De regreso me dirigí hacia el puerto por la avenida costanera, para pasar en el Hotel Breakwater lo que restaba de la noche. Uno o los dos Hendricks, podían darse una vuelta por allí, aunque no esperaba que lo hicieran.
Sin pensarlo, fui disminuyendo la velocidad al llegar al matorral de los vagabundos. De no haber sido así, no habría visto el Cadillac de Harry. Estaba en la franja de pasto, del lado del océano, con la nariz metida en el tronco de una palmera.
Había sufrido un impacto violento. La base del árbol estaba cortada. El fuerte paragolpes del Cadillac se había hundido en el radiador. El vidrio inastillable del frente estaba manchado con la marca de una cabeza. Encontré algunas salpicaduras de sangre en el asiento delantero. Fuese quien fuese el que se hubiera apoderado del auto, chocándolo, había dejado las llaves puestas en el arranque. Hice lo que debía de haber hecho antes: usarlas para abrir el baúl.
Harry estaba allí, dándome la espalda. Puse la mano bajo su cabeza y le di vuelta la cara. Había sido duramente golpeado. Hasta que no lo oí quejarse, pensé que estaba muerto. Lo alcé y lo saqué afuera. Era como extraer un gran niño inerte de un vientre de hierro. Lo deposité en el pasto y miré en derredor en busca de auxilio.
El viento silbaba en las ramas secas de las palmeras sobre mi cabeza. No había nada humano a la vista. Pero no quería dejar a Harry. Alguien podía llevárselo otra vez. Crucé hasta la playa para mojar mi pañuelo en el agua y no pude evitar que se mojara uno de mis zapatos. Harry se quejó cuando le estaba limpiando la cara con el trapo húmedo, pero no volvió en sí. Al levantarle uno de los párpados, todo lo que pude ver fue el blanco del ojo.
Calculé que había estado inconsciente en ese baúl durante seis o siete horas. En mi mente no existían muchas dudas de que la sangre en el tacón de Martel, era sangre de Harry. Decidí llevarlo al hospital y lo alcé en mis brazos de nuevo.
Estaba a medio camino hacia mi coche, cuando un auto patrullero de la ciudad, con su luz roja encendida en el techo, apareció a la vista. Se detuvo y un agente se apeó.
—¿Qué está haciendo?
—Este hombre ha tenido un accidente. Lo llevo a un hospital.
—Lo llevaremos nosotros.
Era un joven oficial, en cuya voz había un ribete de suspicacia. Levantó a Harry de entre mis brazos y lo depositó en el asiento trasero del patrullero. Luego, volviéndose hacia mí, con la mano apoyada en la culata del revólver, dijo:
—Tengo la impresión de que ha sido golpeado.
—Sí.
—Muéstreme sus manos. Venga aquí, frente a los faros.
Le mostré mis manos, bajo la blanca luz. Un segundo agente se bajó del coche y vino hacia mí, por detrás.
—Yo no lo golpeé. Puede darse cuenta de eso.
—¿Quién lo hizo?
—No sabría decirlo —no tenía ganas de explayarme sobre Martel—. Vi el auto chocado, abrí el baúl y él estaba dentro. Creo que el coche fue robado.
—¿Usted lo conoce?
—Muy poco. Su nombre es Harry Hendricks. Los dos nos alojamos en el Hotel Breakwater. Me podrá encontrar allí más tarde, si lo desea.
Le dije entonces quién era yo.
—Lo mejor que pueden hacer es llevarlo ya a un hospital.
—No se preocupe. Lo haremos.
—¿A qué hospital?
—Al de la Municipalidad, a menos que usted quiera hacerse cargo de los gastos. El de la Misericordia exige un día de depósito.
—¿Cuánto es?
—Veinte dólares, en la guardia.
Le di veinte de los dólares de Peter. El agente me dijo que su nombre era Ward Rasmussen, y que me traería un recibo del hospital.
Excepto el anciano portero sentado en un banco, el vestíbulo del Hotel Breakwater estaba desierto. Lo toqué, y se despertó preguntando:
—¿Marta?
—¿Quién es Marta?
Se frotó los ojos legañosos.
—Conocía a una chica llamada Marta. ¿Dije Marta?
—Sí.
—Debo haber estado soñando con ella. La conocí en Red Bluff. Se llamaba Marta Truitt. Nací y me crié en Red Bluff, hace ya mucho tiempo.
Con los ojos muy abiertos, se levantó, arrastrándose tras el escritorio y esperando que me inscribiera para darme la llave de la habitación 28, que yo mismo le pedí. El reloj eléctrico decía que eran las tres y cinco.
Le pregunté al hombre si la mujer pelirroja, Mrs. Hendricks había regresado al hotel. No lo recordaba. Lo dejé moviendo la cabeza mientras se acordaba de Marta Truitt.
Caí en la cama y no soñé absolutamente nada. El viento murió al filo del amanecer. Sentí el silencio y me levanté preguntándome qué era lo que faltaba. Una luz gris, empañaba los vidrios. Podía oír el mar golpeando como un pordiosero al extremo de la ciudad. Me di vuelta y me volví a dormir.
Me despertó el teléfono. De la oficina me dijeron que un policía quería verme. En mi reloj, eran las ocho menos cuarto. Mientras lo pensaba, llamé al estudio de Eric Malkovsky.
—¿Ha estado trabajando toda la noche, Eric?
—No. Me levanté temprano. Hice algunas ampliaciones de esos negativos. Apareció algo que quiero mostrarle.
—¿De qué se trata?
—Me gustaría más que usted lo viera y sacara sus propias conclusiones.
—¿Puede traerlas al Hotel Breakwater?
Me contestó que sí.
—Estaré en la habitación 28 o en la cafetería.
Me vestí y bajé al vestíbulo. El joven policía Rasmussen tenía en la mano el sombrero gris perla de Harry. Me entregó un recibo por veinte dólares.
—Siento haberlo despertado tan temprano —me dijo—, pero es la hora del relevo.
—Era ya tiempo de levantarme. ¿Cómo está Harry?
—Está saliendo del mal paso. Lo enviarán al Hospital del Municipio, a menos que usted deposite más dinero hoy.
—¿Tiene sentido proceder así?
—Es la manera que tiene ese hospital de manejar sus negocios. He visto a gente que ha muerto en el trayecto entre el Hospital de la Misericordia y el Municipal. No quiero decir que a su amigo pueda pasarle eso —añadió cautelosamente—. El médico dice que va a marchar bien.
—No es exactamente mi amigo.
—Pero para usted vale veinte dólares de amistad. De paso, si va al hospital, llévele el sombrero. Lo saqué de su auto hoy, antes de que se lo llevaran los de la grúa. Es un buen sombrero y querrá conservarlo.
Me lo dio. No me molesté en decirle que no tenía grabado el nombre de Harry. Me preguntaba quién sería ese Spillman y cómo Harry había conseguido su sombrero.
—El coche no sirve para nada —dijo Rasmussen—. No era de mucho precio, pero un auto robado es un auto robado. De paso, agarramos a tres sospechosos. Fue fácil para nosotros. Uno de ellos tenía cortadura en la frente y sus compinches lo llevaron a la sala de primeros auxilios.
—¿Los recolectores de naranjas?
—No entiendo.
—¿Un hombre blanco y un par de hermanos negros?
—Así que usted los vio, ¿no? —dijo Rasmussen.
—Si ¿Qué van a hacer ustedes con ellos?
—Depende de lo que hayan hecho. Aún no lo he averiguado. Si encerraron a su amigo en el baúl y lo llevaron a algún lado, es rapto.
—No creo que supieran que estaba en el baúl.
—Entonces, ¿quién lo golpeó? El doctor dice que recibió una buena paliza; que fue golpeado y pateado.
—No me sorprende en absoluto.
—¿Tiene idea de quién pueda haberlo hecho?
—Si, pero me tomará un tiempo comprobarlo.
Me contestó que disponía de bastante tiempo, todo el día, para ser más claro. Lo invité a desayunarse, a pesar de sus negativas y mientras comía su jamón con huevos y café, le hice el obsequio de un trozo del caso Martel.
Rasmussen escuchó atentamente.
—¿Usted cree que Martel golpeó a Hendricks?
—Mentalmente estoy seguro que lo hizo. Lo encontró espiando cerca de su casa y lo atacó. Pero no vale la pena seguir especulando. Hendricks ya nos dirá todo, cuando pueda hablar.
Rasmussen bebió su café e hizo un gesto de desagrado.
—¿Cómo habrá llegado el coche de Hendricks hasta la avenida?
—Yo creo que Martel lo llevó hasta allí, con Hendricks metido en el baúl, dejándolo en un lugar donde estaba expuesto a que lo robaran.
Los ojos de Ward Rasmussen me miraron fijamente por encima de la taza de café. Sus ojos tenían la intensidad azul de los destellos de las llamas Bunsen. La mandíbula y su boca joven y disciplinada le daban un aspecto levemente fanático.
—¿Quién es este Martel? ¿Y por qué se habrá casado con él Virginia Fablon?
—Sobre esa pregunta estoy trabajando. Martel proclama ser un acaudalado francés, que está en dificultades con el gobierno de su país. Hendricks dice que es un aventurero barato. Martel puede ser un aventurero, como lo sospecho, pero no barato. Está viajando en este momento con cien mil dólares en efectivo, en un Bentley, con la chica más linda de la ciudad.
—Yo conocí a Virginia en el colegio —dijo Rasmussen—. Era una hermosa chica. Y los tenía a todos embobados. Entró en los grados superiores cuando tenía solamente dieciséis años. Se graduó seis meses antes que los de su grado.
—Usted parece acordarse bastante de ella.
—Solía seguirla en la calle —me dijo—. Y un día junté bastante coraje como para pedirle que fuera a un baile conmigo. Eso fue cuando yo era capitán del equipo de fútbol. Pero ella me dijo que iba con Peter Jamieson.
Pasó por sus ojos una sombra de envidia. Alzó su cabeza, con el pelo cortado al rape, como para ahuyentarla.
—Es raro que se haya cambiado hasta el punto de casarse con ese Martel. ¿Usted cree que vino a la ciudad para casarse con ella?
—Sea lo que fuere, eso es lo que pasó. No sé cuáles serían los planes originales de Martel.
—¿De dónde consiguió esos cien mil?
—Los depositó, haciendo efectivo un giro de un banco de Panamá, en el Banco de Nueva Granada. Concuerda con su afirmación de que su familia tiene posesiones en varios países extranjeros.
Rasmussen se apoyó en la mesa, haciendo a un lado, con el codo, su taza de café vacía.
—También concuerda muy bien con el hecho… con la idea de que es un pájaro de cuenta. Una cantidad de dinero mal habido va a parar a Panamá, a causa de sus leyes bancarias.
—Lo sé. Por eso lo he mencionado. Hay otra cosa. La mujer que fue asesinada ayer, la madre de Virginia Fablon, percibía una renta proveniente del mismo banco.
—¿Cuánto percibía?
—No lo sé. Usted podrá conseguir esos detalles en el banco local.
—Daré una vuelta por allí.
Sacó una libreta de apuntes nueva. Mientras hacía algunas anotaciones, llegó Eric Malkovsky con un sobre de papel de manila. Presenté a los dos hombres. Entonces Eric sacó las ampliaciones del sobre, extendiéndolas sobre la mesa.
Eran, poco más o menos, de seis por ocho pulgadas, nuevas y claras como si hubieran sido tomadas el día anterior. Se podía ver cada línea de la cara de Ketchel. A pesar de mostrarse sonriente, la enfermedad acechaba detrás de la sonrisa. Las líneas alrededor de su boca también podían significar consternación. Tenía la mirada de un hombre que ha luchado para llegar alto, o lo que él consideró alto, sin llegar a disfrutar de eso ni de nada. En la ampliación, cambiaba un poco la significación de la cara de Kitty. Sus ojos parecían sustentar la leve sospecha de que era una mujer capaz de hacer algo mejor que limitarse a cambiar de trajes. Pero en la Kitty que yo había visto anoche en este mismo Hotel Breakwater, ese vislumbre había muerto y sin dejar rastros.
—Hizo un buen trabajo, Eric. Estas fotos van a ser una gran ayuda.
—Gracias —dijo, aunque noté que estaba impaciente conmigo. Acercándose a mí, me señaló con el dedo en la parte alta de la fotografía—: Mire detenidamente al hombre que está en el fondo, el que tiene la bandeja.
En seguida me di cuenta a qué se refería. Detrás del bigote negro del camarero, reconocí una versión más joven de Martel.
—No era más que un mozo en el Club —dijo Malkovsky—. Ni siquiera un mozo, apenas un mandadero y dejé que me llevara por delante.
Rasmussen pidió cortésmente:
—¿Puedo ver alguna?
Le alcancé la de arriba y la estudió. La camarera se acercó a la mesa con una cafetera y un menú de desayunos manchado con los rastros de otros desayunos. Ella también lucía huellas visibles de su historia en su boca fácil hasta la generosidad, en sus ojos desilusionados, en su pelo que nunca confesaba que era teñido y su renquera causada por juanetes.
—¿Quiere servirse algo? —preguntó a Eric.
—Ya he desayunado. Traiga un poco de café.
Yo le dije que tomaría lo mismo. Cuando la camarera me lo servía, vio la fotografía que tenía delante.
—Conozco a esa chica —dijo—. Estuvo aquí anoche. Se cambió el color del cabello, ¿no es cierto?
—¿A qué hora?
—Debió ser antes de las diecinueve. Yo salgo a las diecinueve. Ordenó un sándwich de pollo, de blanco de pollo —se inclinó hacia mí, confidencialmente—. ¿Es una artista de cine o algo así?
—¿Qué la hace creer que pueda ser una artista de cine?
—No sé. Tal vez la forma en que estaba vestida, el aspecto que tenía… Es una chica muy linda… —dándose cuenta de haber levantado mucho la voz, llevada por su entusiasmo, bajó el tono—: Perdóneme; no quise hacer tanto ruido…
—Está bien.
Se alejó, renqueando. Parecía un poco más desilusionada que antes.
Rasmussen dijo, cuando ya no podía oírnos:
—Es extraño, pero creo que yo también conozco a la joven de esta foto.
—Podría ser. Kitty dice que se crió aquí, en la ciudad, en algún lugar vecino a las vías del tren.
Ward Rasmussen se rascó la cabeza rapada:
—Estoy seguro que la he visto. ¿Cómo se llama?
—Kitty Hendricks. Según lo que dice, todavía está casada con Hendricks, pero no han estado viviendo juntos. Siete años atrás, ella vivía con un hombre, con el de la foto, su nombre es Ketchel, y tal vez aún siga haciéndolo. Me contó una historia muy fabricada, diciéndome que era secretaria de un magnate al cual Martel le robó algunos valores. Pero no le doy mucho crédito.
Ward tomó algunas notas:
—¿Y de aquí, a dónde vamos?
—Usted también entra en esto, ¿no?
—Revienta esto de pasarse la vida citando peatones que han cruzado malla calle. Mi ambición es trabajar de detective. De paso, ¿puedo guardar una copia de esta fotografía?
—Quiero que lo haga. Recuerde que ahora tiene siete años más y es pelirroja. Vea si puede encontrar alguna pista de su familia y conocer su paradero. Probablemente, sabe más de lo que dice. Y espero que nos conduzca a Ketchel.
Metió la foto, doblada, en su libreta:
—Me voy a ocupar de esto enseguida.
Antes de irse, Ward escribió su dirección y teléfono en una hoja que arrancó de su libreta. Aún vivía con su padre, me dijo, aunque pensaba casarse pronto. Me dio la hoja y salió del café, con paso ágil. Mi emoción siguió al muchacho. Más de veinte años atrás, cuando yo era un cadete en la policía de Long Beach, me había sentido como él ahora. Era nuevo en esta vida dura y rogué porque ella no terminara por herir demasiado profundamente su ánimo tan bien dispuesto.