18

El Club de Tenis no se abría hasta las diez de la mañana. Así me lo dijo Eric. Encontré a Reto Stoll en su chalet, al lado del de Mrs. Bagshaw. Tenía puesta una chaqueta azul con botones dorados, que no estaba de acuerdo con los sobrios y pesados muebles de su salón. No había nada con personalidad en esa habitación, excepto un vago olor a incienso.

Stoll me recibió con ávida cortesía. Me hizo sentar en un sillón donde, obviamente, había estado sentado él mismo, leyendo el diario. Movía sus manos con inquietud.

—Es terrible lo que pasó con Mrs. Fablon.

—Todavía no puede estar en el diario.

—No. Me lo dijo Mrs. Bagshaw. Las viejas señoras de Montevista hacen su propia cosecha de noticias —añadió, paternalmente—. Estas noticias nos producen un terrible efecto a todos. Mrs. Fablon era una de nuestras socias más agradables. ¿Quién podría querer matar a una mujer tan encantadora?

No había dudas de que era sincero, pero no tenía el don de parecerlo cuando hablaba de mujeres.

—Usted podría ayudar a contestar a esa pregunta, Mr. Stoll —le dije, alcanzándole una de las ampliaciones—. ¿Reconoce usted a estas personas?

Se llevó la foto hacia la puerta batiente que se abrió sobre el patio. Sus ojos grises se entrecerraron y su boca hizo una mueca de disgusto.

—Fueron huéspedes aquí, hace varios años. Con franqueza, yo no quería admitirlos. No eran de nuestra clase. Pero el doctor Sylvester hizo prevalecer su voluntad.

—¿Por qué?

—El hombre era paciente suyo. Aparentemente, un paciente muy importante.

—Le dijo algo más sobre él.

—No necesitaba hacerla. Reconocí al tipo. Es de los que pertenecen a Palm Springs o a Las Vegas, pero no a este lugar —frunció dolorosamente su ceño y se golpeó la frente—. Debería recordar su nombre.

—Ketchel.

—Eso es. Ketchel. Los puse a él y a la mujer en el chalet junto al mío —dijo señalando el de Mrs. Bagshaw—, para poder tenerlos a la vista.

—¿Qué es lo que vio?

—Se portaban mejor de lo que yo supuse. No se realizaron reuniones escandalosas ni nada por el estilo.

—Entiendo que jugaban mucho a las cartas.

—No me diga…

—Y que Fablon también era de la partida.

La expresión de Stoll se me adelantó. Podía ver el hilo del escándalo antes de que fuera desenrollado.

—¿Dónde oyó eso?

—Me lo dijo Mrs. Fablon.

—Entonces supongo que debe de ser cierto. Yo no lo recuerdo.

—Vamos, Reto. Usted que está metido en esta viña del Señor que es Montevista, debe haber oído que Fablon perdió una gran cantidad de dinero con Ketchel. Mrs. Fablon lo culpó de la muerte de su marido.

El temor al escándalo le ensombreció el rostro:

—El Club de Tenis no es responsable.

—¿Estaba usted aquí la noche en que desapareció Fablon?

—No. No estaba. No puedo permanecer en el trabajo veinticuatro horas por día —miró su reloj. Eran las veintidós y estaba por dar término a nuestra entrevista.

—Quiero que le eche otra mirada a la fotografía. ¿No reconoce al joven de chaqueta blanca?

Miró la foto a plena luz:

—Lo recuerdo vagamente. Creo que sólo duró unas pocas semanas —de golpe contuvo la respiración—: ¡Pero este parece Martel! ¿Lo es?

—Estoy casi seguro que es él. ¿Qué hacía trabajando para ustedes como camarero?

Con sus manos hizo un gesto desvalido, acompasando el pasado con el presente y con un futuro bastante dudoso. Se sentó:

—No tengo la menor idea. Sólo recuerdo que hacía horas extras, dedicándose especialmente a la limpieza. Algunas veces, durante la temporada, empleamos esos muchachos para atender los chalets.

—¿Dónde recluta esos muchachos?

—En la Agencia de Empleos del Estado. Son inexpertos en el trabajo, pero nosotros los adiestramos. Conseguimos algunos en la oficina de empleos del Colegio del Estado. No sé donde lo conseguimos a éste —miró de nuevo la foto y se abanicó con ella—. Podría fijarme en los archivos.

—Hágalo, por favor. Puede ser lo más importante que haga usted en todo este año.

Cerró la puerta del chalet y me condujo, a través de la verja, hacia la cerca que resguardaba la piscina. Sin los bañistas, el agua yacía al sol como un cristal verde. Dimos la vuelta hacia la oficina de Stoll. Me dejó sentado ante su escritorio y desapareció en la oficina de los archivos.

Salió de ella cinco minutos después, con una tarjeta.

—Estoy seguro que ésta es la que necesitamos, si me confío a mi memoria. Pero el nombre no es Martel.

El nombre era Feliz Cervantes. Había sido empleado por medio del Colegio del Estado, como suplente por horas, de tarde y de noche, a 1,25 dólares la hora. Su período de trabajo había sido corto, del 14 al 30 de setiembre de 1959.

—¿Lo despidieron?

—Dejó el empleo —dijo Stoll—. De acuerdo a la fecha, lo dejó el 30 de setiembre sin cobrar los dos últimos días de trabajo.

—Eso es interesante. Fablon desapareció el 29, Feliz Cervantes dejó su empleo el 30 y Ketchel se fue de acá el 1 de octubre.

—¿Y usted relaciona los tres sucesos?

—Es difícil no hacerlo.

Usé el teléfono de Stoll para hacer una llamada con el jefe de la oficina de empleos del Estado, un tal Mr. Martin. Le di el nombre de Feliz Cervantes para que lo consultara en los libros.

Mientras estaba en el Club, fui a visitar a Mrs. Bagshaw. Con recelo, me dio la dirección de sus amigos en Georgetown, los Plimsoll, aquellos que Martel había dicho conocer.

Mandé esa dirección, junto con la foto de Martel, por expreso, a un hombre llamado Ralph Christman, que tenía una agencia de detectives en Washington. Le encargué a Christman que entrevistara a los Plimsoll personalmente y me telefoneara los resultados a mi servicio de respuestas en Hollywood. Las tendría al día siguiente si todo marchaba bien.