20

Shore Drive corría paralela al mar, en un área de crecimiento explosivo y escaso circuito. Era una jungla de departamentos, casas particulares y fraternidades con letras griegas sobre las puertas.

Atrás de la casa estucada con el número 148, se agrupaban, en un pequeño lote, una media docena de chalets separados entre sí. Una mujer robusta abrió la puerta de la casa antes de que llegara al umbral.

—No tengo lugar hasta junio.

—No necesito alojamiento, gracias. ¿Es usted Mrs. Grantham?

—Nunca compro nada a vendedores ambulantes, si su intención es venderme algo.

—Todo lo que necesito es una pequeña información —le dije mi nombre y ocupación—. El señor Martin, el del colegio, me dio su nombre.

—¿Por qué no me lo dijo? Pase.

La puerta se abrió sobre un pequeño y densamente amueblado living. Nos sentamos cara a cara, casi tocándonos las rodillas.

—Espero que no sea una queja en contra de ninguno de mis muchachos. Son para mi como hijos míos —dijo, con una sonrisa profesionalmente maternal.

Hizo un amplio ademán hacia la chimenea. La repisa y la pared que se extendía más arriba estaban completamente ocupadas con fotos de graduación de hombres jóvenes.

—No es una queja sobre ninguno de sus muchachos de ahora, de todas maneras. Se trata de uno que vivió aquí hace siete años. ¿Recuerda usted a Feliz Cervantes? —Le mostré la foto donde Martel-Cervantes estaba atrás y Ketchel y Kitty al frente. Se puso los anteojos y la miró, estudiándola.

—Recuerdo a los tres. El hombre grandote y la rubia vinieron a buscar sus cachivaches cuando se fue. Los tres se fueron juntos.

—¿Está segura de eso, Mrs. Grantham?

—Segura. Mi finado marido decía siempre que yo tenía una memoria de elefante. Aunque no la tuviera no olvidaría por nada ese trío. Se fueron en un Rolls-Royce y me pregunté qué haría un muchacho mejicano con esa clase de compañía.

—¿Cervantes era mejicano?

—Claro que lo era, a pesar de sus cuentos. Al principio no quería recibirlo. Nunca había tenido antes un huésped mejicano. Pero el colegio dice que, o hay que hacerlo o se borra uno de la lista. Le alquilé una habitación, pero no duró mucho.

—¿Qué cuentos hacía?

—Estaba lleno de historias —me contestó—. Cuando le pregunté si era mejicano, me dijo que no. Yo he vivido en California toda mi vida y puedo señalar a un mejicano en cuanto lo veo. Hasta tenía un acento que él decía que era español. Afirmaba que era un español de pura sangre, de España. Así que le dije: «Muéstreme su pasaporte». No lo tenía. Dijo que era un fugitivo de su país y que el general Franco estaba tras él por conspirar contra el gobierno. No me embaucó, sin embargo. Conozco bien a un mejicano. Si usted me pregunta, era un espalda-mojada, como les dicen acá a los mejicanos que entran en Estados Unidos a nado, cruzando el Río Grande. Por eso es que mentía. No quería ser agarrado por los de inmigración y volver en ómnibus a su casa.

—¿Le contó más mentiras?

—Puede apostar a que lo hizo hasta el día en que se fue. Ese día dijo que se iba a Francia y que allá entraría en la Universidad. Dijo que el gobierno español había aflojado algo del dinero de su familia, y que podía permitirse el lujo de ir a un colegio mejor que el nuestro. Buen reparto de malas mentiras, es lo que me dije.

—A usted no le gustaba Cervantes, ¿no es cierto, señora?

—Si conservaba su lugar, estaba bien. Pero era demasiado arrogante. Además, se iba el primero de octubre, dejándome el clavo de una habitación desocupada por el resto del semestre. Me dolió haberlo recibido.

—¿Por qué dice usted que era arrogante, Mrs. Grantham?

—Por muchas cosas. ¿Tiene usted un cigarrillo por casualidad? —Le di uno y me echó el humo en la cara—. ¿Por qué tiene usted tanto interés en él? ¿Está de vuelta aquí?

—Ha estado.

—¡Qué me dice! Me dijo que se iba para volver. Que iba a volver en un Rolls-Royce, con un millón de dólares, para casarse con una chica de Montevista. Eso sí que es arrogancia. Le dije que debía mantenerse en su propio nivel. Pero me contestó que esa chica era la única para él.

—¿La nombró?

—Virginia Fablon. Yo sabía quién era. Mi hija fue al colegio con ella. Era una hermosa chica y me imagino que todavía debe serlo.

—Así lo cree Cervantes. Acaba de casarse con ella.

—Usted bromea.

—Ojalá fuera así. Volvió hace dos meses. En un Bentley, no en un Rolls-Royce, con ciento veinte mil dólares en lugar de un millón. Pero se casó con ella.

—Bueno, me ha dejado pasmada —chupó hondamente su cigarrillo, como si estuviera sacando el jugo de la situación—. Espere a que le diga esto a mi hija.

—Yo no se lo diría a nadie por uno o dos días. Cervantes y Virginia han desaparecido. Ella podría estar en peligro.

—¿En peligro por él? —preguntó con avidez.

—Tal vez.

Yo no sabía qué era lo que él quería de Virginia. Probablemente algo que no existía. Y tampoco sabía qué podría hacer él cuando descubriera que eso no existía.

Mrs. Grantham apagó su cigarrillo en un cenicero del Hotel Breakwater y tiró la colilla en una taza sin asa que contenía otras colillas. Se inclinó hacia mí confidencialmente, rebosando cordialidad:

—¿Quiere saber algo más?

—Sí. ¿Cervantes no le dio ninguna explicación sobre la gente con la cual se iba?

—¿Ese par? —Colocó un dedo sobre la fotografía que tenía en sus faldas—. No recuerdo exactamente qué fue lo que me dijo. Algo así como que eran amigos suyos que venían a buscarlo.

—¿No dijo quiénes eran?

—No. Parecían estar bien forrados. Creo que me dijo que eran personas de Hollywood y que lo iban a llevar hasta el avión.

—¿A qué avión?

—El avión a Francia. En ese momento pensé que era pura palabrería. Ahora ya no lo sé. ¿Se fue en algún momento a Francia?

—Creo que lo hizo.

—¿Dónde consiguió el dinero? ¿Cree usted que su familia realmente tenga dinero en España?

—Castillos en el aire, no han de faltarle.

Mientras me iba de allí pensaba que Martel era uno de esos soñadores peligrosos que terminan por representar en la realidad sus sueños, un mentiroso que forzaba sus mentiras a volverse verdades. Su mundo estaba fuertemente coloreado y hecho a mano, como los cuadros en las paredes de los Tappinger, que podían haber sido sus primeras visiones de Francia.