajando antes que tocar su dinero. Así que se fueron. Y no volví a verla a ella hasta anoche.

—¿Sabe dónde viven?

—Solían vivir en Las Vegas. Kitty me mandó desde allí un par de tarjetas de Navidad. Ahora no sé dónde viven. Durante años no me escribió. Y anoche, cuando le pregunté dónde vivía, no quiso decírmelo.

—¿Así que no tiene idea de dónde puedo encontrarla?

—No, señor. Y si lo supiera, no se lo diría. No voy a ayudarlo a mandar a mi hija a la penitenciaría.

—No estoy tratando de meterla en la cárcel. Solamente quiero información.

—Usted no me engaña, señor. Se les busca por no pagar los impuestos, ¿no es cierto?

—¿Quién le dijo eso?

—Un hombre del gobierno. Estaba sentado donde usted está ahora, hace dos semanas. Me dijo que le haría un favor a mi hija si la convencía para que se presentara, que ella y también yo podríamos hasta conseguir un porcentaje de ese dinero ya que ellos no eran marido y mujer por la ley. Yo le dije que ese era dinero de Judas. Y que sería una linda madre si publicaba en todos los diarios la vergüenza de mi hija. Me contestó que era mi deber como ciudadana. Le respondí que había deberes y deberes.

—¿Le habló a Kitty sobre eso?

—Quise hacerlo esta mañana. Fue entonces cuando se fue. Nunca nos hemos llevado bien. Pero de allí a que quiera entregarla al gobierno, hay mucha distancia. Se lo dije al otro y se lo digo a usted. Puede ir y decirle al gobierno que no sé dónde está y que si lo supiera, no se lo diría.

Estaba allí sentada, respirando desafío. Un tren silbó, en dirección de Los Ángeles. Era un largo tren de carga, que se movía lentamente. En alguna forma me hizo recordar al gobierno.

Antes de que hubiera terminado de hacer temblar todos los cacharros de la cocina, le dije adiós a Mrs. Sekjar y me retiré. Dejé a Ward en la casa de su padre, que era sólo un grado mejor que la de Mrs. Sekjar y le aconsejé que durmiera un poco. Luego me dirigí al Aeropuerto Internacional y compré un billete de ida y vuelta a Las Vegas.