23

A través de la puerta que estaba detrás de mí, sentí sonar el teléfono en la oficina exterior de Sylvester. Veinte segundos después el teléfono de su escritorio sonó sordamente, como un eco. Levantó el auricular y dijo con impaciencia:

—¿Qué hay, señora de Loftin?

La voz de la secretaria me llegaba como un estéreo, parte a través del teléfono y parte a través de la puerta. Era lo bastante fuerte como para oír lo que estaba diciendo.

—Virginia Fablon quiere hablarle. Está muy nerviosa. ¿Lo comunico con ella?

—Espere —dijo Sylvester—. Voy allá.

Se excusó y salió, cerrando enfáticamente la puerta tras él. Rehusándome a aceptar su indicación, lo seguí. Estaba parado al lado del escritorio de la secretaria, apretándose el auricular del teléfono contra su cabeza como si fuera un injerto quirúrgico que mantuviera unido a su cara.

—¿Dónde está? —le preguntaba. Se interrumpió para ladrarme—: ¿No puede dejarme hablar en privado?

—Por favor, salga al hall —dijo la señora Loftin—. El doctor está aconsejando a un paciente de emergencia.

—¿De qué emergencia se trata?

—No puedo decírselo. Por favor, salga.

La señora Loftin era una mujer grandota, con un rostro cuadrado lleno de determinación. Se dirigió a mí, dispuesta a hacer uso de su fuerza física.

Retrocedí hasta el hall. Cerró la puerta. Apoyé mi oreja sobre ella y le oí decir al doctor Sylvester:

—¿Qué le hace pensar que se está muriendo? —Luego—: Ya veo. Sí, iré enseguida. No te desesperes.

Pocos segundos después el doctor Sylvester salió a tan ciega carrera que casi me tira al suelo. Llevaba una valija profesional y aún tenía puesto el guardapolvo blanco. Caminé al lado suyo hasta la salida de la clínica:

—Permítame llevarlo.

—No.

—¿Está Martel herido?

—Prefiero no hablar de esto. Él quiere que quede como un asunto privado.

—Yo soy un detective privado. Déjeme llevarlo.

Sylvester movió su cabeza. Pero se detuvo en la terraza, sobre la playa de estacionamiento y se quedó allí, parado, parpadeando frente al sol.

—¿Qué le pasa a Martel? —le pregunté.

—Le dispararon un tiro.

—Eso lo pone en el dominio público y usted lo sabe. Mi coche está aquí.

Lo tomé del codo y lo conduje hacia la vereda. No hizo la menor resistencia. Sus movimientos eran un tanto mecánicos. Mientras echaba a andar el coche, le pregunté:

—¿Dónde están, doctor?

—En Los Ángeles. Si puede, entre en la carretera a San Diego. Tienen una casa en Brentwood.

—¿Tienen otra casa?

—Así parece. Yo anoté la dirección.

Estaba en la Avenida Sábado, una calle bordeada de árboles, con grandes casas de estilo español construidas en el año veinte y tantos.

Era uno de esos barrios residenciales llamados a desaparecer, donde, a diferencia del mío, aún se podía sentir la asoleada tranquilidad de Los Ángeles de la pre-guerra. La casa que buscábamos era la más grande y la más hermosa de toda la cuadra. Su césped bien cortado y regado me hizo recordar a los de Forest Lawn. Lo mismo me sucedió con la muchacha que abrió la puerta. Difícilmente habría reconocido a Ginny, con tantas arrugas alrededor de la boca y los ojos tan hinchados.

Se echó a llorar de nuevo contra el blanco guardapolvo del doctor Sylvester. Éste le palmeó la espalda temblorosa con su mano libre.

—¿Dónde está, Virginia?

—Se fue. Tuve que ir a telefonearle a usted a la casa de al lado. Nuestro teléfono aún no está conectado —los sollozos interrumpían su relato—. Tomó el coche y se fue.

—¿Hace cuánto tiempo?

—No lo sé. He perdido la noción del tiempo. Fue enseguida de hablar con usted.

—Entonces hace menos de una hora —le dije—. ¿Está su marido gravemente herido?

Asintió, apoyada todavía en Sylvester.

—Temo que se esté desangrando por adentro. Le dispararon un tiro en el estómago.

—¿Cuándo?

—Hace poco más o menos una hora. No sé la hora exacta. Los que nos alquilaron la casa no nos dejaron ni un reloj. Yo estaba durmiendo la siesta, estuvimos levantados casi toda la noche, y alguien llamó a la puerta. Mi marido contestó. Oí el tiro, bajé corriendo y lo encontré sentado en el suelo.

Miró hacia sus pies. Alrededor de ellos, sobre el parquet había manchas redondas que parecían sangre secándose.

—¿Vio usted quién le disparó?

—No lo vi. Sentí el coche cuando se iba. Mi marido…

Se quedó repitiendo la frase, como si ésta pudiera ayudado a sobrevivir a él y a su matrimonio. Sylvester interrumpió:

—No podemos dejarla aquí parada mientras la interrogamos. Uno de nosotros debe de llamar a la policía.

—Usted debía de haberlo hecho antes de salir de la clínica.

Ginny debió pensar que yo le echaba la culpa a ella.

—Mi marido no quiso que yo lo hiciera. Dijo que sería el fin de todo.

Sus ojos abrumados se balanceaban de un lado a otro, como si todo hubiera acabado para ella. Sylvester la tranquilizaba apoyada en su hombro.

Lenta y suavemente la fue entrando a la casa. Yo me dirigí a la casa de al lado. Un hombre grueso, con un sweater de alpaca negra y aspecto de ejecutivo estaba parado afuera, sobre el césped delantero, con aire de desamparo y resentimiento. Era dueño de una casa en la Avenida Sábado y eso suponía la garantía de una vida tranquila.

—¿Qué desea?

—Usar su teléfono. Ha habido un tiro.

—¿Ése fue el ruido?

—¿Usted lo oyó?

—En el momento creí que era un petardo.

—¿Vio usted el coche?

—Vi un Rolls-Royce negro cuando se iba. O tal vez fuera un Bentley. Pero eso fue un poco después.

Esto ayudaba mucho. Le pedí que me indicara un teléfono. Me llevó por la puerta de atrás a la cocina. Era una de esas cocinas de la era espacial, llena de cromados y controles, lista para entrar en órbita. El hombre me alcanzó el teléfono y dejó la habitación, como queriendo evitar cualquier cosa que pudiera perturbarlo.

A los pocos minutos arribó el coche de la patrulla, seguido por el capitán de la sección Homicidios, llamado Perlberg. No mucho después de esto localizamos el coche de Martel. No había ido lejos. Su brillante nariz estaba incrustada contra la barrera de metal, de seguridad en el punto muerto de la Avenida Sábado. Atrás de esa barrera, la tierra suelta se deslizaba hacia el borde de un morro, que miraba hacia el Pacífico. El motor del Bentley aún estaba en marcha. La barbilla de Martel descansaba sobre el volante. Sus ojos muertos en su rostro amarillo, parecían mirar hacia el océano azul del cielo.

Perlberg y yo nos conocíamos y lo interioricé del caso. Él y sus hombres buscaron los cien mil dólares de Martel, pero no había rastros de la suma ni en el coche ni en la casa. El pistolero que se llevó la vida de Martel se había llevado el dinero también.

Ginny se había recobrado un poco y Sylvester le dio permiso a Perlberg para interrogarla brevemente. Él y yo estábamos sentados en el living con ellos y controlábamos la entrevista. Ginny y Martel habían sido casados por un juez, en Beverly Hills, el sábado anterior. Ese mismo día él había alquilado la casa, completamente amueblada, por medio de un comisionista. Ella no sabía quién era su dueño legal. No. No sabía quién había matado a su marido. Estaba dormida cuando sucedió. Todo había terminado cuando llegó a la planta baja.

—Pero su marido aún vivía —objetó Perlberg—. ¿Qué dijo?

—Nada.

—Debe haber dicho algo.

—Sólo que no llamara a nadie —contestó Ginny—. Que no estaba gravemente herido. No me di cuenta de que lo estaba hasta más tarde.

—¿Cuánto tiempo más tarde?

—No lo sé. Estaba tan confundida… y además, no tenemos reloj. Me senté y vi cómo la vida se iba yendo de su cara. No me hablaba. Parecía estar profundamente… humillado. Cuando me di cuenta de lo grave que estaba, me dirigí a la casa de al lado y llamé al doctor Sylvester —miró hacia el doctor que estaba sentado a su lado.

—¿Por qué no llamó a un médico de la localidad?

—No conocía a ninguno.

—¿Por qué no nos llamó a nosotros? —preguntó Perlberg.

—Tenía miedo de hacerlo. Mi marido me dijo que ése sería su fin.

—¿Qué quiso decir con eso?

—No lo sé. Pero yo tenía miedo. Cuando finalmente me decidí a pedir ayuda, él se fue.

Se cubrió la cara con las manos. El doctor convenció al capitán de que suspendiera el interrogatorio. Los hombres de Perlberg tomaron fotos, muestras de la sangre que había en el piso y nos dejaron solos con Ginny en la casa llena de ecos.

Nos dijo que se quería ir a su casa, con su madre.

Sylvester le contó que su madre había muerto, pero ella pareció no darse cuenta de ello.

Me ofrecí para recoger sus cosas. Mientras Sylvester se quedaba con ella en el living, yo me dirigí al dormitorio principal en el segundo piso. La cama, que constituía su rasgo más notable, era circular, de unos dos metros y medio de diámetro. Había empezado a ver una buena cantidad de estas camas de gran tamaño, que parecían altares de esperanza dedicados a viejos ídolos. La cama estaba deshecha, y las sábanas arrugadas sugerían que se había hecho el amor.

Las valijas estaban en el suelo del armario, bajo una hilera de perchas vacías. Sólo se había sacado de ellas algunas cosas para pasar la noche: el camisón, el cepillo de pelo y el de dientes y los cosméticos de Ginny; el pijama y la afeitadora de Martel. Revisé las valijas apresuradamente. Muchas de las ropas eran nuevas y de buena calidad; algunas tenían etiquetas de los comercios de Bond Street, en Londres. Aparte de un libro de Descartes, Meditations, en francés, no pude hallar nada personal. Ni siquiera el libro tenía un nombre en su primera página.

Más tarde, cuando andábamos por los interminables suburbios de Montevista, le pregunté a Ginny si sabía quién era su marido. Sylvester le había dado un sedativo y ella estaba sentada entre nosotros dos, con la cabeza apoyada en su brazo extendido. El golpe producido por la muerte de Martel, la había vuelto a la niñez. Habló como entre sueños.

—Él es Francis Martel, de París. Usted ya lo sabe.

—Creía saberlo. Pero hoy surgió otro nombre, Feliz Cervantes.

—Nunca oí hablar de esa persona.

—Usted lo encontró, o al menos, él la encontró a usted en la reunión del Círculo Francés, en casa del profesor Tappinger.

—¿Cuándo? He estado en docenas de reuniones del Círculo Francés.

—Fue hace siete años, en septiembre. Francis Martel estuvo allí bajo el nombre de Feliz Cervantes. La señora de Tappinger lo identificó por una fotografía.

Me corrí hacia la franja de baja velocidad y saqué la foto de mi bolsillo. Me la tomó de las manos. Permaneció en silencio un instante. Al costado izquierdo nuestro el rápido tránsito de la tarde, pasaba ininterrumpidamente. Los conductores miraban con aprensión, como si hubieran sido raptados por sus propios coches.

—¿Éste que está parado contra la pared, es realmente Francis?

—Estoy casi seguro de que lo es. ¿No lo conocía en ese tiempo?

—No. ¿Tendría que haberlo conocido?

—Él la conocía a usted. Le dijo a la dueña de la pensión donde se alojaba, que algún día, cuando se hiciera rico, volvería para casarse con usted.

—Pero eso es ridículo.

—No tanto. Sucedió.

Sylvester, que hasta este momento había permanecido en silencio, se dirigió a mí, gruñéndome que me callara.

Ginny permanecía con su cabeza inclinada sobre la foto, pensativa.

—Si éste es Francis, ¿qué hacía con el señor y la señora de Ketchel?

—¿Usted conoce a los Ketchel?

—Los encontré una vez.

—¿Cuándo?

—En septiembre, hace siete años. Mi padre me llevó a almorzar con ellos. Fue poco antes de su muerte.

Sylvester me reconvino, a través de ella:

—Ya es suficiente, Archer. No es momento de andar hurgando en este material explosivo.

—Es el único momento de que dispongo. ¿Le molesta a usted hablarme sobre este asunto? —pregunté a Ginny.

—No, si es que puedo ayudar —contestó, tratando de sonreír.

—Bien. ¿Qué sucedió durante el almuerzo con los Ketchel?

—En realidad, nada. Traté de entrar en conversación con la señora de Ketchel. Me contó que era una chica de la localidad, pero eso era lo único que teníamos en común. Me odiaba.

—¿Por qué?

—Porque el señor Ketchel gustaba de mí. Quería hacer cosas por mí, ayudarme en mis estudios y cosas así —el tono de voz de Ginny era monótono.

—¿Su padre estaba al tanto de eso?

—Sí. Fue el motivo del almuerzo. Roy era muy ducho en eso de explotar a la gente. Pensó que podía usar un hombre como Ketchel, sin ser usado a su vez.

—¿Usarlo para qué?

—Roy le debía dinero. Roy era un hombre muy simpático, pero para ese entonces ya les debía dinero a todos. Yo no lo podía ayudar. No hubiera sido nada bueno seguir el plan de Ketchel. Éste era el tipo de hombre que toma todo lo que puede y no da nada en cambio. Se lo dije a Roy.

—¿Cuál era el plan?

—Bastante vago, pero Ketchel le ofreció mandarme a un colegio en Europa.

—¿Su padre aceptó esto?

—En realidad, no. Quería que yo engatusara un poco a Ketchel. Pero Ketchel quería todo. Los hombres se vuelven así cuando saben que van a morir.

La chica me sorprendió. Hizo que recordara que no era una chica, sino una mujer que ya tenía detrás de sí un matrimonio breve y trágico. Y algo que sonaba a una larga y trágica niñez. Su tono de voz había cambiado perceptiblemente, casi como si hubiera saltado de la niñez a la edad madura, al nombrar a su padre, como Roy.

—¿Solía ver a Ketchel a menudo?

—Sólo hablé con él ese día. Me había visto en el Club.

—Usted me dijo que ese almuerzo tuvo lugar poco antes de la muerte de su padre. ¿Podría decir si fue en esa misma semana?

—Fue el mismo día —dijo—. Fue la última vez que vi a Roy vivo. Mamá me mandó a buscarlo esa noche.

—¿A dónde?

—A la playa y al Club. Jamieson estuvo casi todo el tiempo conmigo. Fue al chalet de los Ketchel (yo no quise ir) pero no estaban allí. Por lo menos, no contestaron.

—¿Cree usted que Roy y Ketchel hayan tenido un disgusto a causa de usted?

—No lo sé, pero es posible —siguió hablando en el mismo tono llano—: Hubiera deseado nacer sin nariz o con un solo ojo.

No necesité preguntar a Ginny qué quería decir con eso. Había conocido a muchas chicas por quienes los hombres siempre quieren hacer algo.

—¿Cree usted que Ketchel mató a su padre, Ginny?

—No lo sé. Pero mi madre, en ese tiempo, pensó así.

Sylvester protestó:

—No veo por qué hay que remover esto ahora.

—Porque está relacionado con la situación actual, doctor. Usted no quiere ver esa relación, porque es parte de la cadena de causa y efecto.

—¿Tenemos que volver sobre ese punto?

—Por favor —Ginny giró su cabeza y la movió de lado a lado—. Por favor, no discutan como si no estuviera presente. Ellos siempre acostumbraban a discutir…

Los dos nos disculpamos. Después de un momento, me preguntó suavemente Ginny:

—¿Usted cree que Ketchel mató a mi marido?

—Es el principal sospechoso. No creo que lo hiciera personalmente. Más bien debe haber alquilado un pistolero.

—Pero, ¿por qué?

—No conozco aún todos los detalles. Siete años atrás, su marido se fue de Montevista con Ketchel. Según parece, Ketchel lo mandó a él a una escuela en Francia.

—¿Para reemplazarme?

—No parecería ser así. Pero Ketchel, estoy seguro, tenía en qué usar a su marido.

Se ofendió:

—Francis no era de ninguna forma así.

—No me refiero al sexo. Creo que usaba a Francis en sus negocios.

—¿En qué negocios?

—Él es un jugador en gran escala. ¿Francis nunca le nombró a Ketchel?

—No. Nunca lo hizo.

—¿O a Leo Spillman, que era el verdadero nombre de Ketchel?

—No.

—¿De qué hablaban principalmente Francis y usted, Ginny?

—De poesía, de filosofía, más que todo. ¡Tenía tanto que aprender de Francis!

—¿Nunca hablaban de cosas positivas?

—¿Por qué las cosas positivas siempre tienen que ser desagradables y horribles? —dijo con angustia.

Empieza a sentir el dolor, pensé yo, el cruel dolor de regresar al hogar viuda, después de un matrimonio de tres días.

Era ya hora de abandonar la autopista. Pude ver a Montevista a la distancia. Sus árboles parecían un bosque verde en el horizonte. El camino vecinal de acceso a Montevista salía enderezándose hacia el mar.

Mis pensamientos estaban fijos en Francis Martel o quienquiera fuese. Hacía dos meses que había conducido su Bentley por este mismo camino, en busca de un sueño acariciado durante siete años. La fuerza que había contenido ese sueño y lo había forzado a convertirlo en realidad, ya no existía. Hasta la chica que estaba a mi lado parecía una muñeca de trapo, como si parte de ella hubiera muerto con el soñador. No volvió a hablar hasta que nos detuvimos frente a la puerta de la casa de su madre.

La puerta del frente estaba cerrada. Ginny se apartó de ella, con un aire de resentimiento.

—Es su día de bridge. Debía de haberlo recordado.

Buscó la llave en su cartera y abrió la puerta.

—¿No les importa ayudarme a entrar las valijas? Me siento un poco floja.

—Tienes motivos para ello —dijo Sylvester.

—En realidad es un alivio saber que mamá no está aquí. ¿Qué podría decirle?

Sylvester y yo nos miramos. Saqué las valijas del baúl del coche y las entré al vestíbulo. Ginny nos preguntó desde el recibidor:

—¿Qué pasó con el teléfono?

—Hubieron algunos contratiempos aquí anoche —le contesté.

Se asomó por la puerta.

—¿Contratiempos?

Sylvester se dirigió a ella y poniéndole las manos sobre los hombros, le dijo:

—Siento tener que decirte esto, Ginny. A tu madre le dispararon anoche un tiro.

Se resbaló de sus manos y cayó pesadamente al suelo. Su piel se puso gris y sus ojos profundizaron su azul, pero no porque estuviera por desmayarse. Se quedó sentada en el piso, con la espalda apoyada en la pared.

—¿Ha muerto Marieta?

—Desgraciadamente, sí.

Me puse de cuclillas a su lado:

—¿No sabe usted quién mató a su madre?

Movió la cabeza con tanta fuerza que su cabello cayó sobre su cara como una pantalla dorada.

—Su madre estaba terriblemente trastornada anoche. ¿Le dijeron algo usted o Martel?

—Nos dijimos adiós.

Se detuvo, ante lo definitivo de esa palabra.

—Eso fue todo, sólo que ella no quería que me fuera. Me dijo que conseguiría el dinero en alguna otra forma.

—¿Qué quería decir con eso?

—Que yo me había casado con Francis por dinero, supongo. Ella no lo comprendía.

—Me dijo, antes de morir, que el joven amante le había pegado el tiro. ¿Quién podría ser este joven amante?

—Tal vez Francis. Pero él estuvo conmigo todo el tiempo —dejó caer, con fuerte ruido, su cabeza contra la pared—. No sé qué es lo que ha querido decir.

—Déjela. Le estoy hablando como amigo y como médico —intervino Sylvester.

Tenía razón. Yo me sentía como un demonio torturador, brincando alrededor de la muchacha. Me paré y ayudé a Ginny a hacerlo.

—Ella necesita protección. ¿Se quedará acompañándola, profesor?

—Es imposible. Debe de haber una docena de pacientes esperándome —miró su reloj pulsera—: ¿Por qué no se queda usted con ella? Yo puedo llamar un taxi.

—Tengo que hacer en la ciudad —me dirigí a Ginny—: ¿Podría soportar a Peter a su lado?

—Creo que sí —me contestó, con la cabeza baja—. Siempre que no tenga que hablar más con nadie.

Encontré a Peter en su casa y le expliqué lo sucedido. Me dijo que sabía cómo usar una escopeta, pues cazar era uno de sus deportes, y que con gusto haría la guardia. Cargó el arma y la trajo con él, con un vago aire militar. La noticia de la muerte de Martel, parecía haberle levantado el ánimo.

Ginny lo recibió tranquilamente en el vestíbulo.

—Te lo agradezco mucho, Peter. Pero no hablaremos sobre nada. ¿Está bien?

—Está bien. Sin embargo… tengo que decirte que siento mucho lo que ha pasado.

Se tomaron de la mano como hermano y hermana. Pero yo vi que sus ojos tomaban posesión de la belleza dolorida de Ginny. Me di cuenta, como en un sacudimiento, que para Peter, el caso acababa de terminar. Me fui, antes que él mismo se diera cuenta de eso.