Me dirigí, lentamente, por el atajo que constituía el camino más corto entre Montevista y la ciudad. Sylvester seguía mirando para atrás, hacia el valle donde acababa de dejar a Ginny. Los techos estaban casi sumergidos entre los árboles como la espuma en un turbulento y verdoso río. Le dije:
—¿No le convendría a Ginny estar en el hospital, o al menos, tener una enfermera para atenderla?
—Ya me ocuparé de eso después, cuando me haya librado de mi trabajo en la clínica.
—¿Cree que se va a recuperar?
Sylvester me contestó con calma:
—Es una chica fuerte. Por supuesto que ha tenido una mala suerte espantosa, agravada por un mal criterio. Debería haberse casado con Peter, como todos suponíamos. Por lo menos con él hubiera estado a salvo. Tal vez lo haga ahora.
—Tal vez. Usted parece enamorado de la joven.
—Hasta donde puedo permitírmelo.
—¿Qué significa eso, doctor?
—Solamente lo que dije. Es una hermosa criatura y confía en mí. Usted le da un tono de culpabilidad a cualquier cosa.
—No lo creo.
—Entonces, escúchese a usted mismo y verá lo que quiero decir.
—Quizá tenga razón —quería que continuara hablando. Después de un momento dije—: Usted conoció a Roy Fablon. ¿Era un hombre capaz de utilizar a su hija para saldar una deuda de juego?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque Ginny parece creerlo.
—No llegue a esa conclusión por lo que ella dijo. A lo peor, Roy puede haber estado utilizándola, o tratando de hacerlo, para lograr que Spillman fuera más indulgente con él. No se imagina usted lo desesperado que puede llegar a estar un hombre, cuando un gorila como Spillman lo tiene por… —suspendió el final de la frase—. Yo sé lo que es eso —terminó.
—Lo que usted acaba de decir nos lleva a una respuesta afirmativa. Fablon era la clase de hombre que trataría de utilizar a su hija.
—Puede haber tenido esa idea. Pero nunca la hubiera llevado a cabo.
—No lo hizo, de todas maneras. No tuvo la oportunidad. Digamos que le hizo un ofrecimiento a Spillman y luego se retractó. Un jugador como Spillman podría fácilmente haberlo matado.
—Pero también el asunto marcha por el otro lado —dijo Sylvester—. Más aun, si usted sabe lo que había en el fondo de todo esto. Ponga a un hombre como Roy frente a un dilema moral semejante y es capaz de destruirse a sí mismo, que es lo que realmente sucedió. Esta mañana volví a tratar el asunto con el doctor Wills, entre paréntesis, es el médico forense que le hizo la autopsia a Roy y resulta que él encontró evidencias químicas definitivas de que Roy se ahogó en el océano.
—O fue ahogado.
—Hay casos de crímenes por ahogo —dijo Sylvester—. Pero nunca he oído hablar de uno que fuera cometido por un hombre enfermo, en plena noche y en el mar.
—Spillman estaba y está en una situación que le permite hacer que otros realicen cosas por él.
—No tenía ningún motivo.
—Acabamos de hablar de un posible motivo. Otro más evidente aún es el hecho de que Fablon le debiera treinta mil dólares y no pudiera pagárselos. Spillman no tomaría eso muy a la ligera. Usted es testigo de ello.
Sylvester se revolvió en su asiento:
—Realmente, Marieta le ha metido ese zumbido en el oído. Estaba obsesionada con el asunto de Spillman.
—¿Le habló de él, últimamente?
—Ayer a la tarde, cuando usted se apareció.
—Usted debe de haberla tomado en serio, o no hubiera hablado con el doctor Wills.
—Hable usted mismo con el doctor Wills. Le dirá la misma cosa.
Habíamos llegado a la parte más alta del camino. En un terreno ondulado a mi izquierda, un caballo palomino, de crines blancas, vagaba como un sobreviviente, bajo la luz del sol. Bajé el visor protector contra la luz mientras descendíamos por la colina. La ciudad, allá abajo parecía un laberinto armado por algún niño lleno de inspiración: era a la vez de fabricación casera e intrincado. Atrás de la ciudad yacía el misterioso azul cambiante del mar.
Dejé a Sylvester frente a la clínica y me dirigí al Hospital de la Misericordia. El médico forense tenía su oficina y su laboratorio en el subsuelo, cerca de la morgue del hospital. El hombre, pequeño y delgado, mostraba la mirada de un hombre dedicado a la ciencia, intensificada por un par de anteojos de armazón de acero. Se movía como si sus manos, sus dedos y hasta sus ojos y boca fueran instrumentos técnicos, útiles, pero sin vida, y que el verdadero doctor Wills estuviera allí sentado dentro de su esqueleto, dirigiendo sus manipulaciones externas. Ni siquiera pestañeó cuando le dije que había ocurrido otro crimen.
—Esto se está poniendo un poco pesado —fue su único comentario.
—¿Ha hecho ya el examen post morten de Mrs. Fablon?
—Todavía no está completo. Casi era innecesario. La bala le seccionó la aorta y eso fue todo.
—¿Qué tipo de bala fue?
—Parece una 38. Salió en perfectas condiciones y servirá bien para una confrontación, si alguna vez se encuentra el arma.
—¿Podría verla?
—Ya se la envié al inspector Olsen.
—Dígale que tendría que ser confrontada con la que mató a Martel.
Wills me miró burlonamente.
—¿Por qué no se lo dice usted?
—Le parecerá mejor si se lo dice usted mismo. Creo, también, que debe reabrir el caso Roy Fablon.
—Estoy en desacuerdo con eso —dijo agriamente Wills—. Un crimen, dos crímenes en el presente, no cambian, para nada, un suicidio en el pasado.
—¿Está usted seguro de que fue un suicidio?
—Completamente. Tuve ocasión de revisar mis apuntes esta misma mañana. No hay ninguna duda de que Fablon se suicidó ahogándose. Las contusiones externas le fueron inflingidas, con certeza, después de su muerte. En todo caso, no podrían ser la causa suficiente de su muerte.
—Tengo entendido que había recibido muchos golpes.
—Todos los cuerpos los reciben, en estas aguas. Pero no hay dudas: fue un suicidio. Además de la evidencia natural, Fablon había amenazado con suicidarse, delante de su mujer y su hija.
—Así me dijeron.
El pensar en esto, que echaba tierra sobre mis conversaciones con Sylvester y Ginny, era deprimente. El presente no podía alterar el pasado, como dijo Wills, pero podía ponerle a uno alerta sobre sus misterios y significados.
Wills interpretó mal mi silencio:
—Si tiene alguna duda, puede revisar el archivo de investigaciones del médico forense.
—Yo no dudo de que me esté dando un informe correcto, doctor. ¿Quién hizo la identificación?
—La mujer de Fablon. Usted no puede cuestionar esto.
—Se puede cuestionar cualquier cosa humana —las ambigüedades de mi conversación de anoche con Marieta se balanceaban aún en mi mente—. Entiendo que antes de la investigación, Marieta Fablon declaró que su marido había sido asesinado.
—Tal vez lo hiciera. La evidencia material debe de haberla convencido de lo contrario. Durante la investigación, ella apoyó decididamente la idea del suicidio.
—¿Cuál es la evidencia material a que usted se refiere?
—El contenido químico de la sangre sacada del corazón. Probó, en forma concluyente, que se había ahogado.
—Podría haber sido desmayado a golpes y luego ahogado en una bañera. Ya se ha hecho.
—No en este caso —el doctor Wills contestaba rápida y tranquilamente, como un computador en perfecto estado—. La cantidad de cloruro en la sangre del ventrículo izquierdo de su corazón era más del veinticinco por ciento por debajo de lo normal. La cantidad de magnesia había crecido enormemente, comparada con el ventrículo derecho. Estos dos indicios, juntos, prueban que Fablon se ahogó en agua salada.
—¿Y no existió ninguna duda de que el cuerpo fuera de Fablon?
—Ninguna. Su mujer lo identificó en mi presencia —Wills se ajustó los lentes y me miró a través de ellos, como haciéndome un diagnóstico, sospechando que fuera víctima de alguna obsesión—. Francamente, creo que comete usted un gran error tratando de conectar lo que le pasó a él, con esto —señaló con su mano hacia la pared tras la cual el cuerpo de Marieta yacía en una cámara refrigeradora.
Quizá debía haberme quedado y discutido con Wills. Era un hombre honesto. Pero el lugar y el helado subsuelo me estaban haciendo polvo. Las paredes de cemento y las ventanas altas y angostas hacían que esto se pareciese a la celda de una cárcel a la antigua.
Salí de allí. Antes de dejar el hospital encontré una cabina telefónica e hice una llamada de larga distancia al profesor Allan Bosch, de la escuela del Estado de Los Ángeles. Estaba en su oficina, así que me contestó él mismo.
—Soy Lew Archer. Usted no conoce mi nombre…
Me interrumpió:
—Por el contrario, Mr. Archer. Su nombre me fue mencionado en esta última hora.
—Se comunicó con Tappinger entonces.
—Acaba de irse. Le he dado todos los datos referentes a Pedro Domingo.
—¿Pedro Domingo?
—Ese es el nombre que usaba Cervantes cuando estudiaba aquí. Creo que es su verdadero nombre y sé, positivamente, que es nativo de Panamá. ¿Esos son los puntos a averiguar, no?
—Hay otros. Si pudiera hablar con usted personalmente…
Su voz joven me cortó rápido:
—Estoy muy ocupado por el momento… La visita del profesor no fue una ayuda en ese sentido. ¿Por qué no conversa de ese tema con él? Si hay algo más que desee saber, puede ponerse en contacto conmigo, más adelante.
—Así lo haré. Mientras tanto, hay algo que usted debe saber, profesor. Su antiguo alumno fue muerto de un tiro en Brentwood, esta tarde.
—¿Mataron a Pedro?
—Fue asesinado. Lo que significa que su identidad es algo más que una pregunta académica. Sería mejor que se pusiera en contacto con el capitán Perlberg, de la sección Homicidios.
—Será mejor que lo haga —dijo lentamente, y colgó.
Me comuniqué con el servicio de respuestas de Hollywood. Ralph Christman había llamado desde Washington y había dictado un mensaje. El operador me lo leyó:
«El coronel Plimsoll identificó al camarero de bigotes como un diplomático de Sud o Centro América, llamado Domingo, según cree. ¿Hago averiguaciones en las embajadas?»
Le pedí al operador que telegrafiara por mí a Christman y le pidiera que averiguase en las embajadas, especialmente en la de Panamá.
El pasado y el presente comenzaba a unirse. Tuve un instante de claustrofobia en la cabina telefónica, como si estuviera apresado entre paredes convergentes.