Peter apareció en la puerta que comunicaba las dos cocinas. No entró a la pequeña. La muerte se había apoderado de toda la habitación.
—¿Qué es lo que dijo?
—Dijo que el joven amante la mató. ¿Qué querría decir con eso?
—Martel —fue una respuesta automática—. ¿Está muerta?
La miré. La muerte la había vuelto pequeña y desdibujada como algo que se viera a través del lado equivocado del lente de un largavista.
—Me temo que sí. Será mejor que llame a la policía. Luego, dígaselo a su padre.
—¿Tengo que decírselo? Encontrará la forma de echarme la culpa.
—Se lo diré yo, si lo prefiere.
—No. Lo haré yo.
Atravesó la cocina resueltamente.
Salí hacia la ventosa oscuridad y busqué en mi coche la linterna. El camino mostraba una huella bien visible desde el jardín de los Jamieson a la casa de los Fablon. Me pregunté si los pasos infantiles de Peter eran los que lo habían marcado. Había evidencias de que Marieta se había arrastrado por ese camino desde su casa: manchas de sangre y huellas de rodillas en el barro. Su cofia de seda rosa se le había caído donde el camino atravesaba un boquete en la cerca del lindero. La dejé allí.
La puerta del frente de su casa se estaba golpeando. Entré y busqué el estudio. Su mueble principal era un ornamentado escritorio del siglo diecinueve. Revisé sus cajones. No había ni rastros de la carta de amor de Audrey Sylvester a Fablon, pero encontré otra que me interesaba tanto como ésta. Había sido escrita a Mrs. Fablon por Ricardo Rosales, el vicepresidente del Banco de Nueva Granada, de la ciudad de Panamá, el 18 de marzo de este mismo año. Decía en un inglés algo rebuscado, que la cuenta especial de cuyo monto el banco giraba las sumas periódicas de dinero que ella recibía, se había agotado y que no se habían recibido más instrucciones al respecto. A causa de las reglas y el régimen del banco, era muy penoso para ellos no poder revelarle el nombre de su titular.
En un cajón inferior hallé una fotografía enmarcada de un subteniente de la Real Fuerza Aérea, que era, sin lugar a dudas, Roy Fablon. Faltaba el vidrio, y pedacitos de fotografía, en forma de media luna, habían sido torpemente arrancados. Tardé un minuto en llegar a la conclusión de que había sido acribillada por el agudo tacón de un zapato de mujer. Pensé si Marieta habría golpeado recientemente la fotografía de su marido.
En el mismo cajón un reloj pulsera extra chato, de hombre, con cuatro palabras en latín grabadas atrás: Mutuis animis amant amantur. Ignoraba el latín, pero amant quería decir algo sobre el amor. Volví a mirar la foto de Fablon. Para mis ojos avezados, su cabeza cruel tenía la mirada vacía de las estatuas de bronce. Había sido moreno y arrollador, el tipo clásico de hombre del cual una hija podría enamorarse. Aunque él había sido buen mozo, y Martel no lo era, me pareció que existía entre ellos cierto parecido, suficiente tal vez para explicar el apasionamiento actual de Ginny. Volví a colocar el retrato y el reloj en el cajón.
Una luz estaba encendida en la sala donde yo había conversado con Marieta y oído cómo sus dientes se entrechocaban. El cordón del teléfono rosado había sido arrancado de la pared. Observé gotas de sangre en la alfombra raída. Desde allí, había comenzado a arrastrarse.
Escuché un lamento a la distancia, más fuerte que el viento y más lúgubre. Era el sonido de una sirena, que como siempre, llegaba demasiado tarde. Salí, dejando detrás de mí la luz prendida y la puerta golpeándose.
Los hombres de la policía llegaron a la casa de los Jamieson antes que yo. Tuve que explicar quién era, mostrar mi credencial y hacer que Peter atestiguara por mí, antes de que me dejaran entrar en la casa. Pero no me permitieron pasar a la cocina.
La falta de cooperación de la policía me vino muy bien. Me sentía justificado al ocultarles algunos de los resultados de mis propias investigaciones. Pero aludí vagamente a Martel. A las dos de la mañana, el oficial a cargo de la investigación, inspector Harold Olsen, entró a la sala donde estaba sentado esperando y me informó que había dado un alerta general con respecto a Martel. Añadió:
—Ahora puede irse a su casa, Mr. Archer.
—Pensaba quedarme por acá y conversar con el forense.
—Soy yo —dijo Olsen—. Le dije a mi comisionado, el doctor Wills, que no se molestara en venir aquí esta noche. Necesita descanso. ¿Por qué no se va usted y descansa, Mr. Archer? —Se dirigió pesadamente hacia mí. Era un sueco grandote, lento y obstinado a quien le agradaba que sus sugestiones fueran tomadas como órdenes—. Tranquilícese y tómelo con calma. No tendremos los resultados de la autopsia por lo menos hasta dentro de dos días.
—¿Por qué no? —le pregunté, sin levantarme de mi silla.
—Porque nunca lo hacemos antes —estaba a cargo de todo y sus ojos, ligeramente saltones me miraban por si yo tenía alguna duda sobre su poder. Tuve la impresión de que si tuviera que elegir, preferiría manejar un caso más que resolverlo—. No hay apuro. Por ahora sabemos que recibió un tiro en el pecho que, probablemente le interesó el pulmón. Murió de una hemorragia interna.
—Lo que me interesa ahora es saber cómo murió el marido.
—Se suicidó. No necesita del doctor Wills para enterarse de esto. Yo mismo manejé el asunto —Olsen me miraba ahora de más cerca. Presentía la posibilidad de que yo quisiera cuestionar sus conclusiones y, temeroso por adelantado ante algo que podía ser un atropello a sus funciones, dijo—: El caso está cerrado.
—¿Y lo que acaba de suceder, no podría reabrirlo?
—No. Eso no —al enojarse, recaía en una mala gramática—. Fablon se suicidó. Le dijo a su mujer que lo haría y lo hizo. No hubo ningún testimonio de mala fe.
—Tengo entendido que estaba muy desfigurado.
—Por los tiburones y las rocas. Aquí hay muchos remolinos y corrientes y anduvo rodando por el fondo durante diez días —el tono de Olsen era algo amenazante—. Pero todo el daño fue hecho después de estar ahogado. Murió por ahogo en agua salada. El doctor Wills le dirá la misma cosa.
—¿Dónde podré encontrar a Wills mañana?
—Tiene su consultorio en el sótano del Hospital Misericordia. Pero no podrá decirle más de lo que yo le he dicho.
Olsen dejó la habitación envuelto en el orgullo de casta de un artífice cuyo trabajo ha sido criticado por un obrero. Esperé hasta que ya no se oyeron sus pasos y entonces me dirigí a la biblioteca. La puerta estaba cerrada, pero se veía luz por debajo de ella.
—¿Quién es? —preguntó Vera desde adentro.
—Archer.
La casera me dejó entrar. Tenía puesto un kimono de rayón, color tornasolado. Cuando se sentó en la banqueta a los pies de Jamieson pude ver las dos trenzas negras colgándole en la espalda como cables cortados.
—Es algo horrible —me dijo Jamieson débilmente—. ¿Qué saca usted en claro, Archer?
—Aún es muy pronto para preguntármelo. Marieta dijo que el joven amante la mató. ¿Tiene eso para usted, algún significado?
—No.
—¿Tenía un amante?
—Que yo supiera, no.
—¿Y si lo hubiera tenido, quién podría ser?
—No tengo idea. Francamente, no he tenido mucho contacto con los Fablon antes o después de la muerte de Roy. Es cierto que éramos muy amigos en el colegio y durante unos cuantos años más, pero nuestras vidas tomaron diferentes rumbos. En cuanto a la vida privada de Marieta, la ignoro por completo. Se me ocurre, sin embargo, que podía haberse referido al amante joven de otra persona.
—¿Usted se refiere a Martel?
—Es un pensamiento obvio, ¿no es cierto?
—Tan obvio que le tengo miedo. Pero cayó en mis manos algo que descubre una relación peculiar entre Martel y Marieta. Ella ha estado percibiendo una especie de renta del Banco de Nueva Granada.
—¿Marieta?
—Exacto. Le fue cortada durante estos dos últimos meses.
—¿Quién era la fuente de esa renta?
—No está muy claro. Quizás haya sido Martel, y si fue él, sugiere una posibilidad brutal. Marieta puede haberle vendido su hija.
—¡Marieta es incapaz de hacerlo! —Jamieson estaba tan horrorizado como se lo permitía su anestesiada condición.
—Lo hacen muchas madres. No lo llaman venta, pero a eso se reduce. Un baile de presentación en sociedad, es lo más cercano que existe a un mercado de esclavas del Sudán.
Vera dejó oír una risa maliciosa y tristona. Su patrón la miró con severidad y dijo, como si indirectamente le hiciera un reproche:
—Pero Marieta es… era tan apegada a Ginny…
—También sabía qué importante es el dinero. Me lo dijo ella misma.
—¿De verdad? Porque fíjese que acostumbraba a tirar su dinero como si sus recursos fueran inextinguibles. Tuve que salir de fiador de ella…
Vera lo miró vivamente y Jamieson decidió no terminar su frase. Yo dije:
—Tal vez su hija fuera el último recurso que le quedaba.
Yo estaba probando la verosimilitud de mi idea y Jamieson se dio cuenta de mi propósito.
—Posiblemente usted podría estar en lo cierto. Marieta se endureció mucho en estos pocos años, después de la muerte de Roy. Pero suponiendo que usted esté en lo cierto, ¿por qué casaría a Virginia con un extranjero sospechoso? Tenía a mi pobre hijo Peter a su disposición y deseoso de hacerlo.
—No lo sé. La idea puede haber sido de Ginny, después de todo. Y el hecho de que Martel y Marieta sacaran el dinero del mismo banco de Panamá, una simple coincidencia.
—Sin embargo, usted no cree que sea así.
—No. He perdido mi fe en las coincidencias. Todo en la vida tiende a irse uniendo en una trama. Por supuesto, la trama en este caso es la muerte, repitiéndose. El que Mrs. Fablon haya sido asesinada, trae de nuevo a colación la muerte de su marido.
—¿Pero acaso no quedó establecido que Roy se suicidó? —Vera frunció el entrecejo, como si Jamieson hubiera dicho algo obsceno. Discretamente, se persignó.
—Esa es la historia oficial, de todas maneras —dije—. Pero ahora se abren interrogantes, como todo lo demás. Tengo entendido que usted identificó el cadáver.
—Yo fui uno de los que lo hicieron.
—¿Está seguro de que era Fablon?
Tuvo una expresión dubitativa y se movió en su silla, molesto.
—Estuve seguro en una época. Eso no quiere decir que tengo que estar seguro ahora, ¿no le parece? Francamente, no es un recuerdo que me cuide de mantener. Su cara estaba hinchada y terriblemente cortada.
Jamieson cerró sus ojos con fuerza. Vera le tomó la mano y se la sostuvo.
—¿Así que usted no pudo estar bien seguro de que fuera él?
—Era difícil con solo mirarlo. El mar le había causado todo un cambio. Pero, por otra parte, yo no tenía ninguna razón para dudar de que fuera Roy. El médico que intervino en la investigación, el doctor Wills, dijo que tenía irrefu… —tartamudeó en esta palabra— irrefutables evidencias de que era Roy.
—¿Recuerda cuáles eran esas evidencias?
—Tenían que ver con las radiografías de viejas fracturas en las piernas.
—En esas fracturas hubieran tenido que fijarse más a fondo.
—¿En qué? —me dijo bastante irritado.
—Podrían aclarar la posibilidad de que fuera un suicidio fingido y que otro hubiera usado el sobretodo de Fablon en el océano. Es una posibilidad que debe tenerse aún más en cuenta cuando un hombre está fuertemente endeudado. Pero lo que usted acaba de decirme desecha la hipótesis.
—Pienso lo mismo.
—Hace un momento usted empezó a contarme que iba a salir fiador de Mrs. Fablon.
—Eso fue hace años. Los ayudé a los dos en una ocasión. En cierta forma, me sentía responsable de Roy.
Vera se revolvió en su asiento, con enojo, y dijo:
—Usted le dio la casa a ella.
—¿Qué casa?
Jamieson me contestó:
—La casa en que vive… en que vivía. Para ser exacto, no se la di. Hacía uso de ella. Después de todo, fue buena con mi pobre hijo. Y también lo fue Roy, a su turno.
—¿Roy le sacó mucho dinero?
—Unos pocos miles. Podían haber sido más, pero la mayor parte de mi capital estaba invertido en créditos hipotecarios. Roy, en los últimos tiempos, estaba desesperado por dinero. Jugaba con dinero que no tenía.
—¿Con un hombre llamado Ketchel?
—Sí. Ese era su nombre.
—¿Usted conoció a Ketchel?
—Nunca me encontré con él. Solamente lo conocía de nombre.
—¿Por intermedio de quién?
—De Marieta. Durante los once o doce días de la desaparición de Fablon, antes de que su cuerpo subiera a la superficie, Marieta hablaba mucho de Ketchel. Pero no tenía pruebas y yo la disuadí de ir a la policía. Después de establecerse que se trataba de un suicidio, desistió de la idea.
Vera se movió inquieta y tirando de la mano de Jamieson como si la mujer muerta fuera una sutil rival suya, dijo:
—Vamos a la cama. Usted está loco, quedándose sentado toda la noche.
Todo el decoro convencional de la casa parecía haberse venido abajo. Me levanté para irme y Vera me miró con alivio.
Jamieson dijo, sin hacerle caso a Vera.
—Yo pensé en esa época que Marieta estaba fantaseando con eso del crimen, simplemente porque le era duro enfrentar la idea del suicidio. ¿Supone usted que ella sabía algo, después de todo?
—Tal vez. El inspector Olsen me dijo que Fablon había muerto, sin duda alguna, por ahogo en agua salada. Podría ser una forma de asesinar, aunque en este caso no lo parece. Pero aun así, me gustaría hablar con Ketchel. ¿No sabría usted decirme dónde puedo encontrarlo?
—No tengo la más mínima idea. Para mí, es sólo un nombre.
Los ojos de Vera se clavaban en mí, empujándome para que me fuera. Los policías estaban aún en la cocina. Marieta no. Tampoco Peter. El enorme cuarto había adquirido ese aire de negra desolación policial que me era familiar. Yo había sido en un tiempo policía, en Long Beach, a poco menos de un tiro de obús de Montevista.