El colegio estaba situado en lo que recientemente había sido la campiña. En las colinas taladas de los alrededores quedaban todavía restos de los bosquecillos de naranjos que en otro tiempo las habían vestido con su verdor. Los árboles del patio del colegio eran, en su mayoría, palmeras que daban la sensación de haber sido llevadas y plantadas allí, ya desarrolladas. Los estudiantes daban esa misma impresión.
Uno de ellos, con una barba que lo volvía parecido a Toulouse-Lautrec, me indicó el camino para llegar a la oficina de Mr. Martin. La entrada de ésta quedaba detrás de un tabique horadado, de concreto, al costado del edificio de la administración, que era uno del óvalo de edificios de piedra que cerraban el patio del colegio.
Pasé de la luz del sol al brillo frío de las luces fluorescentes. Una mujer joven me salió al encuentro y me dijo que Mr. Martín estaba esperándome.
Martín era un hombre calvo, con camisa de mangas cortas, de mirada tan fuerte y descarada como la de un vendedor. Las paredes artesonadas de la oficina, frescas e impersonales, hacían que él pareciera fuera de lugar.
—Linda oficina —le dije después de darnos la mano.
—No me puedo acostumbrar a ella. Es algo extraño, pero van a cumplirse cinco años que estoy en ella, en agosto, y todavía siento nostalgia por la vieja choza en que empezamos. Pero usted no está interesado en historia antigua.
—Lo estoy, pero en lo referente a Feliz Cervantes.
—Perfecto. Ese sí que es un nombrecito. Declararse poseedor de la felicidad. ¡Feliz Cervantes! Bueno, esperamos que lo sea. No lo recuerdo personalmente… pues no estuvo mucho tiempo aquí, pero ya saqué su ficha —abrió una carpeta de manila que tenía sobre el escritorio—. ¿Qué es lo que quiere saber de Feliz Cervantes?
—Todo lo que tenga sobre él.
—Me temo que no es mucho. ¿Por qué se interesa en ello Mr. Stoll?
—Porque regresó a la ciudad hace dos meses, bajo otro nombre.
—¿Ha hecho algo malo?
—Se le busca por sospecha de agresión —le contesté bajando un poco la voz—. Estamos tratando de establecer su identidad.
—Me alegra poder cooperar con Mr. Stoll… él contrata a muchos de nuestros muchachos… pero no creo que les seré de mucha utilidad. El apellido Cervantes puede ser también supuesto.
—¿Pero sus alumnos no tienen que presentar documentos de nacimiento, estudios, etc., antes de ser admitidos?
—Se supone que sí. Pero Cervantes no lo hizo —Martin vació el contenido de la carpeta—. Aquí hay una nota al respecto, donde él dice ser un estudiante proveniente de un colegio latinoamericano. Lo admitimos provisionalmente dando por sentado que sus certificados de estudio nos llegarían en los primeros días de octubre. Para esa fecha ya se había ido y si los certificados llegaron alguna vez, los devolvimos.
—¿Adónde se fue?
Hizo un gesto, retrayendo su cabeza calva, atortugada, entre los hombros.
—No seguimos las huellas de los que nos dejan. Además, nunca estuvo matriculado —no tenía los papeles exigidos para la matrícula, parecía decir Martin y por lo tanto, no existía—. Podría usted averiguarlo en el viejo domicilio que figura aquí, por si les hubiera comunicado una nueva dirección. Está a nombre de Mrs. Grantham, en Shore Drive número 148. Ella tiene unos departamentos que alquila a los estudiantes. Tome nota de la dirección.
Lo hice.
—¿Qué estudios seguía Cervantes?
—No lo tengo registrado. No se quedó lo suficiente como para graduarse, que es todo lo que nos interesa. Podría probar suerte en el despacho del Decano, si eso es muy importante. Está en este mismo edificio.
Me dirigí allí. La secretaria del Decano era una muchacha de cabello oscuro, de busto prominente y de edad indefinida que se manejaba con una estilizada precisión. Dactilografió el nombre de Cervantes en una hoja de papel y lo llevó a una oficina de archivos de donde salió con la información escrita de que éste se había inscrito en idioma francés y literatura de los grados adelantados y en los cursos superiores de la Historia Moderna de Europa. Estuve completamente seguro, por primera vez, de que Cervantes y Martel eran una misma persona. Sentí una especie de humillación por él. Había dado un gran salto, posándose sobre una piedra floja. Ahora, estaba cayéndose.
—¿Quién le enseñaba francés y literatura?
—El profesor Tappinger. Sigue dictando el curso.
—Esperaba que fuese el profesor Tappinger.
—¿Ah, sí? ¿Lo conoce usted?
—Apenas. ¿Está ahora aquí?
—Sí. Pero temo que esté dictando clase —la mujer miró hacia el reloj eléctrico que había en la pared—. Son las doce menos cuarto. Termina su curso a las doce exactamente. Siempre lo hace.
Parecía sentir cierto orgullo al decir esto.
—¿Usted sabe, todo el tiempo, dónde se encuentra cada una de las personas del establecimiento?
—Sólo algunas de ellas. El profesor Tappinger es una verdadera institución.
—A mí no me parece que sea así.
—Sin embargo, así es. Es un brillante erudito —como si ella misma fuera una institución. Agregó—: Nos consideramos muy afortunados de haberlo conseguido y de que permanezca aquí. Me preocupó mucho el pensar que nos abandonaría, cuando no consiguió ser ascendido.
—¿Y por qué no lo logró?
—¿Quiere que le diga la verdad?
—No podría vivir sin ella.
Se inclinó hacia mí y bajó el tono de voz, como si el Decano tuviera el lugar vigilado:
—El profesor Tappinger se dedica demasiado a su trabajo. No podría ser molestado con asuntos referentes a los manejos de cada departamento. Francamente, su mujer no le brinda ninguna ayuda.
—Me pareció bastante astuta.
—Creo que lo es. Pero es una extrovertida. Si el profesor Tappinger tuviera una compañera más madura…
No terminó la frase. Durante un segundo sus ojos eficientes estuvieron perdidos en el país de los sueños. No era difícil adivinar la identidad de la mujer madura que tenía en su mente para Tappinger.
Me llevó, con un sentido de propietaria, hacia la oficina del profesor en el Edificio de Artes y me aseguro que siempre regresaba allí con sus anotaciones antes de irse a su casa a almorzar. Un minuto después de las doce, llegó Tappinger marchando por el corredor, feliz y con la mirada brillante, como si acabara de dar una buena clase.
Al verme, dio un paso atrás:
—¡Ah, es usted, Mr. Archer! Siempre me sobresalto cuando veo a alguien del mundo real por estos alrededores.
—¿Acaso esto no es real?
—No realmente real. Durante bastante tiempo no ha habido nada aquí que lo volviera real.
—Yo soy real.
Tappinger se rió. Lejos de su mujer y su familia, parecía ser más jovial.
—Los dos, hace bastante tiempo que andamos rondando… como para que sepamos quienes somos. Pero, por favor, no se quede parado afuera…
Descorrió el cerrojo de su oficina y me hizo entrar. Las estanterías de dos paredes estaban llenas de libros, muchos de ellos colecciones o volúmenes unitarios franceses, encuadernados.
—Supongo que viene a darme el resultado del cuestionario que le preparé.
—En parte. Fue verdaderamente un éxito, por parte de Martel. Contestó correctamente a todas las preguntas.
—¿Incluso la referente a la glándula pineal?
—Incluso.
—Estoy asombrado, francamente asombrado.
—Para usted, es una satisfacción. Según parece, Martel fue alumno suyo, durante una o dos semanas, hace unos siete años.
Me miró sobresaltado:
—¿Cómo puede ser eso?
—No lo sé. Pero no puede ser pura coincidencia.
Saqué la fotografía de Martel y se la mostré. Asintió con la cabeza:
—Recuerdo al muchacho. Era un estudiante brillante, el más brillante que he tenido. Inesperadamente se retiró, sin decirme ni una palabra —su alegría se había evaporado. Ahora sacudía su cabeza de un lado a otro—: ¿Qué le pasó?
—No lo sé. Excepto que se apareció acá, siete años después, con un montón de dinero y una nueva identidad. ¿Recuerda usted el nombre que usaba en su clase?
—Uno no se puede olvidar de un alumno así. Decía llamarse Feliz Cervantes —volvió a mirar la foto—. ¿Quiénes son estas otras personas?
—Huéspedes del Club de Tenis. Cervantes tuvo un empleo allí durante dos semanas, en el mes de setiembre de 1959, como ayudante de limpieza, por horas.
Tappinger emitió una especie de cloqueo con la boca:
—Recuerdo que parecía tener necesidad de dinero. En una ocasión en que lo invité a mi casa, comió virtualmente todo lo que encontró a la vista. ¿Usted dice que ahora tiene dinero?
—Por lo menos, cien mil dólares contantes y sonantes.
Silbó.
—Ese es mi sueldo de diez años. ¿Dónde los consiguió?
—Él dice que es dinero de su familia, pero estoy seguro que miente.
Volvió a contemplar la fotografía, como si aún estuviera confundido respecto a la doble identidad de Martel.
—Estoy seguro de que no tenía ninguna familia en quien apoyarse.
—¿Tiene usted alguna idea sobre su procedencia?
—Pensé que era de la América Española, probablemente mexicano de primera generación. Hablaba con bastante acento. Por cierto que su francés era mejor que su inglés.
—A lo mejor, después de todo, es un francés.
—¿Con un nombre tal como Feliz Cervantes?
—Tampoco sabemos si ése es su verdadero nombre.
—Pero no están en los archivos de este colegio. Se supone que iba al Colegio del Estado en Los Ángeles antes de venir aquí. A lo mejor ellos pueden ayudarnos.
—Preguntaré allí. Un antiguo alumno mío está enseñando francés en ese colegio.
—Puedo ponerme en contacto con él. ¿Cómo se llama?
—Allan Bosh —me deletreó el nombre—. Pero creo que será mejor que yo haga eso. Los profesores universitarios tenemos, como decirlo, cierta inhibición para hablar de nuestros alumnos.
—¿Cuándo puedo ponerme en contacto con usted?
—Creo que mañana por la mañana. En este momento estoy un poco corto de tiempo. Mi mujer me espera para almorzar y tengo que volver acá a preparar mis notas para la clase de las catorce —debo de haberme mostrado muy desilusionado, porque me dijo:
—Mire, amigo, venga a almorzar a mi casa.
—No quiero molestar.
—Pero yo insisto en que venga. Bess también insistiría. Usted le resultó muy simpático. Además, ella quizá recuerde cosas sobre Cervantes que yo he olvidado. Quedó muy impresionada con él cuando lo invitamos a casa. Y la gente, francamente, no es mi metier.
Le dije que me reuniría con él en su casa. En el camino compré una botella de champaña rosado. Mi caso empezaba a despejarse.
Bess Tappinger tenía puesto un bonito traje celeste, labios recién pintados y demasiado perfume. No me agradó su mirada intencionada y empecé a arrepentirme del champaña rosado. Lo tomó de mis manos como si planeara romperlo en la proa de una intriga amorosa.
Había cubierto la mesa con un fresco mantel de hilo, cruzado por las marcas de los sitios por donde había sido doblado.
—Espero que le guste el jamón, Mr. Archer. Todo lo que tengo es jamón crudo y ensalada de papas —se dirigió a su marido—. Papá, ¿qué dice el libro de los vinos sobre el jamón y el champaña rosado?
—Supongo que se llevan muy bien —respondió el profesor, algo ausente.
Tappinger había perdido su efervescencia. Ni siquiera una copa de champaña le ayudó a recuperarla. Masticó concienzudamente su sándwich de jamón y me hizo preguntas sobre el caso Cervantes Martel. Tuve que revelarle que su antiguo alumno era buscado como sospechoso de asesinato. Tappinger movió tristemente la cabeza al recordar a ese joven que tanto prometía.
Bess Tappinger se excitó con el champaña. Quería a toda costa, atraer nuestra atención.
—¿De quién están hablando?
—De Feliz Cervantes. ¿Lo recuerdas, Bess?
—¿Debería recordarlo?
—Estoy seguro de que lo recuerdas. Un joven español que estuvo en nuestra reunión del Círculo Francés, la que hacemos para quebrar el hielo con los nuevos, hace siete años. Muéstrele su foto, ¿quiere, Archer?
La coloqué sobre el mantel de hilo, al lado de su plato. Lo reconoció enseguida:
—Por supuesto que me acuerdo de él.
—Sabía que lo harías —contestó el marido significativamente—. Me hablaste de él después de la reunión.
—¿Qué es lo que le impresionó en él, señora?
—Me pareció buen mozo, fuertemente masculino. Nosotras, las mujeres de las facultades, nos cansamos de los pálidos tipos escolares —en su ojos había un brillo malicioso.
Tappinger dijo, sin hacerle caso:
—Era un excelente estudiante. Tenía pasión por la civilización francesa, que es la más grande desde la ateniense, y un oído maravilloso para la poesía francesa, si tenemos en consideración de dónde venía.
Su mujer estaba ocupada en beberse otra copa de champaña.
—Eres un genio, papá. Cada frase tuya suena como una conferencia de cincuenta minutos.
Lo dijo con ligereza, como lo demostraba su sonrisa conscientemente hermosa, pero cayó como un golpe torpemente dado.
—Por favor, deja de llamarme papá.
—Pero tú no quieres que te diga Taps. Y eres el padre de mis hijos.
—Los chicos no están aquí y definitivamente, no soy tu padre. Sólo tengo cuarenta y un años…
—Y yo sólo tengo veintinueve —nos dijo a los dos.
—Doce años no son una gran diferencia —cerró con eso el tema, abruptamente, como si hubiera sido una especie de caja de Pandora—. De paso, ¿dónde está Terry?
—En la guardería de la Cooperativa. Lo tendrán allí hasta después de la siesta.
—Bien.
—Después del almuerzo voy a ir al Plaza, para hacer unas pequeñas compras.
El conflicto que había surgido antes entre ellos, volvió a cobrar actualidad.
—No puedes ir —Tappinger se había puesto intensamente pálido.
—¿Por qué no puedo?
—Porque necesito el Fiat. Tengo clase a las catorce —miró su reloj—. Es más, ya me tengo que ir. Debo preparar algunas cosas.
—No he tenido oportunidad de hablar con su mujer…
—Ya me doy cuenta. Lo siento. El hecho es que tengo que firmar al reloj, literalmente como cualquier obrero. Y los alumnos parecen objetos alineados frente a nosotros, adquiriendo un suave barniz de educación. Aprenden sus verbos irregulares, pero no saben cómo usarlos en una oración. Casi podría decirse que muy pocos de ellos son capaces de componer una oración en inglés correctamente, no digamos ya en francés que es, par excelence, el idioma de las oraciones.
Parecía convertir la ira que tenía contra su mujer en una ira contra su trabajo, y todo esto en una conferencia. Ella me miró con una débil sonrisa, como si él fuera una radio a la que se acaba de apagar.
—¿Por qué no me lleva usted al Plaza, Mr. Archer? Eso dará oportunidad de terminar nuestra charla.
—Lo haré con gusto.
Tappinger no hizo ninguna objeción. Completó otro párrafo sobre la pena de tener que enseñar en un colegio de segundo orden y luego se disculpó de lo magro del almuerzo. Oí cuando su Fiat arrancaba. Su mujer y yo nos quedamos en el comedor, terminando el champaña.
—Bueno —dijo ella—, aquí estamos.
—Como usted lo planeó.
—Yo no lo planeé. Usted lo hizo. Usted compró el champaña y yo no puedo resistirme al champaña —me dirigió una mirada lánguida.
—Yo sí puedo.
—¿Qué es usted? ¿Otro pescado frío?
Se puso grosera. Algunas veces se ponen así, cuando se casan muy jóvenes, se encuentran atadas a una cocina y se despiertan diez años después, pensando dónde está el mundo. Como si estuviera leyendo mis pensamientos, dijo:
—Ya sé. Soy una r-a-m-e-r-a. Pero tengo razones para serlo. Se instala en su estudio todas las noches hasta pasadas las veinticuatro. ¿Quiere decir que porque él se preocupa de Flaubert y Baudelaire y sus odiosos alumnos, todo ha terminado para mí? Me enferman cuando los veo agruparse alrededor de él diciéndole lo maravilloso que es. Todo lo que les preocupa es pasar de grado.
Aspiró profundamente y continuó:
—No es tan maravilloso y eso lo sé bien. He vivido con él doce años, aguantándole su mal carácter y sus pataletas. Uno creería que es el propio Baudelaire o Van Gogh, a juzgar por la forma que tiene de comportarse. Y yo siempre esperando que esto nos conduzca a algo, pero nunca pasa nada, ni pasará. Estamos uncidos a un asqueroso colegio del Estado y él ni siquiera ha tenido la hombría para maquinarse un ascenso.
La pequeña habitación desaseada, o tal vez el champaña que se había bebido en ella, parecía engendrar conferencias. Le hice una observación:
—Usted es muy dura con su marido. Tiene que salir afuera a luchar. Todo lo que necesita es su apoyo.
Dejó caer su cabeza. Su cabello cayó hacia adelante como una madera flexible.
—Lo sé. Trato de dárselo, se lo juro.
Había recobrado su voz de criatura pequeña. No hacía juego con su modo de ser, y la abandonó. Con el tono de voz claro y agudo que había usado el día anterior con su hijo, añadió:
—Nunca debimos casarnos Taps y yo. Él no se debía de haber casado nunca. Algunas veces me recuerda un sacerdote medioeval. Los dos mejores años de su vida fueron antes de casarnos. Muchas veces me lo dice. Los pasó en la Biblioteca Nacional, en París, no mucho tiempo después de la guerra. Yo sabía todo esto, por supuesto y era sólo una niña y él era la esperanza rosada de todo el departamento de francés en Illinois y todas las otras estudiantes decían «lo maravilloso sería casarse con él, tan parecido a Scott Fitzgerald» y yo pensé que podía terminar mi educación en casa —miró hacia el rincón de la cocina donde estaba el fregadero—. Eso, por supuesto, lo he conseguido.
—Usted se casó demasiado joven.
—A los diecisiete años —me respondió—. Lo terrible es que aún me siento de diecisiete años interiormente —alzó la mano y se tocó entre los pechos—. Con todo por delante, ¿sabe usted? Pero nada de eso es realidad —por primera vez, su femineidad me estaba llegando.
—Usted tiene sus hijos.
—Por supuesto, tengo mis hijos. Y no crea que no hago todo lo que puedo por ellos y siempre lo haré. ¿Eso es todo, sin embargo?
—Es más de lo que tienen muchas personas.
—Quiero más —su pequeña boca roja estaba hambrienta, patéticamente hambrienta—. Durante mucho tiempo he deseado más, pero nunca he tenido el coraje de tomarlo.
—Tiene que esperar a que le sea dado —le respondí.
—Usted está pletórico de máximas breves. Más pletórico aún que mi marido o La Rochefoucauld. Pero no puede resolver los problemas presentes con palabras, como Taps cree que uno puede hacerla. Él no entiende la vida. No es más que una máquina parlante, con un computador en vez de un corazón y un sistema central de nervios.
El pensar sobre su marido parecía machacarla continuamente. Hasta la hacía elocuente, pero yo me estaba cansando de su tensión envasada. A lo mejor, yo había provocado la situación, pero, básicamente, no tenía nada que ver con ella. Dije:
—Todo esto es muy interesante, pero usted me iba a hablar sobre Feliz Cervantes.
—Cierto, iba a hacerlo —se puso pensativa—. Era un hombre joven, muy interesante. Un tipo de sangre caliente, agresivo, la clase de hombre que uno se imagina debe ser un torero. Tendría veintidós o veintitrés años, esa edad tenía yo entonces, pero era un hombre, ¿comprende usted?
—¿Habló con él?
—Un poco.
—¿Sobre qué?
—Sobre nuestros cuadros, principalmente. Era muy entendido en arte francés. Me dijo que estaba decidido a visitar París algún día.
—¿Dijo eso?
—Sí. No es para sorprenderse. Todo estudiante de francés quiere ir a París. Yo también quería hacerlo.
—¿Qué más dijo?
—Eso fue todo. Vinieron otros estudiantes y se alejó de mí. Taps dijo después, tuvimos una pelea después de la reunión, que yo me había puesto demasiado en evidencia con ese muchacho. Creo que Taps lo trajo hoy aquí a usted para hacerme confesar. Mi marido sabe castigar muy sutilmente.
—Ustedes dos son demasiados sutiles para mí. ¿Para hacerle confesar qué?
—Que yo estaba… interesada en Feliz Cervantes. Pero él no estaba interesado en mí. Para él, yo ni siquiera existía en esta habitación.
—Es difícil de creer.
—¿Lo es? Había en la reunión una chica rubia, de uno de los cursos de primer año. Él la seguía con los ojos en la forma en que creo Dante debe de haber seguido a Beatriz —dijo, con la voz helada por la envidia.
—¿Cómo se llamaba?
—Virginia Fablon. Creo que aún está en el colegio.
—Salió para casarse.
—¿Es cierto? ¿Y quién es el afortunado?
—Feliz Cervantes —le dije cómo había sido. Escuchó como en un rapto.
Mientras Bess se preparaba para ir de compras, yo me paseé por el living mirando las reproducciones de un mundo que nunca se había atrevido a existir del todo. La casa había adquirido para mí un intenso interés, como si fuera un monumento histórico o el lugar de nacimiento de un hombre famoso. Cervantes, Martel y Ginny se habían encontrado en esta casa; era, por lo tanto, el lugar de nacimiento de mi caso.
Bess salió de su habitación. Se había puesto un traje que debía cerrarse en la espalda y yo era el elegido para cerrarlo. A pesar de que tenía una espalda bastante acariciable, mis manos trataron de no tocarla. La mujer fácil, es siempre un peligro: sea frígida o ninfómana, esquizofrénica, interesada, alcohólica o a veces todo eso junto. El regalo, decorativamente envuelto de ellas mismas, con frecuencia se vuelve una bomba de tiempo de fabricación casera, o chocolate con veneno adentro.
Nos dirigimos al Plaza en apretado silencio. Era un gran centro comercial nuevo, parecido a un gran patio de colegio con asfalto en vez de césped, pero donde nada podía aprenderse. Le di dinero, que aceptó, para volver en taxi a su casa. Era un gesto de amistad, demasiado amistoso dadas las circunstancias. Pero me miró como si la abandonara a una suerte peor que la vida.