22

En los alrededores del Hospital de la Misericordia había numerosos centros y clínicas satélites de tratamiento y la clínica del doctor Sylvester estaba entre ellas. Era más pequeña y con menos aspecto de prosperidad que muchas de sus vecinas. Una visible peladura en la alfombra raída marcaba el camino desde el vestíbulo hasta el escritorio de la recepcionista. Los nombres de varios médicos y sus especialidades, encabezados por George Sylvester, Medicina Interna, estaban en un pizarrón al lado de la puerta.

La chica sentada frente al escritorio me dijo que el doctor Sylvester no había terminado de almorzar. Luego disponía de una media hora, si yo quería esperarlo.

Le di mi nombre y me senté entre los pacientes que estaban aguardando. Después de un rato empecé a sentirme como uno de ellos. El champaña rosado o la dama con la cual lo había bebido, me habían dejado un fuerte dolor de cabeza. Otras partes de mi anatomía empezaron a molestarme. Cuando apareció el doctor Sylvester ya estaba decidido a entregarme y a contarle mis síntomas.

Parecía como si tuviera sus propios síntomas, quizás fueran síntomas de pesadez. Visiblemente, no se alegró mucho de verme. Pero me dio la mano y dedicándome una sonrisa profesional me guió frente a su enfermera de formidable aspecto, hacia el consultorio.

Se puso un guardapolvo blanco. Contemplé los diplomas y los certificados que tapizaban sus paredes. Sylvester había practicado en buenos colegios y hospitales y pasado bien sus cursos de perfeccionamiento. Tenía por lo menos, el pasado de un médico responsable. Pero lo que me preocupaba, era su presente.

—¿Qué puedo hacer por usted, Archer? A propósito, parece muy cansado.

—Es porque estoy muy cansado.

—Entonces sáquese peso de encima de sus zapatos —me indicó una silla cerca de su escritorio y se sentó.

—Dispongo sólo de unos pocos minutos, así que aprovechémoslos, muchacho —esta súbita camaradería era forzada. Detrás de ella, me estudiaba como un jugador de póker.

—Descubrí quién es su paciente Ketchel.

Levantó sus cejas, pero no dijo nada.

—Es el dueño de un casino de Las Vegas, con un largo pasado como gangster. Su nombre actual es Leo Spillman.

Sylvester no se sorprendió. Dijo con afabilidad:

—Concuerda con nuestros datos. Los controlé esta mañana. Nos dio su dirección en el Club Escorpión, de Las Vegas.

—Es una lástima que usted no los recordara anoche, cuando yo podía haberlos utilizado.

—No puedo acordarme de todo.

—Ejercite su memoria con esto otro. ¿Usted presentó a Roy Fablon a Leo Spillman?

—No lo recuerdo.

—Usted sabe muy bien si lo hizo o no, doctor.

—No tiene por qué hablarme en esta forma.

—Contésteme —le insistí—. Si usted no quiere hacerlo, ya encontraré a alguien que lo haga.

Desvió la cabeza, sumido en sus pensamientos. Parecía a la vez precaria y amenazadora, como una roca en equilibrio en el borde de un acantilado.

—¿Por qué razón Marieta Fablon recurrió a usted en busca de dinero? —le pregunté.

—Soy un viejo amigo. ¿A quién otro podría haber recurrido?

—¿Está seguro de que ella no lo quería chantajear, viejo amigo?

Miró alrededor de su consultorio como si fuera una celda. Las líneas que marcaban su boca eran hondas y crueles, como cicatrices de heridas que él mismo se hubiera inferido.

—¿Qué está usted tratando de ocultar, doctor?

Después de una pausa, para pensar, me dijo:

—Lo que pasa es que soy un maldito estúpido —me miró directamente a los ojos—. ¿Puede guardar un secreto?

—No, si en él está involucrado un delito.

—¿Qué delito? —Extendió las grandes palmas de sus manos sobre el escritorio—. No ha habido ningún delito.

—Entonces, ¿por qué está tan preocupado?

—La ciudad es un hervidero de rumores, como le dije anoche. Si se empieza a hablar de mí en relación con Leo Spillman, soy hombre muerto —sus manos se curvaron lentamente, como estrellas de mar—. Si quiere que le diga la verdad, estoy agonizando. Hay en la ciudad demasiados malditos médicos, y yo he perdido mucho dinero.

—¿Pérdidas de juego?

Se sobresaltó:

—¿De dónde sacó eso? —Golpeó el escritorio con sus manos curvadas, no amenazadoramente, sino más bien tratando de desahogarse. No era un hombre astuto y su ansiedad lo había embotado aún más—. ¿Qué está tratando de hacerme?

—Ya sabe lo que estoy tratando de hacer… saber todo lo relativo a este Martel e, incidentalmente, aclarar todas las dudas sobre lo que pasó con Fablon. Ambas cosas están ligadas entre sí por medio de Spillman. Posiblemente también por otros medios. Cuando Spillman dejó la ciudad, dos días después de la muerte de Fablon, se llevó con él a Martel. ¿Lo sabía usted?

Me miró confundido.

—¿Hablamos de siete años atrás?

—Así es. Usted está mezclado en esto porque trajo a Spillman aquí.

—Yo no lo traje. Se invitó él mismo. Para ser más exacto, fue idea de esa mujer… de su esposa. Su idea del paraíso consistía en dos semanas en el Club de Tenis —hizo un gesto con la boca que dejó ver el borde de sus dientes.

—¿Usted le debía dinero a Spillman?

—Como para no deberle… —Sus ojos glaciales miraban a su vida, más allá de mí—. Si le doy respuestas correctas a algunas de sus preguntas, ¿qué uso hará de ellas?

—Guardaré para mí los hechos tanto como pueda. Una vez, un cliente me dijo que podía echar un secreto dentro de mí y no sentirle nunca tocar fondo. Usted no es cliente mío, pero haré lo que pueda para proteger la bella figura que se han formado de usted.

—Le tomo la palabra —me respondió—. No se haga la idea de que soy uno de esos jugadores movidos compulsivamente por el vicio. Es cierto que estoy en el asunto… Es la única forma de sacarle alguna ventaja a estos impuestos confiscatorios de hoy en día. Pero no soy un jugador del tipo de los de Las Vegas. Me mantengo alejado de Las Vegas.

—Y por eso es que nunca conoció a Leo Spillman.

—Admito que estuve allí en el pasado. La última vez que fui me encontraba de muy mal humor, de un humor destructivo. No me importaba nada lo que pudiera pasar. Mi mujer… —Apretó los labios y calló.

—Siga.

—Iba a decir que mi mujer no estaba conmigo —dijo tartamudeando.

—Creí que iba a decirme que ella tenía un lío con otro hombre.

Su cara se contrajo de dolor:

—Dios mío, ¿ella le dijo eso?

—No. No importa cómo lo averigüé.

—¿Sabe usted quién era el otro hombre?

—Roy Fablon. Le dio motivo a usted para desear su muerte.

—¿Es eso una acusación?

—Solamente quería mencionarlo, doctor.

—Gracias. Usted se lanza sobre algunas curvas muy torcidas.

—La vida también. ¿Qué le pasó en su última visita a Las Vegas?

—Mucho. Primero, perdí unos cuantos cientos en las mesas. En vez de cortar mis pérdidas, me volví loco y me zambullí. Antes de terminar había agotado mi crédito, que no se ha recobrado del todo, y le debía a Spillman cerca de veinte mil dólares. Me llamó a su oficina para hablar sobre ello. Le dije que lo más que podría juntar serían diez mil, que tendría que esperar por el resto. Hizo volar algo por el aire y me dijo que era un tramposo, un estafador y un buen número de otras cosas. Creo que me hubiera atacado físicamente, si la mujer no lo hubiera detenido.

»Sí. Estaba interesada en mí porque sabía que yo era de aquí. Le recordó a Spillman que era delito usar sus puños. Aparentemente, él era un ex boxeador profesional. Pero su estado físico era malo, y creo que habría podido con él —Sylvester se acarició los puños.

»En un tiempo practiqué el box.

—Es mejor que no lo haya probado. Muy pocos aficionados pueden con un profesional

—Pero él era un hombre enfermo, física y emocionalmente.

—¿Qué le sucedía?

—Me di cuenta de que uno de sus nervios ópticos le brincaba. Después que se calmó un poco me dejó hacerle el examen de sus ojos, y tomarle la presión. Yo tenía todo el equipo en mi coche. Le parecerá a usted muy raro todo esto, bajo semejantes circunstancias pero, como médico, me interesaba el hombre y con razón. Era un caso malo de hipertensión y la presión de su sangre estaba en la zona de peligro. Resultó que nunca había visto a un médico ni se había hecho una revisión. Creía que todo eso era para maricas. En el primer momento pensó que quería asustarlo. Pero, con la ayuda de su mujer, conseguí hacerle entender que estaba al borde de un ataque. Así que me hizo una proposición. Yo debía conseguir diez mil dólares, tratarle la hipertensión y proporcionarles un chalet en el Club de Tenis. Me pareció el trato más fantástico de la historia.

—No estoy seguro. Spillman le ganó a un hombre su mujer, en un juego de cartas.

—Así me lo dijo. Está lleno de pequeñas anécdotas. Podrá imaginarse cómo me sentía yo, al tener que inyectar en el club un hombre como ése. Pero yo no podía elegir y él estaba dispuesto a pagar casi diez mil dólares.

—No le costaba nada.

—Le costaba algo menos de diez mil, si deducimos el precio de mi atención.

—No si usted le pagaba los otros diez mil al contado. Ahorraba más que suficiente en los impuestos como para cubrir la diferencia.

—¿Usted cree que él evadía impuestos?

—Estoy seguro de eso. Lo hacen todo el tiempo, en Las Vegas. Al dinero que evaden lo llaman «dinero negro» y es un buen nombre. Suman millones y es usado para financiar casi la mitad de los negocios ilegales del país, desde la Cosa Nostra para abajo.

Sylvester dijo con voz helada:

—No me pueden responsabilizar, ¿o sí?

—Moralmente, sí. Pero legalmente, no lo sé. Si todos los que colaboran con el crimen organizado fueran declarados culpables, la mitad de los bobos del país estarían en la cárcel. Desgraciadamente eso no sucederá. Consideramos la capital del crimen de los Estados Unidos como si fuera una segunda Disneylandia, oliendo a rosas. Un gran lugar para llevar a la familia o realizar convenciones.

Me detuve. Ya estaba hipocondríaco con el tema de Las Vegas, en parte porque casi todos los asuntos criminales que manejaba en California terminaban allí, y ahora también éste se sumaba. Le pregunté:

—¿Sabía usted que Martel salió de esta ciudad con Spillman, hace siete años?

—Se lo oí. Pero no comprendí qué quería decir.

—Era estudiante de la escuela local y trabajaba en sus horas libres como ayudante en el Club de Tenis.

—¿Martel?

—En esos días se llamaba Feliz Cervantes. Conoció a Ginny Fablon, o por lo menos la vio, en una reunión de estudiantes de francés, y se prendó de ella. A lo mejor tomó ese empleo en el club para poder verla más a menudo. Allí, se encontró con Spillman.

Sylvester escuchaba atentamente. Estaba quieto, subyugado, como si el edificio pudiera desmoronarse alrededor de él si se moría:

—¿Cómo sabe todo eso?

—Parte de ello es pura especulación. Mucho no lo es. Pero debo conversar con Leo Spillman y quiero que usted me ayude en eso. ¿Lo ha visto últimamente?

—Hace siete años que no lo veo. No volvió acá. No lo urgí a hacerlo, tampoco. Aparte de mi contacto profesional con él, hice todo lo posible por evitarlo. Por ejemplo, nunca lo invité a mi casa.

Sylvester estaba tratando de recuperar su orgullo. Pero yo sospechaba que lo había perdido para siempre en esta media hora de consultorio.